De nuevo la complejidad de los asuntos que han surgido en el
debate sobre arte que mantenemos Lenin Rojo y un servidor, me lleva a realizar
mi respuesta en forma de artículo en este blog.
Yo creo que resulta fructífero acompañar a Ortega y Gasset en su
viaje a través de los grandes procesos históricos, sobrevolando por encima de
los otros procesos, más concretos y numerosos, que se desarrollan a ras de
tierra, por ejemplo, en el arte. Habla Ortega de la gran crisis histórica que
irrumpe con la llegada del Renacimiento, a fines del siglo XIV, aunque con
algunos precedentes. Es la crisis del fin del hombre medieval, de una manera de
estar en el mundo caracterizada por la total dependencia de los individuos de
factores externos a ellos. Lo que ocurría en su vida era dictaminado o bien por
la voluntad de Dios o por la de sus mentores en la tierra, o por el gremio, o
por la familia, o por las tradiciones… Desde que comenzaba a vivir hasta su
muerte, todo estaba pautado y dirigido desde afuera: con quién debía casarse,
en qué debía de trabajar, cómo debía de comportarse según qué situaciones, qué
convicciones o qué creencias, ya que no ideas, debía de tener…
Llega el Renacimiento y el péndulo de la historia empieza a
bascular hacia el otro extremo: el individuo pasa paulatinamente a ser soberano de su vida.
Pico della Mirandola, un humanista y pensador italiano de finales del siglo XV,
en su “Discurso sobre la dignidad del hombre”, considerado como el
manifiesto del Renacimiento, formula la nueva manera de entender la vida que
había surgido, a través de esta imaginaria exhortación que Dios dirigía al
hombre: “No te he dado un puesto fijo, ni una imagen peculiar, ni un
empleo determinado –le decía–. Tendrás y
poseerás por tu decisión y elección propia aquel puesto, aquella imagen y
aquellas tareas que tú quieras”. Desde ahí hemos seguido caminando hasta, como decía
en mi comentario anterior, la teoría queer, según la cual también tenemos
subordinado a nuestra “decisión y elección” el hecho de pertenecer a la
categoría “hombre” o “mujer”.
Si descendemos al nivel del arte, partimos, efectivamente, como usted
dice, Lenin Rojo, de un arte medieval en el que, igual que en el resto de la
vida, no cabía ningún componente de intimidad: se pintaban o esculpían imágenes
para el culto, y el contenido ya estaba prefijado sin que interviniera la
intención del artista. En la etapa intermedia, tiene un papel muy destacado,
efectivamente, la luz (Caravaggio, Velázquez, Vermeer…), además de los otros
ingredientes de los que ya hemos hablado. Yo creo que la manera en que la
realidad exterior se hace más presente en la pintura es a través del
figurativismo, del cuidado de las formas. Y cuando empieza a prevalecer el
mundo interior, las formas se diluyen en colores, lo que reflejó tan bien el
Impresionismo. La luz, convertida en elemento central y unificador del cuadro
en el Barroco sería un momento de transición desde la forma hacia el color.
El caso es que a donde hemos llegado siguiendo por este camino es al
punto que por ejemplo señaló el artista conceptual Yves Klein cuando afirmó: "El
artista debe de crear una única obra de arte, él mismo, constantemente".
Antes Beethoven había dado la formulación romántica de esta idea, de manera menos abrupta,
más amable, cuando dijo: “lo que está en mi corazón debe salir a la
superficie”. En España contamos con la forma de decirlo del poeta
madrileño Pedro Casariego Córdoba: “Sólo existe el artista interior,
sólo se puede ser artista secreto, la comunión todo lo mancha (...) ¡El artista
debe crear dentro de sí mismo!”. No toca hoy analizar si hay relación
entre esa forma de mirar y el hecho de que no mucho después de escribir eso,
Pedro Casariego, el 8 de enero de 1993, se suicidara arrojándose al paso del
tren en Aravaca, barrio de Madrid. Pero sí traeré a colación lo que opinaba el
psiquiatra y filósofo Eugène Minkowski sobre el carácter esquizoide (precursor
de la esquizofrenia): “El esquizoide –decía– (…)
en cada circunstancia lleva la antítesis ‘yo y el mundo’ hasta sus límites
extremos (…) vive, por ese hecho, en una atmósfera de conflicto constante con
el ambiente (…) El esquizoide casi siempre es insociable (…) Se repliega sobre
sí mismo, prefiriendo su mundo interior, su ensueño, a una actividad exterior”.
Y una esquizofrénica llamada Renée describía así su estado de ánimo en su “Diario
de una esquizofrénica” (Fondo de Cultura Económica): “Vivía en
una atmósfera de vacío, de indiferencia, de artificialidad. Un muro
infranqueable me separaba de las personas y de las cosas (…) (A veces) las
crisis de irrealidad sobrevenían en la calle: todo parecía entonces inanimado,
muerto, mineral, absurdo (…) Me sentía expulsada del mundo, separada de la
vida, espectadora de un filme caótico que se desarrollaba sin cesar delante de
mis ojos y del cual no lograba ser partícipe nunca”. En mi opinión, se
está así dando una definición bastante expresiva del “homo clausus” de
Norbert Elias, el prototipo del hombre moderno… y el que sirve de referencia
en el arte moderno y contemporáneo.
Cuando hemos llegado a los extremos en que esta trayectoria, que volvemos
a retrotraerla hacia el terreno del arte, derivó hacia lo que representaron,
entre otros, el movimiento Dadá o el surrealismo, se ha acabado concluyendo que
arte es todo lo que decida el artista que sea arte (el mismo mecanismo que
lleva a concluir que uno es hombre o mujer porque así lo decide desde su
intimidad, diga lo que diga su exterioridad). Y entonces va Marcel Duchamp,
cuelga un urinario en una exposición, lo titula “Fuente”, ¡et voilá!, se convierte
en una obra de arte. Y el espíritu de la época así lo ratifica: 500
cualificados expertos en materia de arte consideraron que esa fue la obra
artística más influyente del siglo XX.
Marcel Duchamp: "Fuente" (1917) |
Piero Manzoni: "Mierda de artista" (1961) |
En la base de estos resultados subyace lo que podríamos considerar “descrédito
de la realidad” o, como preferiría llamarlo Renée, “desvitalización de la realidad”,
de la realidad externa. Y por ahí ha discurrido toda la tarea de “deconstrucción
de la realidad” en el arte, la que, por ejemplo, llevaba a Joan Miró a recoger
los detritus que arrojaba el mar en la playa para con ellos hacer sus obras
artísticas. O, más extremo aún, lo que hizo Piero Manzoni en 1961: llevar a una exposición lo que denominó "Mierda de artista", botes conteniendo excrementos propios. Algunas de estas latas han estado expuestas en
museos como el Pompidou de París, el Museo de Arte Moderno de Nueva York
(MOMA), la Tate Modern de Londres o el Museo Nacional de Arte Reina Sofía de
Madrid. Si los pintores románticos se conformaban con pintar, con gran
belleza plástica todavía, ruinas, hoy hemos llegado a lo que podríamos llamar
arte realizado con los detritus.
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