sábado, 14 de noviembre de 2015

Sacamantecas de izquierdas y de derechas versus liberalismo

     El punto del que ha de partir todo liberal a la hora de valorar la acción política es el que resume el apotegma de que el poder corrompe o, al menos, permite que quien lo detenta actualice su previo potencial de corrupción. Idea que hay que complementar con esta otra: incluso cuando es inevitable, dejar en manos de un político la posibilidad de administrar un patrimonio equivale a sustraer la dinámica económica y social a sus genuinos protagonistas, los ciudadanos, la iniciativa privada, para subordinarla a los criterios, en última instancia arbitrarios, de ese político. Existe, por un lado, una ley objetiva que rige la marcha de la sociedad: la ley de la oferta y la demanda, alguien quiere algo y entra en relación comercial con quien se lo ofrece. Y existe otra forma alternativa de conducir esta que sería la dinámica social básica, la que partiendo de que esa ley de la oferta y la demanda es intrínsecamente perversa puesto que genera abusos y desigualdades, es preciso subordinarla a la planificación decidida desde las esferas del poder político. ¿Desde qué tipo de premisas ha de ponerse en marcha esa planificación? En última instancia, subjetivas y arbitrarias, decididas a partir de los presupuestos ideológicos o meramente personales de quien detenta el poder. Así, por ejemplo, el político de turno puede decidir (de hecho, lo está haciendo) que el que no se lleguen a atender suficientemente las necesidades derivadas de las situaciones de dependencia de enfermos y personas mayores es un hecho a relativizar, porque también hay que subvencionar a cineastas como Fernando Trueba y compañía, o a las televisiones públicas (mucho más caras que las privadas) que sirven para la propaganda de los gobernantes, o a las empresas de automóviles en vez de a los fabricantes de lavadoras, o a estructuras institucionales que prácticamente sirven solo como pesebre para políticos, como ocurre con el Senado, las Diputaciones o las embajadas de las Comunidades Autónomas… y quizás el presupuesto no llegue para todo.
Ilustración: Samuel Martínez Ortiz
     Entre los políticos más antiliberales e intervencionistas del actual panorama político español, están los partidos de extrema izquierda; son los más hostiles a las leyes del mercado (las que se basan en la conjunción de la oferta y la demanda) y los más favorables a la planificación, es decir, al incremento de políticos y funcionarios que vengan a sustituir a la iniciativa privada. Ya tenemos ejemplos concretos suficientes a estas alturas de lo que significa llevar a la práctica estos presupuestos intervencionistas y del modo en que el particular arbitrio de los políticos a la hora de administrar el presupuesto público sustituye a la libre iniciativa regida por la ley de la oferta y la demanda; Ahora Madrid, la coalición que desde hace unos meses gobierna en el Ayuntamiento de la capital, nos proporciona ya varios ejemplos de todo ello. Pasemos a enumerar algunos: el consistorio madrileño ha multiplicado por veinte  el gasto en cooperación internacional (de medio millón de euros a 12 millones presupuestados para 2016), es decir, que tal gasto sufre un aumento del 2.117 %, que presumiblemente se traducirá, en gran medida, en subvenciones a países con gobiernos ideológicamente afines. Otra reciente intervención hecha al libre arbitrio de los actuales planificadores ha sido la de ceder espacios públicos del Ayuntamiento al movimiento okupa; de hecho, se tiene presupuestado un gasto de dos millones de euros para la reforma del palacete de Alberto Aguilera, que podría cederse a los okupas del Patio Maravillas. Asimismo y por otro lado, la alcaldesa Carmena ha destinado 350.000 euros a acondicionar el Palacio de la Cibeles, sede de la Alcaldía, un palacio en el que quien fue también alcalde, Alberto Ruiz –Gallardón, ya había gastado, según documentación oficial, 140 millones de euros hace solo un par de legislaturas, se supone que para dejarlo suficientemente acondicionado, incluso para quienes utilizan el baremo comparativo del lujo asiático. Otro ejemplo más nos lo ofrece el capítulo de gasto dedicado por el Ayuntamiento de la capital a “asociaciones” y “coordinación territorial”, que pasa de tener consignados 3,5 millones de euros a disponer de 36 millones, es decir, que sufre una aumento del 908 %; naturalmente, es de prever que sean las asociaciones, asambleas de barrio y foros diversos vinculados a Ahora Madrid los que más se beneficiarán de tal subida. En general, independientemente del destino que se le dé, el presupuesto de gasto del Ayuntamiento de Madrid, que tiene ya una deuda pública que llega a 1.876 euros por cada habitante de la capital, crece para 2016 en un 1,9 %, en total 83,9 millones de euros.
     Correlativamente, y para atender gastos como los expuestos, el Ayuntamiento madrileño ha decidido entre otras cosas eliminar la bonificación fiscal que disfrutaban más de 5.000 familias numerosas madrileñas, que tendrán que pagar 200 euros más al año. Asimismo, el IBI que soportan las grandes empresas, que ya era muy elevado, subirá en un 10%. En general, solo hay una manera de llevar adelante un incremento en el gasto público: subir los impuestos. Pero lo más decisivo a la hora de valorar medidas de gasto público como las referidas es que no están sometidas a ningún criterio objetivo, sino solo sometidas al libre arbitrio de los políticos.
     ¿Y cómo se evitan esas arbitrariedades? Solo de una forma: evitando (en lo posible) a los políticos. Si los políticos acaparan poder de decisión sobre asuntos económicos interfiriendo en lo que la ley de la oferta y la demanda estipula, caerán fatalmente en el despilfarro, la arbitrariedad y la corrupción. No se trata, pues, de simplemente controlar al poder (habitualmente es el poder el que controla todo lo demás), sino de limitarlo al máximo. Al final, como venimos sugiriendo, las opciones son dos: la liberal, para la cual la ley de la oferta de la demanda (el mercado) debe de regir en lo sustancial la dinámica económica de la sociedad y dejar que el estado atienda exclusivamente necesidades sociales (incluyendo en ellas las que se derivan de aspectos de la organización social que difícilmente puede atender esa ley, como la necesidad de contar con unas fuerzas armadas y de policía, un aparato de Justicia, una representación exterior o garantizar la atención sanitaria) y la intervencionista (de izquierdas o de derechas), para la cual el mercado es generador de desigualdades o errores y se hace preciso sustituir la iniciativa privada por una planificación ejercida por burocracias estatales, es decir, por políticos.
     Efectivamente, la iniciativa privada genera acumulación de capital, y por tanto, desigualdades (no todos tienen la misma capacidad de iniciativa para empezar); en la misma medida, la planificación es fuente de arbitrariedad y corrupción. ¿Debemos, pues, sustituir empresarios por burócratas para que no haya desigualdades o lo que se ha de hacer es sustituir a políticos por emprendedores (hacer, pues, que prevalezca la ley de la oferta y la demanda) para que no haya despilfarro, corrupción y arbitrariedad? ¿El capital acumulado debe de administrarlo aquel que lo genera o los políticos, que normalmente, a partir de un cierto nivel, nunca han dirigido una actividad productiva porque suelen haberse dedicado desde siempre a la política? La extrema izquierda se presenta como supuesta alternativa frente a la casta política, pero está dispuesta a ocupar las mismas poltronas que ocupaban los políticos anteriores, incluso aumentándolas; ¿y no es la pertenencia a la casta política uno más de los viejos trucos que de toda la vida de Dios se han montado las minorías privilegiadas de turno que siempre han estado dispuestas a vivir a costa de los auténticos productores de riqueza? Antiguamente, era la sangre la que legitimaba a la minoría de los nobles y los monarcas para vivir a costa de los demás. Otra casta privilegiada a lo largo de la historia ha sido la eclesiástica, que supuestamente avalada por el mismo Dios, se ha sentido dispensada de la obligación de crear riqueza, aunque no de consumirla en forma de subvenciones y privilegios fiscales. Hoy la coartada para mantener a las principales minorías privilegiadas, la clase política y la sindical, es “el bien del pueblo”. Sigue siendo un fácil recurso para que una casta compuesta demasiado a menudo de iletrados y no menos veces de desaprensivos sangren vía impuestos, tasas, multas y trucos recaudatorios varios a la mayoría para emplear el dinero a su arbitrio (a su antojo), y de paso nutrir sus bolsillos habitualmente muy por encima de lo que sus méritos aconsejarían.
     En conclusión: cuantos más políticos y burócratas, más ruina para los pueblos. Los regímenes contemporáneos que más han gastado en regidores, es decir, los subyugados por el totalitarismo, han acabado indefectiblemente devastando a sus países. Por el contrario, donde ha podido discurrir la libre iniciativa, se ha prosperado. Cualquier toma de decisión a la hora de emitir un voto debería de tener en cuenta esta evidencia.

7 comentarios:

  1. Si es verdad que los buenos textos son aquellos que generan preguntas, tu artículo puede decirse que es magnífico. Así que voy a exponerte mis interrogantes lo más ordenadamente posible partiendo de una base de acuerdo: que "el poder corrompe", complementado por "y el poder absoluto corrompe absolutamente" (y ratificado por alguna rara excepción), más que una apotegma es un axioma compartido por todo el orbe, liberales incluidos.
    Tu siguiente párrafo suscita mi primera duda. Tú dices: "dejar en manos de un político la posibilidad de administrar un patrimonio equivale a sustraer la dinámica económica y social a sus genuinos protagonistas, los ciudadanos, la iniciativa privada, para subordinarla a los criterios, en última instancia arbitrarios, de ese político":
    Mis dudas: ¿Es lo mismo la 'iniciativa ciudadana' que la 'iniciativa privada'? ¿La iniciativa ciudadana, en nuestro Estado de derecho, tiene alguna vía de expresión que no sean los agentes sociales, los cuales son de alguna manera subsidiarios de un poder político democráticamente elegido? ¿Es justo y prudente dejar la dinámica social en manos de la iniciativa privada? ¿Es menos arbitraria la iniciativa privada que la pública? ¿Y más legítima?
    A continuación afirmas: "Existe, por un lado, una ley objetiva que rige la marcha de la sociedad: la ley de la oferta y la demanda, alguien quiere algo y entra en relación comercial con quien se lo ofrece. Y existe otra forma alternativa de conducir esta que sería la dinámica social básica, la que partiendo de que esa ley de la oferta y la demanda es intrínsecamente perversa puesto que genera abusos y desigualdades, es preciso subordinarla a la planificación decidida desde las esferas del poder político. ¿Desde qué tipo de premisas ha de ponerse en marcha esa planificación? En última instancia, subjetivas y arbitrarias, decididas a partir de los presupuestos ideológicos o meramente personales de quien detenta el poder".
    Mis interrogantes: La ley de la oferta y la demanda, ¿es tan objetiva hoy, dentro del marco capitalista, como lo era originariamente, antes del Renacimiento? ¿El Mercado, se dedica realmente a satisfacer nuestras necesidades? ¿O más bien, en gran manera, a crearlas? ¿Es más subjetiva y arbitraria la planificación del Estado que la del Mercado? ¿El Mercado no tiene ideología? ¿El político no ha sido elegido democráticamente en base, precisamente, a las premisas de su ideología y personalidad para que planifique la dinámica social y económica…?
    Por no extenderme más: Por supuesto que nuestra democracia es tan imperfecta como para que tú y yo, dejando de lado actividades más productivas o placenteras, nos hayamos visto impelidos a militar en el mismo partido, ése que tenía como premisa la regeneración democrática (y los dos lo hayamos abandonado al comprobar su anquilosamiento). Pero, pienso yo, de ahí a dar a entender que sufrimos un gobierno estalinista o bananero va un trecho (teniendo en cuenta, por cierto, que en las repúblicas bananeras es donde podemos contemplar a sabor la plena objetividad de la Ley de la Oferta y la Demanda en todo su planificado esplendor, ya sabes: "alguien quiere algo y entra en relación comercial con quien se lo ofrece").
    Los políticos son como son, seres humanos. Y toda democracia que se precie no debe elegir a buenas personas, honradas y cabales. Tiene que partir de la premisa universal de que "el poder corrompe" a un santo, y arbitrar los correspondientes mecanismos de control. Para empezar, los de la separación de los tres poderes. Para seguir, imponiendo la democracia interna en los partidos políticos. Y para terminar, situando fuera de la ley a toda asociación cuyos objetivos declarados o comprobados sean antidemocráticos.
    Encantado, como siempre, de seguirte y poder plantearte los interrogantes que sabes inspirar.

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    1. Pensando en algunas posibles derivaciones de la ley de la oferta y la demanda, me he acordado, querido Ángel, de la inmortal película de “El Padrino”, concretamente de la escena en que Vito Corleone le dice a su ahijado Johnny Fontane (un famoso cantante que, teóricamente, representaba a Frank Sinatra, que había acudido a su Padrino a ver qué podía hacer ante el rechazo de una productora a darle un papel para una película) aquello de “le haré una oferta que no podrá rechazar”. Está claro que, como demostraría este caso, no todo vale, no todo lo que parecería o pretendería hacerlo encaja con justicia en esa ley.

      Ninguna de las reglas por las que se rige la convivencia humana es perfecta. Quien hace la ley, hace la trampa, incluso aquí. Pero yo no me atrevería a interferir demasiado, aun cuando se derive de esa espontánea regulación lo que a la mayoría podría parecerle graves perjuicios. ¡Es todo tan relativo! Tengo, por ejemplo, amigos consumidores habituales de marihuana –y, dicho sea de paso, militantes furibundos contra la prevalencia de las leyes del mercado– que estarían encantados de que los planificadores de lo público dejaran de intervenir en ese ámbito mercantil y legalizaran la venta de droga. A mí incluso me parece gravemente dañina para la salud la comida basura, incluso la televisión basura, pero ¿se deberían prohibir estos abusos de la oferta mientras haya una demanda de tales porquerías? ¿Quién dictaría los criterios morales que marcaran cuál debería ser el comportamiento adecuado de la gente? En el lado opuesto, yo veo que hay (“habemos”) un número de excéntricos suficientes que demanda que en las aulas se enseñe filosofía; ¡pues no te fastidia que han cogido los planificadores y han decidido no ofertarla en los centros de enseñanza…!

      Y no digo que esos planificadores no hayan sido elegidos democráticamente, e incluso que no estén obligados a elaborar un criterio desde el que formalizar un tipo de enseñanza (y puede que también de otras cosas) más o menos común para todos los ciudadanos. No es posible que un país se rija siguiendo la regla de que cada cual pueda hacer lo que quiera en todos los ámbitos, incluso contando con el presupuesto de que no perjudique a los demás. Pero quería resaltar que tiene mucho peligro interferir en ese juego de la oferta y la demanda. A Podemos –es otro ejemplo– también le he oído proponer, por boca de Pablo Iglesias, que hay que evitar que la prensa privada, movida por espurios intereses económicos, diga lo que quiera en sus medios, que siempre estará contaminado por esos intereses. O sea, más o menos, que hay que crear un Ministerio de la Verdad que regule la oferta informativa.

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    2. En fin, yo creo que los liberales puros no existen, o son una minoría bastante folclórica; todo es cuestión de un más o menos. Y a mí, que me siento liberal, me parece que, desde luego, hay que poner un marco legal para evitar excesos, abusos o deficiencias del mercado, pero que esas restricciones deben de ser mínimas. Los socialdemócratas, por el contrario (no tan contrario a la postre; en el fondo, Ángel, somos unos transversales), creéis que gente elegida democráticamente está por ello suficientemente avalada para decidir por mí, o por quien sea, lo que debo o no demandar. Y yo, de esto, pues lo mínimo. Que si a mí me parece bien adquirir algo, prefiero que el mercado genere ofertantes suficientes y que compitan entre ellos. Incluso que si alguien me oferta algo antes de que yo lo demande, que me dejen descubrir si me resulta apetecible o no, que hay muchas cosas que me quedan por descubrir. Porque a la hora de poner obstáculos a esa ley de la oferta y la demanda está muy difícil saber cuáles son las líneas rojas. ¿Qué prohibimos? ¿El juego? ¿Las drogas? ¿La prensa privada? ¿La existencia de pisos vacíos porque a un particular se le ocurrió invertir en uno en vez de gastarse el dinero en viajes por el mundo?... Delicadísimo problema este, pues. Y la verdad es que, como argumento en el artículo de ahí arriba, tengo muy pocos motivos para fiarme de los planificadores.

      ¡Ah!, y lo que suele caracterizar a las repúblicas bananeras, a mí me parece que es la existencia de unos gorilas especializados en el “¡Exprópiese!”. La libre empresa, por el contrario, ha caracterizado habitualmente a los países más prósperos.

      Un placer verte de nuevo por aquí, Ángel, no hace falta ni decirlo.

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  2. Casi no he superado el desconcierto producido por tus puntualizaciones! Y bajo el asombro provocado por tu faceta mundana y burguesa, contrapunto de la cara A, monástica y erudita, me han venido a las mientes unas lecturas de hace unos años sobre el tema en cuestión. Me ha costado encontrarlas porque pensaba que tenía el libro, pero no, eran fotocopias sacadas de no sé donde. Gracias a ti recupero su interesante lectura. Gracias por ello! Se trata de un texto de Alain Touraine: ¿Qué es la democracia? Con lo cual, además, congeniamos con la lamentable actualidad. Y empieza así:
    «… Creemos que la democracia hoy en día se impone como la forma normal de organización política, como el aspecto político de una modernidad cuya forma económica es la economía de mercado y cuya expresión cultural es la secularización. Pero esta idea, por más tranquilizadora que pueda ser para los occidentales, es de una ligereza que debería inquietarlos. Un mercado político abierto, competitivo, no es plenamente identificable con la democracia, así como la economía de mercado no constituye por sí misma una sociedad industrial. En los dos casos, puede decirse que un sistema abierto, político o económico, es una condición necesaria pero no suficiente de la democracia o del desarrollo económico; no hay, en efecto, democracia sin libre elección de los gobernantes por los gobernados, sin pluralismo político, pero no puede hablarse de democracia si los electores sólo pueden votar entre dos facciones de la oligarquía, del ejército o del aparato del Estado. Del mismo modo, la economía de mercado asegura la independencia de la economía con respecto a un Estado, una Iglesia o una casta, pero hace falta un sistema jurídico, una administración pública, la integración de un territorio, empresarios y agentes de redistribución del producto nacional para que deuda hablarse de sociedad industrial o de crecimiento endógeno (self-sustainning growth).
    En la actualidad muchos signos pueden llevarnos a pensar que los regímenes llamados democráticos se debilitan tanto como los regímenes autoritarios, y están sometidos a exigencias del mercado mundial protegido y regulado por el poderío de Estados Unidos y por acuerdos entre los tres principales centros de poder económico. Este mercado mundial tolera la participación de unos países que tienen gobiernos autoritarios fuertes, de otros con regímenes autoritarios en descomposición, de otros, aún, con regímenes oligárquicos y, por último, de algunos cuyos regímenes pueden considerarse democráticos, es decir donde los gobernados eligen libremente a los gobernantes que los representan.
    En retroceso de los Estados, democráticos o no, entraña una disminución de la participación política y lo que justamente se denominó una crisis de la representación política. Los electores ya no se sienten representados, lo que expresan denunciando a una clase política que ya no tendría otro objetivo que su propio poder y, a veces, incluso el enriquecimiento personal de sus miembros. La conciencia de ciudadanía se debilita, ya sea porque muchos individuos se sienten más consumidores que ciudadanos y más cosmopolitas que nacionales, ya porque, al contrario, cierto número de ellos se sienten marginados o excluidos de una sociedad en la cual no sienten que participan, por razones económicas, políticas, étnicas o culturales.
    La democracia así debilitada, puede ser destruida, ya sea desde arriba, por un poder autoritario, ya desde abajo, por el caos, la violencia y la guerra civil, ya desde sí misma, por el control ejercido sobre el poder por oligarquías o partidos que acumulan recursos económicos o políticos para imponer sus decisiones a unos ciudadanos reducidos al papel de electores...»
    Saludos cordiales!

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  3. «… Aceptemos con Norberto Bobbio, entonces, definir a la democracia por tres principios institucionales: en primer lugar como “un conjunto de reglas (primarias o fundamentales) que establecen quién está autorizado a tomar las decisiones mediante qué procedimientos (Il futuro della democrzcia, 5); a continuación, diciendo que un régimen es tanto más democrático cuanto una mayor cantidad de personas participa directa o indirectamente en la toma de decisiones; por último, subrayando que las elecciones a hacer deben ser reales. Aceptemos también decir con él que la democracia descansa sobre la sustitución de una concepción orgánica de la sociedad por una visión individualista cuyos elementos principales son la idea de contrato, el reemplazo del hombre político según Aristóteles por el homo oeconomicus y por el utilitarismo y su búsqueda de la felicidad para el mayor número. Pero después de haber planteado estos principios “liberales”, Bobbio nos hace descubrir que la realidad política es muy diferente del modelo que acaba de proponerse: las grandes organizaciones, partidos y sindicatos, tienen un peso creciente sobre la vida política, lo que a menudo quita toda realidad al pueblo “supuestamente soberano”; los intereses particulares no desaparecen ante la voluntad general y las oligarquías se mantienen. Por último, el funcionamiento democrático no penetra en la mayor parte de los dominios de la vida social, y el secreto, contrario a la democracia, sigue desempeñando un papel importante; detrás de las formas de la democracia se constituye cuando un gobierno de los técnicos y los aparatos. A esas inquietudes se agrega un interrogante más fundamental: si la democracia no es más que un conjunto de reglas y procedimientos, ¿por qué los ciudadanos habrían de defenderla activamente? Sólo algunos diputados se hacen matar por una ley electoral.
    Es preciso concluir que la necesidad de buscar, detrás de las reglas de procedimiento que son necesarias, e incluso indispensables para la existencia de la democracia, cómo se forma, se expresa y se aplica una voluntad que representa los intereses de la mayoría al mismo tiempo que la conciencia de todos de ser ciudadanos responsables desorden social. Las reglas de procedimiento no son más que medios al servicio de fines nunca alcanzados pero que deben dar su sentido a las actividades políticas: impedir la arbitrariedad y el secreto, responder a las demandas de la mayoría, garantizar la participación de la mayor cantidad posible de personas en la vida pública. Hoy, cuando retroceden los regímenes autoritarios y han desaparecido las “democracias populares” que no eran sino dictaduras ejercidas por un partido único sobre un pueblo, ya no podemos contentarnos con garantías constitucionales y jurídicas, en tanto la vida económica y social permanecería dominada por oligarquías cada vez más inalcanzables…»

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  4. Por último, y entrando de lleno en tus comentarios:
    «El sujeto es el esfuerzo de transformación de una situación vivida en acción libre; introduce libertad en lo que en principio se manifestaba como unos determinantes sociales y una herencia cultural.
    ¿Cómo se ejerce esta acción de la libertad? ¿Es puro no compromiso, repliegue en la conciencia de sí, meditación del ser? No; lo propio de la sociedad moderna es que esta afirmación de la libertad se expresa antes que nada por la resistencia a la dominación creciente del poder social sobre la personalidad y la cultura. El poder industrial impuso la normalización, la organización llamada científica del trabajo, la sumisión del obrero a cadencias de trabajo impuestas; luego, en la sociedad de consumo, el poder impuso el mayor consumo posible como signo de participación; por su lado, el poder político movilizador impuso unas manifestaciones de pertenencia y lealtad. Contra todos esos poderes que como ya lo anuncia Tocqueville, constriñen a los espíritus aún más que a los cuerpos, que imponen una imagen de sí y del mundo más que el respeto a la ley y el ordenamiento, el sujeto resiste y se afirma al mismo tiempo mediante su particularismo y su deseo de libertad, es decir de creación de sí mismo como actor, capaz de transformar su medio ambiente.
    La democracia no es únicamente un conjunto de garantías institucionales, una libertad negativa. Es la lucha de unos sujetos, en su cultura y su libertad, contra la lógica dominadora de los sistemas; es, según la expresión propuesta por Robert Fraisse, la política del sujeto. El gran cambio es que a comienzos de la época moderna, cuando la mayoría de los seres humanos estaban confinados en colectividades restringidas y sometidas al peso de los sistemas de reproducción más que a la influencia de las fuerzas productivas, el sujeto se afirmó, identificándose con la razón y el trabajo, mientras que en las sociedades invadidas por las técnicas de producción, de consumo y de comunicación de masas, la libertad se separa de la razón instrumental, con el riesgo, a veces de volverse contra ella, para defender o recrear un espacio de invención al mismo tiempo que de memoria, para hacer aparecer un sujeto que sea, a la vez, ser y cambio, pertenencia y proyecto, cuerpo y espíritu. Para la democracia, la gran cuestión pasa a ser defenderse y producir la diversidad en una cultura de masas…».

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    1. No veo, amigo Ángel, que pueda haber discrepancias sustanciales entre lo que dice Alain Touraine y lo que yo he defendido aquí. Estoy de acuerdo, desde luego, en que la marcha del mercado debe de estar enmarcada en un contexto político democrático. Y también creo que ambas dinámicas, la política y la económica, pueden generar inercias negativas que desemboquen en monopolios o en corrupción; el factor humano es un elemento a vigilar siempre, porque tiene mucho peligro. ¿Cómo organizar esa labor de vigilancia? En última instancia, dando poder ejecutivo a los individuos, que no sean aplastados por poderes omnímodos que les impongan criterios ajenos a los que ellos decidirían si optaran libremente. Extraigo de tus comentarios esta cita de Touraine: “lo propio de la sociedad moderna es que esta afirmación de la libertad se expresa antes que nada por la resistencia a la dominación creciente del poder social sobre la personalidad y la cultura”. Y también las palabras con las que cierras tus comentarios: “Para la democracia, la gran cuestión pasa a ser defenderse y producir la diversidad en una cultura de masas”. El peligro, pues, es el de los monopolios y el de la burocracia política invasora y usurpadora del ámbito de decisiones que deben corresponder a los individuos.

      No sé si hay algún asunto en el que quepan matices a ese estar de acuerdo que siento con lo que expones. Tal vez en eso del consumo provocado y dirigido. Sí que acepto que hay límites a la producción de bienes de consumo que deben de establecerse desde un criterio de sostenibilidad. Creo que la única manera de caminar hacia ello es a través de un proceso de regeneración mental y cultural. Pero por otro lado, pienso que uno debe de estar preparado para que el mercado le oferte cosas interesantes en las que a lo mejor ni había reparado que pudieran existir. Cuando era yo joven, ni a mí ni a nadie se nos hubiera ocurrido que alguna vez alguien me pudiera ofertar ordenadores personales, conexiones a internet o teléfonos móviles. Benditos sean quienes hicieron que esos artículos pasaran de no ser demandados a ser de consumo general.

      En resumen, que cuando la libre iniciativa funciona, las cosas van bien, y dejan de hacerlo cuando las oligarquías económicas y políticas interrumpen la buena marcha de esa libre iniciativa.

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