sábado, 20 de marzo de 2010

AUGE Y CAÍDA DEL YO

(Publicado en El Correo de Burgos el 18-III-2010)

El Renacimiento y la Modernidad significan el resquebrajamiento de un mundo que hasta entonces se había mostrado enormemente sólido y estable. Esa solidez y estabilidad había estado garantizada por el hecho de que los individuos no tenían en la práctica entidad como tales, puesto que había unos, llamémosles así, moldes o modelos sociales, en los que los individuos debían encajar, hasta el punto de que su propia identidad les venía dada a través de esos prototipos. A todo trabajo, matrimonio, patrimonio, religión, títulos… se accedía no por desarrollo o decisión personal, sino que eran cosas que estaban predeterminadas, incuestionablemente prefijadas, y los individuos sólo podían aportar a ellas su consentimiento.

La tarea de los nuevos tiempos, a partir del Renacimiento, consistió en humanizar los modelos, hacerlos descender del Olimpo de lo ideal y abstracto hasta que pisaran en el suelo de lo individual y concreto. Se trataba de trasladar al individuo la responsabilidad por su vida, hasta entonces encerrada dentro de los corsés sociales o trascendentes en general, que anulaban la eficacia de cualquier cosa que pudiera aquél hacer, proponer o desear. A lo largo de este proceso humanizador, individualizador, la pintura descubrió, por ejemplo, el retrato, la representación no idealizada de seres concretos, de carne y hueso. Del mismo impulso proceden las propuestas desmitificadoras que llevaron, por ejemplo, a Velázquez a pintar a un dios Marte en una pose muy poco marcial, impropia de un ser con los atributos de una divinidad, y exhibiendo una musculatura a punto de la flacidez y el descuido. Las mismas intenciones le llevan a pintar al dios Baco rebajado al pedestre rango de mero borrachín. En literatura quedan también los modelos expuestos a la desmitificación, incluso a la burla, al ser filtrados por el ser de los individuos concretos. Y así, el idealizado caballero andante pasa a encarnarse en la figura de don Quijote, un hidalgo rentista y desocupado que, rastreando la imposible trayectoria de esos héroes de ficción, acaba perdiendo el oremus.

En religión fue Lutero el que, de una tortuosa manera, hizo descender a la moral hasta el nivel de la conciencia individual. Y en filosofía, quien asumió la tarea de descubrir (redescubrir en realidad) la subjetividad fue sobretodo Descartes, auténtico cancerbero de la Modernidad. Empezó Descartes por dudar de todo. Desprovisto de la fe en las verdades preestablecidas, buscaba una verdad radical de la que poder partir. Y comprobó que sólo estaba seguro de su propia duda, esto es, de su acto de pensar (en el que incluía cualquier acto psíquico, también la percepción, la voluntad el deseo…). La verdad, para Descartes, ya no estaba en el mundo externo, dictando desde ahí afuera lo que había que acatar o a lo que era preciso adaptarse. A partir de él, la verdad había que alumbrarla desde sí mismo, apoyándose en el penoso, solitario y esforzado trabajo personal. La razón, al revés de lo que había ocurrido en la Edad Media, transcurría desde lo individual y concreto hasta lo general e ideal.

Pasa, pues, el hombre de estar alojado dentro de un destino ineludible, prefijado y respecto del cual no tiene nada que decir ni que aportar, a convertir el mundo en una emanación de sí mismo, de su subjetividad, de su pensamiento, de su voluntad. En eso consiste el idealismo, la doctrina filosófica más representativa de la Modernidad, que no es la de Descartes, pero que enraíza en él, y que, rompiendo los antiguos corsés sociales, desató el enorme potencial creador que encierra el individuo cuando se le abren las compuertas de la libertad.

Pero el idealismo es una inflación del yo, una exageración según la cual la realidad es una prolongación de mí mismo, algo que nace de mí. Al contrario de lo que ocurría antes de la Modernidad, a partir de ésta es, aparentemente, el mundo el que viene a encajar y amoldarse a mis presupuestos y mis deseos como individuo. Y esa forma de ver las cosas, tan liberadora por un lado, es, por otro, justamente la que define y sustenta al delirio. De esa visión idealista surgieron deliremas como los de las utopías, en las cuales lo real queda sustituido por lo que a algunos les parece deseable, y que, bien sea buscando suplantar lo que había en la realidad por lo que se llamó “naturaleza”, o por una imaginada tribu o nación perdida, o por el predominio de una raza pura que supuestamente sería la superior, o por un pretendido paraíso comunista en el que todo sería de todos, regó de sangre, especialmente a partir de la Revolución Francesa, ese mundo que, paradójicamente, había descubierto la libertad.

Es ese el mismo idealismo destructor que está detrás de esa supuesta capacidad para decidir sin contar con los límites que impone la realidad de la que tanto se hace gala en estos tiempos posmodernos, y según la cual un hombre puede inscribirse como mujer en el Registro Civil, una pareja homosexual puede sustituir a un padre y una madre (en esto último advierto de que mi opinión no es canónica en UPyD), un español puede decidir ser “sólo vasco” o “sólo ciudadano universal”, puede concluirse también que un montón de chatarra es una obra de arte, o incluso puede conservarse ese modo de pensamiento mágico según el cual la prosperidad no está mediatizada por el esfuerzo. Debajo de todo esto está el mismo sustento intelectual que llevó al presidente Zapatero a decir que “no es la verdad lo que nos hará libres, sino la libertad lo que nos hará verdaderos”. La verdad, vista de esta forma, es un acto de decisión íntimo y subjetivo; no cuenta con límites objetivos.


Desde la filosofía misma se han formulado ya las alternativas al idealismo. Entre nosotros, Ortega lo hizo de una manera magistral cuando dejó enunciado que “yo soy yo y mi circunstancia”. Y María Zambrano, cuando decía: “Toda forma está envuelta en límites. Si se rompe por completo el límite, la forma desaparece, no se es nadie, no se es alguien”, contraponiéndose así a esa anárquica disolución de la identidad que tanto caracteriza a nuestro tiempo. O cuando asimismo afirmaba: “Objeto es algo frente a nosotros, algo, por tanto, que nos limita, ante lo cual tenemos que quedar detenidos”. Los deseos que brotan del individuo sin tener en cuenta los límites de la realidad se convierten en peligrosos delirios. O como asimismo dice Zambrano: “El simple anhelar es por esencia destructor”.


Javier Martínez Gracia, miembro de UPyD de Burgos

EL MILENARISMO CATASTROFISTA

(Publicado en El Correo de Burgos el 11-II-2010)

Entramos en la vida sin amortiguadores. Hasta que éstos llegan, desplegamos en toda su intensidad nuestra tendencia a la exageración (“En el comienzo fue la exageración”, decía Ortega). La primera de ellas llegará a convertirse en el núcleo duro desde el que arrancan todas las psicopatologías y que, resumiendo, viene a querer decir que el mundo es peligroso y malo; la poco reconfortante contrapartida de esta exageración inaugural es que por entonces nos sentimos totalmente vulnerables e incapaces de contrarrestar esos peligros que sentimos que nos amenazan. La cálida acogida maternal es el primer e imprescindible amortiguador que deja en suspenso el desasosiego que nos produce la multiforme amenaza ambiental. Pero aún permanecerán en estado de latencia, prestas a aparecer de nuevo en cuanto fallen los amortiguadores (tal vez ya en la edad adulta), las respuestas que quedaron preparadas para responder a esas eventuales amenazas: para empezar, un estado de hiperalerta que puede llegar a hacerse crónico, con la correspondiente carga de tensión, de ansiedad y de prevención en las relaciones con los demás. Si, además, la sensación de impotencia ante aquellos peligros sobrepasa cierto umbral, se acabará desembocando en la depresión.


Esa exagerada expectativa de peligro, desproporcionada respecto de la amenaza real, tiene nombre más o menos técnico: catastrofismo. El miedo, pues, sería en estos casos previo a aquello que supuestamente lo causa, un estado de ánimo que buscaría proyectarse en el exterior inventando objetos tan temibles como los fantasmas interiores de los que proceden. El estoico Séneca decía a este respecto que “los males quiméricos alarman más, tal vez porque los verdaderos tienen medida; todo cuanto proviene de lo incierto queda a merced de conjeturas y fantasías del alma atemorizada”. Existen ya en el ámbito de la psicopatología escalas de evaluación que miden los índices de catastrofismo de las personas y que los relacionan, por ejemplo, con una mayor proclividad hacia la depresión, con la probabilidad de aparición de la fibromialgia (dolor difuso crónico) o incluso con tendencias suicidas.

A partir del Renacimiento y la Edad Moderna, el hombre aumentó dramáticamente sus niveles de desasosiego interior. Hasta entonces disponía de respuestas a lo que le inquietaba que le procuraban la providencia o el todo social. Otro estoico, Marco Aurelio, ya había dejado dicho bastantes siglos antes: “La providencia: todo fluye de allí”. Y asimismo, predisponiendo a la adaptación a lo inquietante: “Todo lo que acontece, acontece justamente, (…) y como por obra de alguien que distribuyese conforme al mérito”. También para los cristianos, la Palabra de Dios revelada era respuesta suficiente y tranquilizadora. Pero con los nuevos tiempos el hombre tuvo que aprender a dar aquellas respuestas a lo inquietante por sí mismo. Pico Della Mirandola, un humanista y pensador italiano de finales del siglo XV, en su “Discurso sobre la dignidad del hombre”, considerado como el manifiesto del Renacimiento, formulaba esa nueva manera de entender la vida a través de esta imaginaria exhortación que Dios dirigía al hombre: “No te he dado un puesto fijo, ni una imagen peculiar, ni un empleo determinado –le decía–. Tendrás y poseerás por tu decisión y elección propia aquel puesto, aquella imagen y aquellas tareas que tú quieras”. Los hombres empezaron a aprender que no había nada preestablecido, que disponían de libertad para hacer que las cosas fueran de una manera o de otra. La libertad, ya que no sobre el inamovible pasado, se proyectaba vertiginosamente sobre un futuro incierto y por construir. Ese futuro abierto es precisamente el ámbito que todos los angustiados y catastrofistas prefieren para volcar sobre él sus temores. “Miedo a la libertad” lo llamó Erich Fromm.

En los últimos tiempos, esos temores catastrofistas han escogido el camuflaje de la ecología y de un supuesto progresismo para buscar justificación. En los años 80 del siglo pasado se difundieron teorías catastrofistas que afirmaban que la humanidad se encaminaba hacia una era glacial, con una bajada generalizada de las temperaturas. En los 90, la catástrofe que cogió el relevo fue la supuesta desertización progresiva del planeta. A finales de esa década, de lo que los catastrofistas empezaron a hablar fue del agujero de la capa de ozono producido por los aerosoles, que parecía que iba a elevar a niveles de epidemia los cánceres de piel. Aunque se acabó demostrando que se trataba de otro invento de los catastrofistas, una agencia de la ONU llegó a falsificar datos sobre el tamaño del agujero de la capa de ozono para que no se relajara el estado de alerta.

Han llegado a intercalarse otras alarmas generalizadas y desorbitadas como la de la Gripe Aviar o incluso ésta de la Gripe A. Pero la estrella de todas las catástrofes pareció que iba a ser la del calentamiento global producido por la emisión de CO2. Sin embargo, al estabilizarse la temperatura global en los últimos años, la teoría ha pasado a denominarse del “cambio climático”, mucho más ambigua y abarcadora, pues caben en ella tanto las subidas como las bajadas de temperatura, o las inundaciones, las sequías y los huracanes. Por supuesto, el cambio climático es algo permanente a lo largo de la historia del planeta. Ha habido épocas de más calor y otras de más frío. Lo que resulta temerario es achacarlo a la influencia humana sin datos ni escala temporal suficiente como para poder hacer una inferencia así (lo cual, ¡por supuesto!, no nos lleva a defender la degradación ambiental. Ni siquiera a estar seguros de que no estemos amenazados por alguna otra catástrofe digamos que moral… Dejemos para otro artículo el profundizar en ello).

Hace poco, un pirata informático logró introducirse en los servidores de correo electrónico de uno del los principales centros de investigación británicos en el campo del cambio climático. El pirata informático hizo públicos los mensajes intercambiados por los científicos de ese centro con otros también defensores de la teoría del cambio climático, difusores todos ellos de amenazas catastrofistas a este respecto. De tales mensajes de correo se desprende que esos científicos habían falseado datos de temperaturas para adecuarlos a sus fraudulentos modelos de clima, y habían ocultado otros datos que cuestionaban sus teorías. Asimismo, habían presionado a revistas científicas para tratar de silenciar a los investigadores que cuestionaban el calentamiento global y obtenido grandes sumas de dinero con sus fraudulentas posiciones anticientíficas (también la oscarizada película de Al Gore ha sido puesta en evidencia al confesar la responsable de efectos especiales los diversos montajes que hizo o al prohibir su exhibición en los colegios públicos un juez inglés por las manipulaciones y mentiras que detectó en ella).

De este escándalo, conocido ya como el Climategate, por asociación con el Watergate, incluso los medios han ocultado en gran medida su existencia. Seguramente que para prevenir aquello que también decía Séneca: “la mayoría de los mortales, cuando no padecen desgracia alguna ni ninguna ceguera les amenaza, se atormentan y se agitan”. Parece que una época como ésta, en la que tantos temores genera la libertad, necesita sentir que el futuro tiene forma de amenaza, para tratar de escapar hacia algún ilusorio refugio del pasado.

Javier Martínez Gracia, miembro de UPyD de Burgos

LA EVOLUCIÓN HACIA EL ANIMAL POLÍTICO

(Publicado en El Correo de Burgos el 1-XII-2009)

Alguien preguntó a la señora Gradgrind, un personaje de una novela de Dickens, si sentía dolor, y ella respondió: “Hay un dolor en alguna parte de la habitación, pero no estoy segura si lo tengo yo”. Es ésta de la señora Gradgrind una clase de duda que remite a una personalidad morbosamente infantil, aquélla que Sigmund Freud denominaba “narcisista”, y que era previa a la conformación del yo como algo diferenciado del entorno. Para entender ese mismo tipo de personalidad, Carl Gustav Jung, el más brillante y heterodoxo discípulo de Freud, tenía previsto el concepto de “unión simbiótica”, que aludía en origen a la fusión psíquica que el niño siente entre sí mismo y su madre, antes incluso de que aparezca la palabra “yo” en el vocabulario de ese niño, que mientras tanto habla de sí utilizando la tercera persona. El momento en que tal palabra aparece es uno de los más críticos en la vida del hombre, pues viene a significar que aquella unidad primordial se ha roto: la madre, y el entorno en general, podrán desde entonces ser vividos como algo diferenciado de ese yo emergente. Quienes, como la señora Gradgrind, sigan sin tener clara esa distinción, saldrán de la consulta del psiquiatra con el diagnóstico de esquizofrenia o de psicosis paranoide bajo el brazo, las más graves de las enfermedades mentales.
Es éste que estamos describiendo, asimismo, el pensamiento propio de mentalidades mágicas o animistas, frente a las cuales aparece un entorno poblado de fuerzas personificadas que, como ocurre en los sueños, están encargadas de traducir a lenguaje dramático el conjunto de las energías psíquicas concentradas alrededor de lo que Jung llamaba complejos o arquetipos. Aquellos personajes tan significativos del mundo medieval, las hadas, los duendes, los dioses, los diablos… no serían, pues, sino proyecciones hacia el exterior de acúmulos de energía psíquica, maneras de dar apariencia personal (independiente de uno mismo), por ejemplo, a esa entidad dolorosa que la señora Gradgrind sentía rondar por la habitación.
El romanticismo elevó a categoría vital aquella añoranza de la unión simbiótica con el entorno. Preludiando su caída fatal en la locura, que siempre le había rondado, Hölderlin, el máximo representante del romanticismo alemán, en su obra “Hiperión”, se dirigía así a Belarmino, su alter ego: “Ser uno con todo, ésa es la vía de la divinidad, ése es el cielo del hombre. Ser uno con todo lo viviente, volver, en un feliz olvido de sí mismo, al todo de la naturaleza, ésta es la cima de los pensamientos y alegrías, ésta es la sagrada cumbre de la montaña, el lugar del reposo eterno (…) A menudo alcanzo esa cumbre, Belarmino. Pero un momento de reflexión basta para despeñarme de ella (…) el mundo eternamente uno desaparece; la naturaleza se cruza de brazos, y yo me encuentro ante ella como un extraño, y no la comprendo (…) En vuestras escuelas es donde me volví tan razonable, donde aprendí a diferenciarme de manera fundamental de lo que me rodea (…) He sido así expulsado del jardín de la naturaleza (…) ¡Oh, sí! El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona”.
Pero es la evolución psíquica la que conduce, como decíamos, hacia la escisión o diferenciación entre las cosas que pertenecen al yo y las que hay que referir al entorno. Además del yo, va apareciendo la voluntad, alrededor de la cual van reuniéndose todos aquellos complejos de energía psíquica que antes vagaban por el magma indiferenciado que forma la unión simbiótica entre el yo y el entorno. Al aparecer la voluntad, se va situando en uno mismo el origen de todo eso que antes sentíamos como dependiente de alguna instancia exterior; o mejor dicho, de alguna instancia procedente de ese complejo simbiótico que forman uno mismo y el todo. Sin embargo, mientras se recorre ese largo camino hacia el yo diferenciado y responsable de sí mismo, es posible que esa voluntad que va emergiendo sea aún percibida de una manera semejante a como lo hacía la señora Gradgrind con su dolor: “hay una voluntad –se vendría a decir– en alguna parte de la habitación pero no estoy seguro de tenerla yo”, de forma que se siente tal voluntad como una fuerza que se impone, e incluso que puede arrollar al yo. Schopenhauer (1788-1860) dio virtualidad filosófica a esta fuerza que surge de lo interior cuando habló de la voluntad de la naturaleza, a la que atribuía un poder superior sobre el que no cabe el control suficiente de la conciencia, del yo. Freud (1856-1939) denominó “inconsciente” a esa fuerza incontrolable y, en una segunda formulación de sus conceptos, lo llamó “ello”. Asimismo, fueron los románticos el movimiento social y cultural que más cabalmente asumió la existencia de esa voluntad que, aun surgiendo de nuestro interior, se nos impone como lo más genuino de nosotros mismos, por encima incluso de esa formación diríamos entonces que epidérmica de nuestro ser, y que denominamos “yo”.
Sentir que hay algo en nosotros que nos empuja a obrar de alguna incontrolable manera es un modo sibilino de rebajar la carga de responsabilidades que hemos de portar en nuestro bagaje personal: “Yo actúo –se viene a decir– pero no me pidáis razón y cuenta de lo que hago, porque algo que surge de mí pero que no soy yo me obliga a obrar así”. Estamos, pues, hablando todavía de personalidades irresponsables, inmaduras, que, profundizando en las vías abiertas por el romanticismo, han nutrido la cultura, el arte y los modos de estar en el mundo de nuestro tiempo; que se han fiado más, en suma, de lo inconsciente e instintivo (de lo “natural”) que del yo. En este tiempo, y tal y como venía a proponer Hölderlin, hemos puesto a nuestro yo a seguir la estela de nuestros sueños, de nuestras fantasías, de nuestros instintos, en vez de subordinar todos ellos a la potencia ordenadora y controladora del yo.
Nos quedan, pues, aún por definir las claves y factores que, en contraste con estas otras personalidades que adolecen de un yo débil o incluso inexistente, darían consistencia a la personalidad madura. Aristóteles decía que el hombre cabal es el “zoon politikon”, el animal político, que desarrolla sus fines dentro de una sociedad, que vive, pues, de dentro a fuera, y busca en la polis, en su medio social una tarea que cumplir, un objetivo que realizar. La capacidad para la acción política, en este sentido que señala hacia el bien común, marcaría así, por uno de sus lados, el perímetro de lo que es propio de la personalidad madura. La asunción de responsabilidades por las propias acciones sería el otro extremo que delimitaría aquel perímetro. Mientras tanto, rechazar el hecho de que entre las propias tareas estén éstas que se orientan hacia la acción política, esto es, al bien común, equivale a mantener interrumpida la propia evolución personal. Repudiar la política a causa de la coyuntural corrupción o degeneración de una determinada casta política, o de buena parte de ella –como manifiestamente ocurre entre nosotros–, sería así una simple coartada que permitiría eludir las propias responsabilidades como persona madura, además de dar una ocasión perfecta a los corruptos para seguir dirigiendo el cotarro.

Javier Martínez Gracia, miembro de UPyD de Burgos

LAS DESVENTAJAS DEL FEDERALISMO

(Publicado en El Correo de Burgos el 21-XI-2009)

Tendría algunas compensaciones creer que es el azar lo que rige en última instancia los procesos por los que discurre la Creación: nos ahorraríamos, en tal caso, tener que responder a esas graves preguntas que, puesto que nunca llegan a ser del todo resolubles, tanto nos agobian a lo largo de la vida: ¿de dónde venimos?, ¿a dónde vamos? Pero si prevalece en nosotros la necesidad de dar un sentido a las cosas, habremos de intentar encontrar, pese a todo, las correspondientes respuestas, llegar a vislumbrar el punto desde el cual esas cosas empezaron a ponerse en marcha y aquel otro hacia el cual entendemos que pretenden ir (Alfa y Omega los llamaba respectivamente Theilard de Chardin). Las teorías evolucionistas, a pesar de rendir la mayoría fuertes tributos a la idea del azar, nos aportaron, sin embargo, un argumento especialmente jugoso a quienes anhelamos descubrir que las cosas tienen sentido… o que, al menos, aspiran a tenerlo: según ellas, todo transcurre desde lo simple hacia lo complejo. La misma inteligencia, que es el producto más acabado de la Creación, no es sino una función mental que consiste en reunir datos o ideas simples en conceptos más abarcadores y complejos.

Si lo que pretendiéramos descubrir de manera más urgente e inmediata fuera el sentido de la historia, podríamos sentirnos ya, después de incorporar esa aportación del evolucionismo, como el zahorí que, horquilla en ristre, ha intuido el río subterráneo que sirve de sustrato a lo que aparece en superficie: la historia, nos atreveríamos a decir pues, es el proceso que empuja a las sociedades humanas en busca de fórmulas de complejidad organizativa cada vez mayor.

Resaltemos alguno de los hitos de ese proceso: el Imperio romano, supuso, sin duda, uno de sus momentos culminantes. Si hacia el extremo de lo simple se situaban los modos de vida tribal, rural, autárquico que aún Roma se encontró en gran parte de su trayecto, la nueva complejidad hacia la que el Imperio apuntaba vino a aportar la civilización, esto es, la civitas, y dentro de ella el foro hacia el que afluían, gracias a una nutrida y hasta entonces inédita red de vías de comunicación, hombres y mercancías, y desde el que se administraban y regulaban jurídicamente las nuevas formas de organización social. El factor decisivo a la hora de conseguir que funcionara esa nueva estructura social unitaria fue la existencia de un idioma común, el latín, que vino a superponerse a la previa dispersión lingüística propia de las sociedades autárquicas y endogámicas que se dejaban atrás. Como dice el añorado Juan Ramón Lodares en su libro “Lengua y Patria”: “La diversidad lingüística no es natural sino fundamentada históricamente en el aislamiento material de las gentes y en las dificultades para comunicarse”. Las lenguas comunes a poblaciones diversas no suelen surgir por imposición coactiva ni son un error histórico que deba repararse (como hoy se entiende a menudo en España a raíz de los presupuestos ideológicos que los nacionalismos han implantado pérfidamente), sino el resultado inevitable del acceso a formaciones sociales más complejas.

El mundo alcanzó muy altas cotas de desarrollo y prosperidad de la mano de esa nueva complejidad que vino a aportar Roma. Por el contrario, entró en una vasta etapa de oscuridad y decadencia cuando se hundió el Imperio: las unidades sociales más simples recuperaron la preeminencia, regresaron las formas de vida tribal y autárquica, las ciudades desaparecieron, se restableció la dispersión lingüística…

De nuevo la historia fue encontrando, con el tiempo, las rutas hacia la complejidad. La irrupción de la Edad Moderna trajo a la vez la vuelta a la vida de las ciudades, la expansión del comercio, la preeminencia política de lo unitario sobre la dispersión feudal, la recuperación de los idiomas comunes… Así ocurrió de una manera muy singular en España con los Reyes Católicos, que fundaron el primer estado moderno de Europa.

Cuando las sociedades enfilan por fin decididamente esa ruta que va desde lo simple hacia lo complejo, irrumpe en ellas un potencial, una fuerza que se desparrama hacia todos los ámbitos de la vida; y así, a partir del Renacimiento, el mundo pareció salirse de sus costuras, quedarse pequeño para contener toda la vitalidad que se había desencadenado. Ni hablemos de lo que por entonces ocurrió en España.

La Ilustración fue el siguiente gran paso que realizó la historia a favor de la complejidad: Francia, que fue su cuna, marcó el modelo por el que discurrirían los países hacia la disolución de los restos del feudalismo, generando textos legales únicos allí donde había habido una maraña de fueros particulares, haciendo desaparecer aduanas y aranceles internos en cada país, unificando la administración estatal… Definitivamente, la lengua que se hablaba en París se superpuso a las decenas de variedades lingüísticas vigentes hasta entonces en Francia, y pasó a ser la lengua francesa, en correlación con la nueva estructura social unitaria que la Ilustración venía a consolidar. Naciones emergentes, como Estado Unidos, que surgió en 1776, o Alemania, que lo hizo en 1871, si bien adoptaron la fórmula federal, hay que entender que lo hicieron como peculiar manera de caminar hacia la complejidad, condicionada por su incipiente existencia como naciones. Que hace poco en Alemania se haya decidido que parte de las competencias de los Länder pasen al estado central sería muestra de que la historia sigue empujando en esa dirección. La federación y la confederación, enmarcadas en ese proceso histórico cuyo sentido tratamos de desentrañar, serían una etapa en el camino hacia modos cabales de estructuración social unitaria.

En España, el siglo XVIII, el de nuestro despotismo ilustrado, fue transcurriendo por esas mismas rutas que, profundizando en la modernización del estado, marcaba la Ilustración; pero el siglo XIX, aquél en el que las revoluciones liberales debieron de acabar definitivamente con los restos del Antiguo Régimen, dejó sueltos entre nosotros los jirones de los foralismos, los mismos que hoy han degenerado en nacionalismos. La fórmula federal o confederal que hoy muchos proponen como medio por el que buscar un nuevo entendimiento con los nacionalismos viene a ser un intento de satisfacer a nuestros nostálgicos del Antiguo Régimen. Según ello, para tenerles contentos, sería necesario regresar a un punto del pasado que sirviera de consenso, retornar a momentos que la evolución histórica ha dejado ya atrás.

Javier Martínez Gracia, miembro de UPyD de Burgos


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EL CUPO VASCO Y EL IMPERATIVO CATEGÓRICO

(Publicado en El Correo de Burgos el 29-X-2009)

Descontando, claro está, a los grandes filósofos de la Grecia clásica, Sócrates, Platón, Aristóteles, seguramente que el más grande filósofo de la historia haya sido Immanuel Kant (1724-1804), uno de los adalides de la Ilustración, que puso en marcha una auténtica revolución en el orden de las ideas al proponer que el conocimiento del mundo no consiste sólo en una aproximación y adaptación de nuestro intelecto al ser de las cosas, sino que también, en la dirección contraria, las cosas pasan a través del filtro de nuestras categorías sensoriales y mentales a priori, con las cuales elaboramos y damos forma a lo que, sin ellas, sólo sería un caos de sensaciones; en suma, que en lo observado o conocido intervienen decisivamente los filtros sensoriales y mentales innatos que aporta el observador.

Eso en el ámbito de la teoría del conocimiento. Pero asimismo, una de las principales contribuciones de Kant es la que realizó en el terreno de la moral. Aquí distinguía este insigne filósofo dos formas de ser, de las que, en principio, todos participamos en mayor o menor medida: una, la propia del que llamaba “yo empírico”, que hace referencia al sujeto en cuanto que sometido a las leyes naturales, físicas o psíquicas, y cuya voluntad, por tanto, responde mecánicamente a los estímulos externos, de forma semejante a como los cuerpos obedecen a la ley de la gravedad. En este sentido empírico, pues, el hombre no es libre, sino que está determinado a ser lo que el entorno le exige ser. Y, por otro lado, existe el “yo puro”, según el cual, el sujeto no está obligado a actuar según las exigencias del entorno, sino tal y como le dicta su conciencia, su sentido del deber, independientemente de que su conducta sea adaptativa o no. El yo puro es libre y responsable, no sometido a las leyes naturales, físicas o psíquicas, ante las cuales el que responde es su contrario, el yo empírico. El yo puro sólo responde ante la conciencia.

Kant buscaba un imperativo categórico (un apriorismo moral) que si obligase a actuar al hombre de alguna forma no habría de ser primariamente porque esa actuación la supeditara a la consecución de algún resultado concreto, sino porque la conciencia se lo exija así. El sentido fundamental de ese imperativo categórico quedaría expresado en esta fórmula: obra de modo que lo que haces pueda ser elevado a ley universal, válida para todos. Si, por ejemplo, yo miento, no podría elevar esa actuación a ley universal, porque en tal caso quedaría destruida la comunicación entre los hombres. Sólo cuando digo la verdad estoy respondiendo al imperativo categórico.

Así que la ética que Kant proponía sería aquélla cuyas propuestas vienen dictadas desde dentro de uno mismo, por la conciencia moral, y no por una instancia ajena al yo; y obliga a actuar no de la forma que resulte más adecuada o adaptativa según los dictados del entorno, sino por respeto a un sentimiento del deber que le convierte a uno en libre respecto de aquellos determinantes externos. Este concepto de persona moral es el punto culminante de la filosofía de Kant. Y recordemos que la suya es, a su vez, una cumbre de la filosofía universal. Darwin, al elaborar su teoría de la evolución, consideró que en ella sólo intervenían, además de las mutaciones, el azar y la selección natural, el mecanismo de adaptación; no llegó, por tanto, a dar razón de esta otra gran conquista evolutiva que es la conciencia, y que no promueve conductas necesariamente adaptativas, al menos no en lo inmediato, pero que, aun contando con ello, resulta ser el fundamento de la civilización tal y como hoy la conocemos.

Hoy vivimos bajo el imperio de los hechos, del mundo exterior, sometidos a los dictados del yo empírico, reduciendo la moral hasta haberla convertido en mero instrumento de las necesidades de adaptación y sumisión a las demandas del entorno. “Donde fueres, haz lo que vieres”, sería el primer mandamiento de esa moral que ya no se fundamenta en la conciencia, sino en las exigencias de la situación. La moral estaría, pues, por ejemplo, subordinada a la política, y no al revés. De ello encontramos pruebas cada día en la actitud posibilista de los partidos predominantes, cuyas actuaciones en absoluto aspiran a ser la traducción a la práctica política de unos principios previos e irreductibles a lo coyuntural. Ocurre más bien lo contrario, y el ciudadano se ve obligado a seguir la pista de unas propuestas políticas que hoy o aquí van por un sitio, y mañana o allí, discurren por otro.

Estas últimas semanas, sin ir más lejos, se ha hablado de la votación del blindaje del Cupo vasco en el Parlamento español, como condición previa que los nacionalistas vascos han puesto para dar su aprobación a los Presupuestos Generales del Estado. A lo cual han prestado su consentimiento el PSOE y los parlamentarios vascos del PP. Estamos hablando de una inmoralidad: puesto que ese Cupo es un privilegio fiscal que se realiza a costa de los demás españoles, especialmente aquellos cuyas Comunidades Autónomas son fronterizas con la Comunidad Autónoma Vasca, no sería posible elevarlo, hablando en términos kantianos, a ley universal: en este caso al menos, es necesario que para que exista el beneficio en unos, ha de haber correlativamente un perjuicio en los otros.

Antonio Basagoiti, secretario general del Partido Popular vasco y uno de los últimos dirigentes del PP que todavía parecía tener principios (el PSOE ha aceptado ya globalmente moverse dentro de los parámetros nacionalistas), se declaró partidario de ese blindaje, y respondió de manera crítica a María Dolores de Cospedal, secretaria general del PP, instándola a atender los “argumentos racionales” que existen para tal blindaje del Concierto vasco: “El PP siempre ha defendido la foralidad”, dijo, agregando que, si el resto de su partido no apoya el blindaje, “que vengan ellos a presentarse por el País Vasco”. Es decir, que Basagoiti deja finalmente claro que no rige su conducta política por unos principios (un apriorismo o imperativo moral) que le obliguen en conciencia, sino por la contingencia que supuestamente convierte en algo electoralmente más útil el decidirse por lo inmoral.

De la misma forma que, como decíamos, la mentira no puede convertirse en imperativo categórico, porque eso supondría el fin de la comunicación, tampoco el mantenimiento de privilegios puede convertirse en principio rector de la política. El imperativo categórico al que estamos obligados como españoles es el que preserva la igualdad jurídica de todos ellos. Lo contrario, como prolongación del hecho de su inmoralidad, desembocaría a la larga en el fin de la nación.


Javier Martínez Gracia, miembro de UPyD de Burgos

LOS LIBERALES EN LA GUERRA CIVIL

(Publicado en El Correo de Burgos el 20-X-2009)

Una exitosa aunque falaz propaganda política ha conseguido asentar en la conciencia colectiva de los españoles la idea de que en nuestra Guerra Civil se enfrentaron, por un lado, el bando de las derechas autoritarias y fascistas y, por otro, el bando republicano, que representaba a la democracia. Pero es esta conclusión el resultado de una visión distante y grosera, de forma que, si activamos el zoom de la aproximación a los hechos, resulta fácil detectar que, desalojados de su ámbito natural de moderación y racionalidad por una situación histórica sólo apta, al parecer, para los extremismos, sobrellevaron, en ambos bandos, su atribulada condición los mejores representantes de una España liberal que, para un largo período, no tuvieron más remedio que soterrar sus ideales y conformarse, en el mejor de los casos, con sobrevivir. Por otro lado, el supuesto bando defensor de la democracia tampoco fue tal, pues, cuando se hizo alguna claridad en el caos de unas calles controladas por las milicias de los diversos grupos políticos, fue para que el poder lo asumiese, cada vez de una manera más nítida, un Partido Comunista totalmente sumiso a las directrices que Stalin marcaba desde la Unión Soviética.

Aun con conciencia de que ese no era su lugar, obligados a elegir, buena parte de los liberales españoles acabaron decantándose, si así se puede decir, a favor del bando nacional. Muchos de ellos habían colaborado activamente a que llegara la República en abril de 1931: Ortega, Marañón y Pérez de Ayala, por ejemplo, habían fundado la Agrupación al Servicio de la República, que ejerció una gran influencia, y por la que los tres personajes fueron llamados “Padres espirituales de la República”. Marañón incluso había prestado su domicilio para que se llevara a cabo la histórica reunión entre Alcalá Zamora y Romanones en la que se decidió la salida de España de Alfonso XIII y la proclamación de la República, tras conocerse los resultados de los comicios municipales. Y, sin embargo, el ilustre doctor en Medicina, precursor de la Endocrinología (fue el primer catedrático de esta disciplina), acabó huyendo de la barbarie desatada en el bando republicano a finales de 1936 y declarando su apoyo al alzamiento. Exiliado en París, en 1942 obtuvo el permiso para regresar a España.
Algo semejante ocurrió con Ortega, que asimismo huyó de Madrid, aun estando gravemente enfermo, en julio del 36, días después de sufrir la coacción de los milicianos para que firmase un manifiesto oponiéndose al alzamiento. No volvería a España hasta 1945, aunque el nuevo régimen le impidió recuperar su cátedra de Metafísica. Ramón Pérez de Ayala, por su parte, llegó a ser nombrado director del Museo del Prado por los regidores republicanos, pero, descontento del cariz revolucionario que iba imponiendo en España el Frente Popular, dimitió en junio del 36, semanas antes del alzamiento, y se exilió al iniciarse la guerra. Dos hijos suyos se alistaron en el Ejército Nacional. Tras varias esporádicas visitas, volvió a España en 1954, y, a pesar de sus intentos de congraciarse con los nuevos gobernantes, éstos le desdeñaron y durante un tiempo impidieron que sus libros circulasen libremente.

Asimismo, un intelectual de la talla de Miguel de Unamuno se declaró en principio favorable al alzamiento, aunque, a la vista de la crueldad represiva del nuevo régimen, se retractó de ello en el acto de apertura del curso académico en octubre del 36 en la Universidad de Salamanca, de la que era rector, en donde respondió valientemente con aquello de “¡venceréis, pero no convenceréis!” a las proclamaciones necrófilas de Millán Astray y los suyos. No olvidemos tampoco a Pío Baroja, que, a pesar de su furibundo anticarlismo, prefirió situarse también en el bando rebelde. Ni a Dionisio Ridruejo o Pedro Laín Entralgo, que, después de militar en el bando nacional, adoptaron una actitud crítica frente a la dictadura.
En el bando republicano militaron liberales de la envergadura de Julián Marías, que colaboró con sus editoriales en el ABC del Madrid republicano en el golpe que contra el prosoviético presidente Negrín protagonizaron el coronel Casado, el que fue su querido profesor, el socialista Julián Besteiro, e incluso el anarquista Cipriano Mera. Era ya marzo de 1939, y Franco, vencedor de la guerra un mes después, no tuvo ninguna generosidad con aquellos que se rebelaron contra Negrín.

Salvador de Madariaga, que había sido Ministro de Instrucción Pública en 1933 y también Ministro de Justicia, se exilió en Londres al comenzar la guerra, y desde allí se convirtió en un destacado opositor al franquismo, organizando todo tipo de campañas en contra del dictador. No volvió a España hasta 1976, tras la muerte de Franco. Y sin embargo, dejó escrito que “con la rebelión de 1934, la izquierda española perdió hasta la sombra de autoridad moral para condenar la rebelión de 1936”, y que en los meses anteriores al alzamiento “el país había entrado en una fase claramente revolucionaria. Ni la vida ni la propiedad estaban a salvo en ninguna parte”.

Claudio Sánchez Albornoz, liberal, anticomunista y el mejor de nuestros historiadores, fue durante la República Consejero de Instrucción Pública, Vicepresidente de las Cortes y Ministro de Relaciones Exteriores. Se exilió al empezar la guerra, y llegó a ser presidente del Gobierno de la República Española en Exilio entre 1962 y 1970. Regresó a España en 1983.

Clara Campoamor, una de las tres mujeres que llegaron a ser diputadas en las Cortes de 1931 (en su caso, por el Partido Republicano Radical), y principal promotora del sufragio femenino, también salió de España (para no volver ya) al declararse la guerra y asistir al terror miliciano en Madrid, sobre el que escribe, ya en Ginebra, una obra denunciándolo. En esa obra afirma esto que sirve también de síntesis de lo que aquí tratamos de decir: “La división, tan sencilla como falaz, hecha por el gobierno entre fascistas y demócratas, para estimular al pueblo, no se corresponde con la verdad. La heterogénea composición de los grupos que constituyen cada uno de los dos bandos (…) demuestra que hay al menos tantos liberales entre los alzados como antidemócratas en el bando gubernamental”. Ninguno de los liberales triunfó en la guerra. Los antidemócratas se acabaron imponiendo en ambos bandos.

Y sin embargo, la propaganda izquierdista ha relegado a la derecha actual al papel de meros continuadores de la dictadura bajo el camuflaje de demócratas, que esa derecha parece aceptar de hecho, acomplejada y sin llegar a plantar cara en la lucha ideológica. Mientras tanto, el PSOE actual reivindica las tendencias más antidemocráticas del Frente Popular, rehabilitando, por ejemplo, la figura de Juan Negrín (al tiempo que, correlativamente, repudia o ignora la de Besteiro), que ya en el exilio, en 1946, fue expulsado por la ejecutiva del partido que entonces presidía Indalecio Prieto, por haber sido un títere de soviéticos y comunistas en su etapa al frente del Gobierno republicano. Aun así, el PSOE ha conseguido imponer lo que se ha convertido en la práctica en su mito fundacional o legitimador: que él y la izquierda del Frente Popular representan la única democracia que entonces existió, mientras que quienes no estaban incluidos en ese Frente representan los valores políticos de la dictadura de Franco.


Javier Martínez Gracia, miembro de UPyD de Burgos

CUANDO LA FAMA ES UNA ENFERMEDAD

(Publicado en El Correo de Burgos el 15-VIII-2009)

Hay épocas en las que lo colectivo predomina claramente sobre lo individual. Están caracterizadas por la estabilidad social y la regularidad, y porque en ellas los individuos acatan las pautas de comportamiento que imponen la tradición, las leyes, las creencias establecidas. La Edad Media fue una de esas épocas, quizás la más prototípica entre las históricas. Ocurre en tales ocasiones que los individuos aceptan, sin sentir por ello menoscabo en su personalidad, que su vida discurra alejada de cualquier protagonismo, conformándose con sentirse parte del cuerpo colectivo al que pertenecen, y en el que hacen residir, prácticamente en exclusiva, las fuentes de la propia identidad. No es de extrañar en este contexto la falta de apremio que sintieron los autores del “Poema de Mío Cid” o de la “Chanson de Roland” por estampar su firma al final de sus relatos, o los arquitectos de las catedrales góticas en dejar fijada en algún sitio la impronta de su nombre.

A cambio de este máximo de orden y estabilidad que en tales sociedades se alcanza (a pesar, en el caso de la Edad Media, de la permanente amenaza para la vida que suponían las guerras constantes, las epidemias, las hambrunas…), se cede como tributo la total ausencia de originalidad y creatividad en los modos de ser. A lo que se aspira solamente es a hacer lo que hacen los demás, recelando de cualquier clase de innovación por el sólo hecho de serlo, y considerando que cualquier salida por la tangente del molde general es una patología.

Tal anulación de lo individual acaba por resultar asfixiante, y los tiempos terminan por balancearse hacia el otro extremo del péndulo, en busca de las posibilidades que la precedente manera de estar en el mundo había dejado obturadas. La huella que en la filosofía dejaron estos cambios de época está representada en la Grecia antigua por Demócrito de Abdera (460-370 a. de C.), el fundador del atomismo, y en la Edad Media, por Guillermo de Ockham (1290-1349), máximo representante de la corriente de la Escolástica conocida como nominalismo, que guardaba una perfecta sintonía con el antiguo atomismo. A partir de estos filósofos, los individuos, las unidades mínimas de cuya aglomeración, según ellos, se compone el mundo, son las únicas realidades a considerar en última instancia; todo lo demás que parece existir no son sino artificios generados por la mente, entidades sólo sustentadas en la convención, el consenso general, que lleva a ver cosas que realmente existen sólo en la mente de quienes las perciben; bosques, por ejemplo, vendría a decirse, donde sólo hay árboles. Como el mismo Demócrito señalaba: “Por convención, el color; por convención, lo dulce; por convención, lo amargo; pero en realidad átomos y vacío”. También decía: “Los nombres de los dioses son imágenes sonoras”. “Flatus vocis”, soplos de voz, dirían los nominalistas que Guillermo de Ockham abanderó, para señalar la materia de la que están hechos, no ya los dioses, sino todas las cosas. Los nombres, pues: eso es en exclusiva, según los atomistas de cualquier época, aquello en lo que vienen a consistir todas las cosas en cuanto trascendemos del estrato de los átomos o los individuos (la unidad mínima indivisible, en suma).

Con sus teorías, Guillermo de Ockham estaba preludiando la enorme irrupción de originalidad y creatividad que aconteció a partir del Renacimiento, cuando los individuos, rompiendo los moldes preestablecidos que la sociedad impuso sobre sus vidas durante la Edad Media, pasaron a ser los depositarios de su propio sentimiento de identidad, y responsables últimos de su manera de ser y de comportarse. Esa trayectoria que empujaba a los individuos hacia el primer plano de la historia comenzó, pues, en el Renacimiento, se prolongó y amplió, bastante felizmente, con la Ilustración, pero ha llegado a una patética culminación con la posmodernidad, en donde la búsqueda de lo único e irrepetible, la subordinación del todo a las partes, la “deconstrucción” (así lo llaman los teóricos del posmodernismo) de cualquier realidad hasta dejar subsistente tan sólo el nivel de lo atómico o individual, ha alcanzado sus más altas cotas de exageración. No hay más que observar, por ejemplo, los derroteros que ha acabado tomando el arte.
Cuando los individuos no tienen por encima de sí ninguna realidad a la que subordinarse, y, por tanto, ninguna tarea por delante que les empuje fuera de ellos mismos, hacia algún destino colectivo, acaban por no encontrar otros contenidos con los que llenar sus vidas que los que les dicten el hedonismo (la búsqueda del placer y la evitación del dolor) y el narcisista ensalzamiento del propio yo sobre el de los demás, en suma, la perentoria búsqueda de la fama.

La fama se ha acabado convirtiendo en un valor por sí misma, independientemente de los motivos que hayan conducido hasta ella. Se puede ver a estas alturas ocupar horas y horas de televisión a hijos de cantantes famosas que heredan esa misma fama sin tener que aportar a ella otros contenidos propios que su frivolidad, su haraganería y su frecuentación de puticlubs. Buscando otros ángulos desde los que intentar comprender esta fama morbosa, yo mismo recuerdo, de tiempos en que tuve alguna ocupación con adolescentes que sufrían trastornos de personalidad, cómo uno de ellos guardaba un recorte de prensa, que exhibía en cuanto podía, en el que se daba noticia de una de sus fechorías delictivas. Es por esto mismo por lo que Julián Marías abogaba porque los medios de comunicación (se refería a los escritos) dieran noticia de los hechos delictivos en páginas interiores, nunca en primeras planas, y aludiendo a sus “protagonistas” tan sólo con las iniciales de sus nombres. Si hasta los comportamientos antisociales pueden ser un medio posible a poner en práctica en esa alocada búsqueda de fama, que los medios de comunicación cancelasen el acceso hasta ella podría ser un buen método preventivo.

Esa desgracia que nos ha caído encima a los españoles, que responde al título de juez y al apellido de Pedraz, no parece capaz de entender algo así, y por eso ha permitido que este verano se hayan organizado con su aval diversos homenajes a asesinos de ETA. Sin duda, se le escapa el dato (o le parece desdeñable) de que en una parte de la sociedad –muy bien representada por él mismo–, en la que el nihilismo ha alcanzado tan altas cotas, la fama, la “buena” fama que entre sus correligionarios han adquirido los asesinos etarras, y que toma forma concreta en esos homenajes, es suficiente para sustentar sus comportamientos delictivos, e incluso animar a que otros, tan moralmente enfermos como ellos, sigan sus mismos pasos.


Javier Martínez Gracia, miembro de UPyD de Burgos

LA ATRACCIÓN POR EL DELIRIO

(Publicado en El Correo de Burgos el 15-VII-2009)

Comenzaré mis reflexiones dando enunciado a la pregunta más difícil de responder de todas las que se ha llegado a hacer el hombre, que fue, sin duda, la primera que apareció en su mente cuando descubrió los signos de interrogación y sospecho que será la última que se haga cuando, con previsible cara de sorpresa, asista al cataclismo final: ¿qué es la realidad?

La primera respuesta, errónea por supuesto, que nos dimos a tal pregunta fue que la realidad es eso que tenemos ante nosotros. Y es que eso que creemos tener ahí no es tal: en medio, entre nosotros y la realidad, se interpone, para empezar, un velo que nos hace ver lo que no hay, que transforma la realidad en mito. O en sueño, como prefería decir María Zambrano: “Inicialmente la vida es como un sueño (…) Se sueña sin saber, sin ver”. Soñamos, generamos mitos que sustituyen a lo que deberíamos saber, que se superponen a lo que deberíamos ver. Nuestros antepasados griegos inventaron la filosofía para tratar de descubrir esa realidad que discurría al otro lado de los sueños y los mitos. Precisamente llamaron a la labor que les ocupaba “alétheia”, descubrimiento, quitar el velo.
¿De dónde surge, dónde está la fuente de esa dificultad que nos impide acceder a lo real? Quemaré etapas para llegar sin más dilación a la respuesta: la fuente de todas nuestras dificultades de acceso a la realidad es el miedo. “Por el miedo se explican todas las cosas, el pecado original y la virtud original”, afirmaba Nietzsche. “El Poderoso me ha llenado de miedo”, decía Job, conturbado, ante sus amigos al constatar la frágil materia de la que estamos hechos.

“Somos seres para la muerte”, sentenció Heidegger, y parece ser que esa fatalidad que tenemos anunciada impregna por entero nuestro paso por la vida a través de ese emisario suyo, tan tétrico y desabrido como ella, que es el temor (a veces transformado en aquel sucedáneo suyo tan original y meritorio que es el valor). Así se explica que cuando le iba llegando esa que llaman “la hora de la verdad”, versificaba Quevedo diciendo: “y no hallé cosa en que poner los ojos / que no fuera recuerdo de la muerte”. Ocurriría, según esto, que las cosas pueden dejar de ser lo que son, o sólo lo que son, y pasar a ser lo que nuestras íntimas disposiciones demandan que sean (recordatorios de la muerte en este caso). Unas veces no llegaríamos a distorsionar lo que objetivamente son esas cosas, sino que sólo apoyaríamos en ellas, sin destruirlas, lo que nuestra intimidad precisa que sean. Pero otras veces llegaríamos a sustituir ese ser de las cosas con lo que nuestros prejuicios exigen que sean: en eso consisten el delirio y la alucinación.

Aquellos prejuicios íntimos que brotan del miedo, del peligro de vernos consumidos, tienen tanta fuerza que son capaces, efectivamente, de velarnos la realidad, de hacer que desatendamos lo que ésta es para centrarnos en lo que nuestros temores nos hacen creer que es. Puesto que nuestro miedo nos es consustancial, precisamos de un método para conseguir que, aun contando con las predisposiciones que ese miedo genera, no nos impida acceder a la realidad, sino que, por el contrario, encuentre en ella, y no en nuestros exclusivos fantasmas interiores, el modo de plasmarse.

Recapitulando todo lo dicho, podríamos concluir que la vida es el medio que tenemos para dramatizar nuestros miedos, para dar forma y motivos a nuestra previa e indeleble sensación de estar en peligro. “La vida, individual o colectiva, personal o histórica –decía Ortega precisamente–, es la única entidad del universo cuya sustancia es peligro”. Hemos, pues, de conseguir encajar nuestra íntima sensación de estar en peligro con alguna de las muchas posibilidades de estarlo objetivamente que nos ofrece la vida. En la primera parte de esa vida, en la infancia, nos dedicamos, en los momentos más benignos, a jugar con nuestros miedos (el juego es la forma infantil, balbuciente, ingenua del delirio); los cuentos, por su parte, proporcionan esa dramatización, tan necesaria para nuestra higiene psíquica, en que los diferentes personajes imaginados asumen la representación de las correspondientes parcelas en que el miedo nos divide el alma. La realidad cumple en el niño un papel muy secundario a la hora de dramatizar esos miedos suyos; de ella tan sólo recoge lo imprescindible para dar forma a sus inocentes delirios. Eso sí, cuando se apaga la luz, queda el niño expuesto plenamente a la fuente de la que manan todos sus miedos: él mismo, su consustancial fragilidad.

En la vida adulta sobreviven buena parte de aquellas ensoñaciones por medio de las cuales dramatizábamos de manera lúdica nuestros miedos, les buscábamos motivos imaginarios para, a través de ellos, virtualmente justificarlos. Hemos inventado la literatura o el cine con el objetivo de dar forma resoluble, aunque ficticia, a esos miedos (no me entretengo en el largo hilo argumental que me pudiera llevar a mostrar cómo los demás sentimientos no son sino elaboraciones más o menos sofisticadas de ese sentimiento matriz que es el miedo). Cuando nos divertimos, en general, tratamos también, a menudo, de palpar el perímetro del miedo, de buscarle una razón de ser; ocurre al subir a una montaña rusa, al hacer puenting… o al correr un encierro en los Sanfermines, de lo cual hemos tenido este año fatal y lamentable confirmación. Cuando llegamos a confundir esto que no son sino ensoñaciones con la realidad es cuando acontece el delirio, el sueño, el mito.

Pero el destino último de nuestras íntimas predisposiciones es que lleguen a acoplarse con la realidad de una manera eficaz y productiva, convirtiéndolas incluso en la energía que ha de ponernos en marcha para llegar a descubrir esa realidad, porque, decía también Ortega, “tal vez es imposible descubrir fuera una verdad que no esté preformada, como delirio magnífico, en nuestro fondo íntimo”. Es ésta una tarea que, salta a la vista, no es fácil llevar a cabo. Cuando tratamos de encajar en lo real esa última sustancia que, según el mismo Ortega, nos constituye, la vocación por el peligro, quedamos muchas veces lastrados por nuestros fantasmas interiores, viendo peligros donde objetivamente no los hay o convirtiendo, por ejemplo, a quienes realmente estaban destinados a ser nuestros amigos y aliados en peligrosos enemigos a batir.

Es por eso que hay que achacar no a la parte de nosotros que mejor se lleva con la realidad sino a lo que en nuestro interior sobrevive como tendencia al delirio el hecho de que aquel inteligente político alemán que fue Konrad Adenauer pudiera decir, haciendo gala de una gran perspicacia: “Hay enemigos, enemigos mortales y compañeros de partido”. Es, desgraciadamente, nuestra atracción por el delirio la responsable también de otra de las cosas que, con similar brillantez, y siguiendo la estela de su anterior reflexión, dejó asimismo enunciada el político alemán: “La historia es la suma total de todas aquellas cosas que hubieran podido evitarse”.


Javier Martínez Gracia, miembro de UPyD de Burgos

TETRO: LA NECESIDAD DE SENTIDO

(Publicado en El Correo de Burgos el 2-VII-2009)

Cuando Emile Michel Cioran escribió en 1933 su primer libro, “En las cimas de la desesperación”, afirmó en él: “Es evidente que, de no haberme puesto a escribir este libro a los veintiún años, me hubiese suicidado”. Más adelante explica cómo llegó a redimirse a través de la escritura: “Existen estados y obsesiones con los que no se puede vivir. La salvación ¿no podría consistir en confesarlos?”.

Sigmund Freud escribió mucho a propósito de esta parte de nuestra intimidad que no nos podemos confesar ni a nosotros mismos y con cuyo caudal alimentamos ese gran depósito que en nuestra mente forma el inconsciente. Nos es imprescindible tener un relato sobre quiénes somos, una narración en la que encajar lo que va siendo nuestra vida; pero para tener un criterio a partir del cual saber lo que debemos hacer o interpretar lo que nos pasa, tan imprescindible como disponer de tal relato es que además tenga sentido. Así que nos convertimos en implacables cancerberos del acervo de nuestras experiencias y, de todas ellas, dejamos pasar para incorporarlas a nuestro relato vital sólo a aquéllas que tienen sentido o que, al menos, no lo distorsionan gravemente. De todas las demás, una gran parte va a parar al limbo de lo insignificante, y es aquélla restante que entra en seria contradicción o que de alguna forma atenta contra la credibilidad y congruencia de nuestro relato vital la que va configurándose como secreto inconfesable, incluso para nosotros mismos, que, en el límite, acaba por ser excluida de la conciencia y de la memoria.

Pero ya decía Nietzsche que “todas las verdades silenciadas se vuelven venenosas”, y si encuentran en nuestra mente algún resquicio por donde colarse, amenazarán con anegarnos en el mismo absurdo que a Cioran le llevó al borde del suicidio y a otros, en un postrero y patético intento de defender un relato, aunque sea ficticio, a través del cual sentirse a salvo, les empuja a esa forma extrema de negación de la realidad que es la locura. Esto último es lo que le pasó a Tetro, el protagonista de la última película de Francis Ford Coppola, en los tiempos en que aún era Ángelo, y que sólo salió de la institución psiquiátrica cuando, enterrando en lo más profundo de su mente sus inconfesables secretos, no tuvo que hacer frente a un relato de sí que no le era posible aceptar, sino que simplemente cambió de relato, mató a su personaje anterior y construyó ex novo otro diferente: Tetro, precisamente. “Tetro”: una gran película ésta de Coppola (me deja ojiplático alguna crítica negativa de esos que “entienden” de cine, como la de Carlos Boyero en El País). No esperábamos menos del director de “El Padrino” y “Apocalypse Now”. Lástima que cuando este artículo salga a la luz, ya estará seguramente fuera de cartel y no servirá de mucho recomendarla a quienes no la hayan ido a ver.

Ángelo, el anterior e insoportable alter ego de Tetro, llegó a hacer, sin embargo, un hermético relato de sí mismo, una novela autobiográfica, escrita en clave, que en el hospital psiquiátrico siempre llevaba consigo, pero de la que a nadie llegaba a decir nada. Había conseguido, pese a todo, hablar en ella de su vida pasada, era su confesión, pero una confesión interrumpida e improductiva, porque no lograba ponerle un final, es decir, que tuviera sentido. Por ello acabó relegando ese relato al trastero de lo definitivamente inconfesable, repudiando una novela que llegó a demostrarse que, con un buen final, hubiera sido capaz de conducirle al éxito. Prefirió vivir en la falsedad de un nuevo personaje que, para existir, tenía que negar todos sus vínculos con el pasado, amputar los rastros de su historia personal. Ángelo, mientras perdurase lo inconfesable, tenía que morir para que Tetro viviese. Por eso, en un crucial momento de la película, le dice a Miranda, su maternal pareja y ex psiquiatra: “No quiero que nadie me salve”. (Miranda es interpretada por Maribel Verdú, que quizás –no la conozco tanto como para estar seguro– haya alcanzado aquí la cota más alta de su carrera).

Decía Ortega (todos lo sabemos a estas alturas): “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella, no me salvo yo”. Son enunciados filosóficos que no sólo tienen aplicación a la hora de entender la vida de los individuos, sino también la de los pueblos. No me cuesta mucho imaginar que los españoles presentamos hoy una imagen asimilable a la del Ángelo de Coppola, abrazado en aquel psiquiátrico a su novela escrita en grafías incomprensibles (inconfesables), porque no hemos llegado aún a construir un relato de lo que somos que tenga sentido para todos, y, extraviados, tratamos de negar lo que somos y construirnos de la nada o de la falsificación una nueva identidad. Como Tetro, hemos querido incluso amputar de nosotros el mismo nombre, España, así como los símbolos que la representan, levantando ante su mera presencia un sinfín de suspicacias. La lengua común en la que nos entendemos la hemos arrinconado, camino de excluirla, en varias regiones, y en las demás lo seguimos consintiendo cuando votamos a los partidos que lo propugnan; la malquerencia entre unas regiones y otras sigue avanzando. Tratamos asimismo de ignorar o deformar nuestro pasado y nos empeñamos, como Tetro, en sustituirlo por el que los nacionalismos han ido delirando. Como Tetro, los españoles, en buena parte, nos estamos convirtiendo en un ser incomprensible, imprevisible, que, embarcado hoy en este periplo zapateril, no quiere recordar de dónde viene ni aspira a saber a dónde va y no soporta las preguntas sobre quién es. Corremos un grave peligro de vivir al margen de nuestra circunstancia, de nuestro pasado, de nuestra realidad. Y como Tetro, para que sobreviva ese personaje que hemos ido inventando, parece también que “no queremos que nadie nos salve”.

Pero esa circunstancia que tantos, en España, quieren ignorar, lo admitamos o no, forma parte de nuestro ser colectivo. Y aún más: si no la salvamos a ella, no nos salvaremos nosotros.
Un genio este Coppola.

Javier Martínez Gracia, miembro de UPyD de Burgos

¿PERO EXISTIÓ ALGUNA VEZ EL 11-M?

(Publicado en El Correo de Burgos el 11-VI-2009)

Hubo un tiempo, creo, en que los hombres éramos libres y aspirábamos a la verdad. Abandonados, por fin, por la providencia, que, sin contar con nosotros en absoluto, tenía previsto para todo un por qué y un para qué, tuvimos que ir construyendo en soledad un sentido para el mundo y para nuestra vida. Fue necesario, pues, rescatar del azar, del absurdo y de la superchería (en suma, del caos) las cosas y los aconteceres necesarios para hacer que finalmente prevaleciera la expectativa de que, pese a todo, el universo transcurría en pos de lo mejor. Con nuestra voluntad de sentido conseguimos abrir un camino de claridad y de valores a través de la espesa trama de maleza que había ido formando el caos. Fuimos libres porque aspirábamos a la verdad, porque nos empeñábamos en poner orden en las cosas y los aconteceres, diferenciando lo mejor de lo peor. Cansados a veces de buscar una verdad que, como el horizonte, siempre está fuera de nuestro alcance, tuvimos, desde luego, que resistir a la tentación de caer en la indolencia propia de quien piensa que, poco más o menos, todo da igual.
Pero el absurdo y la superchería, esos perfectos contrapuntos de nuestra voluntad de sentido y de claridad, han demostrado a la larga tener más fortaleza que muchos de nosotros. De modo que, a la altura de los tiempos postmodernos en que estamos, hemos dejado que se vayan arruinando y cayendo esos topes del por qué y el para qué con que antes acotábamos las cosas, hemos ido perdiendo aquel impulso que nos hacía buscar la verdad y el sentido de nuestras vidas, nos hemos ido conformando con hallar un precario cobijo en los reducidos fragmentos de realidad que configura lo que nos es más inmediato y tangible. Nuestra postmoderna mente líquida (así la denomina Zygmunt Bauman, un conspicuo analista de este tiempo que vivimos) ha dejado de aspirar a tener las cosas claras y acepta conducirnos por un mundo que asumimos como incomprensible, en el que lo bueno y lo malo se han entreverado hasta formar un magma de indiferencia del que sólo aspiramos a rescatar esos evanescentes sucedáneos que conforman lo que me apetece y lo que no me apetece. Vale, pues, también lo que decía un personaje de “La Tempestad”, de Shakespeare: “Todo lo que es sólido se desvanece en aire”.
Nuestras pretensiones de sentido y de verdad han llegado a ser tan endebles que el poder apenas encuentra resistencia cuando trata de imponer sus puntos de vista, que en seguida alcanzan la categoría de verdad, de verdad oficial, a falta de ninguna otra que la ciudadanía ofrezca como alternativa con la rotundidad precisa. Si se ha perdido la necesidad de encontrar la verdad, ¿qué más da que coyunturalmente prevalezca la que el poder ofrece? La aceptación de la verdad oficial cuenta además con un beneficio añadido, como es el de pertenecer al grupo de los políticamente correctos, lo cual es un antídoto contra el ostracismo o contra la necesidad de tener que razonar y justificar la propia opinión, que suele ser un trabajo incómodo y exigente.

No renunciar a la verdad ni a la libertad obliga a veces a enfrentarse a tremendos tabúes colectivos encargados de salvaguardar el orden que se sustenta sobre la verdad oficial y que suele ser tan precario e inconsistente como intenso y prohibitivo sea el tabú. En España el gran tabú de nuestro tiempo se ha constituido alrededor de las numerosas irregularidades que, descontando el hecho mismo, jalonan la investigación policial, la instrucción judicial y el juicio y sentencia posteriores a que dieron lugar los atentados de Madrid del 11 de marzo de 2004. La acumulación de datos, de nombres difíciles de recordar, de detalles significativos innumerables que han aportado quienes se empeñaron en investigar esas irregularidades son por sí solos casi una invitación a desistir de entender, de querer saber lo que pasó, máxime cuando nadie ha sido capaz todavía de proponer una hipótesis alternativa de aquellos hechos suficientemente consistente.

Pero de entre todo el magma de irregularidades, hay una que por sí sola es suficiente para encender todas las alarmas de quienes aún aspiramos a la verdad y a la libertad: el perito Antonio Iglesias, uno de los comisionados por el juez Gómez Bermúdez para realizar la pericia sobre los explosivos que se utilizaron en el atentado, a partir de las mínimas muestras que el juez instructor Del Olmo supo salvaguardar, ha dejado demostrado en un informe que finalmente ha tomado forma de libro que lo que explotó en los trenes aquel 11 de marzo fue Titadyn y no Goma 2 ECO. No le anda a la zaga en importancia su escalofriante afirmación, después de analizar científicamente la correspondiente composición de los explosivos, de que el contenido del que apareció en la furgoneta Kangoo que puso en marcha toda la investigación policial y el de la muestra patrón de Goma 2 que aportó la Policía para identificarlo proceden del mismo cartucho. En este contexto, tampoco es desdeñable el dato de que este perito cuenta para el informe que ha realizado con el aval del Colegio de Químicos madrileño así como el de un currículum profesional sobresaliente que sería absurdo destrozar con afirmaciones a la ligera sobre algo así. Y el hecho es que todas las conclusiones y condenas derivadas de la sentencia judicial se basan en el supuesto de que el explosivo utilizado fue la Goma 2 ECO robada y transportada a Madrid desde la asturiana Mina Conchita y posteriormente preparada para su uso por aquel curioso grupo terrorista trufado de traficantes de droga y de confidentes policiales que nunca Al Qaeda ha reconocido como propio. Y si el principal supuesto de la sentencia, el que se refiere al arma del crimen, resulta ser falso, hay que desembocar en el tremendo corolario de que las conclusiones a las que aquella sentencia llega están invalidadas y los principales culpables, todavía sin descubrir. Se debería reabrir el juicio, pero antes sería preciso derribar el tabú.
Hubo un tiempo, creo, en que la realidad tenía aún sentido, o en que, al menos, los hombres tratábamos de sobreponernos al absurdo, a la falsedad y a su principal valedora: la indolencia. En aquellos tiempos ningún tabú de este tipo habría prevalecido. Por aquel entonces, los hombres aún aspirábamos a la verdad y a la libertad… ¿O quedarán todavía suficientes hombres libres dispuestos a querer saber lo que pasó?


Javier Martínez Gracia, miembro de UPyD de Burgos

ERASMO, EL PRIMER PENSADOR EUROPEÍSTA

(Publicado en El Correo de Burgos el 9-VI-2009)

No es éste en el que estamos ocupados con las elecciones al Parlamento europeo un mal momento para evocar la figura del casi olvidado Erasmo de Rotterdam, al cual Stefan Zweig, precisamente uno de los intelectuales europeos más prominentes del siglo XX, considera como “el primero de los escritores y creadores de Occidente consciente de ser europeo”.
Nació Erasmo en 1469 (murió en 1536), en un siglo en el que se gestaron las grandes transformaciones sociales y religiosas que conocemos como Renacimiento y Reforma, y del que Ortega decía: “El siglo XV es el más complicado y enigmático de toda la historia europea hasta el día. Y no por casualidad ni por extrínsecos motivos, sino precisamente porque es el siglo de la crisis histórica”. Las grandes crisis históricas (y atención: hoy atravesamos una de ellas, y de proporciones equivalentes, aunque de dirección contrapuesta a la de entonces) se producen cuando el modo de estar en el mundo que hasta entonces había prevalecido empieza a decaer y otro diferente pretende sustituirle. Quienes aún conservan la cosmovisión propia del mundo que declina sienten el vértigo ante el vacío que se abre frente a ellos al ver cómo las creencias que venían sustentándolos se van resquebrajando y perdiendo vigencia. Los que, por el contrario, toman partido por las ideas y creencias emergentes, sienten que se liberan de las cadenas de un modo de ser que ha fracasado, y despiertan su entusiasmo a la vista de todas las prometedoras innovaciones que se anuncian. “¡Dios inmortal! ¡Qué siglo veo comenzar! –exclamaba el mismo Erasmo al alborear el XVI– ¡Quién pudiera volver a ser joven!”.

La revolución que traían los nuevos tiempos que transcurrían entre el siglo XV y el XVI fue la del humanismo, del cual Erasmo de Rotterdam fue su principal mentor. Durante la Edad Media había predominado un modo de entender las cosas según el cual el individuo no tenía nada que aportar a su propio destino. Todo lo decisivo en su vida le trascendía, todo se lo encontraba dado, desde el trabajo hasta el matrimonio, pasando por lo que era inevitable pensar o creer; la vida misma no tenía otra función que la de servir de medio de transición hacia la del más allá, que era la que realmente importaba. El humanismo supuso un cambio total de esta manera mirar el mundo, al depositar en el individuo mismo la responsabilidad de su vida, abriendo así las compuertas de sus deseos y preferencias, hasta entonces obturadas.

La verdad suele escoger para expresarse los desconcertantes cauces de la paradoja. Pero los hombres tendemos a negarnos a realizar el esfuerzo de conjugar unas razones con sus contrarias, y, convencidos de que esa verdad a la que aspiramos habita en sólo uno de los polos de esa paradoja, solemos deslizarnos, obcecados por tal sesgo, hacia el fanatismo, que es, precisamente, la elevación de una verdad parcial a la categoría de absoluta. La modernidad, que fue la encargada de servir de cauce a esa imprescindible verdad parcial de que el individuo es el dueño de sus destinos, ha acabado desembocando en la patética exageración que hoy supone la posmodernidad, la cual da pábulo a la idea de que la realidad no es más que una mera prolongación de nuestro ser individual, de nuestra naturaleza, sin nada que trascienda de uno mismo, sin nada en la propia circunstancia que limite, o al menos deba limitar, los juicios, presupuestos, decisiones o trayectos a recorrer que cada uno elabora. La posmodernidad, espoleada por el nietzscheano “Dios ha muerto”, ha colocado en su frontispicio aquella reflexión de Iván Karamazov, el personaje de la novela de Dostoievski: “Si Dios no existe, todo está permitido”.
Erasmo vislumbraba los peligros que conlleva el fanatismo. Por eso fue un moderado defensor de las ideas humanistas que siempre buscó la conciliación entre los representantes del mundo que declinaba, el Papa, el Emperador Carlos V, los reyes –los que, en suma, avalaban el modo de mirar que apuntaba a lo supraindividual–, y esa fuerza arrolladora y tumultuosa que fue Martín Lutero, un monje agustino (como, por otro lado lo fue, con menos entusiasmo, el propio Erasmo) que llevó a su exacerbación el apotegma de San Agustín de que “en el interior del hombre habita la verdad”. Consiguientemente, preludiando al mismísimo Karamazov, llegó Lutero a afirmar: “El cristiano es un hombre libre, dueño de todas las cosas, no se halla sometido a nadie”. Y es que, para él, la relación de Dios y el cristiano se establecía directamente y de modo individual, sin que hubiera ninguna instancia mediadora entre ambos: el individuo se disolvía en Dios y viceversa, lo cual permite entender su doctrina de la predestinación, aparentemente contradictoria con esa vocación por la insumisión. Las dos potencias enfrentadas que Erasmo trataba de conciliar tendían, sin embargo, al fanatismo, cada una de ellas portando uno de los extremos de la verdad paradójica, esa que en nuestro tiempo Ortega formuló al decir: “yo soy yo y mi circunstancia”. Es decir: yo no soy sólo yo, tal y como se venía a sostener desde la verdad parcial que Lutero representaba; ni yo soy sólo mi circunstancia, esto es, lo que me excede y trasciende: la otra verdad parcial que, por su parte, y recogiendo los vestigios de la cosmovisión medieval, representaban entonces el Papa y el Emperador.
Los fanáticos, al fin, triunfaron frente a la moderación erasmista. Lutero, furioso, se preguntaba, para escándalo del conciliador Erasmo: “¿Por qué no atacamos (…) a toda la horda de la Sodoma romana con todas las armas de que disponemos y nos lavamos las manos en su sangre?”. El Papa, por su parte, excomulgó al fraile agustino, cerrando así el paso a la autocrítica de una Iglesia corrompida. La Cristiandad, que así se llamaba entonces Europa, quedó escindida. Enfrentadas a muerte ambas verdades parciales, sembraron de cadáveres los campos europeos.

Hoy, como ha quedado dicho, vivimos otra gran crisis histórica. Por supuesto, la inflación del yo que supuso la modernidad (de la cual la filosofía idealista ha sido su expresión más acabada) produjo frutos fecundísimos, que eclosionaron al desplegarse las enormes potencialidades que guardaban el deseo y la imaginación hasta entonces anulados. Los grandes descubrimientos geográficos, el imparable desarrollo de las ciencias naturales, el arte inabarcable que ha surgido desde el Renacimiento, los derechos humanos, la implantación de la democracia… son algunos de esos frutos. Pero esa inflación del yo ha alcanzado su tope, y hoy ya están a la vista sus insuficiencias, por ejemplo, la que quedó expuesta en el intento, de varias formas reiterado, de suplantar la realidad con insensatas utopías que, inseminadas en la sobredimensionada imaginación de los hombres, han desdeñado todos los límites y han hecho correr, sobretodo en el siglo XX, ríos de sangre. O también, el sentimiento de vacío que inunda las vidas de unos individuos que, encerrados en sí mismos, están a falta de claves para referir sus vidas a algo que les trascienda y que convierta aquéllas en una tarea, en un quehacer que aporte a su transcurrir el necesario sentido.

Asimismo, y como en tiempos de Erasmo, esa crisis histórica que vivimos en Occidente tiene una proyección política que también corre el peligro de deslizarse hacia fanáticas posiciones sectarias, las que tradicionalmente han buscado acomodo en los maximalismos que se abrían tanto hacia la derecha como hacia la izquierda, dando lugar a lo que Ortega llamaba “una vida política subjetivamente falsa, que está estafándose –lo mismo por la derecha que por la izquierda”. Si fuera cierto que la verdad tiene forma de paradoja, que, en el contexto de lo dicho, debe, por tanto, complementar la parte que resalta el valor de lo que trasciende al individuo (y que fundamentó la cosmovisión medieval) con la que confirma el valor de lo que le pertenece y atañe específicamente como tal individuo (visión que aportaron el Renacimiento, la Reforma y la modernidad, y que ha llevado a su delirante extremo la posmodernidad), es decir, si fuera cierto que “yo soy yo y mi circunstancia”, lo que en el ámbito político procede hacer es adoptar la posición erasmista de conciliación entre opuestos y moderación. O por denominarlo de una forma que ha conseguido ya asomar en nuestro contexto social: la política adecuada será la que adopte el paradójico principio de la transversalidad.


Javier Martínez Gracia, miembro de UPyD de Burgos

EL MIEDO AL PROGRESO

(Publicado en El Correo de Burgos el 23-V-2009)

El hombre siempre se ha mostrado temeroso de los efectos del tiempo. Por la puerta que éste abre entra como un vendaval todo lo que altera su necesidad de estabilidad, de orden, de previsión… en última instancia su necesidad de identidad, de ser alguien reconocible, contra lo cual vienen a atentar, precisamente, todos los cambios que sobre ello arroja el paso del tiempo.
Para combatir esos temidos efectos que produce el tiempo al pasar, lo primero que hizo el hombre fue contraponerles el mecanismo de defensa que Sigmund Freud denominó “negación”. Durante la mayor parte de su historia, efectivamente, el hombre ha negado que el tiempo transcurriera, creyendo que repetía invariablemente unas pautas o ciclos, y que, por tanto, como en el mito de Sísifo, todo regresaba una y otra vez a su punto de partida. Incluso ha considerado que cualquier alejamiento de ese punto de partida, de ese estado natural (es decir, naciente, “naturante”) es una perversión, una entrada en el reino de la falsedad y de la corrupción, pues sólo es verdad lo que sigue siendo “como era en un principio”, antes de que el tiempo irrumpiera con todo su poder de destrucción y olvido. Respecto de este mito del eterno retorno, dice Mircea Eliade, ilustre historiador de las religiones: “El ‘primitivo’, al conferir al tiempo una dirección cíclica, anula su irreversibilidad. Todo recomienza por un principio a cada instante. El pasado no es sino la prefiguración del futuro. Ningún acontecimiento es irreversible y ninguna transformación es definitiva. En cierto sentido, hasta puede decirse que nada nuevo se produce en el mundo, pues todo no es más que la repetición de los mismos arquetipos primordiales”.

El inconveniente de este modo naturalista de estar en el mundo es que hace imposible que se produzcan los efectos positivos del avance de la historia: “Un tiempo es prehistórico –decía Ortega– no porque ignoremos lo que en él pasó, sino, al revés, porque en él no pasó nunca nada, sino que pasó siempre lo mismo, y el pasado, en vez de pasar, se repitió pertinazmente”. Nada se puede crear, añadir a la marcha del mundo, si estamos atrapados por esa visión naturalista que nos exige regresar una y otra vez al punto de partida.

El tiempo como algo irreversible es un descubrimiento relativamente reciente. Procede del judaísmo, y de ahí se transmitió a la cultura cristiana y occidental. “Para el judaísmo –confirma Mircea Eliade– el Tiempo tiene un origen y tendrá un fin. La idea del tiempo cíclico se ha superado”. Gracias a esta nueva manera de mirar se hizo posible el progreso, y tomó forma esa especie única en la historia que fue y es la civilización occidental. Ortega, de nuevo, lo enuncia así: “Toda la Edad Antigua gravita hacia el pretérito. El europeo, en cambio, es tal vez la primera manifestación histórica del futurismo colectivo (…) Lo bueno, lo mejor, no está para nosotros en el ayer, sino en el mañana”.

Cuando las sociedades primitivas entran en crisis, buscan regresar al pasado, a su supuesta edad de oro, a su “estado natural”. No sólo las sociedades: Freud aludió también al mecanismo psíquico de la regresión como uno de los fundamentales en las personalidades afectadas por trastornos psicopatológicos.

Al final de la Edad Media se produjo una gran crisis social que afectó a todos los órdenes de la vida. Por encima de los terribles efectos de la gran epidemia de peste negra que acabó con un tercio de la población europea en la segunda mitad del siglo XIV, se estaba fraguando, sobretodo, el gran cambio en las mentes que supuso el paso de considerar la vida como algo que estaba en las exclusivas manos de Dios, a estar bajo la responsabilidad de los hombres. “Con el Renacimiento –decía Cioran– comienza el eclipse de la resignación. De ahí la aureola trágica del hombre moderno. Los antiguos aceptaban su destino. Ningún moderno se ha rebajado a esa condición”. Sin embargo, el Renacimiento supuso una amalgama de actitudes contrapuestas, y el mismo vértigo que produjo aquel gran cambio histórico, hizo creer a los hombres que estaban volviendo hacia atrás, regresando a la cultura antigua; que estaban “renaciendo”. El mito del eterno retorno tuvo así ocasión de colarse en aquella gran irrupción en el ámbito de lo irreversible que estaba aconteciendo.

Pero el mundo cambió aún más con la Revolución Industrial (precisamente como consecuencia directa de la aceptación del tiempo como ámbito en el que progresar, y no como eterno retorno). Y en ese punto de inflexión se produjeron grandes vértigos y numerosos movimientos regresivos, es decir, reaccionarios: Rousseau dijo que había que regresar al estado natural, el propio del “buen salvaje”. Los románticos también quisieron volver al “paraíso perdido”, que ellos identificaron sobretodo con la Edad Media, y no la Antigua, como habían hecho los renacentistas. Marx y Engels pretendieron que había que regresar al “comunismo primitivo”, anterior a la aparición de la propiedad privada y el dinero, y en “El origen de la familia, la propiedad privada y el estado”, Engels abogó incluso por el regreso a los modos de convivencia social y sexual comunales propios de la horda salvaje.

Y en ese contexto surgieron también los nacionalismos, como resultado, pues, del deseo de regresión a la supuesta época dorada que la civilización, la industrialización y el estado moderno habían venido a destruir. El movimiento cultural en el que fermentó el nacionalismo catalán, en la segunda mitad del siglo XIX, se denominó, precisamente “Renaixença”, y para él, todo lo que aconteció desde la entrada del “castellano” (traducido: del estado moderno) en Cataluña, se entendió y se denominó genéricamente como “Decadència”. Fue un fenómeno similar al “Resurdimento galego” o al deseo de regresión al estado tribal de los vascones por parte de Sabino Arana. Según estos movimientos, la salvación estaba, una vez más, en regresar al pasado, en negar la historia.
Lo realmente chocante, y que hay que considerar como un gran fraude intelectual y político, es que todos estos movimientos reaccionarios y pre-occidentales hayan cursado (¡y sigan haciéndolo!), sobretodo en España, como progresistas. Y que los partidos nacionales, fundamentalmente el PSOE, hayan aceptado ese patrón de medida de progresismo y admitan que promoviendo un estado anoréxico y unas competencias autonómicas desmedidas –es decir, asumiendo la perspectiva de los nacionalistas– están poniéndose a la altura de los tiempos.


Javier Martínez Gracia, miembro de UPyD de Burgos

LA CULTURA DEL TEDIO

(Publicado en El Correo de Burgos el 21-V-2009)

El entusiasmo es el estado de ánimo que la pasión prefiere cuando quiere demostrar que es capaz de sobreponerse a cualquier obstáculo o invitación al desistimiento. El tedio, por el contrario, tiene como función servir de recordatorio de que todo deseo, toda pasión discurren en pos de su último destino, que es la frustración y el desencanto. “El hombre es un sistema de deseos imposibles en este mundo”, decía Ortega. La decepción, por tanto, es un ingrediente que los anhelos humanos deberían incorporar preventivamente desde el mismo momento en que afloran, para que no quedemos inermes en ese momento crítico en que el objeto del deseo se demuestra inalcanzable. Porque, efectivamente, “tarde o temprano –concluye Cioran a este respecto– cada deseo debe encontrar su fatiga: su verdad”.

Ese trayecto en zigzag que va desde la pasión al tedio y que, completando el ciclo, vuelve desde éste hacia aquélla, es el sustrato sobre el que se va levantando la historia del hombre. Las épocas declinantes se caracterizan porque el tedio impera sobre grandes porciones de vida. Del paradigma de todas ellas, la que sufrió el Imperio romano, decía asimismo Cioran: “Los romanos no desaparecieron de la superficie de la tierra a causa de las invasiones bárbaras, ni del virus cristiano; un virus mucho más sutil les resultó fatal: una vez ociosos, tuvieron que afrontar el tiempo vacío, maldición soportable para un pensador, pero tortura sin igual para una colectividad (…) La temporalidad huera caracteriza el aburrimiento. La aurora conoce ideales; el crepúsculo solamente ideas, y en lugar de pasiones, la necesidad de diversión. La Antigüedad que tocaba a su fin intentó curar ese hastío característico de todas las decadencias históricas mediante el epicureísmo o el estoicismo. Simples paliativos (…) que ocultaron, falsearon o desviaron el mal, sin anular su virulencia. Un pueblo colmado sucumbe víctima del tedio, como un individuo que ha ‘vivido’ y que ‘sabe’ demasiado”.

Avisa, pues, Cioran de que una de las formas de paliar los efectos de la decepción es reducir la potencia del deseo hasta los límites de austeridad que marcaba Epicuro al, por ejemplo, proponer: “Éste es el grito de la carne: no tener hambre, no tener sed, no tener frío; quien tenga y espere tener esto también podría rivalizar con Zeus en felicidad”. Estos mismos planteamientos restrictivos respecto del deseo quedan expresados de forma suprema por Marco Aurelio, el emperador filósofo, que gobernó entre el 161 y el 180 de nuestra era, y que constituye, junto a Séneca, la cumbre de la filosofía estoica. Llegó a decir que “los deseos conducen a la permanente preocupación y decepción, ya que todo lo que se desea de este mundo es miserable y corrupto”. Pensamientos que, si se es consecuente con ellos, abocan inevitablemente al aburrimiento, como implícitamente muestra en otra de sus máximas: “Todo lo que acontece es tan vulgar y usado como la rosa en primavera y los frutos en el verano: tal es la enfermedad, la muerte, la calumnia, la traición y cuanto alegra o aflige a los necios”. Marco Aurelio, aun representando un momento todavía estelar de la historia de Roma, con sus escritos deja constancia de ese predominio del desistimiento del deseo y consiguiente generalización del tedio que caracterizan los momentos declinantes de los ciclos históricos, o al menos anuncian su inminente llegada. Su hijo Cómodo, al que el prestigioso historiador Edward Gibbon considera como el emperador que desencadenó la decadencia de Roma, representa ese momento ya terminal en que la pasión se desvanece y pasa a convertirse en mera necesidad de diversión, en búsqueda, tan compulsiva como patética, de paliativos para el aburrimiento. Y así resultó que, entre otras manifestaciones de decadencia, con Cómodo los crueles espectáculos del Circo romano alcanzaron cotas máximas.

Sirva de alegoría aquella transición que Roma hizo desde la plenitud hacia la decadencia para esta otra en que combatimos a ese heraldo de Atila ante las puertas de Roma que es el aburrimiento con excitantes afectivos del tipo de los que suministran las drogas o la televisión basura, quizás no tan crueles como los que proporcionaban las luchas entre gladiadores, pero asimismo degradantes. Una época ésta en que los asuntos humanos empiezan a merecer atención para muchos en la medida en que salen a la palestra en la que pueden ser representados como si fueran espectáculos o tomar la infantil apariencia de juego; es decir: no importan en sí mismos, sólo distraen. Tiempos en que de la política sólo llega a interesar, para un gran número de personas, lo que discurre por la capa superficial de lo anecdótico, o incluso lo que sobrevive en algún comentario a pie de foto en una revista del corazón. Por ejemplo, el hecho de que una reunión de altos mandatarios llegue a ser un apéndice residual a los fotogénicos paseos de Sonsoles, Leticia y, sobre todo, Carla Bruni.

Siguiendo su habitual método de exprimir los conceptos analizando la etimología de las palabras, indaga Ortega en el origen de la palabra “elegancia”. La hace derivar del vocablo “elegir”. Los latinos llamaban al acto y al hábito del recto elegir primero “eligentia” y luego “elegancia”, y resalta el filósofo el hecho de que de aquí toma también su raíz la palabra “int-eligencia”. Tan “elegante” como “inteligente” sería, siguiendo este curso evolutivo de las palabras, el hombre que elige bien, que hace lo que hay que hacer y dice lo que hay que decir. Alguna alarma debiera de encenderse cuando de ese concepto de elegancia apenas sobrevive otro contenido que el que sirve para describir el modo de vestir y de comportarse ante cámaras, curiosos y otras clases de aburridos de Carla Bruni o doña Leticia.

Javier Martínez Gracia, miembro de UPyD de Burgos

EL FUTURO YA HA PASADO

(Publicado en El Correo de Burgos el 14-IV-2009)

Decía Ortega que el hombre es un ser futurizo, volcado hacia el futuro, un ente dinámico que transcurre entre lo que es en el inmediato presente y lo que su imaginación ha previsto que sea en el futuro. “La vida –decía más en concreto– es una operación que se hace hacia delante. Vivimos originariamente hacia el futuro, disparados hacia él”. “La vida –le ratificaba su discípula, María Zambrano– viene del futuro (…) es futuro abriéndose paso”. Dejemos esto apuntado como primera premisa del silogismo que tratamos de exponer.

Para dar enunciado a la segunda premisa, adentrémonos, haciendo una especie de reducción fenomenológica a lo más esencial, en el cogollo de lo que podemos entender que son las causas de la crisis que estamos sufriendo: el mundo, singularmente el mundo occidental, ha vivido por encima de sus posibilidades. Se ha endeudado, ha hipotecado su futuro para poder vivir el presente con más intensidad; hemos disfrutado de casas, coches, viajes y bienes de consumo en general para los que, si hubiéramos tenido la perspectiva adecuada, habríamos tenido que esperar, que desplazar hacia el futuro la posibilidad de su disfrute. Nos hemos dicho: “vivamos el momento”, y el que venga detrás (nosotros mismos el día de mañana), que arree.

Nuestra cultura posmoderna se relaciona mal con el futuro. Peor aún: tendemos a actuar como si el futuro no existiera. Nuestro proyecto de vida, colectivamente hablando, no es, en realidad, tal proyecto: estamos atrapados por el sensualismo y el corto plazo, sólo creemos en lo que vemos y tocamos, actuamos motivados por estímulos más o menos inmediatos. Dicho de otra forma: habitamos en esa zona superficial de la realidad que constituye el aquí y el ahora. Nuestro paisaje vital carece de horizontes, vivimos sólo en el presente, así que hemos atraído hacia él todo lo que hubiéramos debido reservar para el futuro. Nos hemos trasegado de una vez el menú de toda la semana; ahora viene el camarero y no tenemos con qué pagar (ni con qué encargar más menús).

Si la conclusión a la que habría de llevarnos el silogismo que estábamos construyendo la expresáramos en términos médicos, estaríamos ya en condiciones de señalar cuál es el principal síntoma de la enfermedad: sobrepeso. Y apuntar el diagnóstico: incapacidad para ejercitar las funciones vitales que nos relacionan con el futuro, con las metas, con algún tipo de finalidad; en suma, no hemos sabido esperar, no hemos tenido la sensatez de aceptar nuestras limitaciones a la hora de conducir nuestra vida. Pero atención: no estamos hablando de funciones prescindibles, porque afirmaba también Zambrano que “el hombre es el ser que se constituye en vista de una finalidad”, esto es, que, como decíamos al principio, prolonga su presente en pos de unas metas futuras, de modo que a través del trayecto entre aquél y éstas vaya creciendo, acercándose a su ideal. ¿Qué ocurre cuando faltan esas metas, de qué insidioso modo avanza la enfermedad? Nietzsche lo enunció hace más de un siglo: “La desilusión sobre una supuesta finalidad del devenir es la causa del nihilismo”. Ya tenemos, pues, determinado el nombre de la enfermedad: nihilismo, también conocida como ausencia de valores. Ahora toca prescribir el tratamiento, cosa que también dejamos para Nietzsche: “Es preciso conocer tu fin, tu horizonte, tus impulsos, tus errores, y principalmente el ideal y los fantasmas de tu alma, para determinar lo que la palabra salud significaría hasta para tu mismo cuerpo”. No hay más remedio: una dosis elevada de ideales todos los días nada más levantarse o el colesterol que produce la ingestión desmedida de tanto “aquí y ahora” acabará con nosotros.
Pero, ¿qué hacen, mientras tanto, nuestros gobernantes, qué medidas están proponiendo para enfrentarse con la crisis? Pues lo que, en síntesis, vienen a proponer es aumentar el gasto público, o cuando menos mantenerlo por encima de los ingresos y, por tanto, endeudar más a la sociedad. Lo cual significará subir los impuestos no ya a las generaciones presentes, sino también a las futuras. Es decir, proponen apagar el fuego echándole gasolina, seguir devorando futuro para mantener apuntalado un presente que se derrumba. De esta forma, nuestros gobernantes están actuando como lo que son: expresión del problema, no parte de la solución. La casta política que hoy nos rige es una última floración del viejo mundo que ha entrado en su crisis probablemente terminal, un mundo –¡tan vulnerable a la corrupción!– en el que todo está regido por la rentabilidad inmediata, y en donde los proyectos a largo plazo han dejado de tener consistencia. Son esa clase de políticos los que han dirigido este proceso que ha llevado a la sociedad a quedarse sin futuro. La tarea que han dejado a los políticos encargados de la necesaria regeneración del oficio será, precisamente, despejar la niebla que nos está velando la visión de los paisajes lejanos (“el hombre es un ser de lejanías”, decía Sartre). La inmediata tarea para el futuro será, curiosamente, la de reconstruir el futuro.

Javier Martínez Gracia, miembro de UPyD de Burgos