domingo, 29 de noviembre de 2015

La falacia del multiculturalismo

     Las civilizaciones no surgen de la noche a la mañana, son resultado de un proceso histórico acumulativo que en el caso de Occidente ha ocupado hasta ahora 2.600 años de larga y densa evolución. El primer paso de la misma tuvo lugar en Grecia, donde se dio el gran salto que supuso la superposición del pensamiento racional, fundamentado en la abstracción y el uso de los conceptos, al pensamiento mítico, que no utiliza el silogismo ni los conceptos a la hora de construir la forma de estar en el mundo, sino que refiere esta a la imitación de un modelo arquetípico instaurado en el tiempo original y que no es sometido a análisis o valoración, sino que simplemente es acatado. En el caso del Islam, ese modelo está transcrito en el Corán. “El mito –dice el que quizás haya sido el más importante historiador de las religiones, Mircea Eliade– (…) relata un acontecimiento que ha tenido lugar en el tiempo primordial, el tiempo fabuloso de los ‘comienzos’ ”. Dice también Eliade: “El hombre de las culturas tradicionales no se reconoce como real sino en la medida en que deja de ser él mismo (para un observador moderno) y se contenta con imitar y repetir los actos de otro. En otros términos, no se reconoce como real, es decir, como ‘verdaderamente él mismo’ sino en la medida en que deja precisamente de serlo”. Este hombre arcaico solo se siente ser, pues, en la medida en que consigue encajar en el molde generalizador diseñado por el arquetipo mítico, no cuando toma contacto con su propia y personal fuente de decisiones. Y contrastando esta manera de pensar propia del hombre primitivo con la del hombre civilizado, dice el psiquiatra y filósofo Carl Gustav Jung: “El pensamiento tiene para el primitivo carácter visionario y auditivo y por ello carácter de revelación (…) Nos sorprenden las supersticiones del primitivo sencillamente porque en nosotros se ha logrado una amplia asensualización de la imagen psíquica, es decir, hemos aprendido a pensar ‘abstractamente’ ”.

ILUSTRACIÓN: SAMUEL MARTÍNEZ ORTIZ

     A esa capacidad que, en el camino de superar el pensamiento mítico, los griegos nos transmitieron mostrándonos el que conduce al razonamiento abstracto, añadió la historia de nuestra civilización la aportación de Roma, el Derecho, es decir, el sometimiento al principio de legalidad. Y el otro componente fundamental de nuestra civilización lo añadió el cristianismo: puesto que el pensamiento racional trabaja con conceptos, con abstracciones, y la ley atiende solo casos generales, quedaban aún sin atender por griegos y romanos las personas individuales y sus destinos particulares. Criticando a los estoicos, que representaban el exclusivo acatamiento a la razón abstracta, a la ley general, decía San Justino, uno de los Padres de la Iglesia, dando expresión a la aportación del cristianismo a nuestra civilización: “Evidentemente, ellos (los estoicos) intentan convencernos de que Dios se ocupa del universo en su conjunto, de los géneros y de las especies. Pero si no se ocupara de mí o de ti, de cada cual en concreto, nosotros no le rezaríamos noche y día”. Sobre esta base, Guillermo de Ockham abrió las puertas en el siglo XIV a lo que en el XV sería el Renacimiento y poco después a la Reforma cuando afirmó que en la realidad no existen los conceptos, los cuales son un invento de la mente, solo existen los individuos, incluyendo en esa denominación a los fenómenos particulares, no solo a los seres humanos. Con ello, quedaba establecida la cosmovisión occidental como conjugación de una paradoja que vincula lo general y lo particular, la razón y la experiencia, lo abstracto y lo concreto.

     Gracias a aquella apertura a lo particular, a lo imprevisto, a lo novedoso que la perspectiva del hombre renacentista promovió, el mundo amplió sus fronteras enormemente y de una manera desconocida hasta entonces en la historia universal. “El hombre moderno –decía Ortega dando expresión a esta idea– vive asomado al mañana para ver llegar la novedad”. Y mientras que las otras culturas o civilizaciones se fueron quedando en las etapas previas, las propias del pensamiento mítico, Occidente vio nacer esa realidad inédita que era el individuo. Dice al respecto Carl Gustav Jung: “Cuanto más retrocedemos en el tiempo, con tanta mayor frecuencia vemos a la personalidad desvanecerse oculta bajo el manto de la colectividad. Y si descendemos tan lejos como para llegar a la psicología primitiva, nos encontraremos con que allí ni tan siquiera tiene sentido hablar de la idea de individuo. (…)  Lo que nosotros entendemos por la idea de ‘individuo’ constituye una conquista relativamente reciente en la historia del espíritu y la civilización humanas”. Erich Fromm concreta aún más: “La historia europea y americana desde fines de la Edad Media no es más que el relato de la emergencia plena del individuo”. Y Ortega completa la idea: “El llamado Renacimiento es, pues, por lo pronto, el esfuerzo por desprenderse de la cultura tradicional que, formada durante la Edad Media, había llegado a anquilosarse y ahogar la espontaneidad del hombre”. Con la irrupción del individuo se hizo posible más adelante la aparición de la democracia liberal y los derechos humanos.

     Los hombres arcaicos, los que siguen anclados en el pensamiento mítico, atrapados en su idea del eterno retorno a los orígenes como fórmula única y excluyente con la que expresar cuál debe ser el destino del hombre, están imposibilitados para incorporar la idea del tiempo lineal y del progreso. Como dice Eliade, “El hombre de las culturas arcaicas soporta difícilmente la ‘historia’ y (…) se esfuerza por anularla en forma periódica”. Mientras tanto, en Occidente la idea de progreso y de evolución fue incorporada plenamente desde Leibnitz (“en general, todo conspira hacia lo mejor”, decía en el friso de los siglos XVII y XVIII) y, posteriormente, con la Ilustración. Lo que, por ejemplo, hizo Darwin fue aplicar esa idea a la biología.

     Por otra parte, la atención a los hechos particulares permitió la aparición del empirismo, del experimentalismo y del método científico que están en el origen de la revolución científica y la posterior revolución tecnológica e industrial, esa que ha hecho posible nuestro actual modo de vida, incomparablemente superior a cualquier otro modo de vida habido en la historia del mundo.

     Bien, lo que estamos tratando de dejar mínimamente claro aquí es que Occidente es una civilización única en la historia universal y superior a cualquier otra, aunque para todos los que están hipnotizados con la idea del multiculturalismo y del diálogo de civilizaciones, esta sea una afirmación inaceptable. La idea hoy políticamente correcta de la multiculturalidad supone que todas las culturas o civilizaciones, tanto las que se mantienen en el estadio mental del pensamiento mítico como las que han evolucionado hacia la racionalidad y el pensamiento experimental, se sitúan a una misma altura, son simplemente maneras diversas de entender la realidad humana, pero ni mejores ni peores. Error lamentable ocasionado por el extravío que hoy están sufriendo tantas personas en Occidente, incapaces de entender lo que fundamenta su modo de vida, y mucho menos, defenderlo.

     La ablación del clítoris, la poligamia, el maltrato institucionalizado a la mujer, el ahorcamiento de los homosexuales, a veces incluso la prohibición de la música u otras manifestaciones artísticas… no son peculiaridades de unas civilizaciones diferentes a la nuestra que haya que respetar. Son formas de manifestarse la barbarie anterior a la civilización y que caracterizan a una gran parte de los países de cultura (es un decir) musulmana. No hay una media aritmética posible entre Occidente y el Islam, solo hay, a veces, islamistas, probablemente poco consecuentes, que viven de forma civilizada. Las estructuras mentales de gran parte de los individuos que viven sometidos a las enseñanzas del Islam son las propias del hombre arcaico que todavía no ha salido de la fase prerracional del pensamiento mítico, que no ha pasado por la gran revolución que supuso el Renacimiento, y, de ahí en adelante, la Ilustración o incluso esa paradójica fase de la cultura occidental que fue el Romanticismo. Las ideas de pensamiento abstracto, individuo, progreso, democracia, libertades… son ajenas a la cultura islámica genuina tal y como hoy existe en el mundo.

     La civilización musulmana tuvo su época dorada sobre todo en la España musulmana de los siglos IX al XI, y quedó plasmada en el pensamiento de grandes filósofos como Avicena o Averroes, que recogieron y prolongaron las enseñanzas de Aristóteles. Desde ahí podría haber evolucionado como lo hizo la Europa cristiana. No fue así, y el Islam ha quedado finalmente anclado mayoritariamente en aquel nivel del pensamiento mítico y prerracional. La cultura musulmana no ha vuelto a dar a luz nuevos filósofos. Ni tampoco, salvo en un nivel anecdótico, científicos relevantes. Un dato significativo a este respecto sería el del número de Premios Nobel concedidos a musulmanes: siete en total, de ellos cuatro Premios Nobel de la Paz (entre ellos, uno al terrorista Yasser Arafat), uno de Literatura, uno de Física y uno de Química. Esto, en una población de 1.400 millones de musulmanes. Algo querrá decir el dato, sobre todo si lo comparamos, por ejemplo, con los doce millones de judíos, que acumulan 169 Premios Nobel. Si la proporción fuera la misma, los musulmanes deberían de haber tenido 22.260 Premios Nobel.


     Si la civilización occidental es, efectivamente, superior a la islámica, la actitud dentro de Occidente habría de ser de respeto hacia las manifestaciones culturales de los musulmanes que no entren en contradicción con las occidentales, pero respecto de las demás, a los inmigrantes de esta religión y cultura que vengan a nuestros países habría de exigírseles la adaptación a nuestros valores. Es la única manera de prevenir que la barbarie acabe instalada en grandes parcelas de nuestras ciudades, con las consecuencias que hoy están haciéndose evidentes. No diálogo de civilizaciones, pues, sino diálogo entre civilizados y guerra a la barbarie.

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