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sábado, 22 de abril de 2023

LO QUE ORTEGA OPINA DE LA POLÍTICA

 

“Cuando la política se entroniza en la conciencia y preside toda nuestra vida mental, se convierte en un morbo gravísimo. La razón es clara. Mientras tomemos lo útil como útil, nada hay que objetar. Pero si esta preocupación por lo útil llega a constituir el hábito central de nuestra personalidad, cuando se trate de buscar lo verdadero tenderemos a confundirlo con lo útil. Y esto, hacer de la utilidad la verdad, es la definición de la mentira. El imperio de la política es, pues, el imperio de la mentira (…) Congoja de ahogo siento, porque un alma necesita respirar almas afines, y quien ama sobre todo la verdad necesita respirar aire de almas veraces. No he hallado en derredor sino políticos, gentes a quienes no interesa ver el mundo como él es, dispuestas sólo a usar de las cosas como les conviene (…) Para condensar mi esfuerzo, necesito de lectores a quienes interesen las cosas aparte de sus consecuencias, cualesquiera que ellas sean, morales inclusive (…) lectores que, como el autor, se hayan reservado un trozo de alma antipolítico”(Ortega y Gasset[1]).

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“Yo detesto toda política, la considero como una cosa siempre e irremediablemente mala, pero a la vez inevitable y constituyente de toda sociedad (…) Toda política, aun la mejor, es, por fuerza, mala; por lo menos, en el sentido en que son malos, por buenos que sean, un aparato ortopédico o un tratamiento quirúrgico” (Ortega y Gasset[2]).



[1] Ortega y Gasset: “Verdad y perspectiva”, en “El Espectador”, Vol I, O. C. Tº 2, pp. 16-17.

[2] Ortega y Gasset: “El hombre y la gente”, O. C. Tº 7, p. 131.

miércoles, 19 de mayo de 2021

MILES DE MARROQUÍES HAN ASALTADO ESTOS DÍAS LA FRONTERA CON ESPAÑA: ¿TAMBIÉN DE ESTO SE OCUPA LA FILOSOFÍA?

 

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Edward Gibbon (1737-1794): “Corresponde a un filósofo (…) conceptuar la Europa a fuer de una gran república, cuyos varios moradores han venido a encumbrarse al mismo nivel de instrucción y de cultura (…) Las naciones montaraces del globo son enemigas comunes de la sociedad civil; y podemos inquirir ansiosamente si está todavía amagando a Europa una repetición de aquellas desventuras que aniquilaron las armas e instituciones de Roma. Quizás las mismas reflexiones ilustrarán la ruina de aquel imperio poderoso, y explicarán las causas probables de nuestra seguridad presente. Ignoraban los romanos lo sumo de su peligro, y el número de sus enemigos. Allende el Rin y el Danubio, hervía el norte de Europa y Asia con tribus innumerables de cazadores y vaqueros, pobrísimos, voraces y desaforados; denodados en la guerra (…) Esta seguridad aparente (en la actualidad) no debe ocultarnos que pueden brotar nuevos enemigos con peligros desconocidos, por parte de algún pueblo arrinconado, apenas perceptible en el mapa del mundo. Los árabes y sarracenos, que fueron explayando sus conquistas desde la India hasta España, vivieron en el desamparo y menosprecio hasta que Mahoma alentó sobre aquellos cuerpos salvajes el alma del entusiasmo” (Edward Gibbon[1]).

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“Los que ignoran de qué ingredientes están hechas las «ideas» creen que es fácil su transferencia de un pueblo a otro y de una a otra época (…) Estos ingredientes invisibles, recónditos, son, a veces, vivencias de un pueblo formadas durante milenios. Este fondo latente de las «ideas» que las sostiene, llena y nutre, no se puede transferir, como nada que sea vida humana auténtica (…) Queda en la tierra de origen lo vivaz de las «ideas», que es su raíz. La planta humana es mucho menos desplazable que la vegetal. Esta es una limitación terrible, pero inexorable, trágica.” (Ortega y Gasset (2)).



[1] Edward Gibbon: “Historia de la decadencia y caída del Imperio romano”, 4 vols., Madrid, Turner, 2006, Tº II, “Observaciones generales sobre la ruina del Imperio romano en Occidente”.

[2] Ortega y Gasset: “Prólogo a ‘El collar de la paloma’, de Ibn Hazm de Córdoba”, O. C. Tº 7, pp. 47-48.

viernes, 10 de enero de 2020

España, hoy por hoy, no tiene arreglo

     No hay nada que hacer. Las bases de votantes de eso que se conoce como “la izquierda progresista” es inamovible. ¿Que el presidente haya alcanzado el poder contradiciendo, al día siguiente de las elecciones, sus propias manifestaciones sobre con quién iba a pactar o sobre su pretendida voluntad de volver a llevar al Código Penal los referéndums ilegales? DA IGUAL. ¿Que su socio principal, Podemos, sea un partido comunista, cuya referencia más inmediata ha sido desde su origen la Venezuela hoy de Maduro, cuyo líder Pablo Iglesias dejó dicho que “la caída del muro de Berlín fue una mala noticia” (ver vídeo: https://www.youtube.com/watch?v=2kZ_Mtgtznc ) y cuyo codirigente y ministro del nuevo gobierno, Alberto Garzón, se fotografíe con camisetas en las que se exhibe el logo de la República Democrática Alemana (ver foto)? DA IGUAL, aunque no exista ni un solo ejemplo de que las políticas de los partidos comunistas no hayan conducido a los pueblos por los que han pasado a la catástrofe social, política y económica ¿Que para gobernar Sánchez tenga que contar con el beneplácito del grupo heredero de ETA, a cuyo frente está una persona condenada por explosión en una gasolinera, robos a mano armada, asaltos, secuestros, apología del terrorismo, inducción a la violencia, pertenencia a ETA en grado de dirigente… más lo que no se sabe, y de nada de lo cual se ha arrepentido, sino todo lo contrario? DA IGUAL. ¿Qué se haya cedido en todas las exigencias de un partido golpista como ERC, cuyo dirigente máximo está en la cárcel por protagonizar un golpe de Estado y cuyos presupuestos incluyen, efectivamente, el deseo de destruir este Estado, el de los españoles, al cual odian? DA IGUAL.


     Lo que pase con España, el país en el que estos llamados “progresistas” viven, trabajan, desarrollan sus proyectos de vida… LES DA IGUAL (no hay ningún otro país del mundo en el que sus habitantes, excepto quizás los más primarios y bárbaros, no se sientan vinculados con la colectividad a la que pertenecen). Que en un tercio de España no se pueda estudiar en español, el idioma en el que hablan 572 millones de personas, y se esté obligado a hacerlo en idiomas regionales que inevitablemente están condenados a desaparecer a medio plazo… LES DA IGUAL. Que el país se deshilache en las mil maneras posibles de clamar imperativamente que “Mi pueblo existe” o “¿Qué hay de lo mío?”, LES DA IGUAL.
     Todo lo cual correlaciona y queda reforzado por un discurso elemental, aunque a la vista está que también efectivo, consistente en que al otro lado lo que hay es una derechona fascista, que por si fuera poco es fascista y apesta, además de que es fascista y franquista y, por si fuera poco, mataron a García Lorca. Y son fachas. No hace falta mantener ningún rigor, ningún conocimiento mínimamente sustentado, no hace falta escuchar lo que diga el “enemigo”, al que se repudia con histerismo en cuanto empieza a hablar (si es que se le deja empezar). Solo hace falta tener suficientemente lleno el depósito del rencor para que el discurso “progresista” venda todo lo que quiera vender. Desde luego, y por ejemplo: que son preferibles los comunistas, terroristas o golpistas a esa odiosa derechona constitucionalista. Y, por tanto, facha.

lunes, 26 de diciembre de 2016

La causa última de las discordias en política

     La gran innovación que a la historia del pensamiento humano aportaron los primeros filósofos en Grecia fue la de explicar lo que son las cosas remitiéndolas a su origen o primera causa. Así consideradas, toda la caótica multiplicidad y dispersión con que ellas se presentaban ante los confusos seres humanos quedaba reducida a mera apariencia, porque la explicación causal sacaba a la luz la unidad, la base común que al fondo de ese caos subyacía. Cuando tenemos un por qué al que referir nuestro inicial asombro o inquietud ante las cosas y los acontecimientos, alcanzamos, al menos, la paz intelectual, y disponemos asimismo de capacidad para, desde aquel sustrato causal, maniobrar con eso que nos inquieta, transformándolo en algo acorde con nuestros deseos. Así que cuando Tales de Mileto, Anaxímenes y Anaximandro, los primeros filósofos, concluyeron respectivamente que todas las cosas proceden del agua, del aire o de “lo indeterminado”, estaban sentando las bases de un método de pensamiento que permitiría el desarrollo de toda la filosofía y toda la ciencia posteriores. Es el que aplicó Descartes cuando estaba buscando una verdad inicial e irrefutable desde la que empezar a comprender todas las cosas, y que concluyó que era la que encierra su apotegma de “pienso, luego existo”, o la que Ortega resumió en su “yo soy yo y mi circunstancia”. También Newton pudo reducir la multiplicidad de fenómenos físicos y astronómicos a manifestaciones de una ley común e inicial: la de la gravedad. Y, asimismo, Freud fundamentó el psicoanálisis proclamando que los trastornos psíquicos se explicaban escarbando en su raíz infantil y en alguna clase de trauma inicial.
     Así que puestos a intentar comprender la razón de la existencia de las discordias en política, esto es, de esa caótica dispersión de argumentos que dividen a la población en planteamientos políticos contrapuestos, habremos de intentar desbrozar el camino intelectual que nos conduzca hasta su primera causa, el por qué inicial, que nos permita añadir al fenómeno en cuestión ese foco de luz que surge de su raíz. Dejaremos para el final, aunque en su forma más o menos implícita, un posible enunciado concluyente y, a la manera freudiana, iremos elaborando la anamnesis de nuestro “paciente”, la sociedad actual, acumulando datos de su “biografía”. Si damos con la narración adecuada, la conclusión la obtendremos por añadidura.

Carl Gustav Jung


     Nuestra narración comienza en el hecho del intercambio comercial como raíz primera de la actividad económica. De esa actividad económica básica se derivó una consecuencia: la producción por parte del comerciante de ingresos por encima de sus gastos, es decir, la acumulación de capital. Ese ahorro estaba naturalmente destinado a revertir de nuevo sobre la producción en forma de inversión que habría de añadir complejidades cada vez mayores a esa producción. Por esa vía del ahorro, de la acumulación de capital, se llegó inevitablemente a las diferencias en cuanto a poder económico: no todos producían lo mismo ni todos ahorraban y volvían a invertir de la misma manera.
     Especialmente la Ilustración levantó entre sus lemas movilizadores más importantes el de la igualdad, pero esta, según entendía la mayoría, no se refería a la igualdad económica, sino a la jurídica y política, la que proclamaba que todos los ciudadanos habían de ser iguales ante la ley, y que la aristocracia de la sangre o el poder religioso no supusieran un privilegio jurídico o que prevaleciera sobre el mérito a la hora de adquirir puestos de relevancia social. La acumulación de capital siguió siendo el factor vertebrador del desarrollo económico: solo si alguien acumulaba la suficiente riqueza podía adquirir los imprescindibles medios de producción que por entonces estaban poniendo en marcha la Revolución Industrial. Pero poco más tarde empezaron a surgir con fuerza movimientos que reclamaban también la igualdad económica. Su principio básico podríamos enunciarlo diciendo que nadie merecía ser rico mientras hubiera pobres, así que o bien habría que repartir la riqueza igualitariamente entre todos, o bien el estado, en representación del conjunto de los ciudadanos, habría de asumir la responsabilidad de la producción económica, ya que de ahí nacían las desigualdades; es decir, los empresarios habrían de ser sustituidos por funcionarios.
     Así pues, la pretensión de suprimir las diferencias en poder económico entre las personas conduce hacia uno de estos dos derroteros: o interrumpir los procesos productivos, es decir, matar la gallina de los huevos de oro, la acumulación de capital en la que se basa la producción, especialmente en las sociedades avanzadas, para repartir (y disolver) la riqueza acumulada entre todos; o bien, si se acepta la necesidad de que exista acumulación de capital, relegar a los empresarios y sustituirlos por funcionarios, que supuestamente libres del interés egoísta de los empresarios, producirían más y mejor por puro interés social. Es lo que se propuso hacer sobre todo el comunismo.
     El caso es que estos planteamientos que presuponen la expropiación de los medios de producción han conducido persistentemente a estrepitosos fracasos. Y es así porque las empresas proceden de la acumulación de capital e, idealmente al menos, a través de la libre competencia y los mecanismos de la oferta y la demanda, producen nueva acumulación si la capacidad de los empresarios lo permite, pero un funcionario es un mero administrador de unos bienes que no ha producido, una persona que viene a interferir en los procesos productivos para sustituirlos por otros con fundamento político, es decir, subordinados a las respectivas ideologías. Y la experiencia demuestra una y otra vez que al sustituir a los empresarios por funcionarios y a la ley de la oferta y la demanda por criterios políticos e ideológicos, las sociedades no se hacen más justas, sino más pobres, porque se quiebran los principios básicos del funcionamiento económico. Y complementariamente, también se fundamenta en la experiencia y en la evidencia el hecho de que las sociedades han adquirido su mayor nivel de riqueza y de ampliación de oportunidades cuando su funcionamiento económico se ha regido por los criterios de libertad de empresa y de libre competencia entre unas empresas y otras. En sentido contrario, la interferencia del poder político en la actividad económica correlaciona asimismo de manera persistente no tanto con una mayor justicia social como con un mayor nivel de corrupción y de creación de clientelas.
     Y aquí reside el núcleo de lo que diferencia las opciones políticas (dejando aparte las que generan los nacionalismos), las cuales discurren sobre un continuo que va desde el extremo de la libertad económica y la libre competencia al extremo contrapuesto de intervencionismo en la economía y en los procesos productivos. Todos los demás criterios que muestran la diferencia entre unas posiciones políticas y otras pueden finalmente remitirse a esta raíz, a esta discrepancia básica. La desigualdad económica, es decir, la posibilidad de que exista acumulación de capital, es un bien para un liberal, porque sobre ello se fundamenta la existencia de la producción económica desde los orígenes del intercambio comercial básico, y es cada vez más necesaria en un mundo cuya complejidad productiva aumenta sin cesar (hoy, de todas formas, la base social de esa acumulación económica es amplia, puesto que una gran parte de la población participa como accionista en las empresas). Y es un mal para un socialista y un comunista, porque ellos aspiran a la supresión de las desigualdades económicas. La misma disposición que lleva a interferir en los principios del funcionamiento económico básico lleva a los intervencionistas a intentar fiscalizar o controlar diferentes áreas de la vida de los ciudadanos y a injerirse en dominios que la ideología arrebata a los modos genuinos de conducirse de los particulares. En suma, las políticas intervencionistas tienden al totalitarismo, especialmente las de raigambre comunista (también los nacionalistas), porque los hombres no se comportan naturalmente como ellos prevén que deben comportarse.
     Otro concepto, esta vez procedente de la psicología, sobre todo de la que tiene su fundamento en la obra de Carl Gustav Jung, nos permite encontrar nuevas claves desde las que entender mejor estas posturas políticas de las que hablamos. Jung diferenciaba, en la psicología de los individuos, entre dos vertientes de la personalidad: el “personaje”, arquetipo al cual remitimos todo lo que admitimos de nosotros mismos, porque nuestras premisas morales le dan su visto bueno, y la “sombra”, el arquetipo que viene a ser el negativo del “personaje”, y a la cual enviamos todo aquello de lo que, aun perteneciendo a nuestra personalidad, renegamos, todo aquello de nosotros que, puesto que se contrapone a nuestras valoraciones morales, rechazamos ser. Y así, si traspasamos estos presupuestos de la psicología individual al análisis de los comportamientos colectivos de los que tratamos, podemos observar cómo la aspiración a la igualdad económica cursa en la superficie del “personaje social” –en la que aparece como moralmente  respetable–, como una aspiración a la justicia social y a la solidaridad entre los hombres. Hacia ese mismo criterio moral suele afluir el presupuesto complementario, de raigambre fundamentalmente marxista, de que la riqueza es casi obligatoriamente el resultado de un robo o de alguna forma de explotación a los demás (tampoco se defiende aquí la idea de que nunca ocurra esto, desde luego). Pero esta apariencia del “personaje social” moralmente aceptable se ve gravemente cuestionada por la realidad, porque a lo que conducen realmente tales pretensiones y presupuestos no es a una mayor justicia social sino a una mayor pobreza de las sociedades igualitaristas en todos sus segmentos sociales (excepto en el de las burocracias y clientelas privilegiadas). Se cumple así, pues, salvadas las distancias, la misma función que en el neurótico cumple el síntoma, es decir, la distorsión que avisa de que su “personaje” se está conduciendo por un camino equivocado. El fracaso económico es el “síntoma” al que hay que hacer caso si se quiere recuperar la salud social, y no eludirlo a través de racionalizaciones o actitudes evasivas que dejen a salvo al “personaje” que se cree ser (el que parecía obrar exclusivamente motivado por la aspiración a la justicia social). Así que, salvadas las buenas intenciones de muchos individuos que confían en la veracidad de lo que sostiene el “personaje colectivo” encargado de llevar adelante esos presupuestos intervencionistas, lo que asoma al fondo de esa pretensión igualitarista es la envidia, la perversa intención de que, como dice la letra del himno “La Internacional”, los nada de hoy consigan serlo todo, si no por las vías del mérito y de la libre competencia, por las de arrebatar a los que tienen lo que a ellos les falta. Para prepararnos a la asunción de este tipo de verdades, decía Jung que “el conocimiento de nuestra alma, comienza en todos sus aspectos por el extremo más repugnante, por todo lo que no queremos ver”.

sábado, 14 de noviembre de 2015

Sacamantecas de izquierdas y de derechas versus liberalismo

     El punto del que ha de partir todo liberal a la hora de valorar la acción política es el que resume el apotegma de que el poder corrompe o, al menos, permite que quien lo detenta actualice su previo potencial de corrupción. Idea que hay que complementar con esta otra: incluso cuando es inevitable, dejar en manos de un político la posibilidad de administrar un patrimonio equivale a sustraer la dinámica económica y social a sus genuinos protagonistas, los ciudadanos, la iniciativa privada, para subordinarla a los criterios, en última instancia arbitrarios, de ese político. Existe, por un lado, una ley objetiva que rige la marcha de la sociedad: la ley de la oferta y la demanda, alguien quiere algo y entra en relación comercial con quien se lo ofrece. Y existe otra forma alternativa de conducir esta que sería la dinámica social básica, la que partiendo de que esa ley de la oferta y la demanda es intrínsecamente perversa puesto que genera abusos y desigualdades, es preciso subordinarla a la planificación decidida desde las esferas del poder político. ¿Desde qué tipo de premisas ha de ponerse en marcha esa planificación? En última instancia, subjetivas y arbitrarias, decididas a partir de los presupuestos ideológicos o meramente personales de quien detenta el poder. Así, por ejemplo, el político de turno puede decidir (de hecho, lo está haciendo) que el que no se lleguen a atender suficientemente las necesidades derivadas de las situaciones de dependencia de enfermos y personas mayores es un hecho a relativizar, porque también hay que subvencionar a cineastas como Fernando Trueba y compañía, o a las televisiones públicas (mucho más caras que las privadas) que sirven para la propaganda de los gobernantes, o a las empresas de automóviles en vez de a los fabricantes de lavadoras, o a estructuras institucionales que prácticamente sirven solo como pesebre para políticos, como ocurre con el Senado, las Diputaciones o las embajadas de las Comunidades Autónomas… y quizás el presupuesto no llegue para todo.
Ilustración: Samuel Martínez Ortiz
     Entre los políticos más antiliberales e intervencionistas del actual panorama político español, están los partidos de extrema izquierda; son los más hostiles a las leyes del mercado (las que se basan en la conjunción de la oferta y la demanda) y los más favorables a la planificación, es decir, al incremento de políticos y funcionarios que vengan a sustituir a la iniciativa privada. Ya tenemos ejemplos concretos suficientes a estas alturas de lo que significa llevar a la práctica estos presupuestos intervencionistas y del modo en que el particular arbitrio de los políticos a la hora de administrar el presupuesto público sustituye a la libre iniciativa regida por la ley de la oferta y la demanda; Ahora Madrid, la coalición que desde hace unos meses gobierna en el Ayuntamiento de la capital, nos proporciona ya varios ejemplos de todo ello. Pasemos a enumerar algunos: el consistorio madrileño ha multiplicado por veinte  el gasto en cooperación internacional (de medio millón de euros a 12 millones presupuestados para 2016), es decir, que tal gasto sufre un aumento del 2.117 %, que presumiblemente se traducirá, en gran medida, en subvenciones a países con gobiernos ideológicamente afines. Otra reciente intervención hecha al libre arbitrio de los actuales planificadores ha sido la de ceder espacios públicos del Ayuntamiento al movimiento okupa; de hecho, se tiene presupuestado un gasto de dos millones de euros para la reforma del palacete de Alberto Aguilera, que podría cederse a los okupas del Patio Maravillas. Asimismo y por otro lado, la alcaldesa Carmena ha destinado 350.000 euros a acondicionar el Palacio de la Cibeles, sede de la Alcaldía, un palacio en el que quien fue también alcalde, Alberto Ruiz –Gallardón, ya había gastado, según documentación oficial, 140 millones de euros hace solo un par de legislaturas, se supone que para dejarlo suficientemente acondicionado, incluso para quienes utilizan el baremo comparativo del lujo asiático. Otro ejemplo más nos lo ofrece el capítulo de gasto dedicado por el Ayuntamiento de la capital a “asociaciones” y “coordinación territorial”, que pasa de tener consignados 3,5 millones de euros a disponer de 36 millones, es decir, que sufre una aumento del 908 %; naturalmente, es de prever que sean las asociaciones, asambleas de barrio y foros diversos vinculados a Ahora Madrid los que más se beneficiarán de tal subida. En general, independientemente del destino que se le dé, el presupuesto de gasto del Ayuntamiento de Madrid, que tiene ya una deuda pública que llega a 1.876 euros por cada habitante de la capital, crece para 2016 en un 1,9 %, en total 83,9 millones de euros.
     Correlativamente, y para atender gastos como los expuestos, el Ayuntamiento madrileño ha decidido entre otras cosas eliminar la bonificación fiscal que disfrutaban más de 5.000 familias numerosas madrileñas, que tendrán que pagar 200 euros más al año. Asimismo, el IBI que soportan las grandes empresas, que ya era muy elevado, subirá en un 10%. En general, solo hay una manera de llevar adelante un incremento en el gasto público: subir los impuestos. Pero lo más decisivo a la hora de valorar medidas de gasto público como las referidas es que no están sometidas a ningún criterio objetivo, sino solo sometidas al libre arbitrio de los políticos.
     ¿Y cómo se evitan esas arbitrariedades? Solo de una forma: evitando (en lo posible) a los políticos. Si los políticos acaparan poder de decisión sobre asuntos económicos interfiriendo en lo que la ley de la oferta y la demanda estipula, caerán fatalmente en el despilfarro, la arbitrariedad y la corrupción. No se trata, pues, de simplemente controlar al poder (habitualmente es el poder el que controla todo lo demás), sino de limitarlo al máximo. Al final, como venimos sugiriendo, las opciones son dos: la liberal, para la cual la ley de la oferta de la demanda (el mercado) debe de regir en lo sustancial la dinámica económica de la sociedad y dejar que el estado atienda exclusivamente necesidades sociales (incluyendo en ellas las que se derivan de aspectos de la organización social que difícilmente puede atender esa ley, como la necesidad de contar con unas fuerzas armadas y de policía, un aparato de Justicia, una representación exterior o garantizar la atención sanitaria) y la intervencionista (de izquierdas o de derechas), para la cual el mercado es generador de desigualdades o errores y se hace preciso sustituir la iniciativa privada por una planificación ejercida por burocracias estatales, es decir, por políticos.
     Efectivamente, la iniciativa privada genera acumulación de capital, y por tanto, desigualdades (no todos tienen la misma capacidad de iniciativa para empezar); en la misma medida, la planificación es fuente de arbitrariedad y corrupción. ¿Debemos, pues, sustituir empresarios por burócratas para que no haya desigualdades o lo que se ha de hacer es sustituir a políticos por emprendedores (hacer, pues, que prevalezca la ley de la oferta y la demanda) para que no haya despilfarro, corrupción y arbitrariedad? ¿El capital acumulado debe de administrarlo aquel que lo genera o los políticos, que normalmente, a partir de un cierto nivel, nunca han dirigido una actividad productiva porque suelen haberse dedicado desde siempre a la política? La extrema izquierda se presenta como supuesta alternativa frente a la casta política, pero está dispuesta a ocupar las mismas poltronas que ocupaban los políticos anteriores, incluso aumentándolas; ¿y no es la pertenencia a la casta política uno más de los viejos trucos que de toda la vida de Dios se han montado las minorías privilegiadas de turno que siempre han estado dispuestas a vivir a costa de los auténticos productores de riqueza? Antiguamente, era la sangre la que legitimaba a la minoría de los nobles y los monarcas para vivir a costa de los demás. Otra casta privilegiada a lo largo de la historia ha sido la eclesiástica, que supuestamente avalada por el mismo Dios, se ha sentido dispensada de la obligación de crear riqueza, aunque no de consumirla en forma de subvenciones y privilegios fiscales. Hoy la coartada para mantener a las principales minorías privilegiadas, la clase política y la sindical, es “el bien del pueblo”. Sigue siendo un fácil recurso para que una casta compuesta demasiado a menudo de iletrados y no menos veces de desaprensivos sangren vía impuestos, tasas, multas y trucos recaudatorios varios a la mayoría para emplear el dinero a su arbitrio (a su antojo), y de paso nutrir sus bolsillos habitualmente muy por encima de lo que sus méritos aconsejarían.
     En conclusión: cuantos más políticos y burócratas, más ruina para los pueblos. Los regímenes contemporáneos que más han gastado en regidores, es decir, los subyugados por el totalitarismo, han acabado indefectiblemente devastando a sus países. Por el contrario, donde ha podido discurrir la libre iniciativa, se ha prosperado. Cualquier toma de decisión a la hora de emitir un voto debería de tener en cuenta esta evidencia.

sábado, 25 de julio de 2015

Por qué es tan alto el nivel de exasperación de los españoles

     En España, el tono en el que se desarrolla nuestra convivencia viene lastrado por un alto grado de exasperación que se hace especialmente patente en cuanto llegamos a rozar la fibra de los temas que se relacionan con la política. Parecería que esa exasperación tiene causas objetivas que la justifican suficientemente, y que hicieron eclosión en aquel movimiento de los “indignados” que, como el “fantasma que recorría Europa” en tiempos de Marx, Engels y su Manifiesto Comunista, empezó a recorrer esta vez más estrictamente nuestra geografía hacia 2011. El paro, la corrupción y los recortes fueron principalmente los motivos que se adujeron como más que suficientes para aquella explosión de indignación que acabó cristalizando, sobre todo, en la formación política Podemos.
     Sin embargo, es posible argumentar a propósito de la existencia de un sustrato emocional en nuestro estado de ánimo colectivo que nos predispondría para esa exasperación que desde hace un tiempo prende con especial facilidad entre nosotros, los españoles, y que no necesita más que la aparición de detonantes ocasionales para hacer erupción. Un primer atisbo de esa exasperación profunda que anida en nuestra alma colectiva podemos tenerlo al atender al nivel de los decibelios en que suelen transcurrir las conversaciones sobre temas políticos entre nosotros (siempre y cuando no hayamos ya desechado preventivamente la posibilidad de hablar de cosas así). La consecuencia de esa forma de conversar o, más bien, discutir, es que, en la misma proporción en que sube el volumen de las voces, baja la posibilidad de razonar e influirse mutuamente. Y el caso es que esas maneras tan rotundas de expresarse no indican precisamente seguridad en quien así se manifiesta, sino probablemente lo contrario, porque, como decía Ortega y Gasset, “cuando los hombres no tienen nada claro que decir sobre una cosa, en vez de callarse suelen hacer lo contrario: dicen en superlativo, esto es, gritan. Y el grito es el preámbulo sonoro de la agresión, del combate, de la matanza. ‘Dove si grida non è vera scienza’–decía Leonardo. Donde se grita no hay conocimiento”.


Ilustración: Samuel Martínez Ortiz
 
 
     Pero no solo en las conversaciones, también en otros modos más generales de expresar opiniones queda en evidencia esa exasperación profunda de la que hablamos, tan estéril dialécticamente como peligrosa para el normal desarrollo de la convivencia, especialmente si quienes la manifiestan tienen poder político. La actualidad suele traer a menudo ejemplos de ello. Por citar alguno, recordaremos cómo hace unos días se hicieron públicos unos tuits que hizo circular por internet Marisol Moreno, concejal en el Ayuntamiento de Alicante por Guanyar Alacant (formación integrada por Podemos, IU y otros colectivos) en los que escribió frases del estilo de:Mirar (sic) a estos hijos de puta... una (sic) bomba os tiraba yo a vosotros”, u otras semejantes refiriéndose a las personas que estaban en la plaza de toros de Pamplona, o comentarios apostando por utilizar las subvenciones destinadas a los toros para “asesinar políticos”. "No me da la gana que mis impuestos subvencionen asesinatos. A no ser que sean los de los políticos...", espetaba al subir la imagen de una campaña contra la tauromaquia. Algunos de esos tuits han sido eliminados de su cuenta de Twitter, otros aún los conserva. Marisol Moreno, que en Twitter se llama 'Marisol La Roja' (@marisolLaRoja), es ahora la titular de la recién creada concejalía de Protección Animal y se le ha asignado un sueldo de 50.600 euros anuales, según recogió ABC.

     Por no salir de los ejemplos que ha proporcionado la prensa estos últimos días, podríamos hablar también de cómo, a raíz de las concesiones que decidió hacer el gobernante griego Tsipras a las instituciones económicas europeas, David Torres, un columnista de 'Público' pedía a este gobernante que tuviera la "decencia", de pegarse un tiro en la boca. También encajarían aquí los exasperados tuits del concejal madrileño Guillermo Zapata en los que se burlaba de las víctimas del terrorismo o hacía chistes cómplices con los modos en que los nazis llevaron a cabo el holocausto de los judíos. Tampoco estarían fuera de lugar en este contexto las muestras de solidaridad que toda la extrema izquierda manifestó hacia Alfonso Fernández Ortega, “Alfon” para sus muchos simpatizantes, cuando fue detenido y encarcelado hace unas semanas por orden del Tribunal Supremo por ser portador de una bomba cargada con metralla en la última jornada de huelga general que hubo en España. Pero no creo que sea necesario extenderse demasiado con los ejemplos: las muestras de exasperación producidas en los ámbitos en los que de alguna forma está implicada la política son suficientemente cotidianas y evidentes para todo el mundo, y no parece que sea preciso realizar un catálogo minucioso o exhaustivo de las mismas. Lo que procede, en cambio, es tratar de entender las raíces de esta exasperación colectiva, que, al amparo, en principio, de la bandera de la “indignación”, se ha adueñado de determinados sectores sociales.

 
     Hay un estrato del alma occidental en el que parece tomar inicial asiento este sentimiento de exasperación que nos caracteriza de un modo especial a los españoles. En ese estrato, el sentimiento que sirve de plataforma y palanca a nuestra exasperación es el desasosiego, algo que, situado en el contexto de una vida como la actual, en la que, en comparación con la de cualquier tiempo pasado, y a pesar de tantos inconvenientes, existen facilidades para llevarla a cabo que nunca antes existieron, a Ortega le resulta intrigante: “Nunca, ni de lejos –dice, en efecto– han contado estos pueblos de Occidente, y en general la humanidad, con más medios ni facilidades para vivir (¡lo decía en 1935!). ¿Cómo se explica entonces esa radical desazón?”. Y prosigue más adelante intentado encontrar una respuesta para tal pregunta: “Os invito a que imaginéis (el) caso de un hombre que se encuentra sin saber lo que tiene que hacer, lo que tiene que ser; que no lleva dentro de sí ningún horizonte de vida sinceramente suyo que se le imponga con plenitud y sin reserva (…)  Pues bien: yo creo que esto es lo que acontece a los hombres de Occidente: no saben de verdad qué hacer, qué ser, ni individual ni colectivamente”. Lo cual se traduce en una serie de comportamientos característicos: “En todas partes se advierte una protesta, una urgencia por reformar todo y por reformarlo hasta la raíz, que contrasta ostensiblemente con la falta de ideas claras sobre la sociedad, sobre el individuo”. En otro momento, y mientras conducía su reflexión por derroteros diferentes de los anteriores, el mismo Ortega añadía interesantes matices al asunto del que tratamos: “El mal humor es estéril –afirmaba entonces–. Todas las grandes épocas han sabido sostenerse sobre el abismo de miseria que es la existencia, merced al esfuerzo deportivo de la sonrisa. Por eso los griegos pensaban que el oficio principal de los dioses era sonreír y hasta reír. El rumor olímpico es, por excelencia, la carcajada”. Pero, concluye, “todas las potencias del mal están muy interesadas en instaurar el mal humor. Saben que un pueblo donde el mal humor se establezca es un pueblo destruido, aventurado, pulverizado”.
     Resultan irrenunciables estas reflexiones de Ortega si queremos abordar problemas como este del estado de ánimo de los españoles. Pero no haremos mal en complementarlas con estas otras de su más conspicuo discípulo, Julián Marías, que extraemos de una conferencia que dio sobre el tema, “Etapas y discordancias en la felicidad media de los españoles” (se puede seguir esa conferencia en este enlace de youtube: https://www.youtube.com/watch?v=yOPiRbQI3pI ). Dice Julián Marías que el español tiene cierta propensión a estar renegado, que se muestra a lo largo de la historia, y que se puede resumir en la sensación que suele quedar expresada cuando se dice: “la vida es un asco”. Y sin embargo, esta manera de ser ha sido tradicionalmente compensada por el hecho evidente de que, también a lo largo de la historia, el español ha sido bastante feliz. Hace un repaso de las distintas etapas históricas y va extrayendo esta conclusión de las muestras que aporta la literatura, el teatro, la pintura y otras expresiones culturales, incluida también la música. Y todo ello, incluso en el contexto de las dificultades económicas, de las restricciones impuestas a las ideas y de las guerras en las que estuvimos implicados. Resulta especialmente llamativo que, ya en el siglo XIX, después de los seis terribles años de guerra contra Napoleón y de la represión que Fernando VII llevó a cabo contra los liberales, en la época de los románticos, tan aparentemente sesgados, como estaban, hacia lo trágico, lo doloroso, la tristeza… los españoles vivían, sin embargo, impregnados de pasión, intensidad y alegría de vivir. “Es posible que nunca haya habido tanta felicidad real en España como en la época romántica”, llega a afirmar Marías de este período, por otro lado tan atribulado, de la historia de España.
     Pero hay un momento, ya bien entrado el siglo XX, en el que los españoles empiezan a no sentirse bien, a causa de algo terriblemente peligroso, que es la politización; no la política, que es algo importante, noble y necesario, sino la politización, que es otra cosa, y que significa que la política oculta todos los demás planos de la vida social. Esto empieza a producirse en España, dice Marías, a partir, quizás, de 1917 (en ese año se llevó a cabo una importante huelga general), en que aparecen los primeros síntomas, que se van acentuando con los reveses de la Guerra de Marruecos, la Dictadura de Primo de Rivera… Ya a partir de entonces, en las preocupaciones de la gente predomina de manera muy especial y exclusiva la política. Empieza a aparecer la discordia entre los españoles. La discordia no quiere decir que la gente opine cosas diferentes o incluso que luchen los diferentes bandos por sus respectivas ideas de cómo deben de ser las cosas. No; la discordia significa que unas personas no quieren convivir con las otras. Y esto es lo que emerge en estos años, y acabará de hacer erupción en nuestra Guerra Civil. Fue un proceso lento, que empezó por afectar solo a algunos sectores de la población, pero que se fue extendiendo hasta acabar en aquella terrible explosión de odio que fue la guerra.
     Pese a todo, después de aquello, de aquella horrible experiencia bélica, al acabar la guerra, la reacción de los españoles ante lo mucho que pudiera encontrarse de malo y penoso la resume Marías en tres palabras: ganas de vivir (y lo dice Marías, que tuvo que sufrir prisión al final de la guerra por haber militado en el bando republicano). Aconteció, pues, una explosión de ganas de vivir; se vivía mal, porque fueron tiempos muy difíciles, pero se tenían ganas de vivir. Se recuperó un sentimiento que había caracterizado a los españoles desde, al menos, el siglo XVI: la vitalidad. Consiguientemente, la discordia fue superándose y quedando, al final, más o menos orillada solamente en los ámbitos que sojuzgó el nacionalismo.
     Sin embargo, esa discordia sufrió un rebrote con José Luis Rodríguez Zapatero, uno de los peores gobernantes que hayamos tenido nunca, que hizo todo lo necesario para que reverdecieran las atribuladas emociones que habían predominado durante la guerra civil, lo cual acabó cristalizando finalmente en su Ley de Memoria Histórica. La oleada de crispación y exasperación que ahora estamos sufriendo tiene su precedente y su fuente más inmediata en las actitudes irresponsables de aquel iluminado adolescente tardío.
     Desde luego, hace falta cambiar muchas cosas en España. Algunas de ellas (solo algunas), coinciden con las que demandan nuestros indignados vocacionales. Pero si la etapa histórica que ha de venir para proveer esos cambios está canalizada a través de la discordia, el rencor y la exasperación, ya es posible prever que iremos de mal en peor.

sábado, 13 de junio de 2015

Si la crisis tiene salida, no está en este callejón


     Nuestra supuestamente modélica Transición de la dictadura a la democracia fue, en gran medida, una operación de ingeniería política destinada a perpetuar en el poder a determinadas castas privilegiadas desde mucho tiempo atrás y a hacer sitio a otras nuevas, apenas perceptibles hasta aquel momento, y que por entonces emergieron con fuerza. La Constitución de 1978 vino a ser el reflejo jurídico de esa operación, y las castas que tomaron el poder fueron la Iglesia, la monarquía, las oligarquías catalana y vasca, los partidos políticos, los sindicatos y las patronales. En el nuevo sistema, a falta de una verdadera separación de poderes y de algún tipo de control suficiente sobre ellas, las castas privilegiadas que tenían poder para hacerlo multiplicaron los estratos políticos y administrativos en los que colocar a sus respectivas clientelas, generando un estado mastodóntico, intervencionista y, como se acabaría viendo, tremendamente costoso, en el que ahora estamos atrapados y sin fácil salida ordenada. La guinda del pastel la constituye esa ubicua corrupción que, a falta también de controles, ha penetrado en todos los intersticios de la Administración.
     Los desajustes que se generaron en aquella manipulada Transición han llegado a estas alturas a un punto crítico, y en la desencantada opinión pública se ha instalado la zozobra y la confusión propia de las situaciones de crisis, cuando se tiene claro que las cosas tienen que cambiar, pero no se sabe bien hacia dónde. Ortega dice de estas situaciones de crisis que en ellas “el hombre (se siente) perdido, azorado, sin orientación. Se mueve de acá para allá sin orden ni concierto; ensaya por un lado y por otro, pero sin pleno convencimiento, se finge a sí mismo estar convencido de esto o lo otro”. Si saliéramos con bien de esta, habríamos dado un gran paso adelante, porque ello supondría que habríamos corregido los desajustes que han desembocado en el actual atasco político, social y económico, y el porvenir se habría vuelto prometedor. Afirma Julián Marías, sin embargo, que a lo largo de la historia, y por esta circunstancia que hace que todo esté bañado de incertidumbre y confusión, cuando se han dado las condiciones adecuadas para dar un paso adelante, muchas veces han venido los extremismos a estropearlo todo y dar un paso atrás. Pone el ejemplo de la Revolución Francesa que, dice, con su violencia y su extremismo, desbarató el trayecto y el impulso que había promovido la Ilustración, y retrasó varias décadas el acceso a la libertad, la democracia y la ciudadanía incluso en la misma Francia (eso sin contar las innumerables e irreparables víctimas del Terror revolucionario). No digamos nada de los catastróficos efectos involucionistas (del mejor de los reinados, el de Carlos III, pasamos sin solución de continuidad a los calamitosos de Carlos IV y, sobre todo, de Fernando VII), además de la terrible Guerra de la Independencia, que aquellas convulsiones acontecidas en el país vecino produjeron en nuestro país.
     El caso es que también en un momento como el actual, en que procedería dar un paso adelante, ha aparecido en España esa cuota de extremismos parece que irremediablemente adscrita a toda situación de crisis. Y como siempre en estos casos, las propuestas políticas que, como las de Podemos, han tomado auge en los últimos tiempos, solo significarían, de llevarse a la práctica, una agudización de nuestros problemas. Esta vez, porque nuestros extremismos no solo no pretenden desmontar este dinosaurio estatal que ha crecido a base de clientelas e intervencionismo, y que está en la base de nuestros males, sino que aspiran a engordarlo aún más.


Ilustración: Samuel Martínez Ortiz
     Según el Instituto Nacional de Estadística, el número de empleados públicos en 1976 era de 1.385.100. En 1987, época ya de madurez del sistema, había ascendido ya a 1.869.200. Al final de 2013, ese número alcanzaba la cifra de 2.909.400. Se estima que unos 2 millones son funcionarios y el resto, un millón, personal laboral y eventual. El máximo número de empleados públicos se alcanzó en 2011, el año del fin de gobierno de Zapatero, y fue de 3.306.600 en el tercer trimestre de dicho año. Ese ha sido el crecimiento en funcionariado y empleo público en general necesario, no para mejorar las prestaciones públicas, que no ha sido el caso (ninguna persona sensata diría que hemos casi triplicado las prestaciones estatales desde 1976), sino para mantener las clientelas y el intervencionismo estatal.
     España sufre el déficit público más alto de la Zona Euro, excluyendo a la rescatada Chipre. Traducido a cifras: el estado está gastando ahora mismo al año 60.000 millones de euros por encima de lo que ingresa. Dicho de otra forma: por cada español, incluidos los recién nacidos, gasta al año 1.300 euros más de lo que ingresa. Y así un año tras otro desde 2009. La deuda pública total es casi del 100% del PIB, la más alta desde principios del siglo XX. Los privilegios fiscales, económicos y políticos de los que disfrutan los partidos, los sindicatos, la Iglesia…, y el gasto público que generan los múltiples ramales de la Administración estatal, extremado en el caso de los nacionalismos, han originado una presión fiscal que ahoga nuestro sistema productivo e hipoteca el de las próximas generaciones. Por si fuera poco, la corrupción se ha extendido como una mancha de aceite por todo el sistema. Y he aquí la original propuesta de solución de los extremistas de Podemos: gastar mucho más y montar un estado aún más intervencionista, con muchos más empleados públicos. Pero ¿y si esta dinámica alocada no se pudiera mantener indefinidamente? ¿Y si hacia lo que estamos yendo por este camino es hacia el colapso y la bancarrota, igual que Grecia, que es, entre otros aún más catastróficos, el país que sirve de referencia a nuestros podemitas?
     Habrá que buscar alguna salida a todo esto, especialmente si Podemos llega, efectivamente, al poder, pero, por favor, que no tenga que ser por tierra, mar o aire.

sábado, 4 de abril de 2015

Por qué me temo que UPyD no tiene solución


     En efecto, y desgraciadamente, creo que UPyD no tiene solución o se está alejando cada vez más de ella. Para dar con la solución de lo que ocurre allí, habría sido necesario primero que los responsables del partido supieran cuál es el problema. Y no están capacitados para ello. No porque les falte inteligencia, sino porque la estructura de su carácter autoritario les impide verlo. Ellos y la inmensa mayoría de los miles de ex militantes que nos hemos ido del partido coincidimos en algo fundamental: todos apoyamos el Manifiesto Fundacional, las ideas políticas que sirvieron de base para la constitución de UPyD. Y puesto que ellos, sobre todo el triunvirato del politburó, Rosa, Gorriarán y Fabo, partiendo del consenso que las ideas de UPyD suscitan, no consideran otros problemas posibles, la culpa de que UPyD no prospere ha de estar, desde su perspectiva, necesariamente fuera: la prensa canallesca, la colusión de los poderes fácticos que tratan de destruir un partido que les hace pupa, las perversas jugadas de Albert Rivera y los suyos, que también ven a UPyD como un enemigo electoral, la mala publicidad sobre el partido que producen los disidentes… Así que obran en consecuencia: insultan a unos y a otros, nos tratan a los que nos vamos de UPyD literalmente como “indeseables”, huyen de posibles aliados como Ciudadanos igual que si del diablo se tratara, y, para guinda del pastel, expulsan a los “indeseables” internos (los últimos, los diputados europeos Enrique Calvet y Fernando Maura) o les empujan a irse (desde Mikel Buesa a Sosa Wagner, con varios miles de ex militantes de por medio), que a su modo de ver lo que quieren es corregir un partido que ellos consideran perfecto, es decir, lo que quieren es desvirtuarle. Rosa y compañía no ven, no pueden ver, dado el bloqueo que en su inteligencia producen las perversiones de su autoritario carácter, que ellos mismos son el problema, que hay muchas personas deseosas de que ideas como las que promueve UPyD vayan adelante, y que, en cuanto han tenido ocasión de votar algo que se pareciera a esas ideas, pero sin ellos como antipáticos voceros de las mismas (es el caso de Ciudadanos), han entrado a votarles en masa.

     Así que lo que están haciendo Rosa y sus adláteres (o Gorriarán y los suyos, que yo creo que él es el auténtico factótum de UPyD) es hundir cada vez más a este partido, porque sólo saben poner en práctica soluciones que sean compatibles con la defensa de algo que creen perfecto: insultar a quienes les critican, puesto que en esa crítica sólo ven malevolencia, extender su complejo persecutorio, incrementar sus respuestas autoritarias, expulsar o hacer la vida imposible a los disidentes que lo que pretenden (o pretendían… no sé si va a quedar alguien ya) es reflotar el partido… Lo malo es que quienes siguen en UPyD y aceptan la aparente coherencia de lo que postulan Gorriarán y los demás, corren el peligro de entender que los que nos vamos, efectivamente, somos unos “indeseables”, y es una pena perder amigos.

     Se me ocurre que, si no hubiéramos perdido los ánimos en este empeño en el que hemos fracasado, si nos juntáramos todos los que, creyendo en las ideas de UPyD, nos hemos ido del partido (unos 18.000), y formáramos una UPyD sin Gorriarán y los suyos, tendríamos consistencia suficiente para ser la alternativa que España está necesitando. A ver si Ciudadanos va arreglando esas partes oscuras que todavía exhiben y acaban siendo ellos esa alternativa, porque este horno que es España no está para bollos.

martes, 10 de marzo de 2015

La triste historia de UPyD

     Este es un artículo de transición. Pretendo explicar en él, a grandes rasgos, mi visión de lo que ha pasado y pasa en UPyD, indagar en ese peculiar fenómeno que ha hecho que un partido tan necesario y tan importante en el panorama político español, justo ahora, cuando más imprescindible resultaría, esté corriendo el peligro de, desdeñado por los votantes y abandonado por muchos de sus militantes, acabar cayendo en la irrelevancia política. Yo mismo, después de siete años de militancia (de los ocho que tiene de existencia UPyD), acabo de pedir la baja como afiliado. Y me siento obligado a justificar o dar razón de mi decisión.

     Como digo, UPyD ha sido y es un partido importante, en el sentido de que ha hecho cosas de mucha trascendencia y que ningún otro partido ha llevado a cabo o ha propuesto hacer: ha sido el único partido que realmente ha luchado contra la corrupción, no solo de boquilla, sino con hechos tangibles y denuncias concretas. El único partido, asimismo, que defiende que el idioma español sea suficiente para moverse por España, por ejemplo, a la busca de trabajo, y que (en esto coincidiendo con Ciudadanos) se ha manifestado a favor de los derechos lingüísticos de los hispanohablantes en las zonas nacionalistas. Junto con Ciudadanos también, es el único partido que defiende la igualdad fiscal entre los españoles, y aboga, por tanto, por la supresión del cupo vasco y el amejoramiento navarro. Es el partido que más decididamente se ha manifestado a favor de las víctimas del terrorismo y por la ilegalización de los grupos pro-terroristas. El único partido del Parlamento, asimismo, que no entró en el juego de reparto político de jueces y que de forma más decidida está a favor de la despolitización de la Justicia. También, el que más rotundamente apuesta por la racionalización de las estructuras del estado y la supresión de duplicidades, de modo que, entre otras cosas, se llegue a la fusión de ayuntamientos y la supresión de las Diputaciones, en la medida en que las competencias de estas últimas están ya asumidas por los entes autonómicos... Una hoja de servicios al estado y a la nación, en fin, esta de UPyD, que ha de calificarse de sobresaliente.

     Por lo demás, cuando yo entré en UPyD, había en Burgos unas cuantas personas de primerísimo nivel intelectual, moral y cívico. Estaba Tino Barriuso, que era nuestro rostro más reconocible (¿quién no conoce a Tino en Burgos?), que en las elecciones generales de 2008 se presentó como cabeza de lista por Burgos para el Senado, y fue el candidato de UPyD que mayor porcentaje de voto tuvo de toda España; llegó a estar también en el Consejo de Dirección nacional de UPyD (aguantó allí muy poco). Estaba también Rodolfo Angelina, que había sido uno de los fundadores del partido y que fue Coordinador Territorial de UPyD en Castilla y León, una persona entusiasta y de encomiable capacidad de trabajo. Algo parecido a lo que se puede decir de Juanjo Ruiz Salcedo, que fue Coordinador Local de la formación en Burgos, y con el cual pasamos de reunirnos en las trastiendas de las cafeterías a tener sede propia, que el mismo Juanjo amuebló con dinero de su bolsillo, montando incluso personalmente diversos muebles. Tan elegante es Juanjo que, cuando se marchó por la puerta de atrás, incluso ahora que milita en Ciudadanos, nunca se le ocurrió reclamar aquellos muebles ni pedir indemnización alguna al partido por ellos. Estaba también por allí Carlos Moliner, que fue candidato al Congreso por UPyD en las elecciones generales de 2013 y había sido portavoz de la formación a nivel provincial; Carlos, una de las personas con más reconocimiento y respaldos personales en el contexto de Burgos y provincia. Y estaba también Paco Román, profesor, sindicalista, que llegó a tener un cargo institucional por el PSOE en tiempos pasados; la persona con más sabiduría política de todos nosotros. Y Hermenegildo Lomas, arquitecto técnico del Ayuntamiento y sobresaliente pintor; y su hermano José Javier, abogado de la Junta y otro de los miembros destacados del partido. Estos tres últimos, Paco, Hermenegildo y José Javier, estuvieron en el primer plano de la lucha contra la corrupción en Burgos en los tiempos del Juicio de la Construcción de principios de los 90. Hablamos, pues, de personajes muy relevantes que militaron en UPyD, y de cuya amistad hoy me enorgullezco. Bien, pues todos ellos fueron saliendo de UPyD por la puerta de atrás, decepcionados y con la sensación de haber sido estafados. ¿Cómo demonios pudo ocurrir todo esto? ¿Cómo es posible que el partido que venía a cubrir el hueco más importante y necesario de la actual política española esté hoy en grave peligro de desaparición o, al menos, de instalarse en la irrelevancia política?

 
Ilustración: Samuel Martínez Ortiz


     Decía Marshall McLuhan, filósofo y teórico de la comunicación, que el medio es el mensaje. Yo creo que no es exactamente así, que normalmente el mensaje tiene contenidos que no caben en el medio, el canal a través del cual llega el mensaje a la opinión pública, pero sí me resulta evidente que ese aserto es real en un nivel superficial, que es el único que resulta operativo en lo que se refiere a la formación de la opinión pública. Y UPyD ha tenido o ha constituido un medio, un canal de comunicación (propio, no el que a su vez ha pasado el filtro de los medios de comunicación externos) que ha transmitido muy mal el mensaje, su mensaje. Todo eso, en un momento como el actual en que las propuestas de este partido resultan no solo objetivamente necesarias, sino imprescindibles y apremiantes. Pese a ello, pues, el mensaje de UPyD no ha conseguido cuajar en la opinión pública, o lo ha hecho de una manera muy incompleta. ¿Por qué? Sin duda, porque el medio a través del cual se emitía ese mensaje era inadecuado. Atendiendo a ese nivel superficial dentro del cual es válido el aserto de que el medio es el mensaje, es posible observar cómo la gente percibe a Rosa Díez o Carlos Martínez Gorriarán (menos a Juan Luis Fabo, el otro miembro, menos conocido, del politburó todopoderoso) y a UPyD en general, como gente antipática, mandona, autoritaria, poco dialogante... El medio ha apagado el contenido del mensaje, el potencial votante ha dejado de prestar atención a ese contenido o, al recibirlo, ha mostrado tener preparado un "sí, ya, pero..." distanciador. Esto es y ha sido un hecho. Ocurre así.

     Y de puertas adentro, efectivamente, UPyD ha sido dirigido de una manera autoritaria, desconsiderada con los militantes y poco dialogante, hasta el punto de que la media de estancia de un afiliado antes de desencantarse y volver a irse ha sido de menos de dos años. Se calcula que en estos ocho años se han ido unos 18.000 afiliados, y quedan unos seis mil. De los 127 fundadores de UPyD (integrantes del Consejo Político fundacional), 105 se han ido del partido de Rosa Díez, denunciando autoritarismo y fraude. El partido ha sido dirigido desde el principio con mano de hierro, y desde siempre se ha castigado, incluso humillado, al discrepante. Lo ocurrido este verano pasado con Sosa Wagner, que acabó abandonando el partido abochornado, fue seguramente un punto de no retorno para UPyD, porque dejó en evidencia lo que significa discrepar dentro del partido, incluso hacerlo de la elegante manera en que lo hizo el hasta entonces eurodiputado. El afán de querer tenerlo todo controlado, las maniobras dedicadas a que la militancia no se vertebrara ni conociera entre sí, el interés explícito de Gorriarán en que en las sedes del partido no se hablara de política, la filosofía que este mismo ha defendido según la cual en UPyD hacen falta votantes, no militantes, demostrando así que el triunvirato dirigente ha entendido que el militante, todo lo más, está para hacer simple seguidismo y no incordiar… todo esto ha ido configurando a UPyD como un cauce inadecuado para expresar un mensaje que, sin embargo, es políticamente imprescindible.

     En esto, va y aparece en el panorama político un tío guaperas, simpático, con don de gentes... Albert Rivera. Su mensaje real está trufado de lagunas, pero quien lo emite, el medio a través del cual ese mensaje llega a la opinión pública, es mucho más atractivo y creíble que Rosa y que Gorriarán. Suficiente con eso para que la gente, toda esa gente que constituye el mismo mercado de votantes que disputa también UPyD, se apunte a él. Finalmente, C's se ha impuesto de forma cada vez más arrolladora como la alternativa para ese conjunto de votantes, lo que, correlativamente, hace que UPyD vaya hacia abajo. Esas tendencias ya han tomado posesión de la vida social y política, y yo no creo que vayan a cambiar, porque las variables no van a hacerlo. Rosa Díez seguirá machacando con sus inapelables argumentos, que cada vez, sin embargo, la gente oirá con más sordina y como si la voz se fuera alejando, y Albert Rivera conseguirá que parezca bien todo lo que diga, aunque a un oído atento le resaltarán sus deficiencias. Como patético recurso final, los dirigentes de UPyD aún tratarán de defenderse diciendo que están siendo víctimas de una conspiración de Ciudadanos, aliados con la prensa, el PP y vete a saber qué más enviados del Averno. Es el último argumento que hace que un servidor sea pesimista a la hora de pensar que UPyD se pueda regenerar: si la culpa la tienen otros, no hay nada que modificar ni corregir. El medio, al final, se habrá cargado el mensaje.

sábado, 31 de mayo de 2014

El descrédito de la realidad: de Guillermo de Ockham a Podemos

 (Artículo seleccionado por el equipo de la plataforma Paperblog en su Revista Política - http://es.paperblog.com/politica/ )
   
     No fue Calderón el que inició ese descrédito con aquello de que la vida es sueño y, por tanto, la realidad externa una simple dependencia de ese sueño. Ni siquiera fue un exponente demasiado significativo de ese proceso que, desde una siniestra sombra, acompaña al hombre occidental a lo largo de la historia. Sí lo fue, por el contrario, Guillermo de Ockham, que dividió la realidad en dos: una de ellas es la que estrictamente reside en los objetos mundanos y que detectan los sentidos; del trato excluyente con esa parcela de la realidad surgió el empirismo. La otra realidad era la que daba al mundo interior, dirigido primero por la fe y después por las composiciones que hacía la imaginación en general, y esa realidad interna no tenía ya que rendir cuentas a la realidad de los sentidos; de allí surgió el racionalismo. Lo cierto es que ni una ni otra, por sí solas, son la realidad stricto sensu, que necesita de ambas para configurarse: yo soy yo y mi circunstancia, en indisoluble interacción. Pero aquella escisión, aquella doble hemiplejia, aunque permitió importantes desarrollos en el conocimiento de las cosas, trajo consigo también, y no pocas, consecuencias dramáticas.

     Y así, por ejemplo, del racionalismo surgió el pensamiento utópico, el que conduce a la conformación de más o menos caprichosos mundos imaginarios, que se proponen como arbitraria alternativa al mundo real. “La propensión utópica [nacida de un racionalismo remontable a Grecia] –dice Ortega– ha dominado en la mente europea durante toda la época moderna: en ciencia, en moral, en religión, en arte. Ha sido menester de todo el contrapeso que el enorme afán de dominar lo real, específico del europeo, oponía para que la civilización occidental no haya concluido en un gigantesco fracaso. Porque lo más grave del utopismo no es que dé soluciones falsas a los problemas –científicos o políticos– sino algo peor: es que no acepta el problema –lo real– según se presenta; antes bien, desde luego –a priori– le impone una caprichosa forma”. Así, a partir del Renacimiento, empezaron a aparecer destacados exponentes del pensamiento utópico: Tomás Moro, Bacon, Campanella… y Rousseau, el gran ariete que la modernidad arrojó contra el principio de realidad. El utópico lo es porque imagina, genera en su mente un prototipo de lo que, según él, debiera de ser la realidad,  y lo que auténticamente sea esta le parece, no algo reformable o mejorable, sino un error, una desviación, una injusticia que debe de ser sustituida sin contemplaciones por aquello que su imaginación ha previsto y preconizado. En suma, aplica a su trato con la realidad social criterios equivalentes a aquellos que el delirante pone en marcha en su microcosmos personal. Para Rousseau, todo lo que fue siendo la realidad desde que el hombre abandonó el paleolítico es un fraude, un engaño, algo perverso que hace que arrastremos cadenas de por vida.

     ¿De qué modo se fueron configurando las ideas de Rousseau hasta acabar convirtiéndose en la matriz del pensamiento utópico moderno? Para empezar a comprenderlo, cojamos lo que podemos considerar como un hecho primario de la realidad social: un hombre se encuentra con otro hombre y se produce entre ellos un intercambio, el uno da algo que tiene y recibe a cambio algo de lo que el otro disponía. Evolucionando, eso acaba convirtiéndose en libre comercio, en intercambio de propiedades, que, llegados al punto de gran complejidad que constituye la vida social actual, necesita de cauces, controles y prevención de abusos que habrán de tener en cuenta los legisladores. Pues bien, el punto de partida de las utopías que nacen en Rousseau fue la violencia intelectual con que este interpretó ese hecho primario, que entendió que estaba viciado de partida, pues para intercambiar algo, primero tiene que haber propietarios de ese algo, y la propiedad, para Rousseau, es un robo. Antes de que apareciera el intercambio, el hombre, según él, tenía que haber parado su evolución. No lo hizo, y así resulta que la historia de la civilización, toda ella, es la historia de una perversión. Esta desorbitada exageración interpretativa, sin embargo, prendió posteriormente en la mente de marxistas y anarquistas, todos ellos enemigos de aquella historia que comenzó con esa proyección del hombre sobre las cosas que llamamos propiedad, es decir, con el primer paso que dio la civilización. Mentes, pues, reaccionarias en grado extremo que, sin embargo, han conseguido colar su pensamiento utópico como el súmmum del progresismo.

     El utópico, pues, empieza por hacer una interpretación abusiva de los hechos; anclado en una emotividad regresiva, mira la historia con desconfianza y, aunque se presente como progresista, añora la vuelta atrás, hacia un idílico pasado que en realidad nunca existió. Impulsado por su necesidad de regresar al paraíso perdido, se siente obligado a intervenir sobre la sociedad no para ponerla a la altura de la creciente complejidad que va aportando el desarrollo histórico, sino para tratar de recuperar la simplicidad de los orígenes; en última instancia, la que prevaleció cuando aún no existía la propiedad privada. Situadas en la modernidad, esas mentalidades utópicas han acabado así tratando de convertir el estado, no en el medio que tienen las sociedades para administrar y regular la crecientemente compleja realidad social, sino en el instrumento para poner esa realidad patas arriba y adecuarla a sus presupuestos reaccionarios.

     Y en esas estamos: la interpretación abusiva que puso en marcha ese enemigo de la civilización que fue Rousseau, y según la cual toda propiedad es un robo, ha ingeniado un argumento añadido igualmente irrespetuoso con los hechos: si el estado –vienen a decir–, investidos sus políticos y funcionarios con las nuevas ideas, las que expresan el “nuevo” orden, sustituye con sus acciones a la iniciativa privada, eliminará el gasto añadido que supone el egoísmo en las interacciones humanas, así que lo mejor ha de ser sustituir la propiedad privada por la propiedad del estado, y la iniciativa privada por la planificación estatal. De ese modo, en vez de la ley de la oferta y la demanda que venía regulando naturalmente las interacciones de los hombres, aparece el político de turno y los funcionarios a sus órdenes planificando lo que, según ellos, debe de ser la realidad a través de sus órganos y funciones reguladoras: subvenciones aquí pero no allá, empresas públicas para producir no lo que la sociedad demande sino lo que la mente de los representantes del nuevo orden decidan que es adecuado, criterios educativos coherentes con los nuevos principios que han de sustituir a las intrínsecamente perversas iniciativas de los individuos… Y políticos, muchos políticos; y funcionarios, muchos funcionarios (incluidos los comisarios), que no tienen el encargo de administrar los recursos sociales, sino, sobre todo, la ingente tarea de sustituir la realidad por el nuevo orden que han imaginado sus mentes reaccionarias.

     El resultado está a la vista: la utopía correlaciona inevitablemente con el totalitarismo, y de esto el siglo XX dio ejemplos catastróficos suficientes, que todavía siguen emitiendo sus epígonos en el siglo XXI. Todos los totalitarismos tienen esa intención de base: sustituir la libre iniciativa por lo que exigen sus delirantes gestores, unas veces en nombre de la raza perdida o en peligro de perderse, otras en nombre de idílicas naciones inventadas, también supuestamente perdidas y que hay que recuperar, y otras en nombre de las clases explotadas que, supuestamente asimismo, representan el comunismo primitivo que nos arrebató la civilización. Dicho más claramente: en última instancia no hay diferencias sustanciales entre fascismo, nacionalismo y comunismo. Todos ellos son formas de intervencionismo abusivo sobre la realidad generadas por interpretaciones utópicas y reaccionarias.

     Lo expuesto hasta aquí permite explicar, para empezar, que en las elecciones al parlamento europeo de hace unos días, los extremismos (los utopismos) de derecha y de izquierda, extraídos de la misma raíz, coincidan en sus últimas pretensiones: detraer recursos de la iniciativa privada para que sean administrados por el estado, vale decir, por los gestores de sus respectivos “órdenes nuevos”. Podemos en España, Frente Nacional en Francia, Syriza en Grecia, Movimiento 5 Stelle en Italia... todos ellos exhiben unas propuestas que son muy parecidas en su formulación y están marcadas por un profundo estatismo: intervencionismo económico, nacionalizaciones, salida del euro, más gasto público, restricciones en el mercado laboral...  En Francia, España, Grecia o Italia, las cuentas públicas, tras muchos años de déficits públicos disparados, están al límite de su sostenibilidad. Y sin embargo, estos grupos lo que proponen es aumentar más aún el gasto público, clamando furiosos contra el “austericidio” de Angela Merkel. El colectivo Podemos incluso proclama el derecho a una renta básica para todos y cada uno de los ciudadanos por el mero hecho de serlo (todos tenemos derecho al paraíso que los inventores de la propiedad privada nos arrebataron). ¿De dónde se va a sacar el dinero? Muy fácil: para empezar, no pagando la Deuda pública. Después, saliendo del euro y regresando a la peseta, para poder así imprimir en España todo el dinero que haga falta. El Frente Nacional francés también dice en su programa: “Evitaremos que Francia sea esclava de su deuda, porque esto sería un suicidio económico y social". Tanto el Frente Nacional como Podemos o Izquierda Unida proponen la nacionalización de la banca, para que sea esta la que compre la deuda del Estado. Es decir, que los números rojos de los políticos sean avalados por parte de toda la ciudadanía a través de un sector financiero nacionalizado. Y también, que los políticos que se cargaron nuestras Cajas de Ahorro con sus despilfarros y su corrupción tengan en sus manos el control de toda la banca (desde luego, nadie explica la diferencia que habría entre estos nuevos comisarios que proponen ahora y aquellos que llevaron a la quiebra a las Cajas de Ahorro). No han inventado nada: la nacionalización de la banca era la primera exigencia en el programa de Falange Española en los años treinta del siglo pasado. Pablo Iglesias quiere que el BCE (Banco Central Europeo) se supedite "a las autoridades políticas", lo que incluiría "el apoyo a la financiación pública de los Estados a través de la compra directa de deuda pública en el mercado primario sin limitaciones". En suma, los gobiernos podrían gastar sin las restricciones actuales (que consisten, básicamente, en que los bancos amenacen con dejar de financiar porque no se fían de los que gastan), gracias a que el BCE  o el banco central nacional les facilitan todo el dinero que ellos pidan. Evidentemente, todos esos grupos utópicos hacen genéricas referencias a recortes en gastos políticos o privilegios para los partidos, pero son muchísimas más las partidas que proponen aumentar.

     Por último, para seguir incrementando el gasto público, lo que procederá será aumentar todavía más, mucho más, los impuestos, esto es, que sigan pasando recursos de la economía productiva a la administración estatal (ahora mismo, más del 50 % de la economía ya la administra el estado), mejor dicho, a la construcción del nuevo orden aprovechando el aparato estatal. En fin, que para un utópico lo fundamental es su intención de regresar al paraíso perdido; la realidad, por las buenas o por las malas, ya encontrará la manera de doblegarse y supeditarse a esa intención.

     Todos estos partidos utópicos están de acuerdo: el papel del estado en la economía debe incrementarse. Y mucho. Por eso, Podemos pide la "recuperación del control público en los sectores estratégicos de la economía: telecomunicaciones, energía, alimentación, transporte, sanitario, farmacéutico y educativo, mediante la adquisición pública de una parte de los mismos". Syriza mantiene propuestas similares. Y el FN no podía ser menos: “Exigimos una renegociación de los tratados de libre comercio que ponga fin al dogma de la libre competencia que en realidad es la ley de la jungla”.

     La experiencia, ese valor que nos ayuda a relacionarnos con los hechos, viene desde hace mucho tiempo demostrando que estas propuestas utópicas que desplazan la realidad para sustituirla por los caprichos reaccionarios que genera la imaginación son pavorosamente destructivas. Para empezar, destruyen la economía de los pueblos que son infectados por el delirio de estos nuevos matemáticos que insisten en que dos más dos son tropecientos. Sin embargo, como en las enfermedades bipolares, antes de hundirse en la depresión, los pueblos infectados por el utopismo pueden ser víctimas de un delirio maníaco que les llene de entusiasmo ante la perspectiva de que sus problemas están a punto de acabarse. Pero la realidad, eso que, por un rato e igual que le ocurría a Calderon, parecía una simple y maleable ensoñación, acaba finalmente mostrando que estaba hecha de fenómenos sólidos, pesados, ineludibles. Los mismos contra los que quienes quisieran vivir en las nubes acaban dándose de bruces.