jueves, 25 de noviembre de 2010

LA MADRE QUE PARIÓ A TODAS LAS CRISIS

(PUBLICADO EN "EL CORREO DE BURGOS" EL 23 DE DICIEMBRE DE 2010)

Con esta forma de titular no es que pretenda pasarme al exabrupto. No se trata de que haya llegado a un punto en el que vea ya que reflexionar sobre la crisis no lleva a ningún sitio y me disponga a sustituir los silogismos por exclamaciones y, eventualmente, dicterios. No; lo que trato de decir, para empezar, es que no estamos tan sólo ante una crisis económica; ni siquiera política, aunque también. La que fundamentalmente atravesamos es una crisis histórica, y para entender mejor esas otras, que también sufrimos, habrá que elevar la perspectiva hasta la altura exigida por esta última. Desde allí podremos observar cómo es ella, la histórica, matriz de las demás.

Ortega, al tratar de formular un esquema de las crisis, sostenía que Occidente ha atravesado por tres fundamentales a lo largo de su historia: la que acabó con el mundo antiguo y que finalmente provocó aquel descomunal descalabro que fue la caída del Imperio romano; la que condujo desde el Medievo hasta la Modernidad; y la que actualmente acontece y que ya lo estaba haciendo en los tiempos en los que escribía nuestro filósofo más preclaro. Detengámonos en lo que caracterizó a la segunda para intentar así desentrañar los precedentes de la actual.

La palabra clave para entender el mundo de la Edad Media la enunciaron, como suele ser habitual, los filósofos: era ésta “universal”. Las cosas, el hombre mismo –se viene a significar con ella– no existen propiamente como individuos; un perro, sólo materialmente es un perro concreto, individual. Pero lo que auténticamente existe es la –llamémosla así– “perridad”, lo que en el perro es universal, lo que permanece más allá de su individualidad, y que sobrevive al perro concreto incluso después de que éste haya muerto. Cada “universal” es, pues, no una cosa sino una especie de cosas, y constituye una realidad incorruptible, invariable e independiente. El mundo así considerado, puesto que está hecho de universales, no tolera variación alguna. La “perridad”, el “universal” correspondiente a los perros, es lo que es de una vez y para siempre. Y así todas las cosas, es decir, todas las especies de cosas. Por ejemplo, las que se refieren a la sociedad, compuesta también de especies (de “universales”) inamovibles: el que es rey lo es para siempre, lo mismo que el noble, que el siervo, que el miembro de un gremio artesanal o que el criminal. Todos ellos, incluso, transmiten su condición a sus herederos. Resulta evidente que este modo de ver el mundo producía una pétrea estratificación social, un efecto de anquilosamiento general frente al que cualquier innovación venía a equivaler a un inasumible terremoto.

Guillermo de Ockham, en el siglo XIV, fue el que sobretodo hizo trizas esta manera de mirar (aunque los efectos sociales de su teoría no se hicieron patentes hasta el siglo XV): no existen los universales, sentenció, sólo existen las cosas particulares, los individuos. Es decir, y siguiendo con nuestro ejemplo, sólo existe cada perro concreto, y la “perridad” no es sino un invento de la mente para intentar aproximarse a la realidad concreta, cambiante y fugitiva que constituye cada perro particular. La realidad, en su esencia misma, es aquello que está al alcance de los sentidos (o de sus servidores, los instrumentos de laboratorio), es decir, que está hecha de materia, y se encuentra en permanente transformación.

Con estas ideas emergentes, una vez que se volvieron productivas (pues su primer destino era el caos), se abría para la realidad una nueva y poderosísima dimensión: el futuro, allí donde nada está prefijado y todo es posible; el cauce, pues, por el que discurre esa realidad en permanente transformación. Desde esa raíz empezó a aflorar la Modernidad, la cual, si hubiera que reducirla a una sola palabra, debería de ser “energía” o “dinamismo”. Montado a la grupa de los nuevos conceptos, el mundo empezó a dar vueltas (de ahí, Copérnico), a transformarse… Y así hemos llegado hasta hoy mismo.

Si el hombre medieval era fundamentalmente un ser resignado a un destino inamovible, “el hombre moderno –dice Ortega– es en su raíz revolucionario”, esto es, un vocacional innovador. Pero complementa el filósofo madrileño su afirmación añadiendo: “Mientras el hombre sea revolucionario no es más que hombre moderno, no ha superado la modernidad”.

Y es que tanta revolución, tanto cambio, junto a indudables efectos positivos, ha tenido otros patentemente negativos, como, por ejemplo, los utopismos, que se tomaron al pie de la letra la consigna de la Modernidad de que todo es posible y que, sin ir más lejos, dejaron buena parte del siglo XX como para cogerlo con pinzas. O la desaparición de criterios morales estables que sirvieran para vertebrar los comportamientos. O la pérdida de consistencia de las instituciones sociales, arrastradas por la corriente del “todo fluye” de la Modernidad. O incluso la pérdida de la sustancia formal en los motivos del arte, hasta acabar derivando hacia el completo absurdo. Zygmunt Bauman, flamante Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades 2010, ha llamado a éstos tan fluidos que atravesamos “tiempos líquidos”. Rodríguez Zapatero, eficaz, aunque un tanto patético, representante de esta etapa terminal de la Modernidad (también llamada Posmodernidad), hubiera dicho para definirlos: “Todo (no sólo la nación) es discutido y discutible. Incluso negociable”. O sea, todo tiende al caos.

Así pues, el resto de las crisis que nos acosan podríamos entenderlas como el resultado de esta desbocada aceleración; o dicho de otro modo: estamos huyendo hacia adelante en nuestra permanente y acelerada búsqueda de lo inconsistente (por ejemplo, un dinero que no existe, pero que ha sustentado unos créditos que finalmente han desembocado en la crisis financiera). Fernando Pessoa (1888-1935) llegó a decir desde esta desenfrenada manera de ver el mundo: “No hay normas. Todos los hombres son excepciones a una regla que no existe”. Y lo que estamos necesitando de modo cada vez más perentorio es descubrir –tal vez redescubrir– nuevas fuentes de estabilidad, puntos de anclaje para la realidad, zonas de seguridad en las que, más allá de esta arrolladora movilidad social, cultural, política, moral… cósmica, poder depositar aquello que merece la pena ver repetirse.

domingo, 7 de noviembre de 2010

EL COMÚN: EL MÁS ENGAÑOSO DE LOS SENTIDOS

Describe Erich Fromm en su ya clásica obra “El miedo a la libertad” el mecanismo psicológico por medio del cual gran número de individuos tratan de superar el sentimiento de soledad y de insignificancia que experimentan frente al poder abrumador del mundo exterior renunciando a tener su propia personalidad y adoptando la que les proporcionan las pautas culturales o de opinión pública dominantes. A través de ese mecanismo aspiran a transformarse “en un ser exactamente igual a todo el mundo y tal como los demás esperan que él sea”. Entonces, “la discrepancia entre el ‘yo’ y el mundo desaparece, y con ella el miedo consciente de la soledad y la impotencia”. Cuando la mente se pone a funcionar según estas claves, la expresión “yo pienso que…” queda impregnada de ambigüedades y puesta al servicio del camuflaje de aquellos temores inconfesados. En tales condiciones, los pensamientos expresados no pasan de ser, en realidad, sino racionalizaciones destinadas a hacer aparecer como convincentes unas opiniones que no tienen su raíz en los propios procesos deliberativos, sino en los agentes externos a los que uno está emocionalmente subordinado. El sujeto, entonces, dice también Fromm, puede tener “la ilusión de haber llegado a una opinión propia, pero en realidad ha adoptado simplemente la de una autoridad sin haberse percatado de este proceso”.

De esta insidiosa manera, va a menudo consolidándose lo que, con una expresión que sólo parece contar con acepciones benévolas, se denomina sentido común, y que viene en estas ocasiones a referirse a actitudes que Immanuel Kant tachaba de propias de menores de edad en cuanto al uso de la capacidad de razonar; lo hacía al explicar lo que era la Ilustración, y con estas concretas palabras: “Ilustración significa el abandono por parte del hombre de una minoría de edad cuyo responsable es él mismo. Esta minoría de edad significa la incapacidad para servirse de su entendimiento sin verse guiado por algún otro. Uno mismo es el culpable de dicha minoría de edad cuando su causa no reside en la falta de entendimiento, sino en la falta de resolución y valor para servirse del suyo propio sin la guía del de algún otro. Sapere aude! ¡Ten valor para servirte de tu propio entendimiento! Tal es el lema de la Ilustración”. La democracia nació precisamente con la Ilustración, cuando llegó a haber un número suficiente de personas “mayores de edad” intelectual y moral que aceptaron tener la responsabilidad de regir sus propios destinos.

En sentido contrario, y regresando a aquella otra forma de configuración de la opinión pública que sirve de referencia a los “menores de edad”, resultará ilustrativo el relato del experimento que sobre los límites a los que puede llegar el comportamiento de obediencia realizó Stanley Milgram, un psicólogo de la Universidad de Yale, a finales de la década de 1960, y cuyos resultados no pueden ser más inquietantes.

Milgram reclutó a diversos sujetos experimentales entre todos los sectores sociales (abogados, bomberos, obreros…), proponiéndoles participar en un experimento sobre los eventuales beneficios del castigo en el aprendizaje. Un médico de bata blanca les dirigía en la tarea: de uno en uno actuarían como “profesores” frente a un alumno situado en otra habitación, al cual no podían ver, pero sí oír. El “profesor” (el sujeto experimental) sometía al alumno a un examen de memorización de asociación de palabras. Si se equivocaba, debía castigarle aplicándole una descarga eléctrica que al principio era leve, de 15 voltios, pero a medida que acumulaba respuestas incorrectas, las descargas aumentarían de intensidad, hasta llegar al último nivel, de 450 voltios.

Sin embargo, éste del aprendizaje por castigo era en realidad un experimento-máscara. Lo que de verdad se investigaba era el límite al que las personas son capaces de llegar en su comportamiento de obediencia. Cuando las (falsas) descargas llegaban a 180 voltios, el alumno (en realidad, un actor), gritaría diciendo que no podía soportar más el dolor; a los 300, que no quería seguir con el experimento (que, sin embargo, no podía físicamente eludir). A los 330 voltios, sólo se produciría un inquietante silencio.

Los resultados del experimento causan pavor: el 65 % de los sujetos que hacían de profesores llegó hasta el final, los 450 voltios, a pesar de que muchos parecían sufrir por lo que hacían (sudaban, se mordían los labios…), pero acababan obedeciendo al experimentador de la bata blanca, que les animaba a seguir con el experimento, del que él se presentaba como último responsable. Los escrúpulos morales eran, pues, de inferior nivel de exigencia que la obediencia demandada. El experimento fue posteriormente replicado y confirmado en diversos lugares del planeta (Australia, Alemania, Jordania y otros países), siempre con resultados similares.

De todo lo cual se pueden derivar perentorias reflexiones encaminadas a descubrir la línea roja que, más allá de los casos individuales, separa las sociedades maduras de las que aún se mantienen en la minoría de edad y aceptan sumisamente ser regidas por gobernantes desastrosos.