domingo, 18 de septiembre de 2016

La asimetría hombre-mujer y la catastrófica ideología de género

     Si quisiéramos hacer una historia cabal del pensamiento utópico, vendría a confundirse, en gran medida, con la de la historia de la humanidad. “El hombre es un ser utópico que sólo se propone ser ‘lo imposible’”, decía Ortega. Es decir, que propendemos, como seres humanos, a confundir deseo y realidad, a considerar que esta, más que, una resistencia que se nos opone, es una prolongación más o menos inmediata del yo; a suponer que la objetividad es un mero corolario de la subjetividad. Propendemos, en suma, al delirio. Uno de los hitos más importantes de esta irreprimible proclividad hacia lo que no puede ser lo marcó Jesús cuando dijo a sus discípulos: “Os aseguro que si tuvierais fe, aunque fuera tan pequeña como un semilla de mostaza, diríais a ese monte: ‘Quítate de ahí y pásate allá’, y el monte se pasaría. Nada os sería imposible”. Cuando se estaba inaugurando el tiempo moderno, fue esa pulsión hacia la utopía la que llevó a interpretar que cuando Kant (quizás el principal cancerbero de la modernidad) decía que el mundo externo nos era incognoscible y que lo que realmente alcanzábamos a conocer era lo que de ese mundo nos llegaba después de ser filtrado por nuestras categorías mentales, estaba diciendo en realidad que el mundo era lo que nuestra mente decidía que fuera. Hasta el punto de que Kierkegaard se atrevió a hacer formulaciones tan extremas como aquella en la que afirmaba: “La subjetividad es la verdad; la subjetividad es la realidad”. De modo que, siguiendo esa pista, los románticos no tuvieron reparos en sostener algo parecido; y así, decía Novalis: “Defino el mundo en la medida en que me defino a mí mismo”. Cuando los artistas recogieron este legado intelectual, Picasso llegó a decir que cualquier cosa que puedas imaginar es real”. Y Marcel Duchamp se decidió a concluir que un urinario al que llamó “Fuente” era una obra de arte no por más motivos que porque él, su soberana subjetividad, había resuelto que fuera así. Y el caso es que el mundo le siguió la corriente, puesto que su “Fuente” ha sido considerada la obra de arte más influyente del siglo XX.
     Este es el contexto que sirve para entender una de las más cabales expresiones de este modo de pensar, de esta manera de desdeñar la realidad: la llamada ideología de género. Es esta una ideología que pretende la completa supresión de cualquier distinción entre lo masculino y lo femenino. No existen, dicen sus seguidores, las realidades objetivas (que empiezan por ser fisiológicas) “hombre” o “mujer”, sino que se trata de roles moldeados por una concreta cultura y un específico entorno social. Y si esa realidad, al menos la fisiológica, existe es, cuando menos, perfectamente prescindible o sustituible por las decisiones personales de cada cual. Si podemos mover montañas, ¿cómo no íbamos a poder decidir cuál es nuestro sexo? Y si la realidad viene y nos contradice, no hay más que aplicar aquella regla general que, por ejemplo, dejó enunciada Picasso cuando hizo de la realidad una sucursal de la imaginación.
     La ideología de género considera que la relación entre hombre y mujer hoy todavía vigente y con pretensiones de ser exclusiva frente a otros modos de relación es una construcción social y cultural que está al servicio del mantenimiento del dominio masculino, dominio sobre el que se ha montado lo que desde tales parámetros se denomina “sociedad patriarcal” o, con otro vocablo bastante ridículo, “heteropatriarcal”. Es preciso, plantean desde esta ideología, suprimir el modelo familiar patriarcal y los roles consiguientes asignados al “hombre” y a la “mujer”.  Para ello, y para empezar, hay que abolir la maternidad como función femenina, que resulta ser un lastre que viene a impedir la realización de la mujer (la “mujer”). Esa supresión de roles impuestos abarca también al niño y sus juegos, sus modos de vestirle y otros gustos específicos que se le han adscrito desde el modelo patriarcal. Lo que hay que hacer, se concluye desde la ideología de género, es dejar al niño en libertad: que escoja ser niño o niña, o las dos cosas o ninguna.
     Esta ideología vino a hacer eclosión en la IV Conferencia Mundial de la ONU sobre la mujer celebrada en Pekín en 1995. Bella Abzug, representante de EEUU, hizo allí explícitas sus principales premisas cuando declaró: “El sentido del término género ha evolucionado, diferenciándose de la palabra sexo para expresar que la realidad de la situación y los roles de la mujer y del hombre son construcciones sociales sujetas a cambios”. La canadiense Rebecca J. Cook, redactora del informe oficial que se confeccionó instruyó de esta manera a los delegados allí presentes: “Los sexos ya no son dos sino cinco, y por tanto no se debería hablar de hombre y mujer, sino de mujeres heterosexuales, mujeres homosexuales, hombres heterosexuales, hombres homosexuales y bisexuales”. Otra de las feministas extrajo las conclusiones: “No existe un hombre natural o una mujer natural, no hay conjunción de características o de una conducta exclusiva de un sólo sexo, ni siquiera en la vida psíquica”.
     En la reciente historia de la medicina y de la psicología existe un caso muy dramático, que ha tenido una amplia difusión, y para el que no es posible encontrar acogida en los presupuestos de la ideología de género. Es el protagonizado por David Reimer, un canadiense nacido en 1965, al que entonces pusieron sus padres el nombre de Bruce, y que, junto a su hermano gemelo, Brian, fue sometido, a los ocho meses de edad, a una operación de fimosis que, para él, tuvo desastrosas consecuencias. El urólogo encargado de realizar la operación utilizó un método de cauterización con corriente eléctrica que acabó achicharrando el pene de Bruce. Desesperados, los padres del infortunado bebé, después de ver un programa de televisión, se pusieron en contacto con John Money, un psicólogo del hospital Johns Hopkins (Baltimore), famoso por sus teorías sobre el género, que afirmaba  que la condición sexual no es innata, sino que es asignada mediante la educación en los primeros años de vida. Money recomendó a los padres que sometieran a Bruce a una castración quirúrgica quitándole los testículos y modelándole, de manera muy primaria, dado el escaso desarrollo en aquel momento de la cirugía de reconstrucción, una vagina. Desde entonces, educaran a Bruce como una niña, a la que llamaron Brenda. El 3 de julio de 1967, cuando Bruce tenía 22 meses, se realizó la operación. Las instrucciones para los padres, Janet y Ron, fueron claras: no contarle jamás lo que había ocurrido. Money se encargó del supuesto apoyo psicológico a la que ya era Brenda, y durante diez años estuvo viéndola una vez al año para evaluar el resultado de la operación y la reasignación de sexo. Aquella habría de ser, por otro lado, una oportunidad inigualable para Money de demostrar sus teorías sobre la determinación ambiental de la orientación sexual, ya que tendría un sujeto de control: Brian, con la misma carga genética que su hermano, pero que iba a ser educado para ser niño.
     Los niños fueron creciendo y la situación se fue complicando. Ello a pesar de que cinco años después de la operación el doctor Money publicó el primer libro sobre el caso que tituló “Hombre & Mujer, Chico & Chica” (para mantener en secreto la identidad de los protagonistas, lo llamaba caso John/Joan), en el que aseguraba que, tras haberle acostumbrado a Brenda al uso de la ropa femenina, ya tenía una clara preferencia por los vestidos. Que se sentía orgullosa de su pelo largo. Que por Navidades había pedido a Papá Noel una casa de muñecas y un carrito de paseo. En suma, que la orientación sexual femenina se había impuesto. Las notas tomadas por un estudiante del laboratorio de Money durante las visitas anuales de control revelan que los padres de David Reimer mentían al personal del laboratorio acerca del éxito del experimento. Efectivamente, todo lo que afirmaba Money acabaría siendo contradicho por los padres, el hermano y el propio David. Según declararía Janet, la madre, ya en los años 90, a la revista “Rolling Stone”, la primera vez que trató de ponerle un vestido a Brenda, ella intentó arrancárselo. “Recuerdo que pensé –decía la madre–: ‘¡Dios mío, sabe que es un chico y no quiere que le vista como a una chica!’”. Pero no solo sucedió aquello, sino que los juegos que Brenda prefería eran también los habituales de los chicos. Incluso, desde pequeña, insistía en orinar de pie. Su hermano gemelo, Brian, identificaba a Brenda como a una hermana, “pero ella nunca actuó como tal”, reconoció al periodista de “Rolling Stone”, John Colapinto. “Jugaba con mis juguetes mientras que los suyos, como una lavadora, solo los usaba para sentarse”. El propio David, en un libro escrito junto con Colapinto, afirmaría que, al contrario de lo que había escrito John Money, durante el periodo que vivió como Brenda nunca se identificó con una chica. Ni los vestidos de volantes, ni las hormonas femeninas le hicieron sentirse mujer.  
     A los 13 años la entonces Brenda empezó a sufrir depresiones, y les dijo a sus padres que se suicidaría si la obligaban a ver de nuevo al Dr. Money, cuyas supuestas “visitas terapéuticas” junto a su hermano resultaban ser especialmente traumáticas. Al iniciar su adolescencia, Brenda sufría, efectivamente, depresión y se había intentado suicidar al menos una vez. Desde que le practicaron la orquidectomía, orinaba a través de un agujero que le habían realizado en el abdomen. Estaba tomando estrógenos para acentuar los caracteres sexuales secundarios femeninos, y el doctor Money le instó a que se sometiera a otra cirugía para que le implantaran una vagina definitiva, pero Brenda se negó rotundamente. Desde aquel momento, “ella” y la familia decidieron abandonar las visitas de control. Fue entonces, a los quince años, cuando su padre, torturado por el sufrimiento que veía en su hijo, le reveló la historia que él y su madre habían estado manteniendo en secreto: había nacido siendo niño. A partir de aquel momento, Brenda decidió volver a ser un chico. Eligió de nombre “David”, se sometió a una faloplastia y se quitó los pechos que le habían crecido gracias a las hormonas. Para cuando cumplió 23 años, se casó.
     La historia de David Reimer saltó a la luz en 1997 gracias al doctor Milton Diamond de la Universidad de Hawai, quien convenció a David de que contar su caso ayudaría a que no le ocurriera a nadie más. La reflexión del doctor Diamond fue: “Si todos estos esfuerzos médicos, quirúrgicos y sociales combinados no tuvieron éxito en hacer que este niño aceptara una identidad de género femenina, entonces, tal vez, tengamos que pensar que hay algo importante en la constitución biológica del individuo”. Meses después salía publicado también el artículo de la revista “Rolling Stone”, que acabaría convirtiéndose en libro. La historia, sin embargo tuvo un final desgraciado: en 2004, David, con 38 años, se suicidaba tras haberse divorciado, años atrás, por iniciativa de su mujer y encontrarse en paro. Su hermano gemelo, Brian, se había suicidado asimismo dos años antes, tomando una sobredosis de antidepresivos, después de varios intentos. Esta historia se puede seguir en múltiples páginas de internet y en, entre otros, el siguiente vídeo:
 
 
     El caso de David Reimer constituyó un evidente apoyo para los científicos que pensaban que las hormonas prenatales e infantiles influyen intensamente en la diferenciación del cerebro y la identidad de género, y que esta es más profunda que la influencia ambiental que pueda sobrevenir a posteriori. Conclusión a la que ya antes se había llegado desde la reflexión filosófica. Para explicar esas eventuales diferencias que, a lo largo, sin duda, de un continuo de mayor a menor variación, separan al hombre de la mujer, Julián Marías echa mano de un concepto de raigambre unamuniana: el de “intrahistoria”, recogido por la Real Academia, según la cual viene a “designar la vida tradicional que sirve de fondo permanente a la historia cambiante y visible”. Partiendo de aquí, infiere Marías que “la vida es primariamente vida cotidiana, y sobre su fondo acontece todo lo demás, lo excepcional e insólito”. Y piensa que es precisamente la mujer la depositaria de esa posición vital desde la que, en lo fundamental, se administra la intrahistoria, la vida primaria, es decir, cotidiana. “La mujer nos da la impresión –sigue Marías ampliando su reflexión– de estar en contacto con las formas permanentes de la vida, con su sustancia (…) El hombre suele perderse en los accidentes (…), lo que ocurre o sucede”. Por sí solo, el hombre tendería a disolverse en sucesos, ocurrencias, novedades, minucias, porque “tiene una inquietante propensión a apasionarse por la inestabilidad de la superficie de la vida". A la mujer, por el contrario, “le dejan relativamente indiferente los ‘sucesos’, porque sabe que pasarán y quedará la vida permanente. Sus quehaceres, cotidianos e imperiosos, se lo han enseñado: la casa, las comidas, el sueño, el amor estable, los niños. Una vida variable, pero con ritmo, es decir, que vuelve (…) La atención masculina está mucho más orientada hacia lo que ‘pasa’; siente avidez por las noticias, que le interesan incomparablemente más que a la mujer”. No es que la mujer se desinterese de lo que pasa, pero lo hace “sin salir de su realidad”. Marías achaca la “pavorosa inestabilidad personal de nuestra época” a la pérdida de contacto consigo misma que, en buena medida, ha sufrido la mujer, lo cual ha afectado también al hombre, porque, como dice María Zambrano, “si es algo la mujer en la vida (…) quizá de todo hombre, es creadora de ‘orden’ ”.
     Podríamos decir también que, con todas las posibles variaciones que el continuo del que antes hablábamos consiente, el hombre es un eterno buscador de algo más. Si algo busca la mujer es, por el contrario, cómo dejar de tener que buscar. Aquel siempre tiene algo nuevo que intentar descubrir, esta aspira a la instalación. Él es una fuerza centrífuga, un culo de mal asiento, un inadaptado vocacional, siempre imaginando ser algo que no es; ella es hogareña, espera pacientemente, como Penélope, el regreso, la realidad es su terreno. Ortega decía: “La mujer normalmente imagina, fantasea menos que el hombre, y a ello debe su más fácil adaptación al destino real que le es impuesto”. Cuando, andando el tiempo, el deseo aún sigue vivo y exigente en el hombre, en la mujer va prevaleciendo la rutina, lo que ya existe, lo que ya se tiene y, por consiguiente, no es preciso tanto desearlo como, un escalón más arriba, conservarlo, a lo cual dedica sus energías. Esto causa importantes desajustes, para empezar, en el terreno sexual, los que hacen que, en el extremo, las ensoñaciones del hombre discurran hacia la infidelidad, mientras que las actitudes de la mujer la llevan a reforzar el valor de la fidelidad. Mas no solo: el sentido de la responsabilidad, la capacidad de atenerse a los hechos, de saber lo que en cada momento toca hacer, la prudencia, tienden a ser más valores femeninos, mientras que los complementarios valores masculinos son los que significan una mayor capacidad para la toma de iniciativas, para la ambición, para la disposición necesaria con la que enfrentarse a las dificultades, con la que sobreponerse a las limitaciones. Todo lo cual, a la hora de la convivencia entre unos y otras, si no se controla, es el fundamento de un mayor o menor desencuentro, incomprensión mutua y propensión a la conflictividad entre ambos sexos.
     Hombre y mujer son, en fin, seres distintos, y a veces contrapuestos. Al extremo de esa circunstancia, nosotros respecto de ellas, y viceversa, somos una inevitable fuente de decepciones. Prevenir posibles conflictos exige, por tanto, contrabalancear las mutuas decepciones y aprender a, respectivamente, tolerarlas y sobreponerse a ellas.

lunes, 5 de septiembre de 2016

Sobre por qué vivir es desvivirse

     Al hombre no le gusta la realidad. Por eso se pasa la vida intentando cambiarla. Pero, aún más al fondo, el hombre no se gusta a sí mismo, y hace de la vida un persistente intento de escapar de sí. Dicho de otra forma: la vida es una función del deseo, es decir, de la aspiración a algo que no se tiene o que no se es. Vivimos porque deseamos, es decir, porque no existe un objeto definitivo para nuestro deseo que podamos alcanzar y que dé fin así a ese deseo. Si lo alcanzáramos seríamos felices, pero no podríamos entonces vivir para contarlo. El hombre, salvo lo que nos permitan disfrutar momentos coyunturales, es un ser constitutivamente infeliz.
     Coadyuvando a que nuestra desesperada búsqueda de la felicidad resulte infructuosa se alza, para empezar, la circunstancia física que nos rodea, que nos es en gran parte hostil. Otro inconveniente que asimismo se levanta frente a aquella pretensión lo constituyen las flaquezas de nuestra propia contextura, que nos llevan frecuentemente a la enfermedad y a sufrir fatiga o accidentes, y finalmente a la muerte. A menudo, por otra parte, nuestros congéneres se nos presentan como adversarios, incluso como focos de hostilidad; y hasta cuando son amistosos, frecuentemente nos decepcionan. En conjunto, nuestras inagotables e insaciables apetencias y necesidades aportan a nuestro perfil trazos que empujan en la dirección del desánimo y de que nos percibamos como reducidos a una lamentable condición de desvalimiento y menesterosidad… La vida humana no es, en lo fundamental, sino una lucha permanente contra las limitaciones y contra situaciones percibidas como contrapuestas a nuestras intenciones y deseos, con circunstanciales y precarios espacios de reconciliación entre quien se pretende ser y quien efectivamente se es.
     Que seamos constitutivamente infelices ha llevado al hombre muchas veces a entender la vida, en lo fundamental, como una sucesión de desgracias y frustraciones. Y para enfrentar ese infortunio que significa vivir ha llevado a la práctica, entre otras posibilidades, formas diversas de ascetismo, es decir, de rechazo del deseo y, en consecuencia, de la vida misma. Miles de millones de personas, por ejemplo, han seguido desde hace más de dos milenios y medio las enseñanzas de Buda Gautama, que partiendo, efectivamente, de la constatación de que la vida es dolor y de que el dolor se fundamenta en el deseo insaciable que nos constituye, propuso, consecuentemente, que la solución estribaba en la eliminación de todo deseo. El ideal budista, alcanzar el nirvana, consiste en llegar a no existir de forma alguna, en aspirar a la aniquilación total, en lograr, al final de las reencarnaciones, el suicidio pleno y definitivo. Confucio, contemporáneo de Buda, partía también de la idea de que la naturaleza del hombre es mala. Su discípulo Hsün Tzu lo dejó explícitamente afirmado: “La naturaleza del hombre es mala, su bondad es adquirida”. Alcanzar el bien, por tanto, presupone negarse a sí mismo: “El hombre prudente –dijo también– es el que obra en contra de su naturaleza e instinto”. De Oriente proceden asimismo las enseñanzas de Lao Tsé, que, también hace más de dos mil quinientos años, recomendaba en el Tao te King “no hacer nada”, y afirmaba que “en el no ser está la utilidad” y que “la causa de nuestra miseria es nuestra persona”.

     Por lo que al ámbito occidental se refiere, quedó sancionada la vida como un mal ya desde el comienzo de la Biblia, cuando allí se relata cómo Dios lanzó al recién creado Adán la siguiente admonición: “Por ti será maldita la tierra, con trabajo te alimentarás de ella todo el tiempo de tu vida, te dará espinas y abrojos, y comerás hierbas del campo. Con el sudor de tu rostro ganarás el pan hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella has sido formado; polvo eres y en polvo te convertirás”. Y más adelante se nos refiere el paradigmático sufrimiento de Job, el que le llevó a exclamar: “¿Por qué no quedé muerto desde el seno? ¿Por qué no expiré recién nacido? (...) Ahora dormiría tranquilo, y descansaría en paz”. La definición del hombre como naturaleza caída y propensa al mal atraviesa toda la enseñanza cristiana. No menos que la propia del estoicismo, que frente a esa naturaleza del hombre que le hace estar siempre deseando lo inalcanzable y, consiguientemente, convertir su vida en sufrimiento, propone la ataraxia, es decir, no tener ni desear nada. El autodominio, es decir, la anulación del deseo, es una propuesta estoica que impregnó también al cristianismo. El jesuita español del siglo XVII, Baltasar Gracián, lo ejemplificaba cuando decía: “Bástase a sí mismo el sabio”, o bien: “Él era todas sus cosas y llevándose a sí lo llevaba todo”. Ampliando sus posibilidades, el ascetismo ha logrado también sobreponerse al infortunio de vivir proyectando al hombre tras la esperanza de una vida feliz en el más allá, a lo cual nuestros místicos dieron cabal expresión poética: “Vivo sin vivir en mí / y tan alta vida espero / que muero porque no muero”.
     Todas estas derivaciones del ascetismo no son, a fin de cuentas, sino modos de prolongar o dar viabilidad a la constatación de que el hombre aspira a negarse a sí mismo, y resulta llamativo comprobar que está abocado a ello, porque en eso consiste la vida. Han surgido, sin embargo, alternativas al ascetismo, las hedonistas, que han pretendido hacer que, por el contrario, la vida consista en la búsqueda del placer y en la huida ante el dolor. Para ello, los hedonistas han tenido que amputar la dimensión del deseo hasta restringirlo a los límites que lo permitan satisfacer sin salirse de lo inmediato. Pero la naturaleza humana no puede encontrar acomodo en ese reducido continente, así que el hombre que solo busca el placer, el que, por tanto, renuncia al deseo de lo inalcanzable, ha de dejar primero de ser hombre. Y eso trata de conseguirlo también a través de otras formas podríamos decir que perversas de negación de sí mismo: el olvido que procuran las drogas o los diferentes modos de matar el tiempo (que es la sustancia de la que está hecha la vida).
     Y es que, a fin de cuentas, no hay manera de eludir la condena que significa vivir, es decir, y en última instancia, huir de uno mismo, ir detrás de lo que no somos o no tenemos: deseamos, en efecto, ser más estimados y amados, queremos ascender en la jerarquía social, ambicionamos más poder, más riqueza, más tiempo libre, más conocimientos… Esa condena iba implícita en la tentación que dejó grabada en nuestra alma la serpiente bíblica cuando, enroscada al árbol del fruto prohibido, nos anunció: “Seréis como dioses”. Desde entonces, aspirando a ver realizada tal promesa (que, para empezar, provocó nuestra expulsión del paraíso), vivimos disconformes con nuestra naturaleza humana. Dicho más escuetamente: simplemente vivimos. Solo vivimos mientras nos negamos a nosotros mismos. Vivir es desvivirse.
     Así que lo que procede es buscar modos menos auto y heterodestructivos de negarse a sí mismos, de alterarse, que los que procuran el inútil ascetismo que echa a perder la vida en los desiertos o el simple hedonismo que la disuelve en meros instantes. Desde la perspectiva que aún nos queda por explorar, la vida pasa a ser entendida como una entrega. Salimos, pues, de nosotros mismos, pero no para simplemente autoanularnos o para evadirnos, sino para encontrar nuestra razón de ser en algo externo sobre lo que lleguemos a proyectarnos. Quien tiene hijos entiende fácilmente lo que aquí se trata de decir. Pero vale también la entrega a una tarea que permita trascender de sí, o diversas formas de altruismo que de una u otra manera permitan dejarse a sí mismo atrás y pasar a reconocerse en algo que esté fuera de uno: la patria, la humanidad, los más necesitados…
     Aunque fueran palabras más proclives, probablemente, al ascetismo, a la estricta negación de uno mismo, valdría tomar aquí en consideración aquellas que pronunció Jesucristo y que son citadas en el Evangelio de San Marcos: “Quien quiera salvar su vida, la perderá”. Porque solo es posible vivir desviviéndose.