domingo, 29 de octubre de 2017

Descartes: cómo la vida lleva hasta la filosofía

Resumen: la vida de Descartes es un ejemplo más de cómo la inseguridad básica, el sentimiento de vulnerabilidad que nos acompaña desde nuestros inicios como habitantes de este mundo, constituyen la piedra angular sobre la que después se edificará nuestra personalidad y nuestra manera de mirar el mundo.
    
     Tal y como uno es, así es el mundo que percibe. No necesariamente quiere eso decir que el mundo en sí sea un resultado de la forma en que se mira, la consecuencia, pues, de un delirio. Más a menudo parece ser que de lo que se trata es de que el mundo, el mundo en sí, es poliédrico, y llegamos a percibirlo a través de los anteojos de nuestras predisposiciones, que encogen el campo de lo percibido hasta el punto de que solo llegamos a comprender la porción de mundo que encaja en la hornacina de nuestra forma de mirar.
     El mundo que percibió y llegó a comprender René Descartes (1596-1650) era real (sin perjuicio de que otros, incluso contrapuestos, lo sean también). Tan real que nuestra civilización ha ido discurriendo en gran medida por el cauce que él abrió con su forma de mirar. Pero sorprende la manera en que esa perspectiva suya quedó determinada por las circunstancias que fueron conformando su vida ya desde su más tierna infancia, de modo que casi parecería que su filosofía no es sino su vida narrada en lenguaje cifrado. Veámoslo.

     Descartes perdió a su madre unos trece meses después de nacer, al poco de que ella diera a luz a una hermana suya que tampoco sobrevivió. La conmoción que supuso la ausencia de su madre quedó acentuada con el distanciamiento físico y emocional de su padre, que, por ser consejero del Parlamento de Bretaña, tenía que asistir a períodos de sesiones de tres o cuatro meses cada año, dejando a la familia en casa, en La Haya. Precisamente, cuando nació Descartes y cuando murieron su madre y su hermana recién nacida, el padre estaba ausente. A partir de que el futuro filósofo cumpliera cuatro años, las ausencias del padre se alargaron hasta seis meses, incluso el año entero. También por entonces este se casó en segundas nupcias. En realidad, Descartes se crio con su abuela, que murió cuando él tenía catorce años, aunque por entonces ya llevaba tres o cuatro viviendo en un pensionado. Cuando, ya mayor, Descartes había publicado algún libro, su padre manifestó su descontento porque su hijo se dedicara a tales “majaderías”, lo que confirma la distancia afectiva que hubo entre padre e hijo. Por lo que se refiere a un hermano y una hermana que tenía, también Descartes vivió distanciado de ellos. “La mayor aflicción de su vida”, según sus palabras, sin embargo, la sufrió por la muerte, tras una rápida enfermedad, de una hija suya de cinco años, Francine, que tuvo con una sirvienta suya a la que esta vez era él quien no quería sentirse emocionalmente unido.
     Estos angostos cauces por los que discurrió su vida emocional es muy probable que, en buena medida al menos, fueran la causa de su carácter enfermizo y su fragilidad, que hasta los trece años fueron extremos. Y la inseguridad afectiva que todos aquellos infortunios provocaban fueron asimismo causa suficiente de que tomara una determinación: si quería alcanzar la satisfacción en la vida debería para ello depender exclusivamente de sí mismo. Este encastillamiento afectivo encontró, por lo demás, una vía de evolución intelectual a partir de su internamiento en el Collège de la Flèche, gestionado por los jesuitas, donde permaneció entre los diez y los dieciocho o diecinueve años, y en el cual el director, debido a su delicada salud, le permitía permanecer largo rato en la cama durante las mañanas, tiempo que Descartes aprovechaba para llevar a cabo largas meditaciones a caballo entre el sueño y la vigilia, hábito mental que conservó durante toda su vida.
     Aquella inseguridad básica a la que le habían llevado sus circunstancias vitales serviría, precisamente, de materia prima para su presupuesto filosófico fundamental: la duda metódica. De todo era preciso dudar, decía, puesto que nada servía de apoyo firme y confiable (y en él la ausencia de padres lo hacía resultar evidente); para empezar, a la hora de buscar establecerse en la vida, y para continuar, esa duda había de emplearse también a la hora de abordar el conocimiento de las cosas. Y aquella determinación suya de depender exclusivamente de sí mismo cuando se trataba de buscar un punto donde apoyarse para responder a las dudas y a los embates de la vida, encontró asimismo una proyección filosófica en su famoso cogito: la única garantía de seguridad reside en uno mismo, en lo que el propio pensamiento, sin ningún otro condicionante, es capaz de decirnos.
     La noche del 10 de noviembre de 1619 Descartes tuvo tres sueños que dice que le cambiaron la vida. En el primero de esos sueños se encontraba a sí mismo paseando por las calles; entonces sintió una gran debilidad en su lado derecho que le hizo caminar torpemente y tener la sensación de que iba a caer a cada paso, así que trató de enderezarse. Sin embargo, un violento viento, en una especie de remolino, le hizo dar tres o cuatro vueltas sobre su pie izquierdo. Decidió entonces prestar atención al camino y a cada paso por separado. Se trataba de un sueño que daba a dos vertientes: por un lado, a su actitud ante la vida. Dice de sí, en este sentido, en el “Discurso del método”: “Y siempre sentía un deseo extremado de aprender a distinguir lo verdadero de lo falso, para ver claro en mis actos y andar seguro por esta vida”. Y más adelante: “Mi segunda máxima fue la de ser en mis acciones lo más firme y resuelto que pudiera y seguir tan constante en las más dudosas opiniones, una vez determinado a ellas, como si fuesen segurísimas, imitando en esto a los caminantes que, extraviados en algún bosque, no deben andar errantes dando vueltas por una y otra parte, ni menos detenerse en un lugar, sino caminar siempre lo más derecho que puedan hacia un sitio fijo, sin cambiar de dirección por leves razones, aun cuando en un principio haya sido sólo el azar el que les haya determinado a elegir ese rumbo, pues de este modo, si no llegan precisamente a donde quieren ir, por lo menos acabarán por llegar a alguna parte, en donde es de pensar que estarán mejor que no en medio del bosque”. Así pues, dejaba en evidencia su necesidad de contrarrestar sus fuentes de duda y de inseguridad, las que se asemejaban a esa circunstancia de andar perdido en un bosque. ¿Y cómo contrarrestarlas? Aquí su sueño le daba también pautas para llegar a conseguirlo: atender al camino dando cada paso por separado. Lo cual tuvo traducción, asimismo -y aquí está la otra vertiente a la que daba su sueño-, al lenguaje de su filosofía, cuando propuso el método deductivo como fórmula para acceder al conocimiento. Según este método, pareciera que extraído de su sueño, cuando se aborda alguna cuestión compleja que no puede ser evidente por sí misma, lo que procede es desmenuzarla, analizarla, hasta que quede descompuesta en sus elementos más simples y que, en cuanto tales, lleguen a resultar evidentes. Una vez hecho esto, se procede a realizar la síntesis, que consiste en recomponer ordenadamente la totalidad compleja, avanzando de elemento simple en elemento simple, de evidencia en evidencia. El todo resulta así de la suma de las partes… y nada más que de esa suma.
     Un método, pues, que su sueño le había revelado en clave simbólica: prestar atención a cada paso por separado. No solo el sueño sirve de alusión extra-filosófica a su método, sino que, como dice en la tercera de sus Meditaciones metafísicas: “Todo el tiempo de mi vida puede ser dividido en una infinidad de partes, cada una de las cuales no depende de ninguna manera de las demás; y por ello, del hecho de que un poco antes yo haya sido, no se sigue que deba ser ahora, a no ser que en este momento alguna causa me produzca y me cree, por así decirlo, de nuevo, es decir, me conserve”. No existe, pues, propiamente el todo, solo las partes, cada una de las cuales no depende de las demás, de la misma forma que en su vida tampoco había habido una continuidad entre sus partes que les sirviera de nexo, una posible narración que permitiera establecer una identidad en su personalidad por encima de cada concreta situación. Faltaba la confianza necesaria para asentarse en la idea de que existir en un momento determinado permite suponer que va a seguir siendo así después. Otra causa, independiente de la que produjo el momento anterior, habrá de sobrevenir produciendo el momento siguiente para que sea posible la sensación de que se conserva el propio ser, de que uno, efectivamente, existe. Uno construye su ser paso a paso; o más bien, no existe propiamente el ser, solo cada parte, igual que el cuerpo, como establecerá el mecanicismo cartesiano, está hecho de partes u órganos independientes (presupuesto, por otro lado, que ha servido de base al modelo que actualmente, en su acusada especialización, sigue la medicina). La inseguridad personal, pues, que había sido tan persistente a lo largo de la vida de Descartes quedaba así transformada en instrumento filosófico a la hora de construirse una perspectiva desde la que abordar el conocimiento de las cosas.
     Esa inseguridad quedaba referida en Descartes, ante todo, a su entorno social. Además de la que apuntaba a la ausencia de sus padres, llegaba a ampliarse hasta incluir en ella la que le provocaba su prójimo en general. Uno de sus biógrafos decía que “Descartes casi no admiraba ni nada ni a nadie”; se afirmaba asimismo en la idea de que a nadie debía nada. Estos modos de autoafirmación bien pueden ser entendidos como un mecanismo de defensa frente al sentimiento de abandono que en lo más profundo le invadía. Por eso, en lo que confiaba era en sus propias reflexiones. ¿Y cómo estar convencido de que uno mismo no se engaña sin saberlo? Al final, Descartes se remitía a Dios: el hecho de que la suma de los ángulos de un triángulo sea igual a la suma de dos ángulos rectos se debe a que Dios ha querido que así sea, y ha grabado esa ley natural en nuestras mentes. Nada del mundo garantiza que, aunque seamos y tengamos consistencia en un momento determinado, vayamos necesariamente a seguir siendo un momento después: “Del hecho de que seamos no se sigue que seamos un momento después”, dice concretamente Descartes. Así que, para no hundirse en el pesimismo y la depresión por ser tan inconsistentes, tuvo que echar mano de Dios: Él, que es quien nos produjo, que es la primera causa de que nosotros seamos, continúa produciéndonos, conservándonos. Si existimos y seguimos existiendo es porque Dios lo quiere, dado que el mundo y el resto de los congéneres no lo garantizan en absoluto. Desconfianza que dejaba de manifiesto cuando opinaba que una mujer hermosa, un buen libro y un perfecto predicador se contaban entre las cosas más difíciles de encontrar en este mundo. Nada de eso llegaba a equipararse en altura a la verdad.

miércoles, 18 de octubre de 2017

También Ícaro era catalán

     La felicidad completa no existe, claro. Pero podemos imaginar un continuo que vaya desde esas abstracciones que serían la extrema infelicidad hasta la completa felicidad y, descartando los márgenes de ese continuo que discurran en el campo de lo que no puede ser, podríamos ponernos de acuerdo en que la felicidad posible la conformarían dos ingredientes básicos: la adecuación de buena parte de nuestras expectativas a lo que la realidad acepta darnos y la incorporación del resto de nuestras expectativas a lo que una valoración sensata de nuestras posibilidades nos permitiera entender que la realidad nos dará en un futuro, de forma que sobre ello podamos construirnos un plan de vida estimulante y prometedor pero realista y adaptativo. Dicho de otra forma, la que hubiera preferido Aristóteles, la felicidad posible sobrevendría cuando el hombre encontrara su topos, su lugar en el mundo, ese ámbito en el que pudieran coexistir sin grandes dificultades el mundo interior que segrega nuestras expectativas y el mundo externo que fabrica nuestras limitaciones.
 
 
     La infelicidad, por el contrario, tendría entonces que ver con el hecho de que la vida transcurra fuera de su lugar, en u-topos, al margen de la realidad, proyectando, pues, esa vida de forma vana e infructuosa sobre lugares meramente ensoñados o delirados. Y no han sido pocas, o al menos minoritarias, las ideologías que, empujando a los hombres hacia interpretaciones delirantes de lo que hay, han llevado asimismo a malograr muchas vidas prometiendo destinos igualmente delirados, y que, al chocar con la realidad, han acabado una y otra vez conduciendo a catástrofes sociales. Entre esas ideologías, han destacado en nuestro tiempo el nazismo, el comunismo y los nacionalismos.
 
 
     Vivir en el ámbito etéreo que construyen los delirios ha de estar directamente relacionado con la incapacidad de aceptar y apreciar la realidad, de adaptarse suficientemente al topos que a uno le ha caído en suerte. En el caso de un nacionalista catalán, afirmarse en ese tipo de ensoñaciones es lo que, para empezar, le impide ver que vive en un lugar privilegiado, y que con los comportamientos que ponen en marcha sus planteamientos utópicos está desestabilizando una realidad que valdría la pena defender. Efectivamente, España es uno de los países del mundo en los que mejor se vive. Citaremos como muestra algunos ejemplos que corroborarían que esto es así:
     España resulta atractiva para ell resto del mundo: es el tercer país en número de turistas, después de Estados Unidos y Francia, y el primero en relación a su número de habitantes. Recibimos 73,5 millones de turistas en 2016, y este año esa cifra quedará aumentada... salvo que el parón catalán lo impida.
     Según una encuesta mundial realizada entre 26.000 altos directivos por HSBC (el tercer mayor banco del mundo por activos, con sede en Londres), España es el segundo país con mejor calidad de vida del mundo después de Nueva Zelanda. Asimismo, según otra encuesta realizada por Networking Service InterNations (ver_aquí), Madrid es la tercera mejor ciudad del mundo para vivir, detrás de Melbourne y Houston. Barcelona se sitúa en el puesto número once.
     España es, asimismo, el destino preferido de los estudiantes europeos a la hora de decidir dónde hacer el Erasmus (seguida de Alemania, Francia, Reino Unido e Italia), y lo viene siendo de forma ininterrumpida desde 2001. Entre los motivos de que así sea estarían, además de la buena relación entre coste y calidad de vida, el atractivo de nuestro sol, de nuestro mar, los paisajes, la historia, el arte, las buenas infraestructuras y el deseo de aprender el español, una lengua que hablan más de 500 millones de personas y es el segundo idioma de comunicación internacional.
     La esperanza de vida en España es de 82,8 años, solo por debajo de Japón, Suiza y Singapur.
     En cuanto a seguridad ciudadana, según datos de la OCDE, España es el séptimo país más seguro del mundo. Respecto de los países de la Unión Europea, solo estamos por debajo de Suiza. Nuestra tasa de homicidios es de 0,7 por cada cien mil habitantes y por año; la media del conjunto de los países es de 4,1. Según Turespaña, esta es la principal razón por la que los turistas deciden venir a nuestro país. Por desgracia, el aumento de la delincuencia correlaciona con la desestabilización social, eso en lo que en Cataluña parecen empeñarse muchos. Baste citar en este sentido que en Venezuela, país profundamente desestabilizado por causas políticas (y referente de los más radicales de entre los nacionalistas catalanes), la tasa de homicidios es de 91,8.
     Ícaro es un personaje de la mitología griega. Un soñador. Se narra en el mito cómo Ícaro estaba retenido en la isla de Creta por el rey de la isla, llamado Minos. Creta hacía por entonces las veces de la dura realidad, eso a lo que María Zambrano se refería cuando decía: “La circunstancia –esa rencorosa carcelera de nuestra libertad”. Ícaro decidió escapar de la isla, pero dado que Minos controlaba la tierra y el mar, fabricó unas alas para escapar por el aire, por ese mismo ámbito etéreo que vislumbramos cuando nos dedicamos a vagar por nuestros ensueños. Pero las plumas laterales de las alas estaban enlazadas con cera, y cuando levantó el vuelo la experiencia de la ingravidez le resultó tan gozosa que subió y subió… hasta que el calor del sol derritió la cera de las alas y, sumido en la perplejidad por no haberlo previsto, acabó sucumbiendo a la ley de la gravedad y estrellándose contra el mar. El utopismo, las ganas de echar a volar por encima de las circunstancias, es una tentación evidentemente peligrosa. La incapacidad de hacer encajar las propias expectativas vitales en la circunstancia que nos ha caído en suerte no solo es una fábrica de infelicidad para quien la sufre, sino un persistente modo de distorsionar la convivencia con quienes formamos parte de esa circunstancia. Y si, por si fuera poco, resulta que esa circunstancia es un ámbito privilegiado dentro de las posibles que oferta este mundo en el que vivimos, la tentación de eludirla, de echarse a volar por encima de ella con las frágiles alas que proporciona el ensueño, es, además de peligroso, estúpido. Como la de Ícaro, la aventura revolucionaria de los catalanistas no va a acabar bien.

martes, 3 de octubre de 2017

La revolución catalana: morder la mano que te da de comer

Resumen: Cataluña lleva siglos disfrutando de unos privilegios que han coadyuvado decisivamente a su actual riqueza. Esos privilegios, especialmente originados en los aranceles que protegían sus productos industriales, manteniendo así cautivo el mercado del resto de España, se han obtenido a costa del perjuicio de las demás regiones españolas. No es que España no les haya robado; es que les ha pagado en gran medida su riqueza.
     Cataluña está viviendo una situación revolucionaria. Una revolución tiene lugar cuando las leyes y las instituciones sobre las que se asentaba una sociedad dejan de estar vigentes y pasan a estarlo otras que desplazan y sustituyen a las que había. Las sociedades, para que lleguen a adquirir carta de naturaleza como tales, antes de que ello quede sancionado en las leyes y en las instituciones, necesitan compartir un sustrato cultural, social, económico, histórico y político que, sirviendo de argamasa unificadora, consolide un sentimiento de pertenencia compartido entre sus componentes. Mientras tanto, las revoluciones son, en sentido contrario, el resultado de la pérdida de vigencia de ese sustrato común en el que se basaba la existencia de la sociedad, al menos para una parte significativa de los integrantes de esa sociedad. De forma subsidiaria a la pérdida de ese sustrato, son las leyes y las instituciones lo que deja de ser acatado.
     Efectivamente, una gran parte de la sociedad catalana ha perdido la referencia de ese sustrato común que nos une a los españoles. Rechazan las instituciones y leyes del conjunto de España porque, antes que eso, han concluido que la argamasa cultural, social, económica, histórica y política que les hacía participar de la sociedad española era falsa o fraudulenta y consideran que no hay tal, sino que en todos esos ámbitos la sociedad catalana tiene un discurso propio e incompatible con su pertenencia a la nación española.
     Ante esta situación, caben en última instancia dos actitudes por parte del resto de los españoles, especialmente de sus autoridades, y que en su formulación más estricta serían estas: una, aceptar, de derecho o de hecho, ese discurso e ir cediendo ante las exigencias nacionalistas, que, por tanto, se consideran fundamentadas, poniendo así la proa hacia un proceso que, consecuentemente, solo acabará en el momento en el que se produzca la separación. Otra, considerar que el fraude y la falacia residen en los presupuestos y en los argumentos de los nacionalistas, y combatirlos no solo con la ley, que por supuesto, sino dando también la batalla ideológica, con el objeto de restaurar la vigencia de aquel sustrato común. Desgraciadamente, nuestros gobernantes llevan inclinados desde hace décadas hacia la primera opción: no dan la batalla ideológica porque, descontando unas leyes que acatan pero que consideran contingentes y reconvertibles en cualquier cosa, se han subsumido de hecho en el argumentario nacionalista.

     Entre los historiadores españoles que han sacado a la luz argumentos que con toda fortaleza contrarrestan los de los nacionalistas, el que probablemente lo ha hecho con más pericia e intensidad ha sido Jesús Laínz. Laínz tiene ya los suficientes libros publicados sobre estos temas, y sus muy documentados argumentos bastarían para que, si los políticos tuvieran la costumbre de leer algo más que el Marca, adquirieran el bagaje intelectual necesario para no solo vencer en la batalla dialéctica a los nacionalistas, sino para incluso dejar en evidencia que sus fundamentos ideológicos traspasan ampliamente la línea roja del esperpento. En el último libro de Laínz, "El privilegio catalán" (Ediciones Encuentro, 2017), están todos los argumentos necesarios para dar con ventaja la última batalla ideológica que los nacionalistas catalanes han planteado, la de la ofensiva del "España nos roba". En otros momentos, plantearon la batalla del “España nos invadió”, fundamentándola sobre todo en dos sucesos históricos de un modo que, si existiera algún pudor intelectual en los nacionalistas, o incluso algún sentido del ridículo, les habría hecho prudentemente enmudecer. Esos dos sucesos fueron la Guerra de Sucesión entre 1701 y 1714, que  ellos han reconvertido en Guerra de Secesión, y la Guerra Civil española de 1936-39, reconvertida de nuevo en guerra entre españoles y catalanes. Y es la versión esperpéntica la que desde hace décadas se estudia en los colegios de Cataluña. La otra batalla que persistentemente llegaron a plantear los nacionalistas fue la de “España nos somete a un genocidio lingüístico”. Pero en realidad, Cataluña es la única región del mundo que impide que la lengua oficial del país sea lengua vehicular en la enseñanza, en contra de las recomendaciones de instituciones como la Unión Europea, la Unesco o la Unicef, que promueven que la enseñanza se transmita en la lengua materna. En Cataluña, el español tiene consideración de lengua extranjera, y se multa a los comercios que rotulan en tal idioma. Insistamos: no existe un caso igual en todo el mundo.
     Centrémonos en la consigna más propagada desde hace un tiempo por parte de los nacionalistas y a la que más específicamente dedica su último libro Jesús Laínz: “España nos roba”, presupuesto que es aceptado de hecho por nuestros gobernantes, que, por tanto, solo proponen tratar de contrarrestar la insatisfacción que ello provoca en los partidarios de la secesión mitigando ese supuesto robo con constantes compensaciones económicas y privilegios, con lo cual no hacen sino incorporarse a la dialéctica nacionalista en vez de combatirla. Descontemos las etapas históricas (siglos XVI y XVII) que hicieron que el peso fiscal y de reclutamiento de soldados de las (cuestionables) políticas imperiales los sobrellevaran de manera descompensada los castellanos en relación a lo que aportaban los súbditos aragoneses, y que ni el Conde-duque de Olivares, a pesar de intentarlo, pudo corregir. Pasando directamente a la instauración de la dinastía borbónica en la persona del denostado por los nacionalistas Felipe V (que reinó en España entre 1700 y 1746), Laínz argumenta de manera documentada cómo el gran despegue económico de Cataluña tuvo lugar precisamente a partir de la toma de posesión del nuevo rey y de, por un lado, las medidas modernizadoras del estado que llevó a cabo; pero, por otro, además, concediendo privilegios a los catalanes en el comercio con América y a través del establecimiento de aranceles para los vinos, aguardientes, tejidos y productos industriales de otros países que competían, ante todo, con esos mismos productos catalanes. Políticas que mantuvieron Fernando VI, Carlos III y Carlos IV.
     El siglo XIX, tan nefasto para España en general, fue, sin embargo, el del gran despegue industrial del País Vasco y Cataluña, especialmente durante el último tercio del siglo. Pero para que esto fuera así, ambas regiones necesitaron de la política proteccionista de los gobiernos españoles –que se mantuvo ya desde Fernando VII y durante el Trienio Liberal, y se prolongó durante todo el siglo–, que aseguraban para sus productos la cautividad del mercado español y de los territorios de ultramar que aún quedaban bajo soberanía española. Lo cual se hizo a costa de perjudicar el comercio internacional y la industria de otras regiones (de manera significativa, los productos del agro valenciano), que quedaban sometidos a las restricciones con las que, en compensación por los aranceles impuestos por los gobiernos  españoles, gravaban al resto de los productos nacionales. Ya en 1837, Stendhal, a raíz de una visita que el escritor hizo a Barcelona, dejó escrito lo siguiente: “Es digno de mención que en Barcelona (…) quieren leyes justas, con la excepción de la ley de aduanas, que debe estar hecha a su antojo. Los catalanes exigen que (…) el español de Granada, Málaga o La Coruña no compre, por ejemplo, los tejidos de algodón ingleses, que son excelentes y cuestan un franco la vara, y se sirva de los tejidos catalanes, muy inferiores y que cuestan tres francos la vara”. Pero no solo se protegió la industria de estas regiones privilegiadas a través de los aranceles, sino también mediante subvenciones recibidas del Estado.
     Entre 1868 y 1878 tuvo lugar la primera de las guerras de independencia cubanas, que prendió por varios motivos: las quejas de los cubanos por la creciente tributación casi nunca empleada en asuntos locales, las limitadas libertades políticas y de prensa, las ansias de autogobierno de cierta cantidad de criollos y, de manera especialmente destacada, las trabas al comercio con otros países de la región, especialmente Estados Unidos, debido a las políticas proteccionistas que beneficiaban singularmente a la industria catalana, y que, en represalia, llevaron a Estados Unidos a incrementar los aranceles de los azúcares y tabacos cubanos. Fueron precisamente los catalanes los más exaltados defensores de la unidad de la patria, amenazada por los independentistas cubanos, y en el llamamiento que hizo la Diputación barcelonesa para animar al alistamiento de soldados que habrían de ir a combatir en Cuba, se destacó “la trascendencia (que tendría) la pérdida (de Cuba) para el sostenimiento de nuestro comercio, industria y agricultura”. El batallón de voluntarios catalanes fue el primero de España en embarcarse hacia Cuba en marzo de 1869. En meses posteriores se reclutarían otros dos batallones. Apenas lograda la independencia por parte de Cuba, los mismos medios e instituciones catalanes que se habían destacado por su defensa exaltada de España y su unidad, pasaron, sin embargo, en cuestión de semanas, si no de días, a promover el separatismo en Cataluña. No por casualidad los separatismos vasco y catalán comenzaron a desarrollarse en aquellos días.
     Desde 1817, el tráfico de esclavos estaba prohibido por el gobierno español. Sin embargo, durante décadas, esa norma tuvo una aplicación muy deficiente. En lo que sí repercutió fue en el hecho de que los precios de los esclavos se dispararan. Y esa fue la causa del fabuloso enriquecimiento de algunos indianos. Entre los principales traficantes y propietarios de esclavos se destacaron los de origen catalán; fue gracias al dinero que afluyó a Cataluña a causa el comercio esclavista por lo que se hizo posible buena parte del enriquecimiento urbano de Barcelona (el parque Güel, por ejemplo) y otras localidades catalanas. Muchos de los patriarcas de las actuales dinastías de la burguesía catalana que pusieron a Cataluña en la primera fila de la economía española emergieron de este comercio esclavista. Debido al antiabolicionismo de los españoles, centrado en buena parte en Cataluña, España fue la última potencia europea en acabar con la esclavitud.
     La política proteccionista de la que se beneficiaba principalmente la industria catalana prosiguió durante la Restauración, y quedó bien representada en el llamado “arancel Cambó”, que este dirigente nacionalista sacó adelante durante los ocho meses que fue ministro de Hacienda, en 1921-22. Este arancel sobrevivió hasta 1960. El proteccionismo se mantuvo durante la Dictadura de Primo de Rivera. Personalidades como Unamuno, Blasco Ibáñez, Ramón y Cajal o Valle Inclán alzaron su voz contra los privilegios que ello suponía sobre todo para la industria catalana, en detrimento de la de otras regiones.
     Respecto de la etapa franquista, se puede decir de ella que las regiones más favorecidas en su política económica por el régimen fueron precisamente Cataluña y el País Vasco. No solo porque fueron oriundos de estas dos regiones un gran número de personalidades del aparato franquista que así lo propiciaron, sino porque contaban ambas regiones con muchas ventajas de partida: estaban muy industrializadas y excelentemente ubicadas, con grandes puertos de mar, con fronteras de salida hacia Europa… No fue, por tanto, casualidad que las primeras autopistas que hubo en España se construyeron para dar a estas regiones una salida a Francia. En 1975, final del régimen franquista, Cataluña, con el 6,3 % del territorio nacional, contaba con el 45,5% de los kilómetros de autopista. En cuanto a los ferrocarriles, en esa misma fecha, Cataluña contaba con 268.500 millones de pesetas de stock ferroviario frente a los 172.100 de Madrid, su inmediata seguidora. Asimismo, Cataluña y el País Vasco fueron especialmente favorecidas por la intervención gubernamental con grandes inversiones en su promoción industrial, en detrimento de otras regiones, que vieron cómo se seguían aumentando sus diferencias respecto de aquellas. Recuérdese, por ejemplo, en el caso de Cataluña, cómo el Instituto Nacional de Industria situó en Barcelona la SEAT, que, con 25.000 empleados, suponía la mayor concentración obrera de España. O la Empresa Nacional de Autocamiones (ENASA), fabricante de los vehículos Pegaso. O diversas centrales nucleares. O la Empresa Nacional de Petróleo de Tarragona. Durante el régimen franquista, Cataluña estuvo a la cabeza de España en renta per cápita, puesto que ha perdido frente a Madrid, País Vasco y Navarra durante las décadas de predominio nacionalista.
     Y en la etapa democrática hay que contabilizar el hecho de que la Constitución y el Estado de las Autonomías fueron, en buena medida, el resultado del intento de satisfacer a los nacionalistas, y que estos han recibido numerosas prebendas al ser favorecidos por la Ley Electoral, que ha llevado a constantes pactos de legislatura del PP y el PSOE con ellos, siempre a cambio de más y más privilegios, que, entre otras cosas, han conducido en ellas a la marginación y denigración de todo lo que significa España, desde su lengua a su régimen político y sus leyes.
     Ahora ha llegado el momento de decir que la Constitución, el régimen jurídico-político y la misma España, que tanto les han favorecido a estos nacionalistas a lo largo del tiempo, ya no sirven, y que hay que levantarse virulentamente contra ellos, exigiendo, además, que el resto de los españoles asistamos a su rebelión sin rechistar. El último argumento a exhibir, como ya hemos dicho, es el inscrito en el lema o mantra “España nos roba”. Como todos los nacionalismos, el de los catalanes también se levanta contra España considerándose, por razones históricas, acreedor respecto de ella. Sin embargo, el economista catalán, coordinador de la edición del libro “Cataluña en España. Historia y mito” (Ed. Gadir, Madrid, 2016), calcula que el sobrecoste pagado por todos los ciudadanos españoles por la protección arancelaria a la industria algodonera catalana (obligando a esos españoles a comprar, en un mercado cautivo, productos catalanes más caros y peores que los que hubieran llegado aquí si en el mercado hubiera regido el libre cambio) ascendería, solo en el siglo XIX y utilizando las cifras más bajas, a 510.720 millones de euros actuales. No se contabiliza en esa cifra todo lo que el resto de las regiones españolas dejó de ingresar al no poder exportar sus productos, gravados en represalia en los eventuales países importadores con aranceles correlativos a los aquí levantados en favor de la industria catalana. Tampoco se cuentan las subvenciones e inversiones que los gobiernos españoles han realizado durante siglos en Cataluña. Ni los agravios (¿cómo contabilizarlos?) que el resto de los españoles hemos recibido de los nacionalistas, a menudo en forma de muertos, por no someternos a sus dictados. Esta deuda histórica de, en el caso que nos ocupa, Cataluña con el resto de España a nadie se le ha ocurrido ni se le ocurrirá jamás reclamarla.
     Y sin embargo, nuestros actuales gobernantes han aceptado incorporarse al relato nacionalista: España les roba, admiten de hecho; y no encuentran otro modo de tratar con el separatismo que no sea intentar amortiguar ese supuesto robo con más y más concesiones. Hoy mismo, después de la rebelión abierta y de la inminente declaración de independencia por parte de los dirigentes políticos de la Autonomía catalana, sumidos como están nuestros dirigentes nacionales en el discurso de los separatistas, aún tratan de no romper con ellos los puentes de diálogo y de buen rollo, imposibles en realidad, de manera que, en vez de hacer cumplir la ley, toleran hasta el absurdo el conjunto de los actos de los independentistas que están configurando un flagrante golpe de estado. De este modo, esos dirigentes nacionales, con Rajoy a la cabeza, pero aún más Pedro Sánchez y los suyos, resultan ser parte del problema y un obstáculo para la solución. Solución que, en plena orfandad política, los españoles apenas podemos vislumbrar hoy todavía que llegue por alguna parte.