domingo, 27 de febrero de 2011

LA PULSIÓN UTÓPICA Y OTRAS CATÁSTROFES

(PUBLICADO EN EL CORREO DE BURGOS EL 13 DE JULIO DE 2011)

LAS VINCULACIONES ENTRE EL PENSAMIENTO UTÓPICO, EL CASO FAISÁN Y EL 11-M

Hace unos días reflexionaba con una amiga –no andábamos especialmente originales– sobre la difícil tarea de vivir. Nos centrábamos sobre todo en la espesura y responsabilidad añadida que adquiere tal tarea desde el momento en que uno se adentra en el periplo de la paternidad. Yo recordaba en ese contexto cómo Juan Jacobo Rousseau (1712-1778), el principal promotor del pensamiento utópico en la era contemporánea (sobrepasados ya los ensayos literarios a este respecto que en la etapa que le precedió llevaron a cabo Moro, Bacon y Campanella), tenía unas peculiares ideas al respecto: consecuente con su afirmación de que el hombre no es social por naturaleza, de que incluso la familia es, según él, una institución artificial que, como todas las que han obligado al hombre a socializarse, ha contribuido a su degeneración, Rousseau había encontrado una manera contundente de resolver esas dificultades que conlleva el ejercicio de la paternidad: los cinco hijos que tuvo con Thérèse Lavaseur, una criada analfabeta (más próxima, pues, al estado natural añorado), los envió uno tras otro, nada más nacer, al orfanato. Ya que no cabalmente de sus hijos, Rousseau es considerado, sin embargo, el padre de la Pedagogía, lo cual a mí me produce cierta perplejidad, incluso me lleva a sospechar de los principios en los que fundamentó tal disciplina, según los cuales no hay sino que dejar que el niño imponga su espontaneidad natural por encima de los artificios civilizadores para que vaya abriéndose paso el “hombre nuevo” que nos habrá de redimir de las perversiones de la vida en sociedad. A sus propios hijos les dejó demasiado abierta la posibilidad de que su espontaneidad natural aflorase (síndrome del padre ausente lo llaman también).

El espíritu de la época (al menos una de sus vertientes), sesgado hacia lo natural, hacia lo que las cosas son en origen, hacia las causas eficientes, y desdeñando las metas o fines que dan sentido a las cosas, inspiró a Rousseau su idea de que el hombre era bueno por naturaleza, cuando aún era un ser solitario, prerracional y sin lenguaje, pero que la sociedad, la razón y el lenguaje vinieron a pervertir. Heredaba el pensador francés la antigua perspectiva del pensamiento mítico, según la cual procedemos de una edad de oro, de un estado natural paradisíaco; desde que aquello quedó atrás, la vida sería una caída, un venir a menos. El mecanicismo, el paradigma científico ya entonces dominante, aplicado a las humanidades, no tardó mucho en descubrir, de modo complementario y coincidiendo con aquella perspectiva, que no había nada que esperar, que todo, una vez que hemos nacido, es absurdo, que no hay una finalidad que dé sentido a nuestra vida. No hay causa final, sólo causas eficientes: Aristóteles había muerto, y Dios (que se lo digan a Nietzsche) no se encontraba por entonces nada bien. Lo original, lo natural (la cuerda que se da al reloj del universo) era lo auténtico y sustancial; desde entonces, según esto, todo transcurre cuesta abajo, en la dirección de la entropía. El hombre también: es lo que acaba pasando cuando se confunde al ser humano con una máquina. Hegel, representando otra vertiente del espíritu de la época contrapuesta a la de Rousseau, abogó por la razón, y al contrario que los mecanicistas, que buscaban las causas eficientes de los fenómenos, dijo que “la razón es obrar con arreglo a un fin”.

Las utopías que nacieron de aquella otra forma de mirar naturalista reprodujeron la pauta que Rousseau había fijado: el Romanticismo recogió la idea de que con la llegada de la razón el hombre había empezado a decaer, y buscó la manera de regresar hacia el sentimiento puro, aquél que aún no ha sido contaminado por el artificio de lo racional. Marx, Engels y los socialistas utópicos pusieron el énfasis en la aseveración rousseauniana de que la propiedad privada era la raíz de todos los males sociales, y propusieron el regreso a los orígenes, al estado natural: el del comunismo primitivo. Engels, en su libro “El origen de la familia, de la propiedad privada y del estado”, propone asimismo regresar a las formas de comunidad previas a la aparición de esas tres instituciones aludidas en el título, a las que eran propias de la horda salvaje, y así, aspira a la restauración de la comuna, en que maridos, mujeres e hijos son todos ellos puestos, efectivamente, en común (forma sublimada de aquélla que prefirió Rousseau para sus propios hijos), y a la socialización de la propiedad. Asimismo, Marx y Engels consideraban que el Estado y el Derecho eran una superestructura jurídico-política puesta al servicio de la dominación del hombre por el hombre, el cual volverá a ser libre, por lo tanto, cuando deje de haber leyes. Rousseau tenía claro que el progreso era la causa de todos los males, pero el marxismo, que siguió su pauta, ha cursado, y de modo más soterrado sigue cursando aún, como la apoteosis del progresismo. Debe de ser por eso de que, como decía Ortega, no sabemos lo que nos pasa (no sabemos si vamos o venimos, si avanzamos o regresamos)… y eso es lo que nos pasa.

No han atravesado con suavidad las ideologías utópicas la historia de España… ni han dejado tampoco de hacerlo del todo. Pablo Iglesias, fundador del PSOE en 1879, dispuesto a alcanzar el añorado estado natural que propuso Marx, aquél en el que la ley resultaba ser una rémora procedente de la sociedad de clases, llegó a declarar en Las Cortes: “El partido que yo aquí represento (…) está en la legalidad mientras la legalidad le permita adquirir lo que necesita; fuera de la legalidad cuando ella no le permita realizar sus aspiraciones” (Diario de Sesiones, 5 de Mayo de 1910). Largo Caballero, histórico dirigente del PSOE y de la UGT en los tiempos de la República, demostrando que tenía plena conciencia de a dónde iban a desembocar sus planteamientos políticos, se ratificaba en aquellas mismas ideas seis días antes de las elecciones de febrero de 1936, en un mitin en el Cinema Europa de Madrid, en donde afirmó: “Vamos, repito, hacia la revolución social… mucho dudo que se pueda conseguir el triunfo dentro de la legalidad. Y en tal caso, camaradas, habrá que obtenerlo por la violencia…”. No era sino la manera de ser consecuente con unos principios que el mismo Pablo Iglesias había dejado enunciados cuando dijo: “No nos interesa hacer buenos obreros y empleados, buenos comerciantes. Queremos destruir la sociedad actual desde sus comienzos”. Desde que abandonamos el “estado natural”, se entiende.

Nos debería caber el consuelo de que estas declaraciones pertenecen a tiempos pasados, de que el utopismo ha dejado de ser ya una característica de nuestros partidos “progresistas”, y que la ley ha dejado de ser considerada un instrumento de opresión que el “avance” de la historia acabará suprimiendo. Pero uno no puede dejar de recordar que, ahora mismo, el juez Pablo Ruz está instruyendo un juicio que, por el momento, ha conducido a señalar a los aparatos del estado hoy regido por los socialistas e incluso al mismo Ministerio del Interior como posibles implicados en el llamado “caso Faisán”, en el que presuntamente se cometió un caso de colaboración con banda armada al producirse por parte de las fuerzas de seguridad del Estado un chivatazo a ETA que impidió la desarticulación de su aparato de extorsión en los tiempos de abierta negociación política del Gobierno con la banda (mayo de 2006). Tampoco puede uno olvidar que, en sentido contrario, la ley no supuso asimismo ningún obstáculo para quienes desde el Gobierno de la nación, con el mismo signo político entonces que ahora, pusieron en marcha el terrorismo de estado de los GAL. Ni que el Ministerio del Interior actual lleve un año poniendo trabas a las solicitudes de documentación por parte de la magistrada encargada de juzgar al que fuera jefe de los TEDAX en el momento del atentado del 11-M de 2004, Juan Jesús Sánchez Manzano, acusado de falso testimonio, omisión del deber de perseguir delitos y encubrimiento por ocultación de pruebas durante la investigación de la masacre, impidiendo de esa manera que pueda seguir adelante un juicio que podría aportar luz a las inquietantes sombras que pesan sobre aquel atentado, del que ni siquiera sabemos quiénes colocaron las bombas en los trenes, no digamos ya de los autores intelectuales.

En fin, situaciones como éstas siguen haciéndole dudar a uno de que el imperio de la ley sea un principio que todos los partidos en España acepten como incuestionable. Pero aún hay algo que invita más a la preocupación: que la opinión pública española haya metabolizado estos comportamientos de nuestras instancias públicas y, seducida por el utopismo antijurídico, deje de considerarlos relevantes a la hora de plantearse a quién debe votar.

sábado, 12 de febrero de 2011

NO SOMOS NADIE

Una de estas pasadas tardes estuve en una Misa en memoria de un difunto. Atrapado en el ritual, no podía evitar que mi parte incrédula me empujara a ver aquel acto como penúltimo residuo de una mentalidad mágica en trance de extinción. No creo, me decía, que con nuestras oraciones abreviemos la penosa estancia del alma del difunto en el Purgatorio. Cuando mi atención se centraba en lo exterior, sentía las miradas que las mujeres de edad dirigían a mi grupo, bastante lejos de cumplir con el perfil propio de asistentes a una Misa vespertina en día de labor. Mis pensamientos, en busca de algún punto de fuga de aquel estricto horizonte, divagaban: “si yo fuera cura, me decía, tendría que pedir la baja; esta tendinitis del hombro que me está matando no me dejaría elevar los brazos como hace este buen hombre mientras dirige sus preces al Altísimo”. En fin, que entre unas cosas y otras no estaba en lo que tenía que estar.

Y sin embargo, reconocía que aquel ritual no me era ajeno ni antipático. A dar razón de esa paradójica proximidad acabaron volando mis pensamientos, de una manera un tanto alambicada, por supuesto, como casi siempre. Juntando los retazos de las reflexiones que allí, en la iglesia, empezaron a fluir, la cosa queda más o menos así:

Para el pensamiento de apertura acudió, como suele hacer, Ortega, que siempre tiene algo incitante que decir: “Las cosas, cuando faltan, empiezan a tener un ser”. O dicho de otra forma: el espíritu, el ser, es el vacío que dejan las cosas cuando reparamos en que (ya o todavía) no están. Platón decía que conocer no es hacer registro de lo evidente, sino recordar algo que no es posible ver. Crecemos no porque nos alimentemos de cosas tangibles (eso sólo cumple funciones de mantenimiento) sino porque vamos llenando el vacío de lo que nos falta. Lo que somos no es lo que de nosotros vemos y tocamos, sino que nuestro perímetro coincide con el que marca la línea de nuestro horizonte espiritual, de lo que nos falta ser, de lo que recordamos o, en general, imaginamos… El núcleo de lo que somos está hecho de vacío. María Zambrano lo decía así: “El hombre podría definirse –una de tantas posibles definiciones– como el ser que alberga dentro de sí un vacío (…) un vacío que ha de llenarse”. En conclusión, muy congruente con el contexto: no somos nadie.

Freud, también como de costumbre, tiene una manera mucho más abrupta de pensar y de hablar sobre estas mismas cosas: cuenta que el primer asesinato fue un crimen colectivo; en la horda salvaje, los hijos decidieron matar al padre opresor, que no habría parado hasta entonces de negarles sus, digámoslo así, impulsos expansivos. Pero inmediatamente después del asesinato, los remordimientos pudieron con ellos y, como fórmula reparadora, elevaron la ausencia del padre a la categoría de recuerdo colectivo y de rector virtual, desde ese puesto en el éter, de los destinos de la comunidad. Esa sustancia espiritual que manaba de la memoria de los miembros del grupo se constituyó en el fundamento de sus a partir de entonces emergentes instituciones, de lo que habría de dar fuerza cohesiva a la colectividad, que, sin ese recuerdo, habría acabado destruida por sus potencias centrífugas (cada cual, se quiere decir, acabaría yendo a su puta bola).

Quedan vigentes muy pocas ceremonias que sirvan para mantener y reforzar nuestras sustancias espirituales personales y colectivas. Vamos camino de creer que sólo existe lo que vemos y tocamos.
El mundo se está quedando sin recuerdos que venerar, sin ausencias que reparar, sin vacíos que llenar. Reducidos a materia somos poderosas fuerzas centrífugas; cada cual se va retirando hacia los límites que marcan sus respectivas evidencias. Hemos cambiado nuestra antigua necesidad de saber a dónde vamos por la paralizante suposición de que no vamos a ningún sitio.

Acaba la Misa. Como cuando era pequeño, nos saludamos unos a otros al salir de la iglesia, formamos corrillos, hacemos comentarios ad hoc: “Aquí todos estamos en la lista de espera; el sepulturero no corre peligro de que le afecten el paro ni los ERES”. Esta tendinitis está pudiendo con mi autoestima y con el pequeño porcentaje de optimismo que aún conservan mis expectativas…