Las civilizaciones no surgen de la noche a la mañana, son
resultado de un proceso histórico acumulativo que en el caso de Occidente ha
ocupado hasta ahora 2.600 años de larga y densa evolución. El primer paso de la
misma tuvo lugar en Grecia, donde se dio el gran salto que supuso la
superposición del pensamiento racional, fundamentado en la abstracción y el uso
de los conceptos, al pensamiento mítico, que no utiliza el silogismo ni los
conceptos a la hora de construir la forma de estar en el mundo, sino que
refiere esta a la imitación de un modelo arquetípico instaurado en el tiempo
original y que no es sometido a análisis o valoración, sino que simplemente es
acatado. En el caso del Islam, ese modelo está transcrito en el Corán. “El mito –dice el
que quizás haya sido el más importante historiador de las religiones, Mircea
Eliade– (…) relata un acontecimiento que ha tenido lugar en el tiempo primordial,
el tiempo fabuloso de los ‘comienzos’ ”. Dice también Eliade: “El
hombre de las culturas tradicionales no se reconoce como real sino en la medida
en que deja de ser él mismo (para un observador moderno) y se contenta con
imitar y repetir los actos de otro. En otros términos, no se reconoce como
real, es decir, como ‘verdaderamente él mismo’ sino en la medida en que deja
precisamente de serlo”. Este hombre arcaico solo se siente ser, pues,
en la medida en que consigue encajar en el molde generalizador diseñado por el
arquetipo mítico, no cuando toma contacto con su propia y personal fuente de
decisiones. Y contrastando esta manera de pensar propia del hombre primitivo
con la del hombre civilizado, dice el psiquiatra y filósofo Carl Gustav Jung: “El
pensamiento tiene para el primitivo carácter visionario y auditivo y por ello
carácter de revelación (…) Nos sorprenden las supersticiones del primitivo
sencillamente porque en nosotros se ha logrado una amplia asensualización de la
imagen psíquica, es decir, hemos aprendido a pensar ‘abstractamente’ ”.
ILUSTRACIÓN: SAMUEL MARTÍNEZ ORTIZ
A esa capacidad que, en el
camino de superar el pensamiento mítico, los griegos nos transmitieron mostrándonos
el que conduce al razonamiento abstracto, añadió la historia de nuestra
civilización la aportación de Roma, el Derecho, es decir, el sometimiento al
principio de legalidad. Y el otro componente fundamental de nuestra
civilización lo añadió el cristianismo: puesto que el pensamiento racional
trabaja con conceptos, con abstracciones, y la ley atiende solo casos
generales, quedaban aún sin atender por griegos y romanos las personas
individuales y sus destinos particulares. Criticando a los estoicos, que
representaban el exclusivo acatamiento a la razón abstracta, a la ley general,
decía San Justino, uno de los Padres de la Iglesia, dando expresión a la
aportación del cristianismo a nuestra civilización: “Evidentemente, ellos (los estoicos) intentan convencernos de que Dios
se ocupa del universo en su conjunto, de los géneros y de las especies. Pero si
no se ocupara de mí o de ti, de cada cual en concreto, nosotros no le
rezaríamos noche y día”.
Sobre esta base, Guillermo de Ockham abrió las puertas en el siglo XIV a lo que
en el XV sería el Renacimiento y poco después a la Reforma cuando afirmó que en
la realidad no existen los conceptos, los cuales son un invento de la mente,
solo existen los individuos, incluyendo en esa denominación a los fenómenos
particulares, no solo a los seres humanos. Con ello, quedaba establecida la
cosmovisión occidental como conjugación de una paradoja que vincula lo general
y lo particular, la razón y la experiencia, lo abstracto y lo concreto.
Gracias a aquella
apertura a lo particular, a lo imprevisto, a lo novedoso que la perspectiva del
hombre renacentista promovió, el mundo amplió sus fronteras enormemente y de
una manera desconocida hasta entonces en la historia universal. “El
hombre moderno –decía Ortega dando expresión a esta idea– vive
asomado al mañana para ver llegar la novedad”. Y mientras que las otras
culturas o civilizaciones se fueron quedando en las etapas previas, las propias
del pensamiento mítico, Occidente vio nacer esa realidad inédita que era el individuo. Dice al respecto Carl Gustav Jung: “Cuanto más retrocedemos en el
tiempo, con tanta mayor frecuencia vemos a la personalidad desvanecerse oculta
bajo el manto de la colectividad. Y si descendemos tan lejos como para llegar a
la psicología primitiva, nos encontraremos con que allí ni tan siquiera tiene
sentido hablar de la idea de individuo. (…)
Lo que nosotros entendemos por la idea de ‘individuo’ constituye una
conquista relativamente reciente en la historia del espíritu y la civilización
humanas”. Erich Fromm concreta aún más: “La historia europea y americana
desde fines de la Edad Media no es más que el relato de la emergencia plena del
individuo”. Y Ortega completa la idea: “El llamado Renacimiento es,
pues, por lo pronto, el esfuerzo por desprenderse de la cultura tradicional que,
formada durante la Edad Media, había llegado a anquilosarse y ahogar la
espontaneidad del hombre”. Con la irrupción del individuo se hizo
posible más adelante la aparición de la democracia liberal y los derechos
humanos.
Los hombres arcaicos, los que siguen anclados en el
pensamiento mítico, atrapados en su idea del eterno retorno a los orígenes como
fórmula única y excluyente con la que expresar cuál debe ser el destino del
hombre, están imposibilitados para incorporar la idea del tiempo lineal y del progreso.
Como dice Eliade, “El hombre de las culturas arcaicas soporta difícilmente la ‘historia’
y (…) se esfuerza por anularla en forma periódica”. Mientras tanto, en
Occidente la idea de progreso y de evolución fue incorporada plenamente desde
Leibnitz (“en general, todo conspira hacia lo mejor”, decía en el friso
de los siglos XVII y XVIII) y, posteriormente, con la Ilustración. Lo que, por
ejemplo, hizo Darwin fue aplicar esa idea a la biología.
Por otra parte, la atención a los hechos particulares permitió
la aparición del empirismo, del experimentalismo y del método científico que
están en el origen de la revolución científica y la posterior revolución
tecnológica e industrial, esa que ha hecho posible nuestro actual modo de vida,
incomparablemente superior a cualquier otro modo de vida habido en la historia
del mundo.
Bien, lo que estamos tratando de dejar mínimamente claro
aquí es que Occidente es una civilización única en la historia universal y
superior a cualquier otra, aunque para todos los que están hipnotizados con la
idea del multiculturalismo y del diálogo de civilizaciones, esta sea una
afirmación inaceptable. La idea hoy políticamente correcta de la
multiculturalidad supone que todas las culturas o civilizaciones, tanto las que
se mantienen en el estadio mental del pensamiento mítico como las que han
evolucionado hacia la racionalidad y el pensamiento experimental, se sitúan a
una misma altura, son simplemente maneras diversas de entender la realidad
humana, pero ni mejores ni peores. Error lamentable ocasionado por el extravío
que hoy están sufriendo tantas personas en Occidente, incapaces de entender lo
que fundamenta su modo de vida, y mucho menos, defenderlo.
La ablación del clítoris, la poligamia, el maltrato
institucionalizado a la mujer, el ahorcamiento de los homosexuales, a veces
incluso la prohibición de la música u otras manifestaciones artísticas… no son
peculiaridades de unas civilizaciones diferentes a la nuestra que haya que
respetar. Son formas de manifestarse la barbarie anterior a la civilización y
que caracterizan a una gran parte de los países de cultura (es un decir)
musulmana. No hay una media aritmética posible entre Occidente y el Islam, solo
hay, a veces, islamistas, probablemente poco consecuentes, que viven de forma
civilizada. Las estructuras mentales de gran parte de los individuos que viven
sometidos a las enseñanzas del Islam son las propias del hombre arcaico que
todavía no ha salido de la fase prerracional del pensamiento mítico, que no ha
pasado por la gran revolución que supuso el Renacimiento, y, de ahí en
adelante, la Ilustración o incluso esa paradójica fase de la cultura occidental
que fue el Romanticismo. Las ideas de pensamiento abstracto, individuo,
progreso, democracia, libertades… son ajenas a la cultura islámica genuina tal
y como hoy existe en el mundo.
La civilización musulmana tuvo su época dorada sobre todo en
la España musulmana de los siglos IX al XI, y quedó plasmada en el pensamiento
de grandes filósofos como Avicena o Averroes, que recogieron y prolongaron las
enseñanzas de Aristóteles. Desde ahí podría haber evolucionado como lo hizo la
Europa cristiana. No fue así, y el Islam ha quedado finalmente anclado mayoritariamente
en aquel nivel del pensamiento mítico y prerracional. La cultura musulmana no
ha vuelto a dar a luz nuevos filósofos. Ni tampoco, salvo en un nivel
anecdótico, científicos relevantes. Un dato significativo a este respecto sería
el del número de Premios Nobel concedidos a musulmanes: siete en total, de
ellos cuatro Premios Nobel de la Paz (entre ellos, uno al terrorista Yasser
Arafat), uno de Literatura, uno de Física y uno de Química. Esto, en una
población de 1.400 millones de musulmanes. Algo querrá decir el dato, sobre
todo si lo comparamos, por ejemplo, con los doce millones de judíos, que
acumulan 169 Premios Nobel. Si la proporción fuera la misma, los musulmanes
deberían de haber tenido 22.260 Premios Nobel.
Si la civilización occidental es, efectivamente, superior a
la islámica, la actitud dentro de Occidente habría de ser de respeto hacia las
manifestaciones culturales de los musulmanes que no entren en contradicción con
las occidentales, pero respecto de las demás, a los inmigrantes de esta
religión y cultura que vengan a nuestros países habría de exigírseles la adaptación
a nuestros valores. Es la única manera de prevenir que la barbarie acabe
instalada en grandes parcelas de nuestras ciudades, con las consecuencias que
hoy están haciéndose evidentes. No diálogo de civilizaciones, pues, sino
diálogo entre civilizados y guerra a la barbarie.
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