domingo, 21 de febrero de 2016

Apuntes para una historia del sentimiento de vacío

     “La vida es, por lo pronto, un caos donde uno está perdido”, dejó dicho Ortega y Gasset. Es un caos porque en el mundo al que hemos sido arrojados están mezclados indiscriminadamente el bien y el mal, lo justo y lo injusto, lo bello y lo feo, la vida y la muerte. Es un caos porque de nada que esté hoy aquí ante nosotros podemos asegurar que siga estándolo mañana. Decía Heráclito, y decía bien, que todo fluye, que nada es lo suficientemente firme y estable como para que sobre ello podamos edificar un ser con garantías: todo lo que es, tarde o temprano acaba dejando de ser.

Ilustración: Samuel Martínez Ortiz

     Pero el hombre no está hecho para habitar en el caos, su vida no es compatible con un absurdo que se prolongue o extienda en demasía. Así que desde siempre se ha puesto a la tarea de poner orden y sentido en las cosas. Para llevarla a cabo, los hombres inventamos primero el pensamiento mítico. Eran los tiempos de la magia, el primer instrumento de que dispusimos para intentar domesticar un mundo que a duras penas nos sostenía, porque, efectivamente, las inaprensibles dicotomías o paradojas en que estaba dividido nos zarandeaban, y porque todo cambiaba o desaparecía sin cesar. Los primitivos chamanes propusieron que de vez en cuando había que regresar a los orígenes, y pusieron en marcha liturgias de reparación, de ritualizado (y delirado) acceso periódico al mundo original, en el que, supuestamente, todo había sido ordenado, previsible, sujeto a norma. Todo en el hombre primitivo estaba regido por la ley del eterno retorno, que una y otra vez purificaba el caos, devolviendo lo que había cometido el error de adentrarse en el transcurrir del tiempo (en la realidad) a la limpieza de los orígenes. Hubiera valido para resumir la cosmovisión de los chamanes aquella sentencia de Baudelaire según la cual “la verdadera realidad solo está en los sueños”. En los sueños, es decir, en el mito, en el delirio. La otra realidad, la tangible y evidente, era, precisamente, aquel entorno caótico del que se trataba de huir.
     Los griegos aportaron un nuevo elemento con el que tratar de regular el caos que reinaba entre las inconsistentes cosas, y que hasta entonces había estado subordinado a los presupuestos del pensamiento mítico: ese instrumento era la razón, el pensamiento abstracto. Gracias a esta nueva herramienta, se hacía posible agrupar las cosas en conceptos o ideas, remitirlas a su naturaleza o ser genuino, haciendo que esas cosas se volvieran previsibles y que el mundo adquiriera estabilidad y orden. Si uno veía por primera vez una mesa concreta, sabía que lo era porque contaba con la abstracción previa, con la idea de “mesa”. De esa forma, no estaba obligado a elaborar cada experiencia que tenía como si fuera la primera vez, porque contaba con ideas, con abstracciones que permitían generalizar a partir de experiencias previas. Y si algo cambiaba, podía concluir que esos cambios afectaban solo a lo aparente, que por debajo de ello discurría la naturaleza de esa cosa, la cual sobrevivía a todos los cambios. El caos quedaba así domesticado.
     Pero esas generalizaciones que lleva a cabo la razón, que hacen pensar que hay una naturaleza que permanece debajo de lo que cambia, tenían, y siguen teniendo, trampa: no toda experiencia cabe en conceptos previos, en ideas generales, en domesticadoras abstracciones. Antístenes, el primer filósofo cínico de la historia, objetaba a Platón esa tendencia a generalizar (a remitirse a la naturaleza de cada cosa) por la cual había optado el fundador de la Academia: "¡Oh, Platón!, el caballo sí lo veo; pero la equinidad no la veo", le decía. En la actualidad, Nassim Nicholas Taleb, el creador de la teoría de los cisnes negros sobre los sucesos altamente improbables, ha puesto un ejemplo brillante e irrebatible sobre la inconveniencia de fiarse demasiado de las generalizaciones que hace la razón: el del pavo que vivía plenamente confiado en su corral, puesto que había concluido que su amo era amable y bondadoso, y por eso todos los días le cuidaba, le daba de comer y procuraba su bienestar. Durante el año en curso, dispuso de muchos días para hacer una generalización suficientemente sustentada, al parecer, en esa reiterada experiencia. Sin embargo, la víspera del Día de Acción de Gracias apenas tuvo tiempo de reparar en que sus presupuestos, la generalización que había llevado a cabo, le había conducido a conclusiones tremendamente equivocadas: ese aciago día pudo llegar a tener un perentorio atisbo del error de sus generalizaciones, de la abstracta idea de que tenía un amo bueno y cariñoso, mientras este le cortaba el gaznate para preparar la comida del día siguiente.
     La razón, los conceptos, la generalización, la naturaleza de las cosas, pues, resultan ser un instrumento insuficiente para conseguir instalarse en la sensación de que esas cosas, el mundo, la vida, tienen sentido, consistencia, están ordenados hacia un fin que habrá de resolver sus desajustes, sus insuficiencias, su futilidad. Tarde o temprano, el absurdo se acaba mostrando más poderoso que la razón. Menos mal que para cuando llegaran esos casos en los que aparece el desfallecimiento, la desesperanza, la confirmación de que la realidad es irracional, los judíos habían trabajado intensamente, incluso antes que los griegos, con el fin de obtener un instrumento más con el que oponerse al absurdo de las cosas: la fe. De esta manera, cuando todo lo demás fallaba, cuando solo quedaba sitio para la desesperación, la fe les permitía seguir adelante, confiados en que, aunque la razón hubiera agotado ya sus posibilidades, había más allá de ella un sentido en las cosas, incomprensible pero real. Para el caballero de la fe, como Kierkegaard lo llamaba, el motivo que le llevaba a actuar en la vida, a seguir adelante pasara lo que pasara, no lo cifraba en los resultados que pudiera esperar de sus acciones (estos, tarde o temprano, y a la hora de la muerte lo más tardar, desembocaban en el absurdo), sino en sus principios, en su sentido del deber: las cosas se hacen, dice el hombre de fe, no porque gracias a ellas vayamos a obtener un premio o a evitar un castigo, sino por sentido del deber; apoyándose, pues, en los principios que habitan en lo interior, no en los resultados externos, en lo que ocurra o deje de ocurrir ahí afuera; en sí mismo, no en la (caótica) realidad objetiva. La fe es lo que permite creer en lo que no se ve, en lo que no muestra la realidad objetiva. Y así, decía Kierkegaard que “la fe (…) es esa paradoja según la cual la interioridad es siempre superior a lo externo”. Y también que “la subjetividad es la verdad; la subjetividad es la realidad”. Y resumía, en fin, su propuesta de esta forma: “Si se quiere aprender realmente algo de las nobles acciones realizadas por los hombres, es menester prestar atención a los comienzos. Porque, evidentemente, ningún hombre podrá emprender jamás ninguna acción si ya desde el principio trata de juzgarla según el resultado”. También Lutero, otro propagandista de la fe, había dicho: “Pórtate como si no hubieses oído jamás hablar de la ley, y penetra en las tinieblas donde ni la ley ni la razón te iluminan, sino donde luce tan sólo el enigma de la fe”.
Resumamos lo dicho hasta aquí: el mundo, la vida se nos presenta, para empezar, como un caos, como algo absurdo. Pero puesto que no nos es posible vivir una vida absurda, oponemos a esa constatación externa algo que procede de nuestro interior, dos cosas concretamente: la razón y la fe (una vez superadas las propuestas delirantes del pensamiento mítico). San Agustín había llegado a esa misma conclusión: “En el interior del hombre habita la verdad”, decía. Frente al caos de la realidad, la razón y la fe, esas potencias interiores, eran depositarias de la verdad, es decir, del sentido. Hasta donde pueda ayudarnos la razón, habremos de seguir su pista; y para cuando esa razón resulte insuficiente, seguiremos adelante en la vida empujados por la fe, por los principios, por el sentido del deber al cual nos convoca nuestra conciencia, nuestra “voluntad de sentido”, como la llamara Viktor Frankl. De una u otra forma, pues, con la ayuda de la razón o de la fe, la vida tendrá sentido.
     Cuando en el siglo XIII llegó Santo Tomás, la razón había adquirido preeminencia. Incluso el de Aquino concluyó que no había contradicción entre las verdades de la razón y las verdades de la fe. El espíritu del pavo de Taleb se revolvía inquieto ante esas afirmaciones. Así que tuvo que llegar Guillermo de Okham poco después a poner las cosas en su sitio: las generalizaciones de la razón, vino diciendo, no existían, solo existían los individuos, las cosas concretas. Conceptos como el de “bosque” solo eran un invento de la mente, un “flatum vocis”, un “soplo de voz” (una simple palabra); lo único realmente existente eran los árboles individuales. Dicho de otra forma: la realidad, desasistida de las generalizaciones que hace la razón, a partir de Ockham definitivamente desprestigiada, volvía a ser absurda… Pero ¡un momento! Para Ockham seguía vigente la otra fuente de verdad, de esa verdad que habita en lo interior: la fe. La vida seguía teniendo sentido aunque la razón hubiera quedado fuera de juego, aunque, como llegó a decir Lutero, un ockhamiano estricto, la razón se hubiera convertido en “la ramera del diablo”.
     Guillermo de Ockham fue un revolucionario, el auténtico heraldo del humanismo y del Renacimiento, que irrumpieron a raíz de esa traslación del individuo al primer plano. Y también enraizaron en él el empirismo y el experimentalismo, es decir, la atención a los hechos concretos, más allá de los prejuicios y las verdades preestablecidas (de los “flatum vocis”); a partir de ahí llegaron el método científico, la revolución científica, la revolución tecnológica, la revolución industrial… Es decir, que el escepticismo respecto de lo que proponen las verdades de la razón ha sido, evidentemente, muy fecundo. Occidente existe porque un día empezamos a dudar de la razón y atendimos a los hechos individuales y concretos. Dicho de otra forma: nos atrevimos a confrontarnos con el absurdo.
     Nos quedaba la fe, que Ockham y sus seguidores, los protestantes, habían dejado perfectamente habilitada y operativa. El mundo, la vida seguían teniendo sentido pese a todo; aún mantendría su vigencia esa verdad que habita en lo interior cuando la realidad exterior se mostrase absurda, tributaria del azar, decepcionante, descorazonadora... Irracional. Sin embargo, con la llegada de los tiempos modernos, la fe se fue esfumando, despareciendo. Cuando Nietzsche concluyó que Dios había muerto, quiso decir que llegaba una larga época donde había de reinar el nihilismo, porque, al fin y al cabo, “Dios” equivale a decir que “las cosas tienen sentido”, y que se hubiera muerto quería decir que son definitivamente absurdas. Cuando los románticos se revolvieron decepcionados contra un mundo que les parecía absurdo y decepcionante, y quisieron regresar a lo interior, ya no estaban allí ni la razón ni la fe; solo encontraron las emociones. También regresaron en buena medida a los planteamientos prerracionales del pensamiento mítico, a los, como Baudelaire los llamó, “paraísos artificiales”, ensoñaciones que, a menudo ayudada por las drogas, era capaz de alumbrar una imaginación que ya no estaba guiada por la razón sino por aquel pensamiento mítico. Volvió a estar vigente aquella cosmovisión chamánica que Baudelaire enunció cuando dijo que “la verdadera realidad solo está en los sueños”. Finalmente, la verdad, la verdad de la razón y de la fe, incluso la del delirio que las había desalojado, dejó de habitar en lo interior, y el hombre se rindió ante el absurdo.
     El nihilismo, la confirmación de que no existe la verdad, de que la vida es absurda y todo existe por azar, es la declinante forma de pensar característica de nuestro tiempo. Cuando el hombre mira a lo interior ya no encuentra allí, como encontraba San Agustín, el hábitat de la verdad, sino el vacío. El sentimiento de vacío es la pandemia de nuestro tiempo. De ese sentimiento de vacío, de rendición ante el absurdo, es de donde fundamentalmente brotan los trastornos psíquicos, la adicción a sustancias tóxicas o los suicidios. Y si parecen brotar de algún complejo, trauma o debilidad, estos habrán actuado solo como desencadenantes, como demuestra el hecho de que únicamente encontrarán solución cuando el sentimiento de vacío concomitante quede contrarrestado, es decir, cuando la vida tenga sentido.
     Según datos de la Organización Mundial de la Salud y el Parlamento Europeo, los trastornos mentales y los trastornos ligados al consumo de sustancias son la principal causa de discapacidad en el mundo; provocan cerca del 23% de los años perdidos por discapacidad. Solo la depresión es causa del 12 % de las bajas laborales, y se espera que para el 2020 la depresión sea la causa de enfermedad número uno en el mundo desarrollado. En la Unión Europea, 18,4 millones de personas con edades comprendidas entre los 18 y los 65 años padecen cada año una depresión importante. El coste social y económico de la enfermedad mental se calcula en torno al 4% del PNB de la Unión Europea. Las enfermedades mentales suponen el 40% de las enfermedades crónicas, y su impacto sobre la calidad de vida es superior al de otras enfermedades crónicas como la artritis, la diabetes o las enfermedades cardiacas y respiratorias. Asimismo, cada año se suicidan más de 800.000 personas, y el suicidio es la segunda causa de muerte en el grupo de 15 a 29 años de edad, por detrás de los accidentes de automóviles. Hay indicios, por otra parte, de que por cada adulto que se suicida hay más de 20 que lo intentan. Una de cada cuatro personas padecerá una enfermedad mental a lo largo de su vida. La psiquiatría actual busca sobre todo anomalías fisiológicas o genéticas que den razón de todos estos trastornos, pero en su gran mayoría son las secuelas de aquel vacío que, sustituyendo a la verdad que aportaban la razón y la voluntad de sentido, ha venido a habitar en lo interior.

sábado, 6 de febrero de 2016

La sociedad del bienestar y el malestar de la civilización

     Dice Gilles Lipovetsky, sociólogo francés cuyos análisis sobre la era del vacío en la que vivimos le han dado fama internacional, que vivimos una revolución individualista que ha hecho que, aparentemente al menos, todo esté organizado para que el mundo funcione a partir de un mínimo de coacciones y un máximo de elecciones privadas. “En la era posmoderna –afirma– perdura un valor cardinal, intangible, indiscutido a través de sus manifestaciones múltiples: el individuo y su cada vez más proclamado derecho a realizarse”. En la actual sociedad, asegura, hemos llegado a un punto en el que “cada cual puede componer a la carta los elementos de su existencia”. Y sin embargo, todo esto, que parecería contener los ingredientes necesarios para llevar adelante una vida plena, rebosante de sentido y de metas enaltecedoras, resulta que es compatible con un generalizado sentimiento de vacío emocional, de indiferencia hacia las grandes cuestiones, de depreciación de los grandes valores, de hundimiento de los ideales; en suma, dice Lipovetsky que nos hemos instalado en un “desierto de apatía”. Las claras antinomias que antes servían para organizar nuestra manera de entender el mundo, las que diferencian lo bueno de lo malo, lo bello de lo feo, lo verdadero de lo falso, lo real de lo ilusorio, lo que tiene sentido de lo que es absurdo, se han diluido, se han esfumado. La norma vital por excelencia parece ser aquella que pudiera caber en una exclamación del tipo de “¡qué más da!”. Con estos mimbres, al final no es posible hacer un buen cesto: “Cruzando solo el desierto, transportándose a sí mismo sin ningún apoyo trascendente –sostiene, en fin, Lipovetsky– el hombre actual se caracteriza por la vulnerabilidad”. El individuo que parecía reinar en este mundo posmoderno es solo un personaje, un ente superficial, un falso yo que enmascara a ese otro ser vulnerable y aún menesteroso que vive debajo. La última consecuencia de todo este montaje queda en evidencia al constatar cómo, por detrás de tanta abundancia de posibilidades, los estados depresivos se han convertido en una plaga.

EL HOMBRE LIGHT: ¿ÚLTIMO ESLABÓN DE LA CADENA EVOLUTIVA?
(ILUSTRACIÓN: SAMUEL MARTÍNEZ ORTIZ)

     Después de desplegar ante nosotros, con ayuda de Lipovetsky, el mapa de la situación, nos queda todavía entender el porqué y el cómo de que hayamos llegado hasta esto. Y proponemos partir de una premisa que habrá de ser la misma que encontraremos cuando lleguemos a la conclusión: a pesar de las facilidades que el mundo posindustrial pone al alcance de la mayoría, hoy en día es difícil acceder a la sensación de que uno está viviendo su propia vida, de que al hacer lo que hace está ejercitando su vocación. Tras el camuflaje de una infinidad de opciones, de disponibilidades, de trayectorias posibles, abunda la sensación de que nada vale auténticamente la pena o incluso de que uno vive una vida ajena o equivocada. En el horizonte asoman incluso los trastornos de despersonalización y desrealización, los más frecuentes en psicopatología después de la ansiedad y la depresión. Los síntomas característicos de la despersonalización incluyen la sensación de que se vive respondiendo a meros automatismos, de que se pasa por la vida como si esta resultara algo ajeno, como si se estuviera siendo espectador de una película o metido dentro de un sueño, sufriendo, en fin, una seria dificultad para relacionarse consigo mismo, con el propio cuerpo y con la realidad externa. Mientras que la despersonalización se refiere más al sentimiento de irrealidad de uno mismo, la desrealización apunta más a la percepción del mundo externo como extraño o irreal, a la sensación de que el escenario en el que transcurre la vida es un mero teatro del que está ausente toda espontaneidad y toda emoción auténtica, incluso cuando se trata de las personas más cercanas.
     Hay una narración posible para tratar de entender la manera en que puede haberse llegado a producir este resultado de falta de conexión entre uno mismo y su vida, y que podría sintetizarse diciendo que, si esto ocurre, es que no se han tenido suficientes oportunidades de intervenir en la manera en que la propia vida ha ido construyéndose, de añadir las propias opciones y preferencias a los trayectos a través de los cuales han discurrido el por dónde, el cómo y el para qué a partir de los que uno conforma su biografía. Corroborando estos presupuestos, es fácil observar cómo, sobre todo hoy, lo que, para empezar, ha de ser la vida del niño está previsto de una manera exhaustiva desde que nace, y su eventual capacidad de iniciativa es sustituida por las decisiones de un gran engranaje social, primero a través de las cotas que se imponen desde el ámbito familiar y, después, por medio de la educación desde la guardería hasta que acaba su aprendizaje escolar y académico. Desde el programa de vacunaciones hasta las actividades extraescolares, pasando por la asistencia pasiva a todo lo que para ellos ponen en la televisión, el niño se va convirtiendo en un ser receptor de instrucciones, va aprendiendo lo que toca hacer en cada momento, sin que su eventual iniciativa tenga prácticamente ningún papel que cumplir, ninguna oportunidad clara de aflorar. No es algo todo esto que esté mal por principio, desde luego, y en gran medida resulta muy útil para que ese niño pueda ir introduciéndose en un mundo complejo que le desborda por todos los lados. Pero se trata aquí de hacer de abogados del diablo e ir viendo cómo la propia voluntad del niño no tiene en este contexto muchas oportunidades de asomar, no hace otra cosa que discurrir por carriles predeterminados. Se va preparando así lo que, si nada lo remedia, conduce al sentimiento de alienación, de desconexión de la propia circunstancia en la que a uno le ha tocado vivir, y a la pérdida de energía vital para sentirse insertado en una realidad que no ha ido apareciendo para encontrarse con los propios deseos o motivaciones, sino para imponerse antes de que estos lleguen a emerger.
     Asimismo, en los actuales estados del bienestar, la vida del hombre está tutelada y acotada por ellos desde la cuna hasta la sepultura. El estado se ha ido convirtiendo en el Gran Hermano de Orwell que, por nuestro bien, nos vigila y trata de que seamos felices (en Venezuela hay incluso un Ministerio de la Suprema Felicidad). Muy bien. Pero la consecuencia es que el hombre empieza a no tener proyectos propios y deja de poner en práctica sus propios recursos, deja de sentir el apremio de tener que hacer él su vida.
     Solo suelen quedar dos momentos vitales, dos puntos de inflexión desde los que arrancar para llegar a establecer contacto consigo mismo: la característica rebelión de la edad adolescente, que, sin embargo, tiende a ser disruptiva y dramática, y suele poner patas arriba la convivencia familiar, y las crisis vitales, singularmente las que suponen un trastorno psíquico, que tienen una ladera que da a esa toma de contacto con el yo profundo, de modo que, si se sale de esa crisis, se hace creciendo, descubriendo ese ser íntimo que no había logrado aún salir a la palestra.
     Llegamos así, habitualmente, a la conformación de esa clase de hombre de la que hablaba Lipovetsky y al mismo que el catedrático de psiquiatría Enrique Rojas denominaba hace unos años hombre light, al cual también consideraba característico de esta época nuestra. Decía de él que es “un hombre sin sustancia, sin contenido, entregado al dinero, al poder, al éxito y al gozo ilimitado y sin restricciones. El hombre light carece de referentes, tiene un gran vacío moral y no es feliz, aun teniendo materialmente de casi todo”. Las características más propias de este hombre light serían, pues, según Rojas, el materialismo (solo le interesa lo que puede traducirse a términos tangibles y, más aún, contables), el hedonismo (búsqueda compulsiva de diversión, de sensaciones nuevas y excitantes que compensen el vacío interior), la permisividad y el relativismo (vale todo o, dicho de otra manera, nada vale lo suficiente como para comprometerse con ello, y, por tanto, uno se instala en el desconcierto y en la falta de referencias firmes), y el consumismo (y la consiguiente reducción de la idea de libertad a lo que quepa en la mera posibilidad del hecho de consumir). A su vez, su norma de conducta es, en (solo aparente) contradicción con la revolución individualista de la que hablaba Lipovetsky, “la vigencia social, lo que se lleva, lo que está de moda”. Rojas, en fin, contrapone la aspiración a la felicidad, que hace residir en “tener un proyecto, que se compone de metas como el amor, el trabajo y la cultura” y, en suma, “de hacer algo con la propia vida que merezca realmente la pena”, a la aspiración, característica de nuestro tiempo, al bienestar, que se limita a disponer de “un buen nivel de vida y ausencia de molestias físicas o problemas importantes; en una palabra, sentirse bien y (tener) seguridad”.
     Y es en ese marco en el que no caben, o caben a duras penas, auténticos proyectos de vida autosustentados, emanados de la propia vocación. Lo que debería conformar un abanico de motivaciones propias, de exploración y experimentación de la vida para hacerla discurrir entre un por qué y un para qué, a través de un destino que uno mismo debiera construir o descubrir, está asfixiado, anegado entre tantos corsés previstos para dar seguridad y bienestar preestablecidos. Como consecuencia, los hombres dejan de sentir que viven su propia vida y, finalmente, acaban decayendo en la apatía, en la desgana de vivir. Julián Marías afirma que este tipo de previsión y seguridad preestablecidas y sofocantes son la raíz del cansancio de la vida, que es especialmente frecuente en nuestro tiempo: “Si todo está ya determinado y a la vez es fácil, ¿qué hacer?, y eso que se hace, ¿para qué?”, se pregunta, efectivamente, el filósofo vallisoletano. La libertad, dice también, no consiste tan solo en un mero hacer: “La libertad humana, el proyecto, consiste en ponerme a hacer algo”. Y si se quita de esa actividad la intervención de la propia voluntad, queda como resto, meramente, un automatismo. Y cuando el hombre se acostumbra a actuar no en base a motivaciones propias sino por automatismos, y hasta cuando emite opiniones sobre algún tema en una conversación lo hace empujado por lo que es apropiado desde un punto de vista general, por lo que se dice o lo que se hace, la vida en la que uno está insertado acaba dejándose de sentir como algo propio. Uno acaba impregnado de la sensación de que hace lo que toca hacer, aunque venga envuelto bajo el formato de múltiples posibilidades, y no va quedando sitio ni opción para lo que se quiere hacer, que acaba ignorado de tanto ser preterido. La propia capacidad de hacer proyectos queda en estas personas cohibida, constreñida por esa ubicua previsión externa de lo que ha de hacerse, incluso aunque sea por su bien. La imaginación se extingue en un ecosistema así. Y la amputación de la imaginación, de la capacidad de idear proyectos, de actuar animado por motivaciones propias lleva al final a la conclusión de que todo lo que se hace es fútil y extraño. Esa sería, en última instancia, la causa principal del cansancio de la vida o de lo que podría servir como su sucedáneo: el tedio. Aquel cansancio y este tedio formarían parte del mismo paquete existencial. Como dice Ramón Gómez de la Serna en una de sus greguerías: “Aburrirse es besar a la muerte”.