domingo, 19 de marzo de 2017

Los filósofos: exploradores del abismo

RESUMEN
     Verdad y realidad discurren por caminos contrapuestos. Los filósofos, y la gente creativa en general, necesitan ir en busca de la verdad para redimir con ella ese otro campo de insuficiencias que es la realidad. Pero salirse de la realidad es un ejercicio lleno de peligros, porque allí afuera no solo espera la creatividad, sino también la locura. La verdad es necesaria para poner orden y claridad en una realidad que, para empezar, se nos aparece como caótica e insustancial. Pero solo el loco se siente en posesión de esa verdad, solo el loco puede creerse Dios. Mejor es que nos digamos, como ese gran indagador de la verdad que fue Sócrates: “solo sé que no sé nada”.
     Filósofo es el que busca la verdad. Esa clase de ocupación no es exclusiva del filósofo, claro está: los poetas, los novelistas, los artistas, los científicos, cada uno a su manera, también la buscan, quizás llamándola de otra forma. Todos ellos comienzan su búsqueda partiendo de una zona oscura, turbulenta, caótica, informe… en la que por el hecho de vivir se encuentran y que necesitan configurar, ordenar, aclarar. A eso que necesitan, los filósofos lo llaman verdad. Para llegar hasta ella se dispone de un instrumento imprescindible: la creatividad. Una persona creativa es la que no está satisfecha con lo que tiene a su alcance y va en busca de algo más; busca, efectivamente, la verdad. El mundo que ve es insuficiente y, por ello, insustancial. Lo real resulta que no es verdad; y lo verdadero está fuera de la realidad, o al menos más allá o por encima o por debajo de lo aparente. El narrador o el artista imaginan otras realidades que vengan a ampliar o a dar nuevas perspectivas a la realidad inmediata e insuficiente. El científico indaga en el sustrato de los sucesos aparentemente contingentes, en busca de leyes que permitan encontrar causas unificadoras que aporten una razón de ser, una identidad compartida, a aquellas particularidades, no, pues, tan contingentes. Y el filósofo, en vez de buscar la verdad partiendo de los sucesos, como el científico, empieza por buscarla primero en su interior (en su voluntad o en sus categorías) y después la superpone sobre lo que se encuentra afuera o la proyecta sobre lo que se encontrará en el futuro. Nietzsche dice, en este sentido, que “las necesidades (del hombre) como creador inventan el mundo sobre el que trabaja, lo anticipa; esta anticipación (esta ‘creencia’ en la verdad) es su apoyo”.
     Sobre las relaciones entre la creatividad y la angustia, incluso sobre la cercanía o vecindad de los trayectos que alternativamente discurren hacia la genialidad y hacia la locura, se ha escrito en abundancia. Abriendo el capítulo de las interrogantes a este respecto, Aristóteles enunciaba así la suya: “¿Por qué razón todos aquellos que han sido hombres excepcionales, en lo que respecta a la filosofía, la ciencia del Estado, la poesía o las artes, son manifiestamente melancólicos, algunos incluso hasta el extremo de padecer males como la bilis negra…?”. Si el filósofo se interesa por conducir sus reflexiones hacia estratos cuya profundidad resulta perfectamente ajena al nivel de inquietudes del que participa el común de los mortales es, al fin y al cabo, porque tiene un plus de curiosidad o de sensibilidad que lo lleva a confrontarse con dilemas o problemas existenciales de mayor calado que los que afectan a esa mayoría. Y esta peculiaridad hunde sus raíces, de una u otra forma, en los sinuosas vicisitudes acumuladas en su particular biografía, que a menudo transcurren hacia esos dominios que rondan lo que Aristóteles llamaba bilis negra. De manera semejante a como el enfermo es el tipo de persona que más perentoriamente persigue la salud, o como el neurótico atormentado añora más que los demás los estados de apaciguamiento mental, el filósofo aspira con especial intensidad a ubicarse en ese ámbito de claridad intelectual que llama verdad y que le colocaría por encima del caos que forman las sensaciones inmediatas, los sucesos cotidianos, el campo de azares, imprevistos y pérdidas por el que discurre la existencia, la realidad. Es eso mismo lo que pretendía conseguir Platón, cuando lo que más quería era alcanzar la catarsis, la cual “consiste en separar tanto como sea posible el alma del cuerpo…y, en la medida de lo posible, en permitir que, tanto aquí abajo como después, el alma viva sola, libre de las cadenas del cuerpo”; alma y cuerpo, claridad y oscuridad, sentido y absurdo, razón y caos, verdad y falsedad vendrían a ser conceptos binarios coincidentes en lo fundamental. Spinoza apuntaba al lado del dilema que está encargado de resolver nuestra sustancial desazón cuando afirmaba: “La paz interior puede nacer de la razón, y esta paz que nace de la razón es la mayor que puede alcanzarse”.
 
     Un loco y un filósofo se parecen en que ambos necesitan resolver su profunda inquietud vital, contrarrestar el caos que se les echa encima en cuanto miran a la realidad. La diferencia estriba en que mientras que el loco necesita aferrarse a una verdad que cree haber alcanzado ya, el filósofo se sabe solo en tránsito, se permite dudar (a menudo, hasta la obsesión), proyectar hacia el futuro su aspiración. De partida, tenía razón el que fue eminente psiquiatra Carlos Castilla del Pino cuando decía: “El error de creerse en la verdad es una necesidad de todos como forma de eludir la angustia que suscita la incapacidad para tolerar la incertidumbre. ¿Cómo soportar no saber qué es el bien y el mal, lo bello y lo feo, lo honesto y lo deshonesto, el sinsentido de nuestra propia presencia en el mundo, el sinsentido de preguntas sobre a dónde vamos y de dónde venimos?”. El mismo tipo de reflexión que llevaba a Hegel a decir: “Una cosa tan vacía como el bien por el bien no tiene lugar en la realidad viva. Cuando se quiere obrar, no solo hay que querer el bien, sino que se necesita saber si el bien es esto o aquello”. Sin embargo, la verdad es un arma peligrosa: cuanto más cerca estés de creerte poseedor de ella, más próximo estarás también a la locura. Y si, sin ceder un ápice en esa necesidad de alcanzar la verdad, solo llegas a sentirte en inacabable tránsito hacia ella (conquistando, eso sí, acumulativamente, algunas de sus parcelas), ello será la señal de que te has quedado en el menos atribulado escalón de los filósofos. De estos, pues, sería modelo el Sócrates que, con no poca pasión por la verdad, afirmaba: “solo sé que no sé nada”. O también Hegel, que aplazaba el acceso a esa verdad hasta el final de la historia, y decía: “Es necesario llevar a la historia la fe y el pensamiento de que el mundo de la voluntad no está entregado al acaso (…) La demostración de esta verdad es el tratado de la historia universal misma, imagen y acto de la razón (…) Esta se revela en la historia universal”.
     Obedeciendo a esa ley no escrita que vincula creatividad y angustia o crisis personal, recordaremos a Descartes, que tuvo una especie de revelación de aspectos muy importantes de su filosofía después de una noche especialmente agitada a causa de tres sueños: en el primero aparecían unos fantasmas terroríficos. Los otros dos tenían contenidos menos amedrentadores, pero de todos ellos Descartes dedujo que se hallaba ante un genio maligno y ante el mismo Dios, y, cuenta Ben-Ami Scharfstein en su libro “Los filósofos y sus vidas”, “se volvió hacia Dios, rogando que le fuera revelada su voluntad y que se dignase iluminarle y guiarle en su búsqueda de la verdad. Luego se dirigió a la Santísima Virgen, a la que encomendó este asunto, que él consideraba como el más importante de su vida”. Descartes se tomó aquellos sueños angustiosos como una revelación.
     Spinoza habla también en su “Tratado sobre la reforma del entendimiento” de una intensa crisis personal, que explica así: “Me vi en medio de un gran peligro y forzado a buscar un remedio con todas mis energías; lo mismo que un enfermo al borde de una muerte segura si no encuentra un remedio, por más incierto que este sea, poniendo en ello toda la esperanza que le queda, pues no hay otra salida”. El remedio descubierto por Spinoza consistió, precisamente, en un cambio cualitativo de los temas de su pensamiento, que dirigió desde entonces hacia “lo eterno e infinito” (¿qué otra cosa es la verdad?), pues es ello lo que “libera al espíritu de todo dolor y solo le produce placer, de modo que ha de desearse y buscarse con todas nuestras fuerzas”.
     Un ejemplo más lo encontramos en Nietzsche, que tuvo una intensa experiencia a la hora de confrontarse con el libro más importante de Schopenhauer, “El mundo como voluntad y representación”. Por entonces, según su propia descripción, Nietzsche se encontraba solo, como suspendido en el aire, sin principios, ni esperanzas, ni gratos recuerdos. Entonces encontró por casualidad en una librería de ocasión el libro de Schopenhauer y, dice, “allí vi un espejo en el que contemplé el mundo, la vida y mi propia naturaleza terriblemente agrandados. Allí vi la clarificadora mirada del arte, completamente indiferente, allí vi la enfermedad y la salud, el exilio y el refugio, el cielo y el infierno”. Allí, pues, vislumbró la verdad.
     La búsqueda de la verdad por parte de otro filósofo, William James, alcanzó su momento crítico al final de un período de enfermedad psicológica y física que, en su opinión, le había llevado al borde de la locura. Decidió alcanzar la libertad creyendo en su propia realidad personal y en su poder de creación. “Centraré la vida (lo real, el bien) –escribe en su Diario– en el yo que gobierna la resistencia del ego ante el mundo”. Y encontró para  esa verdad que perseguía como alternativa terapéutica una formulación humilde y asequible, diciendo: “Lo verdadero, para plantearlo brevemente, no es sino lo oportuno en el rumbo de nuestro pensamiento, del mismo modo que ‘lo correcto’ no es más que lo oportuno en el camino de nuestra conducta”. En suma, rebajó el perímetro de la verdad hasta llegar a identificarla con lo que demostrase ser útil.
     La búsqueda de la verdad exige discurrir por un trayecto que, de forma correlativa, aleja de la realidad, lo cual no deja de ser una operación arriesgada. Vemos que en muchos casos llevar a cabo esa tarea supone realizar una indagación que estimula y sirve de sustrato a la creatividad, pero andar en ella significa situarse en el filo de la navaja cuya ladera alternativa da a ese otro modo de alejamiento de la realidad que es el trastorno mental. El poeta romántico Hölderlin, por ejemplo, habría recorrido alternativamente esos dos lados del filo de la navaja, primero realizando su creativa labor poética durante las primeras décadas de su vida (aunque en ella alternaran también serios procesos depresivos) y, a partir sobretodo de los treinta y tres años, abismándose en una enfermedad mental hasta su muerte, a los setenta y tres, en la que la expresión lograda por sus poemas fue dramáticamente sustituida por una incontrolable e ininteligible verborrea. De manera significativa, cuando ya su enfermedad mental se estaba asentando, y después de un episodio de gran violencia, esta pareció remitir, y entonces escribió El único y Patmos, dos de sus obras maestras, para acto seguido hundirse en su enfermedad. De esa manera vendría a demostrar esa disyuntiva que empuja alternativamente, y solo en algún sentido de manera excluyente, hacia la creatividad y hacia la locura. La muerte de Empédocles” es una obra dramática en la que Hölderlin trata la leyenda del suicidio del filósofo presocrático Empédocles, quien se habría arrojado al Etna para volver a las entrañas de la Naturaleza. Sería esa una perfecta alegoría de lo que él hizo para alcanzar esa utopía (es decir, ámbito imaginado versus delirado) natural que él persiguió durante toda su vida y que finalmente le llevó a arrojarse en ese otro abismo que es el de la enfermedad mental.

domingo, 5 de marzo de 2017

Genealogía del hombre rebelde (la muerte del padre)


RESUMEN

     Dice Octavio Paz que la modernidad supuso la irrupción de un sentimiento de “extrañeza radical” entre el individuo y su entorno social. Ese sentimiento se agudizó desde la llegada del Romanticismo, y tomó dos vías de evolución posible, entre otras, que suponían ambas la agudización de ese sentimiento de extrañeza, a través del cual se aspiraba a lograr la propia identidad: la irrupción del odio como componente cualificado de las relaciones humanas, que quedó especialmente expreso en los movimientos revolucionarios, y la inclinación al solipsismo y la misantropía, cuyos exponentes más cualificados fueron las vanguardias artísticas. Baudrillard, uno de los principales mentores del postmodernismo, decía: “Acaso la gente busque una alteridad radical, y la mejor forma de lograrla sea el odio, forma desesperada de producción de lo otro (…) La identidad hoy se encuentra en el rechazo”. María Zambrano sitúa el epicentro de esa “extrañeza radical” que acaba convertida en odio y solipsismo en la depreciación del papel del padre, de lo cual hace responsable a “todas las teorías que han ido cortando los hilos que mantenían al hombre enlazado con sus principios, supeditado a sus orígenes” (especialmente responsabiliza al psicoanálisis de Freud). A partir de esta circunstancia, el mundo y la vida han perdido sentido, porque, como decía Ludwig Wittgenstein: “El significado de la vida, es decir, el significado del mundo, podemos llamarlo Dios. Y conéctese con esto la comparación de Dios con un padre”. La obra y la vida de Jean-Paul Sartre (huérfano de padre desde que tenía un año de edad) vienen a servir de ejemplo a través del cual corroborar toda esta secuencia argumental.
   

     Según una de sus acepciones, modernidad sería la época histórica que comenzó en el Renacimiento y en cuyas postrimerías aún nos encontramos; según la otra que también se suele proponer, la modernidad sería el movimiento cultural que se inició a finales del siglo XVIII en el Occidente europeo, y cuyo eco también ha llegado hasta hoy. Entendida de una forma o de la otra, la modernidad supuso una fractura de enormes implicaciones en la conciencia de los individuos, mayor esa fractura, efectivamente, a partir de fines del siglo XVIII. Durante la Edad Media, el mundo había sido algo pequeño, delimitado, clausurado, que encajaba en las categorías con las que se pretendía entenderlo, que no se movía en direcciones no previstas y en el que nada realmente nuevo o sorprendente podía suceder. Y si algo resultaba incomprensible, se delegaba en las figuras de autoridad la capacidad de retrotraerlo hacia los márgenes de aquel pequeño mundo estable y asegurado. Todo eso cambió: con la modernidad, se rompieron los moldes dentro de los cuales ese mundo había estado encajonado. Debido a ello, los valores tradicionales y sostenidos por la autoridad que emanaba del ente colectivo al que se pertenecía fueron dejando paso a la autonomía individual, a la asunción por parte de cada cual de la responsabilidad última sobre su propia vida y a la libertad de elección que los declinantes súbditos y emergentes ciudadanos habrían de tener sobre los trayectos que iban a conformar el discurrir de esa vida. Dice Octavio Paz en “Los hijos del limo”: “La modernidad nunca es ella misma: siempre es otra. Lo moderno no se caracteriza únicamente por su novedad, sino por su heterogeneidad. (…) La antigua tradición era siempre la misma, la moderna es siempre distinta. (…) Ni lo moderno es la continuidad del pasado en el presente ni el hoy es el hijo del ayer: son su ruptura, su negación”. Y también dice que a los modernos “no nos rige el principio de identidad (…) sino la alteridad y la contradicción”. Ha dejado de existir una verdad eterna a la que aferrarse y sobre la que sostenerse, y ha sido sustituida por una verdad cambiante, más aún, por el cambio, la novedad, como garantía de que algo pueda llegar a ser verdad.
     Mientras que en la Edad Media el individuo construía su percepción de sí mismo como formando parte de un ser supraindividual, como integrado dentro de un ente colectivo, la modernidad se levanta, por el contrario, sobre lo que Paz llamaba “extrañeza radical” entre el individuo y su entorno social, proceso que llega a un punto culminante con la Ilustración y el Romanticismo. Ese sentimiento de extrañeza es el modo incipiente de manifestarse otro sentimiento más abrupto y áspero que a la larga acabó irrumpiendo en estos contextos: el de odio. A propósito de cómo va consolidándose ese sentimiento de extrañeza, y finalmente de odio, entre los individuos y su sociedad dice Ignacio Echevarría en su aportación a la obra colectiva sobre “El odio” que en 2002 dirigió Carlos Castilla del Pino: “La Europa de las revoluciones, durante el largo camino que conduce desde la Revolución francesa de 1789 a la Revolución rusa de 1917, podría ser explicada muy sumariamente como efecto de ese proceso, una de cuyas derivaciones es el odio que a partir de entonces enfrenta a los distintos estamentos sociales, una vez cuestionados los vínculos que garantizaban su articulación jerárquica. Desde este punto de vista, la lucha de clases, en la interpretación dialéctica que de ella hace el marxismo, vendría a constituir, en no escasa medida, una racionalización estratégica de ese odio”. Las ideologías revolucionarias reconducirían, pues, tal sentimiento de hostilidad hacia la aspiración a una utopía redentora, aunque también sería posible otra manera de encauzarlo, la que lo dirige hacia el nihilismo y la misantropía.
     Esto último, la conversión del sentimiento de odio en autosegregación y repudio de la vida en sociedad, sobre lo cual viene a levantarse, en la circunstancia histórica de la que hablamos, una correlativa afirmación de la propia identidad, se ha convertido en un relevante rasgo cultural. Una gran corriente del pensamiento y del arte ha discurrido, especialmente desde el Romanticismo, por esta vía de considerar que lo colectivo supone una correlativa enajenación del yo. Esa disposición misantrópica ha adquirido su expresión más virulenta en el lenguaje de las vanguardias artísticas. En ellas, los artistas han llegado a repudiar sus producciones en cuanto que medio de comunicación con el público que eventualmente pueda acceder a su contemplación. Disposición que ha llegado a contar con sus propios defensores dentro de la filosofía: Theodor W. Adorno, uno de los inspiradores, junto a sus colegas de la Escuela de Fráncfort, de los movimientos juveniles de protesta de los años sesenta, sistematizó su filosofía bajo el título de “Dialéctica negativa”, que es también el título de su obra principal. “La formulación Dialéctica Negativa es un atentado contra la tradición”, dice en el prólogo de esa obra. Y en su “Teoría estética” aplica ese presupuesto a su concepción de lo que debe ser el arte: “Sólo por medio de su absoluta negatividad puede el arte expresar lo inexpresable, la utopía”. Es decir, y como anticipara Nietzsche, es a través de la negación (de la destrucción) de lo que hay como se accede a lo que debiera de haber. En la prolongación de tales pensamientos podemos situar uno de los aforismos de Adorno más significativos: “Toda obra artística es un delito no cometido”. Él mismo ensayó, como músico vocacional, la aplicación de sus teorías, componiendo música atonal, es decir, ajena a todo interés comunicativo, pues se trata de una clase de música que no pretende en absoluto que quien la oiga la entienda y la disfrute. El filósofo postmoderno Jean Baudrillard (recojo también las citas del artículo de Ignacio Echevarría) se sitúa en la estela de negatividad que dejó configurada Adorno: “El odio permanece como una suerte de energía, aunque sea negativa o reaccionaria. En la actualidad ya no restan más que estas pasiones: odio, disgusto, alergia, aversión, decepción, náusea, repugnancia o repulsión. No se sabe lo que se quiere. Pero sí lo que no se quiere”. El odio no sirve para crear algo, pero sí, al menos, para conservar la propia identidad frente a un entorno social que se considera alienante: “Acaso la gente busque una alteridad radical –dice también Baudrillard–, y la mejor forma de lograrla sea el odio, forma desesperada de producción de lo otro (…) La identidad hoy se encuentra en el rechazo”. Pocos ejemplos habrá de cómo llegó a expresarse ese rechazo de todo por los artistas modernos, que sean mejores que el que proporcionó Baudelaire cuando, respondiendo a la pregunta de que dónde prefería vivir, contestó: “En cualquier lugar, con tal de que sea fuera del mundo”. Sigmund Freud había teorizado a partir de la idea de que el odio “tiene su fuente en los instintos de conservación del yo”. Los teóricos de la rebeldía han llevado esa idea al paroxismo: el yo, la propia identidad, resulta del rechazo global de todo lo existente (el yo, pues, en búsqueda perentoria de su propia autoafirmación, acaba, paradójicamente, por no ser nada).
María Zambrano
     María Zambrano, al valorar la obra de Freud, empieza por reconocer su genialidad y valentía por lanzarse a curar a aquellas personas que tenían enferma el alma (nunca lo enunció Freud en esos términos, sin embargo) “por medios psíquicos, intentando desvelar el enigma de su existencia”. Pero acto seguido le reprocha ser uno de los principales gestores culturales de lo que aquí hemos expresado como dramática fractura entre el hombre y su mundo, entre el presente y la tradición, entre lo que se es individualmente y lo que se es en cuanto que miembro de la sociedad, que si bien ha permitido tantos y tan importantes logros como los que desde el Renacimiento ha alcanzado nuestra civilización, conducida por vías exacerbadas, ha acabado por desembocar en este espécimen del hombre rebelde que ve en la negatividad el único sustento de su identidad. En sentido contrario, dice María Zambrano que “somos herederos, continuadores siempre. Nada ha empezado con nosotros”. Y sitúa en la figura del padre la responsabilidad de esa herencia que se nos transmite a todos y cada uno, y que nos permite enlazar con el mundo entorno, con la sociedad en la que nacemos y vivimos. Esa transmisión de padre a hijo, cuando realmente existe, se fundamenta no en el autoritarismo, sino en la confianza que nace del amor y de la ternura. Cuando es así, prosigue Zambrano, “ningún terrible suceso posterior  podrá acabar con esta ‘educación’ cuando se ha tenido; ninguna catástrofe podrá llevarse esta confianza originaria. Ningún rencor podrá borrar en el alma el peso de esta ternura venida de lo alto. Ninguna injusticia podrá desterrar del alma esta ingenua confianza en la vida de quien fue guiado en ella paternalmente en sus primeros pasos”. Entonces es el amor, no el odio, el que sustenta el sentimiento de identidad, que no es incompatible con el de pertenencia. Ese estado de ánimo se constituye así en el auténtico sustento de la paz: “Esta radical confianza con que mira a la vida quien ha tenido de veras padre, es el estrato más hondo de un ánimo pacífico. Guerra y paz no están sostenidas por el Derecho Internacional”. Tampoco la paz se sustenta en una predisposición natural, en ese estado de naturaleza que Rousseau y los románticos, en momentos cenitales de nuestra fractura como civilización, ensalzaron como lo más valioso en nosotros: “La paz verdadera, no nace del instinto, del hombre en estado de naturaleza. En la tragedia del estado de naturaleza lo más natural es la guerra, la discordia. El hombre frente a su igual se llena de terror y de recelo (…) Y lo peor del miedo es que da miedo; entre hombres mutuamente aterrorizados la catástrofe es inevitable (…) La angustia, el terror de todos. Es sin duda la lepra europea desde hace tiempo. El verdadero ‘mal del siglo’ (…) La paz no puede nacer de un pacto entre iguales que tiemblan al verse”. Es decir, entre hombres que se odian para acceder al sentimiento (excluyente) de tener una identidad propia.
     Y aquí introduce Zambrano lo esencial de su crítica a Freud, al que, como dijimos, considera uno de los principales responsables del deterioro cultural de la figura del padre, al considerarlo un ser ajeno que viene a competir por el cariño de la madre, y con el que solo cabe la reconciliación como sublimación del rechazo (odio) inicial, y gracias al sentimiento de culpa subsiguiente impuesto por esa instancia representativa de lo social que es el superyó. Porque “si al hombre en su crecimiento se le deshace la idea del padre (…) si se le pretende educar bajo esta imagen de un padre sin misterio sagrado, ¿qué le queda? ¿Con qué cuenta? Al más leve incidente de su vida se llenará de terror y resentimiento. Estará en guerra contra todos y contra todo; también contra sí mismo”. De modo que, prosigue Zambrano, “el ‘freudismo’ al deshacer la idea del padre y, más que la idea, la trascendencia de la paternidad, no hace sino completar la obra de todas las demás teorías que han ido cortando los hilos que mantenían al hombre enlazado con sus principios, supeditado a sus orígenes. No ha hecho sino perfilar la destrucción del hombre como hijo. Y vivir como hijo es algo específicamente humano, únicamente el hombre se siente vivir desde sus orígenes y se vuelve hacia ellos, reverenciándolos. Y al ser así, ¿no será de temer que al dejar de ser hijos dejemos también de ser hombres?”.
     Reflexiones estas de las que como prolongación en una dirección ya mística podrían servir estas otras palabras de León Tolstoi en su “El Evangelio resumido”: “La satisfacción de la voluntad personal lleva a la muerte; la satisfacción de la voluntad del Padre da verdadera vida… El verdadero alimento de la vida eterna es el cumplimiento de la voluntad del Padre… Para no caer en la tentación, en todos los momentos de nuestra vida debemos ser uno con el Padre… Para un hombre que vive, no la vida personal, sino la vida corriente según la voluntad del Padre, no hay muerte. La muerte física es unión con el Padre”. Ludwig Wittgenstein dijo del referido libro de Tolstoi: “Este libro simplemente me conservó vivo”. Y él mismo abunda en estas ideas alrededor de las cuales rondamos: “El significado de la vida, es decir, el significado del mundo, podemos llamarlo Dios. Y conéctese con esto la comparación de Dios con un padre”. Las indudables relaciones conflictivas de Wittgenstein con su propio padre, vendrían a abrir todo un capítulo de interesantes reflexiones sobre las implicaciones psicológicas que estos pensamientos suyos arrastran. Para empezar, la necesidad de que el cumplimiento de la voluntad del padre no llegue a ahogar la necesidad de buscar la propia identidad.
     Un ejemplo no debe tomarse como palanca desde la que fuera legítimo hacer inferencias sin más, pero sí puede servir como anclaje de lo que previamente se ha expuesto como teoría. Como tal hemos de tomar la exposición del caso de Jean-Paul Sartre (1905-1980) a través tanto de sus datos biográficos como de sus posiciones ideológicas. Sartre fue un perfecto ejemplar de hombre rebelde. En 1964 rechazó el Premio Nobel de Literatura para no “dejarse recuperar por el sistema”. Participó directamente en la revuelta estudiantil de mayo de 1968, multiplicó sus gestos públicos de izquierdismo, asumió la   dirección del periódico La Cause du Peuple y fundó Tout!, de orientación maoísta y libertaria. Suyas son frases del tipo de: “Las tierras son tuyas: luego quien pretenda dártelas te miente, pues pretende entregar algo que no le es suyo. ¡Tómalas! Tómalas y mata, si quieres convertirte en hombre. Es para la violencia para lo que nos educaron”. Y mientras elogiaba a Fidel Castro diciendo: “Se expresa con extraña elocuencia, entre violenta y apasionada. Es algo realmente bello”, vituperaba a los anticomunistas: “Un anticomunista es un perro”, fue una de sus frases más famosas. En un ensayo dedicado a su amigo y adversario Maurice Merleau-Ponty, cuenta Vargas Llosa –sartreano en su juventud– en un artículo (este),  que hace “un recuento de los años que (ambos) compartieron, como estudiantes de filosofía en la École Normale Supérieure, su descubrimiento de la política, del marxismo, de la necesidad del compromiso, y, sobre todo, su toma de conciencia del odio que les inspiraba el medio burgués de que ambos provenían. Este odio impregna todas las frases de este ensayo y se diría que, a menudo, es él, antes que las ideas y las razones, y antes también que la solidaridad con los marginados, el que dicta ciertas tomas de posición y pronunciamientos de los dos amigos. Sartre es muy sincero y poco le falta para reconocer que, en su caso, la revolución no tiene otro objetivo primordial que borrar de la tierra a esa clase social privilegiada, dueña del capital y del espíritu, en la que nació y contra la que alienta una fobia patológica”.
     Sobre el sinsentido que Sartre consideraba que acompaña a la vida y al mundo valdrían estas palabras que transcribe en “La Náusea”: “Todo lo que existe nace sin razón, se prolonga por debilidad y muere por casualidad”. Y sobre la tentación solipsista a la que le conducía su filosofía, estas otras extraídas de la misma obra serían suficientemente expresivas: “Tú sabes que ponerse a querer a alguien es una hazaña. Se necesita una energía, una generosidad, una ceguera... Hasta hay un momento, un principio mismo, en que es preciso saltar un precipicio; si uno reflexiona, no lo hace”. De sobra conocido es asimismo su apotegma: “El infierno son los otros”.
     Sartre nació en 1905. Su padre murió cuando él tenía más o menos un año. En “Las palabras”, un libro que terminó en 1963 decía: “detesto mi infancia y todo lo que de ella sobrevive”. También en ese libro lanza una diatriba contra la paternidad en general: “No hay ningún padre bueno –dice–, esa es la norma. No se eche la culpa a los hombres, sino al vínculo de la paternidad, que está podrido. Engendrar niños, nada mejor; tenerlos, ¡qué iniquidad! Si mi padre hubiese vivido, se habría echado sobre mí cuan largo era y me hubiese aplastado. Por suerte murió joven”. Más adelante, sin embargo, lamenta la ausencia de un padre: a falta de él, “nadie, empezando por mí mismo, sabía por qué demonios había yo nacido… Yo no era sustancial ni permanente, no era el futuro continuador de la obra de mi padre (…) En una palabra, no tenía alma”. Sentía retrospectivamente que tenía necesidad de Dios –dice Ben-Ami Scharfstein en su libro “Los filósofos y sus vidas”, comentando su autobiografía–, y Dios estuvo vegetando en su corazón durante una temporada, hasta que murió. Lo más probable, conjeturó el mismo Sartre, es que Dios muriese porque él no había llegado a conocer a su propio padre.
     En su obra más conocida, “La náusea”, queda reflejado lo esencial de su posición filosófica, a la vez que expresada su propia crisis psicológica, consecutiva a su particular trayectoria biográfica. Los objetos le parecen al protagonista de la novela contingentes y absurdos  (lo cual vendría a significar la existencia de lo que en psiquiatría se denomina síndrome de desrealización). La existencia en el mundo le produce asco y disgusto. Se siente doble, loco, mareado, superfluo. El pensamiento, la imaginación es lo que finalmente le permite tener un recurso con el que sobreponerse a esa nada, esa ausencia de ser. En su filosofía, la consciencia humana es un esfuerzo por ser autosuficiente en un mundo absurdo. El hombre se ve obligado por su naturaleza a tratar de superar (conscientemente) las carencias que siente. Pero el esfuerzo, la pasión que pone en ello, es, sin embargo, “una pasión inútil”.
     La de Sartre es una filosofía consistente, que alcanza a realizar formulaciones relevantes, más allá de las circunstancias personales desde las cuales aquella surgió. Sin embargo, el tono sombrío y pesimista en el que están hechas sí que puede estar mediatizado por su propia circunstancia personal y biográfica. Scharfstein compara su metafísica con la de otro filósofo optimista y más reconciliado con el mundo, Spinoza, y achaca las diferencias a que “Spinoza, pese a todas sus pérdidas y separaciones, tuvo un padre hasta su primera madurez. La diferencia entre la metafísica de la carencia de Sartre y la del logro de Spinoza es también una diferencia en sus respectivas experiencias de la paternidad”. El sentimiento de vacío que tan nuclear es en la filosofía de Sartre, viene a brotar de la exacerbación del mismo que le produjo su orfandad de padre. Y -sigue  Scharfestein añadiendo elementos a su reflexión-, “su enojo por la ausencia de un padre (…) se (ha) convertido en su denuncia de la sociedad burguesa, para terminar con la cual ha estado de acuerdo en hacer uso de la violencia que formaba parte de sus fantasías infantiles de gobernar el mundo”.
     Si, para terminar, debiéramos extraer una conclusión general de todo lo dicho, podríamos quizás apuntar en la dirección de considerar que cuando Nietzsche estaba anunciando esa gran cesura entre el hombre y el mundo que significó la muerte de Dios y el subsiguiente predominio del nihilismo en el que desembocó la modernidad, estaba anunciando también la muerte del padre y el consiguiente estado de rebeldía frente a la realidad.