sábado, 22 de agosto de 2015

Cómo nació Occidente y por qué está en crisis

     Occidente es el resultado o la síntesis de tres aportaciones sucesivas, y a veces paradójicas, que vinieron a conformar, aglutinadas, su sustrato esencial y original: la de Grecia, la de Roma y la del cristianismo. Grecia aportó el pensamiento racional, la capacidad de abstracción que generó su filosofía. Gracias a ello, los griegos, en principio, aprendieron a elevarse por encima de las efímeras y cambiantes circunstancias concretas hasta descubrir en las cosas un núcleo esencial, una permanencia, un ser sobre el que era posible sostener los conceptos y, con ellos, sosiego y claridad sobre las cosas. “Una de las funciones de los conceptos –decía María Zambrano– es tranquilizar al hombre que logra poseerlos. En la incertidumbre que es la vida, los conceptos son límites en que encerramos las cosas, zonas de seguridad en la sorpresa continua de los acontecimientos”. El pensamiento griego, por tanto, responde a la necesidad que tiene el hombre, y de la cual los filósofos griegos fueron pioneros en su toma de conciencia, de encontrar lo que permanece en las cosas (aquello en lo que consisten). Como también dice Zambrano, dando expresión a esa necesidad, “hay que buscar la realidad perenne, donde (las) apariencias brillantes no perezcan”, y puesto que las cosas y los individuos concretos demostraban ser tan variables e inconsistentes, había que elevarse por encima de su realidad, encontrar, más allá de ella, su ser esencial e invariable. Es de eso de lo que se encargó la entonces emergente filosofía, como asimismo señala Zambrano: “La Filosofía ha pretendido siempre la máxima objetividad, el mayor desprendimiento de lo individual: Dios, la naturaleza, el conocimiento, la universalidad”. Gracias a esta manera de confrontarse con las cosas o, más bien, de abstraerse por encima de ellas, los griegos dejaron sentadas las bases de las matemáticas y la geometría con las que andando el tiempo sería posible construir la ciencia y la técnica, a las que ellos solo realizaron una aproximación preliminar.
 
Ilustración: Samuel Martínez Ortiz
 
     Lo que, por su parte, Roma aportó a Occidente fue el Derecho. El poder, el mando, en vez de adaptarse a cada variable situación concreta o al arbitrio particular de quien lo detentaba, pasó entonces a subordinarse al imperio de la ley. La peculiaridad de esta es, pues, que establece una norma general que se eleva por encima de las particularidades de cada caso, algo no muy diferente de aquellas otras leyes del pensamiento que los griegos descubrieron, y que permitían encontrar un marco general en el que incluir lo esencial de las variables cosas concretas.
     Pero en la ley, en lo general que, en uno u otro ámbito, aportaron Grecia y Roma a nuestra historia, quedaban disueltas las cosas y los individuos concretos, quedaba relegada la realidad en favor de la abstracción y la idealidad. La razón griega y la ley romana solo dejaban a salvo lo general, que, evidentemente, permitía remansar la caótica variabilidad de las cosas y de los acontecimientos con sus fórmulas estabilizadoras (los conceptos en Grecia, la ley en Roma), y así poner orden en, respectivamente, el cosmos y la sociedad; pero en esas fórmulas no tenían cabida suficiente las cosas y los casos particulares, los individuos y sus experiencias concretas, en suma, la realidad, que quedaba restrictivamente acotada, incluso encorsetada. La razón produciendo ideas o la ley atendiendo casos generales resultaban ser así insuficientes: “La vida no puede ser vivida sin una idea –matiza Zambrano–. Mas esta idea no puede tampoco ser una idea abstracta. Ha de ser una idea informadora, de la que se derive una inspiración continua en cada acto, en cada instante; la idea ha de ser una inspiración”, es decir, ha de acercarse a las experiencias, a los casos concretos, porque, por sí sola, “la razón no es sino renuncia, o tal vez la impotencia de la vida”, del conjunto de experiencias concretas y variables que nos van aconteciendo a las personas.
     Pero para ello, para acercarse a las experiencias, es preciso despegarse de lo general, relegar la ley a un segundo plano. Es lo que vino a enseñar el primer cristianismo, el tercer gran pilar de Occidente: “Nos hemos emancipado de la ley –dijo, en efecto, San Pablo–, somos como muertos respecto a la ley que nos tenía prisioneros, y podemos ya servir a Dios según la nueva vida del Espíritu y no según la vieja letra de la ley”. El estoico Marco Aurelio, siguiendo las pautas contrarias establecidas por el pensamiento griego y romano, había mostrado su acatamiento a la ley natural cuando afirmó: “Solo al ser racional le ha sido dado seguir voluntariamente los acontecimientos, pues seguirlos sin más es obligatorio para todos”. Así pues, asumiendo estos principios, supeditándose a los dictados del mundo objetivo, al individuo no le quedaba nada que decir, que añadir o que esperar; su vida estaba ya regida y determinada por esos principios preestablecidos por la ley natural. “Pero ha habido algo –señala, sin embargo, Zambrano–, experiencias precisamente, que no se dejaron reducir a universalidades, que se resistió a ascender al cielo de la objetividad”. Y es que “bajo la objetividad (…) alguna esperanza ha quedado aprisionada”, mientras que “ser cristiano es no resignarse, agarrarse a la esperanza en lo imposible”. Y por ello, en ese contexto generalizador promovido por griegos y romanos, el de la ley natural que regía la marcha del mundo, es donde irrumpió San Pablo recomendando: “No os acomodéis a los criterios de este mundo; al contrario, transformaos, renovad vuestro interior para que podáis descubrir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto”. Mientras tanto, el de Tarso ya había señalado que la voluntad de Dios no era previsible, no se subordinaba a los criterios de la razón, sino que era su libre arbitrio el que la servía de pauta; en suma, que los acontecimientos no se sujetan a las previsiones de lo razonable, sino a la libre voluntad divina.
     Llevando al extremo esta cosmovisión que rechazaba la adaptación al orden que griegos y romanos habían añadido al mundo, Jesucristo afirmó: “Mi reino no es de este mundo”, y San Pablo le glosó: “El hombre mundano no capta las cosas del Espíritu de Dios. Carecen de sentido para él y no puede entenderlas, porque solo a la luz del Espíritu pueden ser discernidas”. Y así, mientras que Séneca el estoico (es decir, seguidor de las enseñanzas clásicas) afirmaba: “Es la naturaleza quien tiene que guiarnos; la razón la observa y la consulta”, desde el otro extremo, San Pablo explícitamente sostenía: “¿De qué, pues, podemos presumir si toda jactancia ha sido excluida? (…) ¿Acaso por las obras realizadas? No, sino en razón de la fe. Pues estoy convencido de que el hombre alcanza la salvación por la fe y no por el cumplimiento de la ley”. De esta manera, ha de ser la fe en nuestro destino personal, no la expectativa de lo que generalmente ocurre y resulta razonable pensar, lo que ha de guiar nuestros pasos. Tertuliano, uno de los Padres de la Iglesia, frente al dominio de la razón establecido por los griegos, señalaba que los parámetros que sustentaban su fe no eran los mismos que los de la razón: “Creo porque es absurdo”, decía. Y mientras otro estoico, el emperador Marco Aurelio, recomendaba “no referir la acción a ninguna otra cosa excepto al fin común”, es decir, a lo general, San Justino, que precisamente fue perseguido y finalmente decapitado cuando Marco Aurelio gobernaba en Roma, señalaba: “Evidentemente, ellos (los estoicos) intentan convencernos de que Dios se ocupa del universo en su conjunto, de los géneros y de las especies. Pero si no se ocupara de mí o de ti, de cada cual en concreto, nosotros no le rezaríamos noche y día”.
     Griegos y romanos por un lado y cristianos por el otro, vinieron a conformar, pues, la paradoja con la cual quedó constituido Occidente. Ortega y Gasset la dejó graciosamente explicada de esta manera: “El griego es ciego para el transmundo, para lo sobrenatural; el cristiano, por su parte es ciego para el intramundo, para la naturaleza. Y el cristiano tiene que hacerse explicar lo que él ve, pero no puede decir, por el griego que está ciego para lo que ve el cristiano. Casi, casi es el famoso diálogo en que el ciego pregunta al tullido: ¿Cómo anda usted buen hombre? Y el tullido responde: ¡Como usted ve, amigo!”. María Zambrano, por su parte, explicaba así esa paradoja constitutiva que confronta lo ideal y lo real, el ser y la existencia, la razón y la fe, y de la cual surgió Occidente: “La realidad llama a la existencia, al salir de sí; (mientras que) el ser, al embobamiento, al apagamiento tal vez. La situación verdadera del hombre es encontrarse entre ser y realidad”.
     Grecia y Roma crearon, pues, un marco para incluir dentro de él lo razonable, lo previsible, lo regular. El cristianismo llegó para que se prestara atención a lo personal, a lo irregular, inexplicable, misterioso (lo que más tarde, a la “muerte de Dios” que Nietzsche proclamó, pasará a denominarse definitivamente “absurdo”); en suma, a esa clase de arbitrariedad que le hacía decir a San Pablo: “Dios mismo dijo a Moisés: Tendré misericordia de quien quiera y me apiadaré de quien me plazca (…) Así pues, Dios muestra su misericordia a quien quiere y deja endurecerse a quien le place”; la misma arbitrariedad que le hacía exclamar a San Agustín: “¡Dios mío, ayúdame, no entiendo nada!”.
     La confrontación de la aportación clásica (lo razonable) con la del cristianismo (lo imprevisto o misterioso) sirvió para introducir un nuevo ingrediente en el que sustentar la cosmovisión occidental: la duda. Puesto que la razón no lo abarca todo, el cristianismo añadió a los instrumentos con los que conducirse en la vida algo que desde el punto de vista de la confrontación con el más allá sería la fe (la creencia en que más allá del misterio o del absurdo aguarda el sentido; “creo para entender”, decía San Agustín), y desde el punto de vista de nuestra confrontación con el mundo será la duda (la expectativa que obliga a abrir nuevas posibilidades en lo ya sujeto a norma). Descartes, situado en el punto de inflexión más crucial de la modernidad, es decir, de la etapa de madurez de Occidente, sancionó esa duda cuando dijo: “¿Qué es entonces lo cierto? Quizá solamente que no hay nada seguro”. Porque “de todas aquellas cosas que juzgaba antaño verdaderas no existe ninguna sobre la que no se pueda dudar”. Si esa duda sobre lo razonable, lo entendible, lo sujeto a ley, la recoge un hombre religioso, la proyecta, pues, en forma de fe. Y si quien la recoge es un hombre de ciencia, acabará buscando asiento para ella en el método experimental, que no se fía de los principios y leyes preestablecidos, sino que, una vez sentados estos, hace necesaria su confirmación o validación empírica a través de la comprobación experimental. El método científico emanó de esa clase de duda que la modernidad occidental, en cuanto que secuela del cristianismo, añadió a los principios generales que la razón de los filósofos griegos había diseñado. Según dictamina este método, toda teoría científica ha de incluir esa duda, es decir, la posibilidad de falsación de sus presupuestos; debe estar atenta, pues, a la eventualidad de que llegue a aparecer un solo hecho que contradiga esa teoría, porque entonces esta quedará desechada. Pues bien: gracias al método experimental (a la duda sistemática) se hicieron posibles las aportaciones más decisivas de Occidente a la historia de la humanidad, las que resultan de la ciencia y de la tecnología, que llegaban mal pertrechadas con las solas contribuciones de los griegos, las cuales solo tenían en cuenta la ley general, los principios preestablecidos, lo previsible y de lo que no cabía dudar.
      Esa duda que el hombre moderno añadió a la visión del mundo que se había conseguido desde principios racionalistas acabó incrustada en el espíritu del tiempo y se fue manifestando también en diversas formas de sospecha sobre la realidad aparente que había construido la razón. Además del desprestigio de esa razón que tan poderosamente impulsaron los románticos, Paul Ricoeur señaló a Marx, Nietzsche y Freud como principales “maestros de la sospecha”, al destacar cómo cada uno de los tres había apuntado hacia diferentes insuficiencias de la conciencia sostenida sobre principios racionales: Marx mantenía que por debajo de la visión dominante de la realidad (lo generalmente admitido) actuaban fuerzas económicas de las cuales tal visión sería solo un instrumento puesto a su servicio. Nietzsche afirmaba que la forma en la que la realidad se nos presentaba era solo una ficción que los débiles y los resentidos habían conseguido imponer. Y Freud desveló cómo poderosas fuerzas inconscientes pujaban debajo de las que aparentaban conducir nuestra vida consciente.
     La herencia griega, en suma (y subsiguientemente la romana), la que nos había legado el poderoso instrumento que significa la razón a la hora de poner orden en el cosmos y en la vida, está en crisis después de los últimos embates de la modernidad (especialmente desde el Romanticismo) y la posmodernidad. Aquella duda que quedó configurada como uno de los dos pilares básicos de Occidente se ha alzado de manera descompensada sobre su imprescindible complemento, la razón, la ley, el sentido, de modo que nuestra civilización se halla hoy sesgada en gran medida hacia el descrédito de esa realidad previsible, ordenada, acotada por las instituciones. Además de los terremotos que en sus respectivos ámbitos de influencia generaron las filosofías marxistas, nietzscheanas y freudianas, en otras muchas parcelas de nuestra cultura se ha recibido también el impacto de aquella duda sobre lo que desde la realidad construida por la razón se nos proponía. El arte, por ejemplo, se ha inclinado exageradamente hacia el lado del absurdo, de lo estrictamente inédito o innovador, desechando aquello que resulte comprensible, razonable, generalizable. Las relaciones sociales se han impregnado de inestabilidad, de improvisación, de ausencia de compromiso. Las instituciones y las tradiciones van cayendo en el descrédito. La moral se disuelve en espontaneidad y contingencia, y las decisiones que se toman tienden a subordinarse tan solo a los dictados de cada momento y cada lugar. La literatura y el cine juegan con la disolución de las fronteras entre la realidad y el delirio. A falta de un mundo aceptable por la generalidad, queda privilegiada la relativización máxima: cada individuo pasa a ser la medida de todas las cosas… El hombre occidental, en suma, está mostrándose incapaz de conjugar la paradoja que le constituye, de hacer la síntesis a que su herencia histórica le compromete entre razón y vida, esencia y existencia, lo general y lo particular. El próximo giro histórico habrá de ser, inevitablemente, hacia la recuperación de las parcelas de orden, sentido, razón, ley, que se necesitan para que nuestra paradoja constitutiva quede equilibrada.

sábado, 8 de agosto de 2015

Para qué hemos venido al mundo

     La realidad es el conjunto de obstáculos que se oponen a nuestra intrínseca propensión hacia el delirio, hacia ese error necesario, como lo llamaba Carlos Castilla del Pino. Necesario porque, como dice Cioran, “sólo se puede respirar en lo más hondo de la ilusión”, hasta el punto de que, para defender esa ilusión, ese delirio, estamos dispuestos a destruir “las crueles certezas que nos acechan”, incluso “(a embestir) contra las verdades”.
     De modo que convertimos la vida, en el mejor de los casos, en una sucesión de intentos de acoplamiento de nuestros delirios o ilusiones constitutivos a la realidad. En tiempos en los que ser español era algo importante y que prometía aportar contenidos suficientes con los que poder llenar la vida de experiencias enaltecedoras, Miguel de Cervantes imaginó para Don Quijote unos delirios de grandeza que sobrepasaban la realidad por su lado podríamos decir que superior, aquel en el que un simple hidalgo se dedicaba a soñar con heredar la corona de un rey tras casarse con su hermosísima hija y después de hacerse merecedor de tal destino, ya que no por linaje, sí por los grandes servicios prestados en las muchas batallas y enderezamiento de entuertos que tendría la oportunidad y el honor de prestar a ese rey al que acabaría heredando. Eran estos, sobrecargados de energía, los tiempos que el mismo Cioran evocaba cuando, en otros suyos ya declinantes, reflexionaba de esta manera: “Silencio nocturno en los jardines del Sur… ¿Sobre quién se inclinan las palmeras? Sus ramas parecen ideas fatigadas. En otro tiempo, cuando en la sangre llevaba más alcohol y más España, mi furia las habría hecho volverse hacia el cielo, mi pasión habría enderezado su cansancio terrenal y los latidos de mi corazón las habrían empujado hasta la proximidad de las estrellas”.


     Dos siglos después, en España había ya más tribulación y bastante menos autoestima. La invasión napoleónica había dejado en nuestro país unas consecuencias desastrosas, prolongadas en penuria por los lamentables efectos de la vuelta de Fernando VII al poder. Por entonces, Goya sobrepasó con su arte la realidad por su lado más tenebroso cuando plasmó sus delirios en las pinturas negras o en los grabados que realizó, en los que vino a expresar, incluso literalmente, que cuando uno se pone a soñar, lo que hace en realidad es producir monstruos. Estaba así Goya inaugurando entre nosotros la era del desánimo, del nihilismo, de la desorientación, una era en la que se han hecho compatibles un gran avance científico y técnico con la sensación de no saber a dónde vamos o, aún peor, de que no vamos a ningún sitio. El biólogo Jacques Monod dejó plasmado tal estado de ánimo en estas palabras que transcribió en su emblemático libro “El azar y la necesidad”: “El hombre sabe al fin que está solo en la inmensidad indiferente del Universo, de la cual ha emergido por azar. Así como su destino, su deber no está escrito en parte alguna. A él le toca escoger entre el Reino y las tinieblas”. Obligado, pues, a elegir lo que ha de hacer con su vida en vez de simplemente acatar mandatos de autoridades que le trascendían, el hombre no ha superado su etapa de tinieblas y perplejidad, y o bien se refugia en sucedáneos de aquella trascendencia que antes le guiaba y que, como los totalitarismos que asolaron el siglo XX o aun hoy siguen haciendo los nacionalismos, le prestan una impostada y alucinatoria sensación de finalidad y sentido, o simplemente se deja decaer en el a fin de cuentas balsámico regazo del nihilismo, de la sensación de que a nada se está obligado salvo a los fragmentarios requerimientos del día a día, a la espera de que llegue esa fase drásticamente resolutiva que es la del olvido definitivo.

     Pero no es cierto que si nada ni nadie nos empujan u obligan a ir a sitio alguno, si no existe una finalidad preestablecida que acoja nuestros destinos particulares, de ello se deduzca que no hay ningún sitio a donde ir. La finalidad, el sentido que necesitan nuestras vidas para merecer ser vividas pueden, efectivamente, constituir el núcleo del componente de delirio que traemos con nosotros cuando nacemos, y que busca cómo aterrizar en el (al menos aparente) absurdo, azar, falta de sentido que rige la marcha del Universo. Pero rendirse a ese absurdo no es la opción. Lo que el hombre trae consigo en el envoltorio de eso que a menudo parece simple delirio es una misión, la de añadir sentido allí donde no lo hay, poner orden y finalidad en un mundo que se muestra para empezar indiferente, cuando no hostil, a esas necesidades morales nuestras. Los hombres hemos venido al mundo no para subsumirnos en su absurdo constitutivo sino para redimirlo de él.