Resumen: Cataluña lleva siglos disfrutando de unos privilegios
que han coadyuvado decisivamente a su actual riqueza. Esos privilegios,
especialmente originados en los aranceles que protegían sus productos
industriales, manteniendo así cautivo el mercado del resto de España, se han
obtenido a costa del perjuicio de las demás regiones españolas. No es que
España no les haya robado; es que les ha pagado en gran medida su riqueza.
Cataluña está viviendo una situación revolucionaria. Una revolución tiene lugar cuando las leyes y las instituciones sobre las que se
asentaba una sociedad dejan de estar vigentes y pasan a estarlo otras que
desplazan y sustituyen a las que había. Las sociedades, para que lleguen a
adquirir carta de naturaleza como tales, antes de que ello quede sancionado en
las leyes y en las instituciones, necesitan compartir un sustrato cultural,
social, económico, histórico y político que, sirviendo de argamasa unificadora,
consolide un sentimiento de pertenencia compartido entre sus componentes.
Mientras tanto, las revoluciones son, en sentido contrario, el resultado de la
pérdida de vigencia de ese sustrato común en el que se basaba la existencia de
la sociedad, al menos para una parte significativa de los integrantes de esa
sociedad. De forma subsidiaria a la pérdida de ese sustrato, son las leyes y
las instituciones lo que deja de ser acatado.
Efectivamente, una gran parte de la sociedad catalana ha
perdido la referencia de ese sustrato común que nos une a los españoles.
Rechazan las instituciones y leyes del conjunto de España porque, antes que
eso, han concluido que la argamasa cultural, social, económica, histórica y
política que les hacía participar de la sociedad española era falsa o
fraudulenta y consideran que no hay tal, sino que en todos esos ámbitos la
sociedad catalana tiene un discurso propio e incompatible con su pertenencia a
la nación española.
Ante esta situación, caben en última instancia dos actitudes
por parte del resto de los españoles, especialmente de sus autoridades, y que
en su formulación más estricta serían estas: una, aceptar, de derecho o de
hecho, ese discurso e ir cediendo ante las exigencias nacionalistas, que, por
tanto, se consideran fundamentadas, poniendo así la proa hacia un proceso que,
consecuentemente, solo acabará en el momento en el que se produzca la
separación. Otra, considerar que el fraude y la falacia residen en los
presupuestos y en los argumentos de los nacionalistas, y combatirlos no solo
con la ley, que por supuesto, sino dando también la batalla ideológica, con el
objeto de restaurar la vigencia de aquel sustrato común. Desgraciadamente,
nuestros gobernantes llevan inclinados desde hace décadas hacia la primera opción:
no dan la batalla ideológica porque, descontando unas leyes que acatan pero que
consideran contingentes y reconvertibles en cualquier cosa, se han subsumido de
hecho en el argumentario nacionalista.
Entre los historiadores españoles que han sacado a la luz
argumentos que con toda fortaleza contrarrestan los de los nacionalistas, el
que probablemente lo ha hecho con más pericia e intensidad ha sido Jesús Laínz.
Laínz tiene ya los suficientes libros publicados sobre estos temas, y sus muy
documentados argumentos bastarían para que, si los políticos
tuvieran la costumbre de leer algo más que el Marca, adquirieran el bagaje intelectual
necesario para no solo vencer en la batalla dialéctica a los nacionalistas,
sino para incluso dejar en evidencia que sus fundamentos ideológicos traspasan
ampliamente la línea roja del esperpento. En el último libro de Laínz, "El privilegio catalán" (Ediciones
Encuentro, 2017), están todos los argumentos necesarios para dar con ventaja la
última batalla ideológica que los nacionalistas catalanes han planteado, la de
la ofensiva del "España nos
roba". En otros momentos, plantearon la batalla del “España nos invadió”, fundamentándola
sobre todo en dos sucesos históricos de un modo que, si existiera algún pudor
intelectual en los nacionalistas, o incluso algún sentido del ridículo, les
habría hecho prudentemente enmudecer. Esos dos sucesos fueron la Guerra de Sucesión
entre 1701 y 1714, que ellos han
reconvertido en Guerra de Secesión, y la Guerra Civil española
de 1936-39, reconvertida de nuevo en guerra entre españoles y catalanes. Y es
la versión esperpéntica la que desde hace décadas se estudia en los colegios de
Cataluña. La otra batalla que persistentemente llegaron a plantear los
nacionalistas fue la de “España nos
somete a un genocidio lingüístico”. Pero en realidad, Cataluña es la única
región del mundo que impide que la lengua oficial del país sea lengua vehicular
en la enseñanza, en contra de las recomendaciones de instituciones como la
Unión Europea, la Unesco o la Unicef, que promueven que la enseñanza se transmita
en la lengua materna. En Cataluña, el español tiene consideración de lengua
extranjera, y se multa a los comercios que rotulan en tal idioma. Insistamos:
no existe un caso igual en todo el mundo.
Centrémonos en la consigna más propagada desde hace un
tiempo por parte de los nacionalistas y a la que más específicamente dedica su
último libro Jesús Laínz: “España nos
roba”, presupuesto que es aceptado de hecho por nuestros gobernantes, que,
por tanto, solo proponen tratar de contrarrestar la insatisfacción que ello provoca
en los partidarios de la secesión mitigando ese supuesto robo con constantes
compensaciones económicas y privilegios, con lo cual no hacen sino incorporarse
a la dialéctica nacionalista en vez de combatirla. Descontemos las etapas
históricas (siglos XVI y XVII) que hicieron que el peso fiscal y de
reclutamiento de soldados de las (cuestionables) políticas imperiales los
sobrellevaran de manera descompensada los castellanos en relación a lo que
aportaban los súbditos aragoneses, y que ni el Conde-duque de Olivares, a pesar
de intentarlo, pudo corregir. Pasando directamente a la instauración de la
dinastía borbónica en la persona del denostado por los nacionalistas Felipe V
(que reinó en España entre 1700 y 1746), Laínz argumenta de manera documentada
cómo el gran despegue económico de Cataluña tuvo lugar precisamente a partir de
la toma de posesión del nuevo rey y de, por un lado, las medidas modernizadoras
del estado que llevó a cabo; pero, por otro, además, concediendo privilegios a
los catalanes en el comercio con América y a través del establecimiento de
aranceles para los vinos, aguardientes, tejidos y productos industriales de
otros países que competían, ante todo, con esos mismos productos catalanes.
Políticas que mantuvieron Fernando VI, Carlos III y Carlos IV.
El siglo XIX, tan nefasto para España en general, fue, sin
embargo, el del gran despegue industrial del País Vasco y Cataluña,
especialmente durante el último tercio del siglo. Pero para que esto fuera así,
ambas regiones necesitaron de la política proteccionista de los gobiernos
españoles –que se mantuvo ya desde Fernando VII y durante el Trienio Liberal, y
se prolongó durante todo el siglo–, que aseguraban para sus productos la
cautividad del mercado español y de los territorios de ultramar que aún quedaban
bajo soberanía española. Lo cual se hizo a costa de perjudicar el comercio
internacional y la industria de otras regiones (de manera significativa, los
productos del agro valenciano), que quedaban sometidos a las restricciones con
las que, en compensación por los aranceles impuestos por los gobiernos españoles, gravaban al resto de los productos
nacionales. Ya en 1837, Stendhal, a raíz de una visita que el escritor hizo a
Barcelona, dejó escrito lo siguiente: “Es digno de mención que en Barcelona (…)
quieren leyes justas, con la excepción de la ley de aduanas, que debe estar
hecha a su antojo. Los catalanes exigen que (…) el español de Granada, Málaga o
La Coruña no compre, por ejemplo, los tejidos de algodón ingleses, que son
excelentes y cuestan un franco la vara, y se sirva de los tejidos catalanes,
muy inferiores y que cuestan tres francos la vara”. Pero no solo se
protegió la industria de estas regiones privilegiadas a través de los
aranceles, sino también mediante subvenciones recibidas del Estado.
Entre 1868 y 1878 tuvo lugar la primera de las guerras de
independencia cubanas, que prendió por varios motivos: las quejas de los
cubanos por la creciente tributación casi nunca empleada en asuntos locales,
las limitadas libertades políticas y de prensa, las ansias de autogobierno de
cierta cantidad de criollos y, de manera especialmente destacada, las trabas al
comercio con otros países de la región, especialmente Estados Unidos, debido a
las políticas proteccionistas que beneficiaban singularmente a la industria
catalana, y que, en represalia, llevaron a Estados Unidos a incrementar los
aranceles de los azúcares y tabacos cubanos. Fueron precisamente los catalanes
los más exaltados defensores de la unidad de la patria, amenazada por los
independentistas cubanos, y en el llamamiento que hizo la Diputación
barcelonesa para animar al alistamiento de soldados que habrían de ir a
combatir en Cuba, se destacó “la trascendencia (que tendría) la pérdida
(de Cuba) para el sostenimiento de nuestro comercio, industria y agricultura”.
El batallón de voluntarios catalanes fue el primero de España en embarcarse
hacia Cuba en marzo de 1869. En meses posteriores se reclutarían otros dos
batallones. Apenas lograda la independencia por parte de Cuba, los mismos
medios e instituciones catalanes que se habían destacado por su defensa
exaltada de España y su unidad, pasaron, sin embargo, en cuestión de semanas,
si no de días, a promover el separatismo en Cataluña. No por casualidad los
separatismos vasco y catalán comenzaron a desarrollarse en aquellos días.
Desde 1817, el tráfico de esclavos estaba prohibido por el
gobierno español. Sin embargo, durante décadas, esa norma tuvo una aplicación
muy deficiente. En lo que sí repercutió fue en el hecho de que los precios de
los esclavos se dispararan. Y esa fue la causa del fabuloso enriquecimiento de
algunos indianos. Entre los principales traficantes y propietarios de esclavos se
destacaron los de origen catalán; fue gracias al dinero que afluyó a Cataluña a
causa el comercio esclavista por lo que se hizo posible buena parte del
enriquecimiento urbano de Barcelona (el parque Güel, por ejemplo) y otras
localidades catalanas. Muchos de los patriarcas de las actuales dinastías de la
burguesía catalana que pusieron a Cataluña en la primera fila de la economía
española emergieron de este comercio esclavista. Debido al antiabolicionismo de
los españoles, centrado en buena parte en Cataluña, España fue la última
potencia europea en acabar con la esclavitud.
La política proteccionista de la que se beneficiaba
principalmente la industria catalana prosiguió durante la Restauración, y quedó
bien representada en el llamado “arancel Cambó”, que este dirigente
nacionalista sacó adelante durante los ocho meses que fue ministro de Hacienda,
en 1921-22. Este arancel sobrevivió hasta 1960. El proteccionismo se mantuvo
durante la Dictadura de Primo de Rivera. Personalidades como Unamuno, Blasco
Ibáñez, Ramón y Cajal o Valle Inclán alzaron su voz contra los privilegios que
ello suponía sobre todo para la industria catalana, en detrimento de la de
otras regiones.
Respecto de la etapa franquista, se puede decir de ella que
las regiones más favorecidas en su política económica por el régimen fueron
precisamente Cataluña y el País Vasco. No solo porque fueron oriundos de estas
dos regiones un gran número de personalidades del aparato franquista que así lo
propiciaron, sino porque contaban ambas regiones con muchas ventajas de
partida: estaban muy industrializadas y excelentemente ubicadas, con grandes
puertos de mar, con fronteras de salida hacia Europa… No fue, por tanto,
casualidad que las primeras autopistas que hubo en España se construyeron para
dar a estas regiones una salida a Francia. En 1975, final del régimen
franquista, Cataluña, con el 6,3 % del territorio nacional, contaba con el
45,5% de los kilómetros de autopista. En cuanto a los ferrocarriles, en esa
misma fecha, Cataluña contaba con 268.500 millones de pesetas de stock
ferroviario frente a los 172.100 de Madrid, su inmediata seguidora. Asimismo,
Cataluña y el País Vasco fueron especialmente favorecidas por la intervención
gubernamental con grandes inversiones en su promoción industrial, en detrimento
de otras regiones, que vieron cómo se seguían aumentando sus diferencias
respecto de aquellas. Recuérdese, por ejemplo, en el caso de Cataluña, cómo el
Instituto Nacional de Industria situó en Barcelona la SEAT, que, con 25.000
empleados, suponía la mayor concentración obrera de España. O la Empresa
Nacional de Autocamiones (ENASA), fabricante de los vehículos Pegaso. O
diversas centrales nucleares. O la Empresa Nacional de Petróleo de Tarragona.
Durante el régimen franquista, Cataluña estuvo a la cabeza de España en renta
per cápita, puesto que ha perdido frente a Madrid, País Vasco y Navarra durante
las décadas de predominio nacionalista.
Y en la etapa democrática hay que contabilizar el hecho de
que la Constitución y el Estado de las Autonomías fueron, en buena medida, el
resultado del intento de satisfacer a los nacionalistas, y que estos han
recibido numerosas prebendas al ser favorecidos por la Ley Electoral, que ha
llevado a constantes pactos de legislatura del PP y el PSOE con ellos, siempre
a cambio de más y más privilegios, que, entre otras cosas, han conducido en
ellas a la marginación y denigración de todo lo que significa España, desde su
lengua a su régimen político y sus leyes.
Ahora ha llegado el momento de decir que la Constitución, el
régimen jurídico-político y la misma España, que tanto les han favorecido a
estos nacionalistas a lo largo del tiempo, ya no sirven, y que hay que
levantarse virulentamente contra ellos, exigiendo, además, que el resto de los
españoles asistamos a su rebelión sin rechistar. El último argumento a exhibir,
como ya hemos dicho, es el inscrito en el lema o mantra “España nos roba”. Como todos los nacionalismos, el de los
catalanes también se levanta contra España considerándose, por razones
históricas, acreedor respecto de ella. Sin embargo, el economista catalán,
coordinador de la edición del libro “Cataluña
en España. Historia y mito” (Ed. Gadir, Madrid, 2016), calcula que el
sobrecoste pagado por todos los ciudadanos españoles por la protección
arancelaria a la industria algodonera catalana (obligando a esos españoles a
comprar, en un mercado cautivo, productos catalanes más caros y peores que los
que hubieran llegado aquí si en el mercado hubiera regido el libre cambio)
ascendería, solo en el siglo XIX y utilizando las cifras más bajas, a 510.720
millones de euros actuales. No se contabiliza en esa cifra todo lo que el resto
de las regiones españolas dejó de ingresar al no poder exportar sus productos,
gravados en represalia en los eventuales países importadores con aranceles
correlativos a los aquí levantados en favor de la industria catalana. Tampoco
se cuentan las subvenciones e inversiones que los gobiernos españoles han
realizado durante siglos en Cataluña. Ni los agravios (¿cómo contabilizarlos?) que
el resto de los españoles hemos recibido de los nacionalistas, a menudo en forma
de muertos, por no someternos a sus dictados. Esta deuda histórica de, en el
caso que nos ocupa, Cataluña con el resto de España a nadie se le ha ocurrido
ni se le ocurrirá jamás reclamarla.
Y sin embargo, nuestros actuales gobernantes han aceptado
incorporarse al relato nacionalista: España les roba, admiten de hecho; y no
encuentran otro modo de tratar con el separatismo que no sea intentar
amortiguar ese supuesto robo con más y más concesiones. Hoy mismo, después de
la rebelión abierta y de la inminente declaración de independencia por parte de
los dirigentes políticos de la Autonomía catalana, sumidos como están nuestros
dirigentes nacionales en el discurso de los separatistas, aún tratan de no
romper con ellos los puentes de diálogo y de buen rollo, imposibles en
realidad, de manera que, en vez de hacer cumplir la ley, toleran hasta el
absurdo el conjunto de los actos de los independentistas que están configurando
un flagrante golpe de estado. De este modo, esos dirigentes nacionales, con
Rajoy a la cabeza, pero aún más Pedro Sánchez y los suyos, resultan ser parte
del problema y un obstáculo para la solución. Solución que, en plena orfandad
política, los españoles apenas podemos vislumbrar hoy todavía que llegue por alguna
parte.
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