Hace Ortega un viaje
en tren que le lleva por el norte de España, desde Castilla hacia Asturias.
Medita sobre los paisajes que le salen al paso y las diferentes formas de mirar
que a su través se van suscitando. Inicia una reflexión que, como muchas otras
veces, aprovecha lo anecdótico para sentar filosofía: “Según parece y nadie ignora, la vista y el oído proceden de la
diferenciación sufrida a lo largo del movimiento evolutivo por un sentido más
primitivo: el tacto. La dirección en que el ver va diferenciándose del palpar
consiste en estas dos notas: el alejamiento progresivo del objeto que hiere el
sentido y el irse convirtiendo ese objeto en puro color”(1).
En la transición que va del tocar, y del afirmarse, por tanto, en la solidez de
los objetos, al mirar, en donde se ha producido un distanciamiento y una buena
dosis de incertidumbre respecto a esos objetos, nació el vértigo. Cita Ortega
estudios que muestran cómo, por ejemplo, la superabundancia de columnas en los
más viejos templos egipcios era debida a una especie de terror instintivo que
aún sentía la retina egipcia ante los grandes espacios vacíos. Ese vértigo se
denomina agorafobia, y es el mismo que las personas que lo sufren sienten ante
una plaza vacía o ante el espacio huero de una catedral. Tanto aquella manera
egipcia de hacer arte como este trastorno de la personalidad serían, por tanto,
o bien formas inmaduras del mirar que no han permitido que emerja con firmeza
la mirada lejana, o bien modos de regresar hacia el terreno firme de lo
tangible cuando asimismo faltan recursos para sostener la mirada a través de
los vacíos intermedios.
Diego Velázquez: "El almuerzo" Cuadro de la primera etapa de Velázquez, cuando todavía predominaba en él la mirada táctil |
Para dar
consistencia a sus argumentos, o para ampliarlos hacia otras esferas, echa mano
Ortega de otro ejemplo salido del arte. En un extremo, el de la mirada táctil,
encuentra dos escuelas de pintura, la florentina (Giotto) y la flamenca (Jan
van Eyck, Pieter Bruegel el Viejo). En el otro extremo, el de la mirada lejana,
estarían la escuela veneciana (Carpaccio, Tiziano, Tintoretto, Tiepolo,
Canaletto), y su heredera, la de Madrid (Velázquez, Zurbarán, Murillo). En el
primer grupo, los objetos pintados están perfectamente delimitados y separados
del fondo aéreo; no hay detalle en esos objetos que no esté cuidado y
perfectamente configurado, tanto los que están en el primer plano como los demás.
En las otras escuelas, por el contrario, las cosas parecen esfumarse, sin
volumen ni peso. Anticipando lo que ocurrirá en la prolongación de esta corriente
pictórica que habrá de llegar hasta el impresionismo, el color va sustituyendo a
la forma, y los límites entre los objetos, tienden a difuminarse. En otro
momento, Ortega pondrá de relieve el hecho de que esta forma de mirar, que
egregiamente representa Velázquez, es desdeñosa: se mira con desapego el mundo
entorno, empieza a consolidarse un alejamiento de la realidad circunstante que
no solo afecta a la perspectiva, sino también al vínculo emocional con el
entorno. Y ratifica este argumento cuando afirma que mientras que “el primitivo, entusiasta del mundo que le
rodea (…) hará abstracción de los reflejos que deforman el cuerpo de cada
objeto y, como si la pupila fuera una mano, la deslizará sobre la superficie, no
admitiendo confusión ni vaguedad en los contornos”, por el contrario, “el impresionismo nacido de una antipatía
hacia las cosas atomiza las formas en puros reflejos: de una jarra, de una faz,
de un edificio, pintará sólo la masa cromática amorfa”(2).
Esa “pérdida de contacto vital con la realidad” nos reconduce hacia el carácter esquizoide de la vía por la
que entonces empezó a transitar el arte. Norbert Elias habla de la aparición
por aquellas fechas del “homo clausus”, el hombre encerrado en sí mismo, que va
a ser el carácter más distintivo del emergente hombre moderno. Descartes
sancionará esa clausura con su filosofía al sentenciar “pienso, luego existo” y
convertir así el mundo externo en una sucursal del pensamiento.
Los paisajes
(recordemos que estábamos en un viaje por Castilla y por Asturias) invitan
también a dirigirse a ellos con miradas contrapuestas. El paisaje castellano es
velazquiano, impresionista: las piedras admiten la invasión de la luz azul del
cielo y del rojo de los terrazgos; los pueblos y las ciudades, a lo lejos,
pierden su gravamen y empiezan a parecer una dependencia que abren las nubes
aquí abajo. Las cosas en sí suscitan indiferencia, tienden a disolverse,
invitan a prescindir de ellas; de ahí que el alma castellana, más cercana a la
del “homo clausus” de Elias, propenda al ascetismo y que imperativamente exija
la presencia del guerrero.
Pasamos los puertos
y aparece Asturias. A partir de entonces, “nuestra mirada ha aprendido a mirar con tacto”(3).
Estamos ahora ante un pueblo sensual, enamorado de las cosas tangibles y lleno
de necesidades. No existe aquí, como en Castilla, el vacío; el paisaje forma
una unidad compacta en la que se escalonan y hermanan la tierra, la vegetación,
la niebla y el cielo. Todo está cerca de todo y todo está a mano. Suena una
carreta a lo lejos y el valle entero se estremece. Bajo esta versión tangible
en que la tierra se convierte en regazo, el paisaje influye de un modo vital
sobre el hombre. En Castilla, por el contrario, el paisaje segrega soledades,
sus lejanías no sugieren habitación, hasta llegar a la ciudad, que es donde
precisamente el paisaje se interrumpe; el territorio no está humanizado,
domesticado, solo invita a ir allí a trabajar.
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Ejemplos de pinturas de mirada táctil, en que los objetos
pintados tienen perfectamente delimitadas sus formas y colores, y el fondo
pierde importancia.
Giotto-La masacre de los inocentes |
Carpaccio: "Ciclo de Santa Úrsula. Escena Encuentro de novios y marcha en peregrinación" |
Jan Van Eyck-San Francisco recibiendo los estigmas |
Ejemplos de pinturas de mirada distante: la mirada se dirige
predominantemente hacia el fondo. Los objetos son como obstáculos con los que
la mirada del pintor (“desdeñosa”, dice Ortega de la de Velázquez; se refería a
la etapa de madurez del artista) va topándose mientras se dirige a la lejanía. El
perfil de los objetos va desdibujándose, anticipando la llegada del
impresionismo, en que el color empezará a relegar a las formas. La realidad
empezaba a perder credibilidad, y era sustituida por los designios del “homo
clausus”, el hombre encerrado en sí mismo.
Diego Velázquez: "Las hilanderas" o "La fábula de Aracne" |
Diego Velázquez-"Autorretrato" ¿Dónde están las líneas de separación de los perfiles? |
Diego Velázquez: "Las meninas" |
Francisco_de_Zurbarán-"Defensa de Cádiz contra los ingleses" |
Tintoretto-El lavatorio |
Tintoretto-El Paraíso |
Canaletto-La Plaza de San Marcos en Venecia |
[1] O y G:
“De Madrid a Asturias o los dos paisajes”, “El Espectador” Vol. III, O. C. Tº
2, p. 256.
[2] O y G:
“De Madrid a Asturias o los dos paisajes”, “El Espectador” Vol. III, O. C. Tº
2, pp. 269-70
[3] O y G:
“De Madrid a Asturias o los dos paisajes”, “El Espectador” Vol. III, O. C. Tº
2, p. 258.
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