Describe Erich Fromm en su ya clásica obra “El miedo a la libertad” el mecanismo psicológico por medio del cual gran número de individuos tratan de superar el sentimiento de soledad y de insignificancia que experimentan frente al poder abrumador del mundo exterior renunciando a tener su propia personalidad y adoptando la que les proporcionan las pautas culturales o de opinión pública dominantes. A través de ese mecanismo aspiran a transformarse “en un ser exactamente igual a todo el mundo y tal como los demás esperan que él sea”. Entonces, “la discrepancia entre el ‘yo’ y el mundo desaparece, y con ella el miedo consciente de la soledad y la impotencia”. Cuando la mente se pone a funcionar según estas claves, la expresión “yo pienso que…” queda impregnada de ambigüedades y puesta al servicio del camuflaje de aquellos temores inconfesados. En tales condiciones, los pensamientos expresados no pasan de ser, en realidad, sino racionalizaciones destinadas a hacer aparecer como convincentes unas opiniones que no tienen su raíz en los propios procesos deliberativos, sino en los agentes externos a los que uno está emocionalmente subordinado. El sujeto, entonces, dice también Fromm, puede tener “la ilusión de haber llegado a una opinión propia, pero en realidad ha adoptado simplemente la de una autoridad sin haberse percatado de este proceso”.
De esta insidiosa manera, va a menudo consolidándose lo que, con una expresión que sólo parece contar con acepciones benévolas, se denomina sentido común, y que viene en estas ocasiones a referirse a actitudes que Immanuel Kant tachaba de propias de menores de edad en cuanto al uso de la capacidad de razonar; lo hacía al explicar lo que era la Ilustración, y con estas concretas palabras: “Ilustración significa el abandono por parte del hombre de una minoría de edad cuyo responsable es él mismo. Esta minoría de edad significa la incapacidad para servirse de su entendimiento sin verse guiado por algún otro. Uno mismo es el culpable de dicha minoría de edad cuando su causa no reside en la falta de entendimiento, sino en la falta de resolución y valor para servirse del suyo propio sin la guía del de algún otro. Sapere aude! ¡Ten valor para servirte de tu propio entendimiento! Tal es el lema de la Ilustración”. La democracia nació precisamente con la Ilustración, cuando llegó a haber un número suficiente de personas “mayores de edad” intelectual y moral que aceptaron tener la responsabilidad de regir sus propios destinos.
En sentido contrario, y regresando a aquella otra forma de configuración de la opinión pública que sirve de referencia a los “menores de edad”, resultará ilustrativo el relato del experimento que sobre los límites a los que puede llegar el comportamiento de obediencia realizó Stanley Milgram, un psicólogo de la Universidad de Yale, a finales de la década de 1960, y cuyos resultados no pueden ser más inquietantes.
Milgram reclutó a diversos sujetos experimentales entre todos los sectores sociales (abogados, bomberos, obreros…), proponiéndoles participar en un experimento sobre los eventuales beneficios del castigo en el aprendizaje. Un médico de bata blanca les dirigía en la tarea: de uno en uno actuarían como “profesores” frente a un alumno situado en otra habitación, al cual no podían ver, pero sí oír. El “profesor” (el sujeto experimental) sometía al alumno a un examen de memorización de asociación de palabras. Si se equivocaba, debía castigarle aplicándole una descarga eléctrica que al principio era leve, de 15 voltios, pero a medida que acumulaba respuestas incorrectas, las descargas aumentarían de intensidad, hasta llegar al último nivel, de 450 voltios.
Sin embargo, éste del aprendizaje por castigo era en realidad un experimento-máscara. Lo que de verdad se investigaba era el límite al que las personas son capaces de llegar en su comportamiento de obediencia. Cuando las (falsas) descargas llegaban a 180 voltios, el alumno (en realidad, un actor), gritaría diciendo que no podía soportar más el dolor; a los 300, que no quería seguir con el experimento (que, sin embargo, no podía físicamente eludir). A los 330 voltios, sólo se produciría un inquietante silencio.
Los resultados del experimento causan pavor: el 65 % de los sujetos que hacían de profesores llegó hasta el final, los 450 voltios, a pesar de que muchos parecían sufrir por lo que hacían (sudaban, se mordían los labios…), pero acababan obedeciendo al experimentador de la bata blanca, que les animaba a seguir con el experimento, del que él se presentaba como último responsable. Los escrúpulos morales eran, pues, de inferior nivel de exigencia que la obediencia demandada. El experimento fue posteriormente replicado y confirmado en diversos lugares del planeta (Australia, Alemania, Jordania y otros países), siempre con resultados similares.
De todo lo cual se pueden derivar perentorias reflexiones encaminadas a descubrir la línea roja que, más allá de los casos individuales, separa las sociedades maduras de las que aún se mantienen en la minoría de edad y aceptan sumisamente ser regidas por gobernantes desastrosos.
Javier, inquietante experimento, que por cierto no conocía, me ha puesto la carne de gallina y, a su vez, me ha explicado la facilidad con que el hombre puede llegar y caer en los totalitarismos. A lo mejor intento hacer una viñeta, pero de momento intentaré relajarme ya que me ha inquietado mucho.
ResponderEliminarUn abrazo y gracias.
Luis
Pues sí, Luis, es como para pararse un rato y pensar. Y si se mira más al fondo, creo que aún se puede ver que por debajo de eso que parece que es espíritu de sumisión o falta de conciencia moral hay otra cosa aún más determinante y con más poder sobre el alma humana: el miedo. Es el miedo lo que hace que no nos atrevamos a llevar la contraria al poderoso y lo que se pone incluso por encima de nuestra conciencia moral. Creo que el miedo es la emoción más poderosa en el hombre, y en ese estrato en el que él se mueve, es donde al final nos lo jugamos todo. Sólo las personas con la dosis de valor suficiente pueden permitirse a la larga el lujo de cumplir con su conciencia. Por eso, aunque suene raro, es más importante ser valiente que ser bueno. O al menos, si hay que ser las dos cosas, habrá de ser por ese orden.
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