Empezaremos nuestra reflexión partiendo de casos prácticos:
cuenta el psicólogo de la corriente humanista David Bakan (“Enfermedad, dolor, sacrificio”, F. C. E., 1979) cómo el desarrollo
del cáncer en los animales parece
relacionarse con su situación “social”: hay unos ratones experimentales,
denominados C3H, en los que se ha observado que, después de ser inyectados con
una sustancia cancerígena, cuando están enjaulados juntos, la metástasis
progresa menos que cuando se hallan solos, circunstancia que se apoya en datos
estadísticos suficientemente significativos. Asimismo, el mal se retrasa si
manos humanas manejan regularmente a estos roedores. Experimento que sirve de
metáfora o parábola de lo que ocurre asimismo en el ser humano, porque, de modo
semejante, se ha observado, por ejemplo, que el índice de mortalidad de los
niños privados del cuidado materno, aunque reciban la atención física
necesaria, es considerablemente mayor que el de las criaturas que gozan de la
solicitud de sus madres. Otros ejemplos: la tasa de fallecimiento durante el
primer año de vida en el asilo de ancianos es mucho más elevada que la de los
viejos con hogar. Asimismo, las enfermedades somáticas resultantes del
rompimiento brusco y traumático de relaciones con personas emocionalmente
importantes se manifiestan en lapsos de tiempo tan breves como incluso
veinticuatro horas, y sus efectos se han constatado en numerosos padecimientos:
asma, cáncer, infarto cardíaco, diabetes melitus, eritematosis, hemorragia uterina
funcional, artritis reumatoide, colitis ulcerativa…
En general, la incidencia de un padecimiento somático entre
personas con un trastorno psicológico definido es mucho mayor que entre las
personas que no sufren ese tipo de trastornos, y en gran número de estudios se
ha constatado un nexo entre el desarreglo psicológico y diversas formas de
separación y desintegración social y cultural. Estas disociaciones surtirían
efecto especialmente cuando actúan sobre la base de un previo historial de
rechazo o abandono en la primera infancia.
Desde el modelo biomédico hoy dominante se entiende que las
enfermedades tienen su causa en una perturbación orgánica o agente etiológico
específicos: una bacteria, un virus, un trastorno hereditario… Según este
modelo, los mecanismos biológicos, los que actúan en el interior del organismo,
con pocas excepciones, trabajan esencialmente en favor de la supervivencia del
individuo, y su funcionamiento estaría orientado hacia la salud, mientras que los agentes de la enfermedad son, en esa misma medida,
externos o ajenos al organismo. Sin embargo, los ejemplos antes expuestos encuentran mejor explicación
considerando, para empezar, que en la mayoría de las enfermedades intervienen
varios factores que incluyen la condición integral del individuo, es decir, que
la enfermedad sería un estado del organismo total, y la dolencia específica
podría considerarse un síntoma particular de esa totalidad. Diversas
investigaciones han señalado asimismo
que los individuos que habían enfermado alguna vez eran más propensos a los
achaques -aunque aparentemente no tuvieran nada que ver unos con otros- que quienes siempre gozaron de buena salud; lo cual puede conducirnos
a la conclusión de que existe en aquellos individuos una propensión a las
enfermedades, que al parecer puede extenderse también hacia una posible propensión
a los accidentes, lo cual apuntaría a una fuente interna de las enfermedades y
de esa facilidad para sufrir accidentes (es decir: lo contrario de aquellos
agentes etiológicos externos que, como fórmula general, propone el modelo
biomédico). Con todo ello podemos ir trazando una vía de conexión, no simple y
lineal, pero sí tendencial, entre experiencias de abandono infantil, trastornos
psíquicos y, junto a los componentes genéticos o ambientales que puedan
concurrir, propensión a las enfermedades y a los accidentes. Hans Selye, el
fisiólogo y médico austríaco que creó el concepto de estrés (1956), decía que
había un mínimo común denominador vinculado a la ansiedad en eso que llamamos
“estar enfermo”. Famosas son asimismo las investigaciones del Dr. Karl
Simmollthong, USA, (1.999), donde demuestra las altas correlaciones que existen
entre factores estresantes mantenidos y ciertos tipos de cáncer, diabetes,
trastornos inmunológicos, dermatitis, enfermedades digestivas y cardiopatías
(resaltemos, sin embargo, que el estrés es causa de enfermedades solo cuando
supera el umbral de adaptación, que es más bajo, precisamente, en las
personalidades inseguras con experiencias infantiles de abandono).
Selye hablaba de que los mecanismos defensivos puestos en marcha
por el organismo en situaciones estresantes pueden resultar más nocivos para el
mismo que si no se defendiera. En tales ocasiones, Freud diría que no se
responde primariamente a ningún concreto peligro externo, sino que la respuesta
la desencadena para empezar una íntima sensación de angustia que
secundariamente buscaría acoplarse a algún objeto externo. “La angustia –dice en
concreto Freud– constituye un estado semejante a la expectación del peligro y
preparación para el mismo, aunque nos sea desconocido”. Así pues, el
organismo humano se predispone para poder realizar aquella respuesta defensiva de
la manera aparentemente más efectiva: como si estuviera frente a un depredador
en una situación de vida o muerte (por buscar una concreción aproximada para
esa sensación de peligro indefinido), para empezar, la adrenalina que producen
las glándulas suprarrenales se vierte en la sangre haciendo que, por un
lado, se contraigan los vasos sanguíneos, de modo que la sangre pueda circular
más deprisa y afluir rápidamente hacia las partes del organismo que más la
necesitan en tales momentos: las zonas musculares y el cerebro; aumenta, por
tanto, la frecuencia cardíaca y la tensión arterial. Por otro lado, la
adrenalina hace también que se dilaten los conductos de aire para de esa manera
acoger una ración extra de oxígeno con la que producir el suplemento de energía
que se va a necesitar. Las mismas glándulas suprarrenales, en esas situaciones
en las que el organismo se dispone a dar la perentoria respuesta de ataque o de
huida ante un peligro exageradamente valorado como extremo, segregan
corticoides, unas hormonas que tienen la función de atenuar las respuestas del
organismo a los efectos de la inflamación que puedan ocasionar las heridas, así
como la de mantener, a pesar del desgaste por la lucha, la concentración de
azúcar en la sangre, la presión arterial y la fuerza muscular. Asimismo, el
páncreas produce glucagón, una hormona que libera en los vasos sanguíneos el
azúcar que estaba almacenado en el hígado y en los músculos, provocando de esa
forma un aumento casi inmediato de la glucemia, con el objeto de elevar el tono
del organismo. Además, y puesto que el estómago necesita liberar urgentemente
todos sus contenidos para que la actividad del organismo se centre
exclusivamente en la tarea de responder a la amenaza que ha sobrevenido, se
produce una gran secreción de jugos gástricos con el objeto de acelerar y dar
término cuanto antes al proceso digestivo. Por otro lado, y con objeto de
proteger la cabeza, especialmente la nuca, que es la parte de la anatomía que
resulta más vulnerable sobre todo si el ataque se intuye que va a llegar por
detrás, los hombros se alzan, se encoge el cuello y se tensa la musculatura
general.
¿Pero qué pasa si la sensación de amenaza persiste en el
tiempo? Inevitablemente ocurrirá que esas respuestas que el organismo debiera
tener previstas solo para pasajeras situaciones de emergencia tenderán a
cronificarse. Entonces, lo que estaba destinado a defender al organismo acabará
desbordando las posibilidades de este y derivando hacia peligrosas anomalías.
De esta manera, la sobreproducción de adrenalina provocará una hipertensión
permanente que acabará formando grietas y fisuras en los vasos sanguíneos y
produciendo el síncope vascular; debido a lo mismo, aparecerán también
taquicardias y problemas respiratorios. Por otro lado, el exceso de corticoides
en el organismo conducirá hacia la desmineralización ósea, es decir, la
osteoporosis. La hiperglucemia, cuando se cronifica, puede llevar a la
enfermedad diabética, a la disminución de la resistencia a las infecciones y a
disfunciones multiorgánicas. Si además
los jugos gástricos se siguen produciendo por encima de lo conveniente, la
hiperacidez acabará provocando lesiones irreversibles en el aparato digestivo
que concluirán en la úlcera duodenal o diversas formas de colitis. Asimismo,
aquella necesidad de vaciar con urgencia los contenidos digestivos para que el
organismo se dedique exclusivamente a preparar respuestas de ataque/huida puede
derivar, si estas se prolongan, hacia la enfermedad del colon irritable. Y en
fin, las actitudes corporales que estaban previstas para situaciones de amenaza
física, por ejemplo, la elevación de los hombros o la tensión muscular general,
derivarán hacia contracciones musculares recurrentes que serán causa de graves
disfunciones en los hombros y la espalda, así como de dolores de cabeza o fatiga
muscular. Las reacciones hiperdefensivas del alérgico podrían también incluirse
en este mismo catálogo de respuestas contraproducentes y exageradas a un
supuesto ataque al organismo. Selye dice de manera diáfana que “nuestras
indisposiciones provienen a menudo de nuestras propias respuestas”. De
modo que, para eludir esos efectos dañinos, llegaba a recomendar que el sujeto
afectado alentase a su cuerpo a “no defenderse”.
ILUSTRACIÓN: SAMUEL MARTÍNEZ ORTIZ
Sigmund Freud, por su parte, habló, a partir de un
determinado momento de su trayectoria intelectual, de la existencia de Tánatos,
el instinto de muerte, que también se mostraría en aquellos momentos en los que
la mente escoge defenderse frente a situaciones amenazantes: los mecanismos de
defensa que el yo opone a esas situaciones (represión, desplazamiento, negación,
regresión…) resultarían ser finalmente más nocivos para la integridad psíquica
del sujeto que los pone en marcha que el hecho mismo de enfrentarse a la situación que los
desencadenó, y la enfermedad mental sería precisamente resultado de esa defensa
exagerada. Podría servir de prototipo de lo dicho la defensa que el fóbico realiza frente a aquello que es objeto de su fobia; de ese modo, la respuesta
defensiva a la inocua presencia de una simple araña puede llegar a desorganizar
la vida entera de quien padece de aracnofobia.
Así pues, los desórdenes considerados por Selye (la
respuesta de estrés) y las enfermedades mentales consideradas por Freud
(desencadenadas por los mecanismos de defensa del yo) proceden de las
respuestas defensivas frente al agente externo nocivo (el que, sin embargo, el
modelo biomédico actual considera causante de la enfermedad), y no del ataque
por parte de este. De esa forma, Freud llega incluso a concluir en “Más allá del principio del placer” que “toda
sustancia viviente está sujeta a morir por causas internas”. Y también
que “el
objetivo de la vida entera es la muerte”. Pero ¿cómo es posible que
aquello que estaba dispuesto para defender al organismo y a la psique sea
precisamente lo que puede llegar a destruir a ese organismo y a esa psique?
Para intentar explicarlo, el referido David Bakan parte de
que la vida en su conjunto existe como medio de alcanzar un fin, que es la
forma concreta que cada organismo tiene empeño en conseguir (se trataría no
solo de una forma física o biológica, sino también de una forma psíquica,
biográfica). El modelo biomédico vigente, siguiendo la pauta mecanicista que
dejó fijada Descartes, entiende que lo más bajo explica lo más alto, es decir,
que hay que partir de la descomposición del todo en sus partes y explicar después aquel
en función de estas. Pero eso no permitiría entender el hecho de que cuando hay
un tejido dañado por una herida, las células de alrededor (las partes) se muevan
con el objeto de recomponer ese tejido tal y como había sido hasta entonces; es
decir, que en las células hay una especie de mandato que las empuja a algo más
de lo que resultan ser cuando están aisladas, es decir, como meras partes que,
simplemente sumadas, dan el todo. En suma: esas partes celulares tienen
incorporada en sí la presencia del todo, en este caso, del tejido completo (el
que resultó dañado), de modo que se mueven en la dirección de
recomponer ese todo que coyunturalmente había desaparecido. Es el todo, pues,
el que explica el funcionamiento de las partes. Cuando las partes del organismo
entienden su subordinación al todo y se sacrifican en aras del mismo, hay
salud. Pero cuando esas partes se hacen autónomas y dejan de tomar en
consideración al todo, sus respuestas parciales pueden llegar a poner en
peligro al conjunto. Por ejemplo, en el caso de la alergia respiratoria, la
respuesta defensiva puesta en marcha por esa parte del organismo que es el
sistema respiratorio puede acabar produciendo asma, es decir, poner en peligro
al todo orgánico. El caso extremo es el del cáncer, en el que las células
cancerosas se independizan del conjunto y luchan por su propia y particular
sobrevivencia, a pesar de que ello significará al final la muerte del organismo
global. En la obra citada, Freud decía que el instinto de muerte estaba
primitivamente alojado en la célula individual, aislada, y que la existencia de
organismos multicelulares resultaba de la acción del instinto opuesto, el de
Eros.
Un organismo tiende más de lo normal a la enfermedad cuando hay
una parte de él que actúa al margen del conjunto y superpone su propia dinámica
defensiva a la marcha del conjunto. ¿Cómo nace esta subestructura que
transcurre al margen de y en oposición al conjunto psicosomático del organismo?
Nace en los primeros años de vida, aquellos en los que la vulnerabilidad es
extrema y consustancial a la frágil instalación del niño pequeño en su mundo.
La expectativa de amenaza percibida por ese niño es correlativa a esa extrema
vulnerabilidad, y cuando no se siente suficientemente protegido, pone en marcha
los mecanismos de defensa fisiológicos que hemos analizado en la respuesta de
estrés, que se caracterizan por ser una respuesta preverbal, exclusivamente
somática al principio, pues no tiene recursos con los que elaborar otra
clase de respuesta a la expectativa de peligro. El organismo queda finalmente
anclado en aquella primera respuesta cuando la sensación de inseguridad y la
expectativa de amenaza es estable (cuando el niño no se siente, pues,
suficientemente atendido o incluso sufre la sensación de abandono). El aparato
psíquico puede seguir evolucionando al compás del desarrollo de la capacidad de
expresión verbal, pero aquella actitud preverbal, fisiológica, de respuesta a
la amenaza quedará anclada en una parte de su cuerpo y de su mente y desde la
zona oscura (reprimida) en la que seguirá habitando, seguirá condicionando la
marcha del conjunto mente-cuerpo. La respuesta defensiva frente a la amenaza,
exagerada desde el punto de vista del adulto, es un esquema de respuesta
generado en la primera edad y que en aquel entonces se correspondía con la
extrema vulnerabilidad del niño; ese esquema de respuesta quedó fijado y anclado
en una zona inconsciente (por preverbal) del organismo psicofísico. Partiendo
de aquí, lo que caracterizará a una persona enfermiza es su exceso de
respuestas defensivas. Visto desde el otro lado: le caracteriza la exagerada
expectativa de amenaza, la sensación de peligro inminente (la angustia
incontrolada) que sigue conformando desde lo inconsciente los modos de
responder al entorno del individuo adulto. La tarea terapéutica, según Freud,
consiste en hacer evidente (consciente) que la forma de enfrentarse a los
sucesos actuales por parte del individuo adulto son el eco del recuerdo inconsciente
de un trozo del pasado.
Decía Freud que el proceso curativo de las neurosis debía
regirse por esta máxima: “donde hay ello debe de haber yo”. El
ello es la parte de la personalidad
que va por libre, que está fuera de lo que es capaz de incorporar la conciencia
como constitutivo de la propia autoimagen. Ese ello (semejante a la sombra
de Jung) irrumpe imponiendo sus propias necesidades, y saltando por encima de
lo que conscientemente se es. El ello
representa a la parte de la personalidad que, sintiéndose amenazada, ha sido
excluida de la misma hacia el inconsciente por los mecanismos de defensa del
yo, de manera paradigmática por la represión, para eludir la angustia que
conlleva la amenaza; y representa también a ese contrapunto de la amenaza que
son los deseos prohibidos por la conciencia. La sensación de amenaza puede
relativizarse cuando pasa del nivel preverbal en el que el niño pequeño la incorporó
al nivel verbal en que un adulto puede más fácilmente elaborarla y
contraponerse a ella. La psicoterapia es, por tanto, y en buena medida, una
tarea literaria. Y, concluyendo todo lo argumentado hasta aquí, el paso previo
a la visita al médico encargado de curar gran parte de nuestras enfermedades
habría de ser la visita al psicoterapeuta, un psicoterapeuta entrenado en esta
perspectiva sobre la enfermedad que hemos expuesto, y que dotado de este marco
explicativo indague en las fuentes de amenaza infantiles hasta alcanzar la
situación catártica en que el sujeto deje de defenderse de esa amenaza en clave
preverbal, corporal, y empiece a poder mirar esas supuestas fuentes de amenaza
en clave adulta y apoyado en el poder de la palabra.
Enriquecedor artículo que me ha absorbido hasta el final. Y con el que coincido plenamente. Me ha recordado una frase que se me grabó, aunque parcialmente, por su extremismo y belleza, y que hoy, tras leerte he rebuscado: "Así, toda negligencia es deliberada, todo casual encuentro una cita, toda humillación una penitencia, todo fracaso una misteriosa victoria, toda muerte un suicidio". Borges, ya sabes. También, un libro de fundamental en mi vida psíquica hasta hoy mismo: 'Psicopatología de la vida cotidiana', donde Freud analiza errores, equivocaciones, tropiezos y enfermedades como alertas y alarmas de nuestro subconsciente.
ResponderEliminarIgualmente, coincido con tu anterior entrada sobre las civilizaciones, y del que me he abstenido comentar. En parte porque he sobrepasado con creces la cuota que de tu paciencia me corresponde. Y en parte porque ya hablamos en otro artículo (sobre la soledad, creo) que efectivamente, la idea de libertad no es una pulsión humana sino un invento occidental, particularmente, un invento de Grecia. Como la abstracción, que es fruto de ese maravilloso invento que es la lectura, nacida a su vez de ese alfabeto fenicio que a partir de su remodelación griega posibilitó la germinalmente hermosa literatura clásica...
En fin, gracias por el gran regalo de tus páginas. Un abrazo.
Muchas gracias a ti, Ángel. Tus siempre brillantes comentarios me previenen contra el mal de pensar que mis artículos son simples monólogos, desahogos sin destinatario. No: ¡hay gente inteligente y culta al otro lado del teclado, cuidado con lo que dices!, me digo. Y me animo a investigar y a intentar decir algo más que meras ocurrencias que me puedan salir al paso.
EliminarHay un denominador bastante común en las reflexiones hacia las que más motivado estoy desde hace tiempo y que podría enunciar más o menos así: lo que nos humilla, lo que nos hiere, lo que nos hace sentirnos inseguros y efímeros, lo que nos enferma, lo que nos mata… son, efectivamente, oportunidades, como viene a decir Borges, para ejercitar nuestra voluntad, nuestra capacidad de sobreponernos a ello. Somos seres insignificantes que no nos conformamos con serlo, que aspiramos a transformar lo absurdo y lo que se nos impone en algo deliberado y que encaje en nuestros planes de búsqueda de sentido. Freud diría que detrás de los lapsus, equivocaciones y tropiezos hay también un sentido oculto que hay que descubrir. Como en las novelas policíacas, hay que escarbar detrás de lo aparente para que la trama empiece a desvelarse. Y efectivamente, parece que detrás de la enfermedad, que se presenta como un imponderable, como algo que nos excede, puede haber también algo que poder someter a nuestra voluntad, puede haber un enigma que nos plantea la esfinge inquietante esa que nos vigila desde la sombra. Y si no sabemos la respuesta, nos atiza sin piedad.
Es muy gratificante y estimulante tu compañía, Ángel.
Un abrazo
Te burlas de mí. Pero tienes razón (en tu ironía).
ResponderEliminarUn abrazo y felices navidades para ti y tu entorno.
En absoluto me burlo de ti ni ironizo en nada de lo que he dicho, Ángel. Como personas solitarias que somos, y exigentes en esto de escoger las compañías, aunque sean virtuales y a través de estos medios de comunicación, te reconozco como un estupendo interlocutor y una gratificante compañía (a pesar de la distancia física).
EliminarUn abrazo también para ti y los mismos deseos por mi parte de que tengas unos buenos días estas navidades.