domingo, 26 de abril de 2020

El hombre-masa o la ostentación de la vulgaridad

     A la hora de caracterizar a los seres humanos, la principal línea divisoria es la que ayuda a clasificarlos en dos grandes clases de criaturas: “Las que se exigen mucho y acumulan sobre si mismas dificultades y deberes y las que no se exigen nada especial, sino que para ellas vivir es ser en cada instante lo que ya son, sin esfuerzo de perfección sobre sí mismas”(1). O dicho de otra forma: la sociedad se divide en minorías excelentes y masas. En cierto sentido, parecería que todos somos masa en alguna faceta de la vida: la mayoría no sabemos, por ejemplo, cómo hacer que el agua de los ríos sea purificada, canalizada y conducida eficientemente hasta nuestros hogares, y, en ese aspecto, no aspiramos a mejorar, sino que nos aceptamos como somos. Los ingenieros del ramo serían los que habrían de asumir el papel de minoría excelente. Sin embargo, hay una característica que diferencia al hombre-masa del simple ignorante que asume sus insuficiencias, y es que aquel no acepta su inferioridad, sino que se cree capacitado para opinar sobre cualquier asunto y para que se acepte que esas opiniones suyas tengan la misma validez que la del experto o la del sabio. Y aún más: “Delante de una sola persona podemos saber si es masa o no. Masa es todo aquel que no se valora a sí mismo —en bien o en mal— por razones especiales, sino que se siente “como todo el mundo” y, sin embargo, no se angustia, se siente a sabor al sentirse idéntico a los demás. Imagínese un hombre humilde que al intentar valorarse por razones especiales —al preguntarse si tiene talento para esto o lo otro, si sobresale en algún orden—advierte que no posee ninguna calidad excelente. Este hombre se sentirá mediocre y vulgar, mal dotado; pero no se sentirá ‘masa’”(2).
     Lo peculiar de este fenómeno sociológico y psicológico es que, mientras que antes las mayorías aceptaban su papel subordinado, el hecho nuevo consiste en que hoy “la masa (…), sin dejar de serlo, suplanta a las minorías”(3). Así, por ejemplo, en política, las mayorías aceptaban antes el hecho de que, con todos sus defectos y lacras, había una minoría que entendía los problemas políticos un poco mejor que ellas. “Ahora, en cambio, cree la masa que tiene derecho a imponer y dar vigor de ley a sus tópicos de café”(4). E incluso una gran parte de los políticos actuales han pasado a serlo partiendo de su originaria pertenencia a la masa, es decir, siendo gentes sin ninguna cualificación, pero sintiendo que eso no los inhabilita, porque entienden que todo el mundo tiene derecho a todo, sin más requisitos. Lo propio acontece –un ejemplo más– en el ámbito intelectual: no es ya que cualquiera pontifique sin pudor desde su ignorancia sobre lo que un escritor haya investigado y pensado concienzudamente antes de publicar un libro, sino que cualquiera se siente escritor capaz de publicar sus opiniones, considerando que su vulgaridad está a la misma altura que los trabajados pensamientos de un escritor egregio. O fijémonos también en el caso de quien siente que, por el hecho de existir, tiene derecho a una vivienda, “como todo el mundo”, y, si no dispone de ella, lo único que debe hacer es "okupar" alguna de las que estén a su alcance.
René Magritte: "Golconda"
     Esto que pasa podríamos definirlo como hiperdemocracia: según el dicho, nadie es más que nadie, que trasladado a este caso quiere decir que todas las opiniones, todos los derechos, están equiparados, pero por su rasero más bajo y sin las correlativas obligaciones. O también: “La masa arrolla todo lo diferente, egregio, individual, calificado y selecto. Quien no sea como todo el mundo, quien no piense como todo el mundo corre riesgo de ser eliminado”(5). Ya no hay mejores y peores: hemos conseguido la igualdad… eliminando de la ecuación a los que osaban destacar.


[1] O y G: “La rebelión de las masas”, O. C. Tº 4, p. 146.
[2] O y G: “La rebelión de las masas”, O. C. Tº 4, p. 146.
[3] O y G: “La rebelión de las masas”, O. C. Tº 4, p. 147.
[4] O y G: “La rebelión de las masas”, O. C. Tº 4, p. 148.
[5] O y G: “La rebelión de las masas”, O. C. Tº 4, p. 148.

viernes, 17 de abril de 2020

La agonía del arte

     El pensamiento es una facultad humana que, frente a las variaciones permanentes del entorno, nos permite conducir nuestra mente sin distracción hacia un objetivo. Es, dice Ortega, “el proceso mental ordenado y conforme a plan en que perseguimos deliberadamente un problema y evitamos las meras asociaciones”(1). Lleva a cabo su función ordenando una línea de procesos mentales que consisten en analizar, comparar, atribuir, inferir, deducir, abstraer, clasificar… todos ellos conducidos hacia la comprensión de algo o la resolución de un problema. Por el contrario, las meras asociaciones a que Ortega se refiere romperían la cadena que hace que todas esas operaciones se integren en un proceso acumulativo y orientado hacia un fin. “En la asociación va el alma a la deriva, inerte y deslizante, como abandonada al alisio casual de la psique”(2). En el extremo, esa distracción en que consiste tal asociación acaba en la fuga de ideas, que puede ser uno de los síntomas de la enfermedad mental grave, cuando ya no hay objetivos estables para el pensamiento, sino que este se desarticula yendo detrás de cada nuevo estímulo.
     Nuestro sistema sensorial, al contrario que el intelectivo y en sintonía con la asociación de ideas, nos centrifuga y dispersa, en la medida en que en que está preparado para responder a las múltiples y sucesivas impresiones que recibimos del entorno. Si le encargáramos a nuestro sistema sensorial componer un poema sin la ayuda del intelecto, lo haría rompiendo la secuencia entre las palabras que colaboran para construir un pensamiento. Si fuera una pintura, los objetos en ella representados se diluirían para dejar que prevalecieran las impresiones sensoriales. Y si fuera una composición musical, la ruptura que supondría afectaría a la melodía, que dejaría de ser algo continuado, armonioso y coherente.
     Stéphane Mallarmé (1842-1898), el más destacado componente del movimiento simbolista, fue un poeta empeñado en componer sus creaciones con su sistema sensorial, alejándose todo lo posible de lo que pudiera permitir la comprensión intelectiva de las mismas. Decía: “No escribimos los poemas con ideas, sino con palabras”. Es decir, que trataba de que el registro encerrado en las palabras se alejara de su valor conceptual, el que permite entender lo que se dice, y se concentrara en su valor emocional. Para realizar un poema a partir de esas premisas, hay que romper todo orden, toda secuencia intelectiva, todo plan oratorio. Las palabras dejan de estar conectadas entre sí, en el sentido de que no tratan de transmitir ideas, sino sensaciones. Estos que siguen son los primeros versos de su poema más famoso, "L'après-midi d'un faune" o "La siesta de un fauno", y nos servirán de ejemplo:
“Estas ninfas quisiera perpetuar.
                                                   Que palpite
su granate ligero, y en el aire dormite
en sopor apretado.
                              ¿Quizás un sueño amaba?
Mi duda, en oprimida noche remota, acaba
en más de una sutil rama que bien sería
los bosques mismos, al probar que me ofrecía
como triunfo la falta ideal de las rosas”
     Podríamos decir que el simbolismo nace de una antipatía hacia los significados, que disuelve en meras palabras, de forma semejante a como Ortega decía que “el impresionismo nacido de una antipatía hacia las cosas atomiza las formas en puros reflejos: de una jarra, de una faz, de un edificio, pintará sólo la masa cromática amorfa. Y es que no por casualidad ambos movimientos, el impresionista y el simbolista, son coetáneos y está amparados por el mismo espíritu de los tiempos. El impresionismo disuelve los objetos en puras sensaciones, y viene a confluir así con las pretensiones del simbolismo.
Joan Miró, Paisaje catalán (El cazador) 1923-24
     El músico Claude Debussy (1862-1918) compuso su obra más famosa, “Preludio a la siesta de un fauno”, influido por el poema de Mallarmé. Su música ha sido considerada también como “impresionista”, a pesar de que él se rebelaba contra esa adscripción. De una manera asimilable a lo que sostenían simbolistas e impresionistas, decía Debussy: “No hay teoría. Sólo tienes que escuchar. ¡El placer es la ley!”[3]. La melodía pierde consistencia en las composiciones de Debussy de la misma forma que el significado lo hace en los poemas de Mallarmé o los objetos en las representaciones del impresionismo. El espíritu de la época estaba divorciándose del sentido para poner en su lugar el sentimiento. Deja de ser preciso entender y lo que vale es lo que sientes. No hay nada que justificar o someter a valoración, simplemente hay que dejarse llevar por las impresiones. Se trata de esconder las cosas y sus significados, lo que equivale a evitar la realidad reduciéndola a asociación de sensaciones.
     Concluye Ortega su artículo sobre Mallarmé con esta reflexión: “Mallarmé fue un fracasado, un pájaro sin alas, un poeta genial sin dotes ningunas de poeta, escaso, torpe, balbuciente... ¿La poesía?... Hace tiempo estoy convencido de que la poesía se ha agotado... Cuanto hoy se hace es mero hipo de arte agónico... De pronto se abre en mí un vacío mental: no hallo nada dentro de mí; ninguna idea, ninguna imagen..., salvo esta percepción de vacío espiritual... Pasan entonces a primer término las sensaciones intracorporales y externas: el latido de la sangre en las venas, el zapato de Moreno Villa(4) que está sentado a mi vera y el tronco arrugado de una sófora(5) japonesa que se alza enfrente de mí...”(6). Estaba hablando de sus propias percepciones durante el acto público en memoria de Mallarmé que sirvió de detonante para su artículo. Pero, como de costumbre, hay en Ortega, a mayor profundidad, una segunda intención, esta vez, la de convertir sus sensaciones en metáfora de lo que estaba queriendo decir.



[1] O y G: “Mallarmé”, O. C. Tº 4, p. 481.
[2] O y G: “Mallarmé”, O. C. Tº 4, p. 481.
[3] Cita recogida del artículo que la Wikipedia dedica a este autor
[4] Uno de los asistentes a la conmemoración del XXV aniversario de la muerte de Stephan Mallarmé, a propósito de la cual escribe Ortega su artículo.
[5] Una especie de árbol.
[6] O y G: “Mallarmé”, O. C. Tº 4, p. 484.

lunes, 6 de abril de 2020

La pérdida de contacto con la realidad en el arte y en la vida

     De nuevo la complejidad de los asuntos que han surgido en el debate sobre arte que mantenemos Lenin Rojo y un servidor, me lleva a realizar mi respuesta en forma de artículo en este blog.
     Yo creo que resulta fructífero acompañar a Ortega y Gasset en su viaje a través de los grandes procesos históricos, sobrevolando por encima de los otros procesos, más concretos y numerosos, que se desarrollan a ras de tierra, por ejemplo, en el arte. Habla Ortega de la gran crisis histórica que irrumpe con la llegada del Renacimiento, a fines del siglo XIV, aunque con algunos precedentes. Es la crisis del fin del hombre medieval, de una manera de estar en el mundo caracterizada por la total dependencia de los individuos de factores externos a ellos. Lo que ocurría en su vida era dictaminado o bien por la voluntad de Dios o por la de sus mentores en la tierra, o por el gremio, o por la familia, o por las tradiciones… Desde que comenzaba a vivir hasta su muerte, todo estaba pautado y dirigido desde afuera: con quién debía casarse, en qué debía de trabajar, cómo debía de comportarse según qué situaciones, qué convicciones o qué creencias, ya que no ideas, debía de tener…
     Llega el Renacimiento y el péndulo de la historia empieza a bascular hacia el otro extremo: el individuo pasa paulatinamente a ser soberano de su vida. Pico della Mirandola, un humanista y pensador italiano de finales del siglo XV, en su “Discurso sobre la dignidad del hombre”, considerado como el manifiesto del Renacimiento, formula la nueva manera de entender la vida que había surgido, a través de esta imaginaria exhortación que Dios dirigía al hombre: “No te he dado un puesto fijo, ni una imagen peculiar, ni un empleo determinado –le decía–. Tendrás y poseerás por tu decisión y elección propia aquel puesto, aquella imagen y aquellas tareas que tú quieras”. Desde ahí hemos seguido caminando hasta, como decía en mi comentario anterior, la teoría queer, según la cual también tenemos subordinado a nuestra “decisión y elección” el hecho de pertenecer a la categoría “hombre” o “mujer”.
     Si descendemos al nivel del arte, partimos, efectivamente, como usted dice, Lenin Rojo, de un arte medieval en el que, igual que en el resto de la vida, no cabía ningún componente de intimidad: se pintaban o esculpían imágenes para el culto, y el contenido ya estaba prefijado sin que interviniera la intención del artista. En la etapa intermedia, tiene un papel muy destacado, efectivamente, la luz (Caravaggio, Velázquez, Vermeer…), además de los otros ingredientes de los que ya hemos hablado. Yo creo que la manera en que la realidad exterior se hace más presente en la pintura es a través del figurativismo, del cuidado de las formas. Y cuando empieza a prevalecer el mundo interior, las formas se diluyen en colores, lo que reflejó tan bien el Impresionismo. La luz, convertida en elemento central y unificador del cuadro en el Barroco sería un momento de transición desde la forma hacia el color.
     El caso es que a donde hemos llegado siguiendo por este camino es al punto que por ejemplo señaló el artista conceptual Yves Klein cuando afirmó: "El artista debe de crear una única obra de arte, él mismo, constantemente". Antes Beethoven había dado la formulación romántica de esta idea, de manera menos abrupta, más amable, cuando dijo: “lo que está en mi corazón debe salir a la superficie”. En España contamos con la forma de decirlo del poeta madrileño Pedro Casariego Córdoba: “Sólo existe el artista interior, sólo se puede ser artista secreto, la comunión todo lo mancha (...) ¡El artista debe crear dentro de sí mismo!”. No toca hoy analizar si hay relación entre esa forma de mirar y el hecho de que no mucho después de escribir eso, Pedro Casariego, el 8 de enero de 1993, se suicidara arrojándose al paso del tren en Aravaca, barrio de Madrid. Pero sí traeré a colación lo que opinaba el psiquiatra y filósofo Eugène Minkowski sobre el carácter esquizoide (precursor de la esquizofrenia): “El esquizoide –decía– (…) en cada circunstancia lleva la antítesis ‘yo y el mundo’ hasta sus límites extremos (…) vive, por ese hecho, en una atmósfera de conflicto constante con el ambiente (…) El esquizoide casi siempre es insociable (…) Se repliega sobre sí mismo, prefiriendo su mundo interior, su ensueño, a una actividad exterior”. Y una esquizofrénica llamada Renée describía así su estado de ánimo en su “Diario de una esquizofrénica” (Fondo de Cultura Económica): “Vivía en una atmósfera de vacío, de indiferencia, de artificialidad. Un muro infranqueable me separaba de las personas y de las cosas (…) (A veces) las crisis de irrealidad sobrevenían en la calle: todo parecía entonces inanimado, muerto, mineral, absurdo (…) Me sentía expulsada del mundo, separada de la vida, espectadora de un filme caótico que se desarrollaba sin cesar delante de mis ojos y del cual no lograba ser partícipe nunca”. En mi opinión, se está así dando una definición bastante expresiva del “homo clausus” de Norbert Elias, el prototipo del hombre moderno… y el que sirve de referencia en el arte moderno y contemporáneo.
     Cuando hemos llegado a los extremos en que esta trayectoria, que volvemos a retrotraerla hacia el terreno del arte, derivó hacia lo que representaron, entre otros, el movimiento Dadá o el surrealismo, se ha acabado concluyendo que arte es todo lo que decida el artista que sea arte (el mismo mecanismo que lleva a concluir que uno es hombre o mujer porque así lo decide desde su intimidad, diga lo que diga su exterioridad). Y entonces va Marcel Duchamp, cuelga un urinario en una exposición, lo titula “Fuente”, ¡et voilá!, se convierte en una obra de arte. Y el espíritu de la época así lo ratifica: 500 cualificados expertos en materia de arte consideraron que esa fue la obra artística más influyente del siglo XX.
Marcel Duchamp: "Fuente" (1917)
Piero Manzoni: "Mierda de artista" (1961)
    
     En la base de estos resultados subyace lo que podríamos considerar “descrédito de la realidad” o, como preferiría llamarlo Renée, “desvitalización de la realidad”, de la realidad externa. Y por ahí ha discurrido toda la tarea de “deconstrucción de la realidad” en el arte, la que, por ejemplo, llevaba a Joan Miró a recoger los detritus que arrojaba el mar en la playa para con ellos hacer sus obras artísticas. O, más extremo aún, lo que hizo Piero Manzoni en 1961: llevar a una exposición lo que denominó "Mierda de artista", botes conteniendo excrementos propios. Algunas de estas latas han estado expuestas en museos como el Pompidou de París, el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MOMA), la Tate Modern de Londres o el Museo Nacional de Arte Reina Sofía de Madrid. Si los pintores románticos se conformaban con pintar, con gran belleza plástica todavía, ruinas, hoy hemos llegado a lo que podríamos llamar arte realizado con los detritus.

domingo, 5 de abril de 2020

La mirada táctil y la mirada distante en el paisaje, en el arte y en la vida


     Hace Ortega un viaje en tren que le lleva por el norte de España, desde Castilla hacia Asturias. Medita sobre los paisajes que le salen al paso y las diferentes formas de mirar que a su través se van suscitando. Inicia una reflexión que, como muchas otras veces, aprovecha lo anecdótico para sentar filosofía: “Según parece y nadie ignora, la vista y el oído proceden de la diferenciación sufrida a lo largo del movimiento evolutivo por un sentido más primitivo: el tacto. La dirección en que el ver va diferenciándose del palpar consiste en estas dos notas: el alejamiento progresivo del objeto que hiere el sentido y el irse convirtiendo ese objeto en puro color”(1). En la transición que va del tocar, y del afirmarse, por tanto, en la solidez de los objetos, al mirar, en donde se ha producido un distanciamiento y una buena dosis de incertidumbre respecto a esos objetos, nació el vértigo. Cita Ortega estudios que muestran cómo, por ejemplo, la superabundancia de columnas en los más viejos templos egipcios era debida a una especie de terror instintivo que aún sentía la retina egipcia ante los grandes espacios vacíos. Ese vértigo se denomina agorafobia, y es el mismo que las personas que lo sufren sienten ante una plaza vacía o ante el espacio huero de una catedral. Tanto aquella manera egipcia de hacer arte como este trastorno de la personalidad serían, por tanto, o bien formas inmaduras del mirar que no han permitido que emerja con firmeza la mirada lejana, o bien modos de regresar hacia el terreno firme de lo tangible cuando asimismo faltan recursos para sostener la mirada a través de los vacíos intermedios.
Diego Velázquez: "El almuerzo"
Cuadro de la primera etapa de Velázquez, cuando todavía predominaba en él la mirada táctil
     Para dar consistencia a sus argumentos, o para ampliarlos hacia otras esferas, echa mano Ortega de otro ejemplo salido del arte. En un extremo, el de la mirada táctil, encuentra dos escuelas de pintura, la florentina (Giotto) y la flamenca (Jan van Eyck, Pieter Bruegel el Viejo). En el otro extremo, el de la mirada lejana, estarían la escuela veneciana (Carpaccio, Tiziano, Tintoretto, Tiepolo, Canaletto), y su heredera, la de Madrid (Velázquez, Zurbarán, Murillo). En el primer grupo, los objetos pintados están perfectamente delimitados y separados del fondo aéreo; no hay detalle en esos objetos que no esté cuidado y perfectamente configurado, tanto los que están en el primer plano como los demás. En las otras escuelas, por el contrario, las cosas parecen esfumarse, sin volumen ni peso. Anticipando lo que ocurrirá en la prolongación de esta corriente pictórica que habrá de llegar hasta el impresionismo, el color va sustituyendo a la forma, y los límites entre los objetos, tienden a difuminarse. En otro momento, Ortega pondrá de relieve el hecho de que esta forma de mirar, que egregiamente representa Velázquez, es desdeñosa: se mira con desapego el mundo entorno, empieza a consolidarse un alejamiento de la realidad circunstante que no solo afecta a la perspectiva, sino también al vínculo emocional con el entorno. Y ratifica este argumento cuando afirma que mientras que “el primitivo, entusiasta del mundo que le rodea (…) hará abstracción de los reflejos que deforman el cuerpo de cada objeto y, como si la pupila fuera una mano, la deslizará sobre la superficie, no admitiendo confusión ni vaguedad en los contornos”, por el contrario, “el impresionismo nacido de una antipatía hacia las cosas atomiza las formas en puros reflejos: de una jarra, de una faz, de un edificio, pintará sólo la masa cromática amorfa”(2). Esa “pérdida de contacto vital con la realidad” nos reconduce hacia el carácter esquizoide de la vía por la que entonces empezó a transitar el arte. Norbert Elias habla de la aparición por aquellas fechas del “homo clausus”, el hombre encerrado en sí mismo, que va a ser el carácter más distintivo del emergente hombre moderno. Descartes sancionará esa clausura con su filosofía al sentenciar “pienso, luego existo” y convertir así el mundo externo en una sucursal del pensamiento.
     Los paisajes (recordemos que estábamos en un viaje por Castilla y por Asturias) invitan también a dirigirse a ellos con miradas contrapuestas. El paisaje castellano es velazquiano, impresionista: las piedras admiten la invasión de la luz azul del cielo y del rojo de los terrazgos; los pueblos y las ciudades, a lo lejos, pierden su gravamen y empiezan a parecer una dependencia que abren las nubes aquí abajo. Las cosas en sí suscitan indiferencia, tienden a disolverse, invitan a prescindir de ellas; de ahí que el alma castellana, más cercana a la del “homo clausus” de Elias, propenda al ascetismo y que imperativamente exija la presencia del guerrero.
     Pasamos los puertos y aparece Asturias. A partir de entonces, “nuestra mirada ha aprendido a mirar con tacto”(3). Estamos ahora ante un pueblo sensual, enamorado de las cosas tangibles y lleno de necesidades. No existe aquí, como en Castilla, el vacío; el paisaje forma una unidad compacta en la que se escalonan y hermanan la tierra, la vegetación, la niebla y el cielo. Todo está cerca de todo y todo está a mano. Suena una carreta a lo lejos y el valle entero se estremece. Bajo esta versión tangible en que la tierra se convierte en regazo, el paisaje influye de un modo vital sobre el hombre. En Castilla, por el contrario, el paisaje segrega soledades, sus lejanías no sugieren habitación, hasta llegar a la ciudad, que es donde precisamente el paisaje se interrumpe; el territorio no está humanizado, domesticado, solo invita a ir allí a trabajar.
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Ejemplos de pinturas de mirada táctil, en que los objetos pintados tienen perfectamente delimitadas sus formas y colores, y el fondo pierde importancia.
Giotto-La masacre de los inocentes
Carpaccio: "Ciclo de Santa Úrsula. Escena Encuentro de novios y marcha en peregrinación"

Jan Van Eyck-San Francisco recibiendo los estigmas

Ejemplos de pinturas de mirada distante: la mirada se dirige predominantemente hacia el fondo. Los objetos son como obstáculos con los que la mirada del pintor (“desdeñosa”, dice Ortega de la de Velázquez; se refería a la etapa de madurez del artista) va topándose mientras se dirige a la lejanía. El perfil de los objetos va desdibujándose, anticipando la llegada del impresionismo, en que el color empezará a relegar a las formas. La realidad empezaba a perder credibilidad, y era sustituida por los designios del “homo clausus”, el hombre encerrado en sí mismo.
Diego Velázquez: "Las hilanderas" o "La fábula de Aracne"
Diego Velázquez-"Autorretrato"
¿Dónde están las líneas de separación de los perfiles?

Diego Velázquez: "Las meninas"




Francisco_de_Zurbarán-"Defensa de Cádiz contra los ingleses"
Tintoretto-El lavatorio





Tintoretto-El Paraíso




Canaletto-La Plaza de San Marcos en Venecia
[1] O y G: “De Madrid a Asturias o los dos paisajes”, “El Espectador” Vol. III, O. C. Tº 2, p. 256.
[2] O y G: “De Madrid a Asturias o los dos paisajes”, “El Espectador” Vol. III, O. C. Tº 2, pp. 269-70
[3] O y G: “De Madrid a Asturias o los dos paisajes”, “El Espectador” Vol. III, O. C. Tº 2, p. 258.