domingo, 26 de septiembre de 2010

LA NUEVA PÉRDIDA DE ESPAÑA

(PUBLICADO EN "EL CORREO DE BURGOS" EL 2 DE DICIEMBRE DE 2010)

Decía Ortega que “la vida es por lo pronto un caos donde uno está perdido”. De modo que si, al entrar en ella, pudiera el bebé poner palabras a su recién estrenada perplejidad, lo haría, más o menos, preguntando: ¿dónde estoy?, e inaugurando de esa manera la primera de sus necesidades que es capaz de superponer a las más estrictamente fisiológicas: la necesidad de orientarse. La manera más inmediata que tenemos de orientarnos es, como la misma palabra indica, la de buscar la referencia de la salida del sol, como si la noche fuera el correlativo lugar de procedencia de todos nuestros extravíos; el rostro de la madre sería, por su parte, para el bebé, el primer representante, aquí en la tierra, de ese sol orientador, antes de que consigamos para nuestra sensación de pérdida una perspectiva más amplia.
Cuando el sujeto mismo entra en escena (el "yo", incluso como vocablo, tarda un tiempo en aparecer en la ontogénesis del individuo), sobre ese primer y más rudimentario modo de orientarse a través del sol irrumpen las referencias que tienen el propio cuerpo como punto de partida: aparecen así conceptos como el de izquierda y derecha, delante y detrás, arriba y abajo que, sublimados y sofisticados, constituyen la materia prima o el sustrato desde el que arrancan la geometría, la medida y el cálculo. Pero descubiertos y aplicados todos estos recursos orientativos que oponemos a la primordial sensación de pérdida, aún quedaría por aparecer la más profunda e importante modalidad de la orientación, cuya elaboración filosófica tuvo que esperar a la llegada de Immanuel Kant para definitivamente conseguir hacerse un sitio: la que nos sitúa a nosotros y a las cosas dentro del trayecto que discurre entre el principio y el fin, el por qué y el para qué, lo que fuimos y lo que estamos llamados a ser. En suma: el modo más cabal de orientarse en la vida, de intentar resolver el caos en el que hemos caído, aquél que ha de recibir como afluentes suyos los otros modos de orientarse (la geometría, el cálculo, la taxonomía, la ciencia natural o, meramente, la geografía y la topografía), resulta ser la historia, ese vector que transcurre entre el menos y el más, el ser y el deber ser, lo que nos hace sentir que progresamos ("evolucionamos" sería una palabra con mayor carga significativa para los que vivimos cerca de Atapuerca), que las cosas van en busca de lo que ha de darles sentido.

Reflexión ésta cuyo trazado puede servirnos de marco con el que acotar y desde el que abordar el sentimiento de extravío que hoy tenemos los españoles a la hora de plantearnos nuestro ser como nación, tan desdeñado por unos y tan cuestionado por otros. Para aquéllos, perdidos pero parece que contentos, éste sería un asunto en el que no nos jugamos nada importante: ¿qué más da sentirse castellano, catalán, español o ciudadano del mundo? Y respecto de estos otros, sin ir más lejos, me conformo con traer a colación las palabras que Artur Mas, presidente de Convergència i Unió, una autoridad en esto de confundirnos y enredar en la convivencia entre los españoles, dijo después de la reciente y nefanda sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut catalán: "si España quiere ser una sola nación tendrá muchos problemas".
Desde aquella inicial manera de instalarse en el mundo que es la de sentirse perdidos, parece que una buena parte de los españoles han renunciado, pues, a servirse del (o, en los términos de desarrollo personal a los que al principio nos referíamos, no han alcanzado a comprender el) papel orientador que la historia debería de jugar y, por tanto, a alcanzar a saber cuáles han sido los impulsos más radicales, las últimas intenciones que han conducido a nuestra nación a través del tiempo hasta lo que colectivamente somos hoy, así como a progresar en la mejor dirección, si es que no torcemos definitivamente la trayectoria del vector histórico que nos envuelve.

Podemos escoger como punto inicial del que nace ese vector histórico a lo largo del cual se fue formando España el modo de vida tribal y autárquico que encontraron las legiones romanas en buena parte de nuestra Península cuando entraron en ella por primera vez en el 218 a. de C. Ésa es, precisamente, la frontera histórica que nuestros nacionalismos, cuando muestran su faz más atávica, no hubieran querido traspasar. Los nacionalistas vascos se sienten herederos de los vascones, tribu prerromana que habitaba en el norte de la actual provincia de Navarra, y que, a la caída del Imperio romano, invadieron los territorios de várdulos, caristios y autrigones, habitantes de la actual Comunidad Autónoma Vasca, a los que vasconizaron (de ahí lo de provincias vascongadas o vasconizadas). Los nacionalistas gallegos añoran lo que consideran sus orígenes celtas. E incluso el fundador del nacionalismo catalán, Prat de la Riva, reivindicaba para la identidad catalana una ascendencia también prerromana, ibera en este caso.
Pero a partir de Roma, la consanguinidad dejó de ser un factor de identidad colectiva y pasó a serlo la ciudadanía, en la que sangres y razas quedaban mezcladas y la endogamia superada. Por si esto fuera poco, la invasión islámica provocó una intensa migración de la población del Sur de la Península hacia el norte, y la Reconquista, por el contrario, llevó a muchos habitantes de las zonas del norte a repoblar los territorios que se iban reconquistando en el sur, con lo que el ascendiente tribal, carente de sentido identitario desde hacía tiempo, quedó definitivamente diluido.
La Edad Media, cayendo de unas cotas, las del Imperio romano, en las que se había alcanzado una alta integración territorial, política, jurídica, social y lingüística, se caracterizó, por el contrario, por la extrema fragmentación en todos esos ámbitos. Los reinos o regiones, los condados y señoríos, los nobles y sus feudos, las villas, los gremios, las hermandades, las órdenes militares, la Iglesia en cuanto que administradora de bienes terrenales… constituían núcleos de poder que bloqueaban o impedían la constitución de sociedades integradas y unitarias, las que a la larga la historia ha ido favoreciendo. Por encima de todos esos fragmentos en los que se atomizaba el poder iba peraltándose la figura del monarca, y aun, en la España medieval, la del Emperador o "Rey de todas las Españas" (como se tituló a sí mismo el rey de Pamplona Sancho III el Mayor, que reinó entre 1004 y 1032, y, también autoproclamado Emperador, Alfonso VII de León –1105-1157), que representaba el poder virtual de una futura España unida. Los trayectos de la historia recogían, pues, el pasado visigodo, cuyos reyes llegaron a extender su dominio sobre el conjunto de España, y lo proyectaban hacia un futuro que se hizo realidad con los Reyes Católicos, los cuales volvieron a reinar sobre una España unida (unida en modo incipiente, pero prometedor).

Fue a partir del último tercio del siglo XV, cuando la corriente de la historia empujó decididamente hacia la concentración del poder bajo la exclusiva égida del monarca, aunque hasta el siglo XVIII los privilegios de la nobleza y el clero siguieron siendo efectivos. Los estados, por entonces, se acabaron de asentar al consolidarse los respectivos ejércitos, las burocracias administrativas, las diplomacias, las haciendas y los idiomas comunes. Las mismas monarquías, tras la Ilustración, acabaron dando finalmente paso a las repúblicas o relegando en la práctica el papel de aquellas al de ser mero símbolo de la unidad estatal.
Este es el contexto en el que hay que situar el origen de Cataluña, que en principio no fue sino un conjunto de condados originalmente dependientes del Imperio carolingio y finalmente incorporados a la Corona de Aragón. Núcleos, en suma, de un poder medieval centrifugado que, como en el resto de Europa, acabaría confluyendo hacia los modos de integración territorial característicos de la Modernidad y, en su caso, formando parte del estado moderno más antiguo de todos ellos: el español. Las vicisitudes que tuvieron lugar bajo la dinastía de los Austrias retrasaron la configuración cabal del estado en España, que sólo en el siglo XVIII, ya con los Borbones, tomó un decidido impulso hacia su modernización.

En definitiva, analizados a la luz de los trayectos que impulsan la historia, nuestros nacionalismos centrífugos, cuando llegan a ser algo más que construcciones míticas, no son sino hitos de un camino que hace mucho tiempo que dejó de discurrir por donde ellos pretenden que siga haciéndolo. Defender España exige comprender que es el resultado de ese proceso histórico que ha llegado hasta la actualidad. Defender, por el contrario, que el País Vasco, Galicia, Cataluña o cualquier otra de nuestras regiones son naciones es tratar de que la historia rebobine su transcurso para anclarla en donde la distorsión de quien pretende este tipo de cosas les hace suponer que debió interrumpirse.

En sus intentos reaccionarios de romper España, estos nacionalismos deberían de contar con el freno que supone la Constitución. Y para que este freno fuese efectivo, el Código Penal habría de contener, sin duda, figuras suficientes que determinen penas de cárcel para los gobernantes que, contraviniendo lo estipulado en la Constitución, ayuden a los nacionalistas a saltarse ese freno. Pero este nuestro es un peculiar "estado de derecho" en el que no parece que esas garantías estén aseguradas. Con lo que, correlativamente, si que parece que tenemos garantizada la persistencia en el extravío.

lunes, 20 de septiembre de 2010

HISTORIA Y NACIÓN I (DEBATE CON MIGUEL ÁNGEL QUINTANA)

Miguel Ángel Quintana Paz es actualmente miembro del Consejo Político nacional de Unión Progreso y Democracia (UPyD) y responsable de Estudios, Programa y Comunicación de este partido en Castilla y León. Fue uno de los ciento cincuenta ciudadanos que, como miembros de su primer Consejo Político, participaron en la inauguración del partido el 28 de septiembre de 2007 en la Casa de Campo de Madrid. Es además profesor universitario, y sus especialidades académicas son, fundamentalmente, la Filosofía y la Ética. Miguel Ángel me ha propuesto que pasemos a colgar en nuestros respectivos blogs (el suyo es: http://upyd.tumblr.com/ ) un debate que pretendemos mantener por escrito, a raíz de alguna conversación previa, con la intención de que pueda ser compartido por otras personas. Por supuesto, he aceptado encantado: es un privilegio debatir con él. El desencadenante inmediato de nuestro debate es el que, por su parte, mantuvieron hace ya un tiempo Antonio Elorza y José Álvarez Junco en la prensa sobre el mismo tema (http://blogs.periodistadigital.com/24por7.php/2005/11/28/elorza_vs_alvarez_junco_o_como_ven_dos_c).

:::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::

No conocía la polémica entre Elorza y Álvarez Junco. Me parece que está en el meollo del debate que sabemos que hay pendiente sobre ese tema, el que no creo que haya que dar por clausurado en UPyD y del que ya tuvimos ocasión de hablar nosotros cuando nos conocimos personalmente. Lástima que, según me ha dado la impresión, Álvarez Junco se retirara a posiciones menos comprometidas, porque dejó un poco cojo el ángulo del debate que a él le hubiera tocado haber defendido.

En fin, retrocediendo a ese punto radical del que suelen arrancar los debates, aquél en el que se dilucida si fue antes el huevo o la gallina, yo sí creo (con Elorza) que la nación es inevitablemente anterior al derecho que viene a sancionar y regular su realidad. No es función de la ley generar realidades, creo yo, sino regularlas. Puedo conceder que, antes de la Constitución de 1812, había una serie de realidades, latencias o hechos en gestación cuyo conjunto no podríamos decir que fuera contenido suficiente para llamar a aquello nación moderna; pero es que las realidades sociales no surgen de un día para otro, y España, nuestra nación, como todos los hechos históricos (¿hay algún hecho humano que no sea histórico?), viene gestándose desde tiempo atrás (mucho tiempo atrás en este caso). Por ejemplo, como también refiere Elorza, desde los tiempos de los visigodos (y aun antes). Recuerdo cómo en nuestra intensa conversación del día que nos vimos en Valladolid tú te planteabas ser precavido y eludir el proponer la historia como eventual campo de batalla con los nacionalistas, porque de allí podrían ellos extraer suficientes argumentos victimistas; por ejemplo, el de que los visigodos agredieron a los vascones. Bien, pues yo creo que la historia es un vector que no deja ninguna realidad quieta, que empuja hacia ser otra cosa además de lo que se era; y cuando llegaron los romanos, empezamos por aquí a pertenecer al vector que pasaba por ellos. Desde entonces, la historia dejó atrás lo tribal.
Los antepasados de los vascos actuales, digámoslo así, son más los visigodos que la tribu vascona (incluso aunque todos hubieran seguido teniendo el Rh negativo). Y el vector histórico siguió aún empujando hacia un idioma común en cada ámbito de lo que después serían las naciones modernas, hacia un mercado único, hacia la unidad legislativa después de todo el fárrago legislativo medieval, hacia la unificación fiscal y la desaparición de los privilegios… y, llegado el momento, hacia la formulación de las constituciones modernas. Luego quien quiera regresar a algún punto anterior a lo que marca ese vector histórico acumulativo, es, simplemente, un reaccionario. Ése es el caso de nuestros nacionalismos. Y por todo esto yo creo que la historia es el campo de batalla (no se me ocurre ahora una expresión mejor) más genuino para desarrollar nuestro combate con los nacionalistas. Ellos quisieran haber parado la rueda de la historia (o algo de ella) en algún momento del pasado, pero en este mundo todo se mueve sin parar (se mueve con sentido… pero ese, quizás, es otro debate).

viernes, 3 de septiembre de 2010

QUÉ SOY YO (FILOSOFÍA EN LA PLAYA)

He conocido a Artén, un niño ucraniano de nueve años al que mis vecinos durante el veraneo han invitado, por tercer año consecutivo, a pasar un par de meses con ellos, en España; una especie de adopción temporal que diversas familias españolas realizan con niños de la zona de Chernóbil, buscando para ellos alivio de sus penurias, que parece que aún tienen algo que ver con los efectos a largo plazo del accidente nuclear de 1986.


Estoy escribiendo esto en la playa. Conocí a Artén anteayer, un día en el que a la de su habitual timidez superponía una visible capa de tristeza. Había hablado por teléfono con su madre ucraniana, y, después, comentado con sus coyunturales padres adoptivos los detalles de su conversación con ella: "Dice mi mamá –a lo largo de estos tres veranos ha aprendido a hablar bastante bien el español– que ya no tengo papá, que se ha ido a vivir con otra mujer. Y que ya no voy a tener más papás". Creo que era un primo suyo el que, por el contrario, iba teniendo ya tres papás diferentes. Algo, al parecer, que por allí es bastante frecuente.

Yo no soy muy playero, la verdad. Mientras mis compañías veraniegas dan largos paseos por la playa y se procuran intermitentes alivios de los excesos que el termómetro se está empeñando en perpetrar con recurrentes chapuzones en el Mediterráneo, yo procuro encogerme lo suficiente como para que, en lo posible, mi cuerpo sentado no sobrepase el perímetro de sombra que marca mi sombrilla. Mientras, con fugaces aprovechamientos del "derecho a la contemplación del paisaje" que reconoce el nuevo Estatut al que han decidido someterse en estas tierras, me dedico a mi afición más habitual: la lectura, y, coyunturalmente, como ahora, la escritura.

Sé que las mías no son lecturas homologadas en este segmento de playa (pero cada uno tiene derecho a escoger sus cadaunadas): estoy con ellas dando una vuelta de tuerca a mi pertinaz intento de comprender los diversos afluentes intelectuales que fueron a desembocar en el caudaloso río de la Ilustración. Así es como he ido a parar estos días, entre otras, a la filosofía de David Hume (1711-1776), un escocés que llevó a su punto culminante al empirismo, filosofía según la cual existe sólo aquello de lo que podemos tener experiencia, aquello que nuestros sentidos pueden registrar. Hume sacó las últimas consecuencias de esta manera de pensar: el "yo" no existe, es una ficción con la que tratamos de dar continuidad y un sustrato de identidad a lo que no es sino una permanente y dispersa sucesión de impresiones y percepciones: "Ahora bien –copio directamente a Hume–, el Yo o persona no es una impresión, sino lo que suponemos que tiene referencia a varias impresiones o ideas. Si una impresión da lugar a la idea del Yo, la impresión debe continuar siendo invariablemente la misma a través de todo el curso de nuestras vidas, ya que se supone que existe de esta manera. Pero no existe ninguna impresión constante ni invariable. El dolor y el placer, la pena y la alegría, las pasiones y sensaciones se suceden las unas a las otras y no pueden existir jamás a un mismo tiempo. No podemos, pues, derivar la idea del Yo de una de estas impresiones y, por consecuencia, no existe tal idea".

Mira por dónde, he encontrado lo que eventualmente hubiera podido servir de base para dar forma a una consoladora manera de afrontar el difícil momento que está atravesando el niño ucraniano que he conocido: "Artén –hubiera podido decirle nada más cerrar mi libro–, no sufras más por haberte quedado sin padre de un día para otro. Lo tuyo es un error de perspectiva. Repara de una vez, Artén, en que no existes, en que sólo eres una sucesión de fragmentos, hoy una cosa, mañana vete a saber qué. Es algo que ya comprendieron perfectamente nuestros pintores cubistas, que sabían que la nariz y el ojo del ente antropomorfo que representaban no tenían por qué formar parte del mismo fragmento. O los poetas surrealistas, que podían encargar los diferentes versos de un mismo poema a autores diversos e incomunicados entre sí. O Leopold Bloom, el protagonista del "Ulises", de James Joyce, el prototipo de la literatura de nuestro tiempo más valorado por críticos y catedráticos, que pasa las veinticuatro soporíferas horas que cubren las 900 páginas de la novela dando pábulo a un relato sin continuidad: sin principio, sin trayecto y sin final. Creías, Artén, que tenías padre, y eso es lo que hoy te hace sufrir. ¿Pero cómo vas a tener padre si ni siquiera tienes un yo que apadrinar?".

En este punto, quizás, hubiera debido dejar de darle la paliza a Artén, pobrecillo. Tenía que haberme esforzado en resumirle algo más el mensaje.
Pero hay veces en que me enrollo de una manera irreprimible. Hasta el punto de que aún hubiera seguido manteniendo, en mi mente ya tan sólo, mi virtual relato admonitorio o moralizante: "Artén, Artén… vivimos tiempos extraños, en los que querer ser alguien, tener una identidad, está mal visto muy a menudo, fíjate. La vinculación con el pasado, el compromiso con el futuro, eso que los posmodernos llaman "grandes relatos" y que por un tiempo llegó a llamarse biografía o historia, dicen ellos mismos que no existe. Que son como esas inconsistentes figuras que veo pasar por el fragmento (¿qué, si no?) que transcurre entre la línea de las olas al romper y la silla plegable que me sostiene mientras escribo esto: fugaces representantes del aquí y del ahora que unos momentos más allá habrán desaparecido para siempre".

El secreto de la nueva sabiduría parece que ha de consistir en conseguir acoplarse a una imagen de sí mismo compuesta de fragmentos definitivamente inconexos y que recuerdo que mis viejos, muy viejos, manuales de psicopatología definían como trastorno esquizofrénico.

A veces, sin embargo, en momentos propicios a la melancolía, me viene una cierta nostalgia de aquellos tiempos pre-posmodernos en los que llegábamos a pensar, a decir y a vivir todo seguido.