ILUSTRACIÓN: SAMUEL MARTÍNEZ ORTIZ |
Vivir significa cansarse, enfrentarse a retos, crecerse ante
las dificultades… “Vivir es no poder reposar hasta la muerte”, decía María
Zambrano, que añadía: “Toda vida se vive en inquietud”.
Con lo cual no hacía sino abundar en lo que ya había dejado expreso su maestro
Ortega y Gasset: “La vida es la grande, esencial inquietud”.
Pero ¿cuál es esa tarea en que la vida consiste para que nos
obligue de esta manera a la alerta y la inquietud permanentes, a mantener un tan
persistente estado de alarma que no nos deja reposar hasta la muerte? No es
otra, desde que nacimos, que la de sobreponernos a nuestra esencial
vulnerabilidad, responder a todo lo que nuestro humano destino ha dispuesto
para mantener en peligro constante nuestra integridad física y psíquica,
nuestra siempre precaria autoestima, el nunca del todo desentrañado sentido de
nuestra vida. No es propiamente que el hombre se crezca ante las dificultades,
sino que es precisamente confrontándose con ellas la única manera que tiene de
crecer: gracias a esas dificultades y agresiones que recibimos, obligados a
responder ante ellas, vamos desarrollando nuestra personalidad y dando
contenido a nuestra vida, que no necesitaría salir de la inercia si todo fueran
facilidades. Esta, la vida, resulta ser, pues, el trayecto a través del cual lo
que fue nuestra constitutiva inferioridad de partida va poco a poco
transformándose hasta conseguir que lleguemos a ser alguien significativo, hasta
que alcancemos el punto en el que nuestra vida quede suficientemente
justificada.
En ese proceso, en ese camino que lleva a la superación de
nuestra inicial insignificancia, a la compensación de la insustancialidad en la
que fuimos embutidos al nacer, los años más críticos y decisivos son los de la
primera infancia, porque es en ellos cuando más débiles somos y cuando desde
esa debilidad generamos unas pautas de respuesta ante la sensación de amenaza,
de peligro para nuestra integridad, que determinarán en buena medida nuestras
futuras maneras de responder a las nuevas o renovadas situaciones amenazantes
que habrán de aparecer en la edad adulta. Estas primeras respuestas del infante
ante la percepción de peligro se realizan antes con el cuerpo que con la mente,
la cual carece aún de las estructuras de las que le dotarán más adelante, en
gran medida, el lenguaje y la razón. En ese formato preverbal, quedan, pues,
predeterminadas distintas maneras de responder a los atentados contra nuestra
integridad que podrían más tarde derivar hacia sendas patologías.
Una de esas maneras es la que podríamos decir que consiste
en una rendición preventiva: el niño acata lo que ese entorno en el que se
origina la amenaza le impone, aprende a humillarse ante quien es percibido como
amenazante, se hace perdonar infligiéndose a sí mismo alguna clase de castigo
antes incluso de saber cuál es su culpa. El eco de este tipo de respuestas
adquiridas lo encontraremos más adelante, en la vida adulta, en muchos enfermos
depresivos que se aferran a su papel de personas desamparadas, permanentemente
rechazadas, tristes o maltratadas. Las conductas autopunitivas consiguientes
habría que valorarlas, efectivamente, como resultado de aquella búsqueda de perdón,
de reparación y, en última instancia, de aceptación por parte de los demás (o
bien, de esa instancia íntima que representa a los demás y que Freud denominaba
“superyó”). Partiendo del originario sentimiento de inferioridad y baja
autoestima, no se encontraría otro cauce por el que discurrir que la propia
humillación para lograr hacerse un sitio entre quienes han logrado ser
admitidos y arropados por sus congéneres. En esa humillación preventiva
vendrían a incluirse también los sabotajes al propio éxito que este tipo de
personas llegan a infligirse, la elusión de responsabilidades o las conductas
de dependencia extrema. En el fondo de todos esos comportamientos
autodestructivos hay, pues, un ser diminuto y sufriente, alojado en la zona
sombría del alma, que está mendigando el perdón. Cualquier muestra de
autoafirmación resultaría peligrosa a los ojos del depresivo (del humillado) de
cara a ese último objetivo de alcanzar el perdón, de no molestar, de
homologarse, de no perder el apoyo y el amparo de los demás. He aquí, pues, una
de las fuentes posibles de sufrimiento y dolor inútiles, y hasta perversos,
cuando las respuestas autopunitivas, estimuladas por el temor, resultan ser
exageradas, y en vez de favorecer la integridad personal, como creyó el niño,
promueven la autodestrucción. De este tipo de sufrimiento inútil, absurdo, huérfano
de auténticos por qué y para qué, podrían servir de ejemplo, además de los
comportamientos masoquistas expuestos, también, de modo paradigmático, los de
aquellos santos que intentaban emular la pasión de Cristo y llegaban incluso a
pedir a Dios la dudosa gracia de la estigmatización (comportamientos de los
cuales hablábamos hace un par de artículos, en “Paulina: un sentimiento de culpa insaciable”) o aquellos otros que
se pueden detectar detrás de personalidades excesivamente propensas a sufrir
accidentes, sin que haya una voluntad consciente de tenerlos.
Otra manera de responder a las amenazas a nuestra integridad,
contrapuesta a esta de la que hablamos, que asimismo quedó preformada en
nuestra primera infancia y que también puede derivar hacia posteriores
patologías es la del imprudente o temerario que desatiende las señales de
peligro o se ve compulsivamente empujado a retarse frente a las amenazas que
encuentra en su camino o las que alternativamente busca. Cabrían aquí los
comportamientos de algunos que acaban dedicándose a profesiones o hobbies de alto
riesgo, los de los ludópatas o incluso los de quienes arriesgan estúpidamente
la vida en alguna clase de diversión o excentricidad.
Y nos quedaría aún por explorar una ubérrima fuente de
cansancio, dolor y sufrimiento inútiles, también enraizada en pautas de
comportamiento originadas en la primera edad y que en lo esencial consisten en
la realización de respuestas defensivas desproporcionadamente grandes frente a
estímulos que son percibidos como amenazantes, al menos vistos desde la extrema
vulnerabilidad del niño, pero que pasan enseguida a ser, no ya un lastre, sino
un peligro mucho mayor que la misma ausencia de respuesta defensiva. Aquí
tendrían cabida las respuestas de estrés, en las que el organismo se instala en
unos modos de reacción fisiológica a peligros extremos que, perdurando en el
tiempo, acaban derivando en hipertensión, úlceras, hiperglucemia o diabetes,
colon irritable, arritmias, contracturas musculares… La alergia sería otro modo
de reacción exagerada a agentes que invaden el organismo de una manera
objetivamente inocua, y que el niño, influido por su
extrema vulnerabilidad, recibe desde una actitud hiperdefensiva
que emite su mandato también a sus funciones fisiológicas. De este modo, el
organismo pone en marcha ese tipo de respuestas desproporcionadas que también
pasan a suponer una amenaza mayor que la misma ausencia de respuestas. Y en
fin, otras respuestas defensivas exageradas son las que, desde la psique, son
emitidas en la forma en que Sigmund Freud denominó mecanismos de defensa del yo
(represión, desplazamiento, proyección, disociación…) y que asimismo
constituyen una fuente de amenaza para la integridad mental del individuo mayor
que la mera ausencia de respuestas; sería, por ejemplo, el caso de la fobia, en
que la reacción defensiva de la mente frente a elementos o situaciones
objetivamente inocuos constituyen la base de unos trastornos que pueden
desorganizar la vida entera de quien la pone en marcha. Como de estas respuestas
de estrés, de la alergia o de los mecanismos de defensa del yo ya hemos hablado
en alguna ocasión, pasaremos a centrarnos en otra peculiar forma de producción
de sufrimiento, dolor y cansancio inútiles que ocupa cada vez una mayor
atención y constituyen un grave motivo de preocupación: la que representan la
fibromialgia y el síndrome de fatiga crónica, que aunque están nosográficamente
considerados como síndromes diferentes, tienen una misma raíz y cursan
habitualmente juntos.
La Sociedad Española de Reumatología define la fibromialgia
como “una
anomalía en la percepción del dolor, de manera que se perciben como dolorosos
estímulos que habitualmente no lo son”. Puesto que el dolor es una
respuesta defensiva, de aviso preventivo de daños para el organismo o de peligro
para la supervivencia, no existiría en esta inútil forma de percepción del dolor una diferencia cualitativa respecto
de la respuesta de estrés, la de la alergia o la de la fobia, que hacen que la
exageración en la réplica defensiva del organismo se convierta en un peligro
mayor incluso que la ausencia de respuesta. A menudo ese umbral excesivamente
bajo para desencadenar la respuesta defensiva se sobrepasa en la fibromialgia después de vivir una
experiencia sentida como ataque, tanto desde el punto de vista orgánico como
psíquico, y que puede ser, por ejemplo, una infección bacteriana o viral, un
accidente de automóvil o un trauma psicológico. Efectivamente, el 50% de
quienes sufren este trastorno atribuye la aparición de los síntomas de su enfermedad a una
lesión, una infección, el estrés o un trauma emocional. El organismo y la
psique del sujeto afectado, extremadamente sensibilizados frente a los
eventuales estímulos amenazantes, viven esa experiencia como aviso de que es
necesaria una reacción defensiva estable, permanente. El dolor sería esa
respuesta, presta a mantenerse de modo estable, y sin que sea ya necesaria la
concreta percepción de un peligro inmediato. De forma que tras una lesión o
inflamación de este tipo, el cerebro no desconecta el mensaje de dolor incluso
después de que se haya curado totalmente el tejido que ha sufrido la lesión o,
en general, hayan quedado atrás los efectos del trauma. Como la persona
estresada, como el alérgico o también el fóbico, el enfermo de fibromialgia
viviría en estado de alarma permanente, presto a desencadenar su respuesta
defensiva ante una mínima señal de peligro o cuando este ya ha desaparecido (el
dolor sería la respuesta en este caso). Un ejemplo espectacular de este tipo de mensaje cerebral
ya inútil es el dolor del miembro fantasma: aproximadamente, entre el 50 y el
80% de las personas que sufren una amputación tienen sensaciones de quemazón y
dolor agudo en el lugar donde se encontraba el miembro amputado. Pues bien, se
ha demostrado que, de manera semejante, muchos pacientes desarrollan un dolor
crónico en un brazo o una pierna después de una lesión o una inmovilización
leves y ya superadas fisiológicamente, y en donde el dolor queda asociado a una
sensibilidad extrema al tacto, al frío o al calor desprovisto de justificación
objetiva o accesible a cualquier tipo de registro fisiológico. En sentido
contrario, mientras se está dando la respuesta de estrés, por ejemplo, en un
campo de batalla, una herida de bala puede llegar a asociarse a una ausencia
total de sensación de dolor.
La fibromialgia es una enfermedad para la que oficialmente
aún no se ha logrado tener una explicación. Los síntomas característicos de
esta enfermedad son, precisamente, el dolor y la fatiga crónicos y no causados
por ninguna clase de trastorno orgánico. Afectan principalmente a mujeres entre
30 y 60 años, que sufren dolores musculares y articulares generalizados,
dolores de cabeza, así como fatiga, trastornos del sueño e irritación
intestinal. En España, la valoración de la incidencia de la fibromialgia en la
población varía, según los estudios, entre un 2,37 y un 4%: más de un millón de
personas. En Estados Unidos y Canadá, el 7% de las mujeres entre 60 y 70 años
padece fibromialgia. Sin embargo, cualquier grupo de edad es susceptible de
quedar afectado, si bien, a cualquier edad, las mujeres que sufren este
trastorno superan a los hombres en una proporción de 8 a 1. El 10% de la
población llega a sufrir al menos un episodio de dolor muscular generalizado,
típico de la fibromialgia, y el 40% de las personas padece de forma simultánea
dolor de cuello y espalda durante por lo menos tres meses (normalmente se
diagnostican como debidos a una lesión, inflamación a alteración estructural y
se tratan como tales, a pesar de que no suele ser esa la causa y de que esos
tratamientos no son en tales casos efectivos. En más del 90% de las personas
que padecen dolor de espalda la causa exacta del dolor es incierta). Se ha
observado que esta enfermedad aumenta en correlación con variables como estar
divorciado o separado, tener un bajo nivel de estudios o tener bajos ingresos.
Se ha constatado asimismo que los pacientes con fibromialgia presentan unos
altos índices de ansiedad y depresión.
El síndrome de fatiga crónica como independiente de la
fibromialgia señala la Organización Mundial de la Salud que afecta a entre un
0,3 y un 0,5% de la población; es decir, en España, a entre 120.000 y 200.000
personas, y su síntoma fundamental sería una fatiga crónica debilitante y sin
causa conocida que persiste o reaparece en un período de más de seis meses. Por
otro lado, el 50% de las personas que padecen fibromialgia sufren también
migrañas (de origen vascular, es decir, que dan lugar a palpitaciones similares
a las del pulso) y más del 70% tiene cefaleas musculares (consecutivas a
contracciones musculares crónicas que resultan de previas tensiones psíquicas).
Como ocurre con la fibromialgia y el síndrome de fatiga crónica, se desconoce
la causa exacta de la mayoría de las cefaleas.
Aunque no existan alteraciones estructurales o bioquímicas
en los músculos, ligamentos, tendones y articulaciones de las personas que
sufren fibromialgia, sí se han observado algunas alteraciones funcionales en
los músculos, por ejemplo, que no llegan a relajarse normalmente después de una
contracción o un esfuerzo, lo que provoca fatiga muscular. Por esta vía
podríamos desarrollar la inferencia de que el síndrome de fatiga crónico estaría relacionado con esa hiperactivación de la musculatura y de las funciones
fisiológicas en general, que se encontrarían establemente predispuestas para la
actividad, incluso en ausencia de motivos que lo justifiquen, lo cual abocaría
a la larga al colapso y a la fatiga. Esto explicaría también que en estas
personas el sueño no sea reconstituyente, incluso aunque se duerma mucho,
porque la tensión no cejaría. Ocurriría esto de modo paralelo a la otra
predisposición, la que pone en marcha el dolor como aviso de amenaza a la
propia integridad percibida por el sujeto que, al igual que en las respuestas
de estrés, en la alergia o en la fobia, serían más achacables a la disposición
hiperdefensiva de los afectados que a la supuesta amenaza externa. Sin embargo,
se ha observado que la secreción de hormonas en el organismo del afectado por
fibromialgia es la contraria a la de aquel que sufre de estrés: mientras que
este segrega una mayor cantidad de adrenalina, noradrenalina, cortisol y
hormonas glucocorticoides en general, la fibromialgia cursa, por el contrario,
con una carencia de estos corticoides. Lo cual hace pensar que esta y la fatiga
crónica vienen a ser como el negativo del estrés, el efecto rebote posterior a
la permanente preparación para la respuesta de ataque/huida propia del
estresado. Sin embargo, se ha comprobado que inyectar noradrenalina en un
enfermo de fibromialgia aumenta, paradójicamente, la sensibilidad frente al
dolor. En sentido contrario, la administración de antidepresivos suele atenuar
su sufrimiento casi siempre.
Como conclusión podríamos decir que muy probablemente
estemos desenfocando la cuestión al centrar nuestros intentos de explicación de
este tipo de enfermedades en la búsqueda de causas estructurales y orgánicas.
Ya en el siglo XVII Blaise Pascal Pascal, a pesar de ser un gran físico,
matemático y estudioso de las ciencias naturales (o precisamente por serlo) decía
que “los
males del cuerpo no son otra cosa que el castigo y representación de los males
del alma”. Y Ortega vino a
evocarle cuando dijo que “el alma esculpe el cuerpo”.
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