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domingo, 28 de noviembre de 2021

EN LA EDAD MEDIA, LA VIDA ERA INSEGURA, PERO LA FORMA DE VIDA ESTABA TOTALMENTE ESTRUCTURADA, ERA SEGURA. HOY OCURRE TODO LO CONTRARIO

 

    Tal idea sobre lo que significó la Edad Media la dejó así transcrita Julián Marías. Cito a tres autores que vienen a ratificarla:

     Erich Fromm hablando precisamente de la Edad Media: “La vida personal, económica y social se hallaba dominada por reglas y obligaciones a las que prácticamente no escapaba esfera alguna de actividad”[1].

  Jacob Burckhardt (el primero en denominar “Renacimiento” al ídem): “El hombre se reconocía a sí mismo solo como raza, pueblo, partido, corporación, familia u otra forma cualquiera de lo general”[2].

      Y el mismo Ortega y Gasset: “En el siglo XIV el hombre desaparece bajo su función social. Todo es sindicatos o gremios, corporaciones, estados. Todo el mundo lleva hasta en la indumentaria el uniforme de su oficio. Todo es forma convencional, estatuida, fija; todo es ritual infinitamente complicado”[3]. Está hablando Ortega del siglo XIV, precisamente el siglo, entre otras cosas, de la Peste Negra, que acabó con un tercio de la población de Europa. Es decir, que la vida no podía ser más insegura; pero la forma de vida era absolutamente segura, petrificada incluso. Casi lo contrario, en los dos sentidos, de lo que ocurre ahora: nunca hemos tenido más facilidades y seguridades para hacer la vida, pero la inquietud, zozobra, angustia, descontento… y el consumo de ansiolíticos dan fe de que la forma de vida está llena de incertidumbres y de ausencia de suelo firme sobre el que discurrir.



[1] Erich Fromm: “El miedo a la libertad”, Barcelona, Paidós, 2006, p. 62.

[2] Jacob Burckhardt: “La cultura del Renacimiento en Italia”, Madrid, Edaf, 1996, p. 105.

[3] José Ortega y Gasset: “En torno a Galileo”, en O. C. Tº 5, Madrid, Alianza, 1983, p. 79.

lunes, 15 de noviembre de 2021

EL MIEDO A QUEDARNOS SOLOS

 

“El tren”- Nigel Van Wieck

    “Desde el fondo de radical soledad que es, sin remedio, nuestra vida, emergemos constantemente en ansia no menos radical de compañía y sociedad. Cada hombre quisiera ser los otros y que los otros fueran él” (Ortega y Gasset[1]).

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     “Vida es soledad, radical soledad. Y, sin embargo, o por lo mismo, hay en la vida un afán indecible de compañía, de sociedad, de convivencia. Por ejemplo, para hablar de lo más claro, nos es connatural en el orden del pensamiento el deseo de coincidir con las opiniones de los demás” (Ortega y Gasset[2]).

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   “Nada provoca tanto pánico en los primitivos como lo extraordinario, tras lo que captan inmediatamente el peligro hostil. Esta reacción originaria sobrevive asimismo en nosotros: ¡con qué facilidad nos ofendemos si no se comparte nuestra convicción! (…) Experimentamos incluso un miedo abominable ante la idea de quedarnos solos frente a nuestra convicción” (Carl Gustav Jung[3]).

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“Cada distancia que el hombre conquista con respecto al resto del universo, le crea una soledad que al principio le da terror y remordimiento” (María Zambrano[4]).



[1] Ortega y Gasset: “En torno a Galileo”. Obras Completas, Tomo 5, Alianza, Madrid, 1983, p. 62.

[2] Ortega y Gasset: “En torno a Galileo”. Obras Completas, Tomo 5, Alianza, Madrid, 1983, p. 61

[3]  Carl Gustav Jung: “Los complejos y el inconsciente”, Madrid, Alianza, 1970, p. 47.  

[4] María Zambrano: “Hacia un saber sobre el alma”, Madrid, Alianza, 1987, p. 28.


viernes, 30 de junio de 2017

Fácil explicación de la causa de las depresiones económicas según el liberalismo

Resumen: según la teoría aquí expuesta, síntesis de la que fue defendida por el economista de la Escuela austriaca y promotor de la corriente anarcocapitalista, Murray Rothbard, no son, como Keynes supusiera, los comportamientos caóticos del libre mercado los responsables de las periódicas crisis que acontecen en la economía, sino las políticas intervencionistas de los gobiernos las que, alterando el sistema crediticio de los bancos (abaratando excesivamente el dinero), ponen en marcha crecimientos ficticios de la economía que, tras un primer período inflacionario, concluyen en la deflación, el aumento del paro y la destrucción del tejido empresarial.
 
     La depresión económica más famosa de la historia fue la que se produjo en 1929, y que se prolongó hasta la llegada de la II Guerra Mundial. Desde entonces ha habido varias “recesiones”, que es el eufemismo que acabó siendo aceptado para evitar nombrarlas de aquella otra manera, que resultaba demasiado impactante. Desde 1957 se ha ido rebajando aún más la carga conceptual de estos fenómenos, que han pasado a denominarse “descensos” o “desaceleraciones”.
 
     La teoría económica que más crédito ha obtenido al tratar de explicar estos fenómenos ha sido la de John Mainard Keynes, que vio la luz en 1936. La simplista explicación de este autor parte de la idea de que el mercado, dejado a su propia inercia, fluctúa inevitablemente entre fases inflacionistas y fases deflacionistas o depresivas. Si hay inflación, ello se debe, según Keynes, a que el público está dedicándose a consumir de manera excesiva, empujando hacia la subida de los precios (y hacia el consiguiente ascenso en la oferta de trabajo), y la solución ha de ser que el gobierno corrija estos excesos consumistas e inflacionistas detrayendo dinero circulante del mercado a base de aumentar los impuestos, obligando así a la gente a consumir menos. Por el contrario, si hay una depresión o, según se dice después de la “actualización semántica”, una desaceleración, la causa estribará en que la gente consume menos de lo debido (con el consiguiente aumento del paro laboral), de modo que en estas fases depresivas el gobierno debe estimular el gasto, inyectando dinero circulante, preferentemente a base de incrementar el déficit del estado. Esa idea de que aumentar el gasto público (combatir el “austericidio”) en épocas de crisis es bueno y, por el contrario, hacer recortes en los presupuestos es malo, ha triunfado entre los economistas y en la mayoría de los ámbitos políticos, no ya solo en el socialista, que es el foco inicial del que surgieron los partidarios de estas teorías. En suma, lo que se propone desde ellas es aceptar que el libre mercado es un sujeto económico intrínsecamente enfermo, que, por defecto o por exceso, tiende siempre hacia el error o desviación morbosa, y el estado debe de estar vigilando siempre y aplicando medidas correctoras que contrarresten esa fluctuante tendencia hacia la inflación y hacia la depresión.
     La explicación liberal de la marcha de la economía parte, por el contrario, de la idea de que el mercado tiende intrínsecamente a encontrar un punto de equilibrio entre la oferta que promueven los empresarios con los productos que fabrican y la demanda que emite el público con sus preferencias de consumo. Pero entonces, ¿cómo explicar esas incuestionables fluctuaciones entre fases expansivas y depresivas? ¿Cómo es posible que los empresarios no se adecuen a las reales necesidades del mercado y, correlativamente, los consumidores gasten por encima de sus posibilidades en las épocas expansivas y, en sentido contrario, tampoco ofertantes y demandantes se comporten de forma adecuada, por defecto, en las fases recesivas?
     Ya David Hume (1711-1776) y David Ricardo (1772-1823) dieron en  su tiempo con las claves de esos comportamientos extraños del mercado que se habían observado desde mediados del siglo XVIII y que periódicamente conducían hacia la inflación y la deflación. Complementariamente, estos teóricos habían observado que, a la vez que estas fases en la dinámica económica, y coincidiendo con el inicio de la revolución industrial, se había desarrollado otra institución característica en aquellos tiempos, a mediados del siglo XVIII: esa institución era la banca, con su capacidad de expandir el crédito y la oferta de dinero, primero en la forma de papel moneda o billetes de banco y luego en forma de depósitos a la vista o cuentas corrientes que, en principio, eran intercambiables por dinero en efectivo en cualquier momento. Eran las operaciones realizadas por estas instituciones bancarias las que creían estos economistas arriba citados que tenían la clave de aquellos misteriosos ciclos recurrentes de auge y declive en la economía. Este era, en concreto, el análisis de David Ricardo: el dinero material que se mueve en el mercado está respaldado por su valor equivalente en oro o plata que, como garantía, mantenían los bancos en sus depósitos. Si el dinero que efectivamente se mueve en el mercado se limitara a corresponderse con su equivalente en el oro o la plata conservados en los bancos, la oferta de crédito y, consiguientemente, de bienes se equilibraría sin dificultad con la demanda, es decir, con el gasto, de modo que no aparecerían aquellos ciclos de auge y declive, de exceso o defecto de oferta y demanda: en el mercado se produciría un equilibrio entre los que los productores ofrecieran y lo que los consumidores, de acuerdo con su respectiva capacidad adquisitiva y de ahorro, demandaran. Pero la inyección de crédito bancario en el mercado añade otro elemento crucial y perturbador, en la medida en que los bancos expanden el crédito y, por tanto, el dinero circulante en forma de billetes o depósitos, que teóricamente (y solo teóricamente) son inmediatamente convertibles en su valor equivalente en oro (es decir, que se adecuaría a la real capacidad de ahorro de los depositantes), pero en la práctica resultaba que no era así. Y es que si, por ejemplo, un banco tiene mil onzas de oro en sus arcas, pero emite dinero o depósitos bancarios por valor de dos mil, está claro que ha emitido mil onzas más de aquellas de las que efectivamente puede responder y redimir a la vista en valor efectivo. Mientras los depositantes de su dinero en el banco no reclamen su dinero en efectivo, los créditos otorgados por el banco funcionan como si realmente estuviesen respaldados por su valor en onzas de oro. Pero en tal caso, el dinero que ha entrado en el mercado es mayor del que efectivamente se corresponde con su valor real: concretamente, el mercado estará jugando con valores correspondientes a dos mil onzas de oro, en vez de con las mil realmente existentes. De esta forma, mientras puedan mantener esta ficción, los bancos expanden alegremente los créditos, independientemente del valor efectivo con el que puedan respaldarlos, porque cuantos más créditos otorguen, mayores serán sus beneficios. Esto genera la expansión de la oferta monetaria (del dinero circulante) dentro de un país. Al haber más dinero disponible, se aumenta la demanda de bienes de consumo, y esto empuja al alza a los precios. También aumentan los puestos de trabajo, puesto que se necesita mayor producción para satisfacer la demanda.
     Aparentemente se estará produciendo un auge de la economía del país en el que esto ocurra, pero, en realidad, este auge es ficticio y encierra dentro de él la semilla de su propio declive: además de poner en circulación más dinero de aquel que realmente se corresponde con el valor que lo respalda, ese aumento de dinero circulante, y consiguientemente de la demanda, hace que el país en cuestión tienda a comprar más bienes en el exterior, puesto que, al aumentar sus precios, los bienes producidos en este país pierden competitividad en relación con los de los otros países. Se compran, pues, más bienes en el exterior y menos en el interior, mientras que el resto de los países hacen lo contrario: compran más en su propio país o en los vecinos que no sufran esta inflación y menos en el país cuyos precios han aumentado. El resultado es un déficit en la balanza de pagos del país que estaba aparentemente creciendo: menos exportaciones y más importaciones.
     En algún momento, los bancos, que han entrado en un círculo vicioso en el que cada vez están más obligados a emitir créditos sin capacidad real de responder a ellos con valores efectivos, entrarán en pánico y empezarán a contraer los créditos para no alejarse demasiado de su capacidad de respuesta real. A menudo, esta reacción a la baja de los bancos se acompaña con una retirada de fondos masiva por parte de los clientes de los bancos, que tarde o temprano se asustarán al ver su condición cada vez más inestable. De esta forma, la curva del comportamiento económico de la sociedad acaba finalmente invirtiéndose, sobreviniendo la fase contraria, la de deflación: disminuyen los créditos y el dinero circulante, y, consiguientemente, la demanda, el consumo. Los precios entonces bajan, la producción disminuye, el paro aumenta. Sin embargo, esa bajada de precios impulsará una mayor demanda de bienes por parte de los países vecinos, de modo que la balanza comercial va de nuevo invirtiendo su sentido y pasa a ser positiva para el país que sufre deflación. Al disminuir los créditos y el flujo de dinero por parte de los bancos, la condición de estos se vuelve a hacer cada vez más sólida. Con lo cual, se completa el ciclo económico… y vuelta a empezar. Así pues, la fase de contracción es una lógica consecuencia de la culminación de la fase de expansión; no son fases aleatorias  generadas por un mercado caótico e imprevisible. La depresión es una consecuencia, desagradable pero lógica, de los excesos producidos en la fase de expansión. Y a partir de ahí, comienza el siguiente ciclo, porque cuando los bancos refuerzan su posición, vuelven a confiarse y a empezar a emitir crédito por encima de sus posibilidades.
     Se podría decir que, puesto que la banca es una institución privada y forma parte del mercado, sigue siendo este el responsable último del hecho de que se produzcan las crisis. Pero el caso es que los bancos no serían capaces de expandir el crédito de forma concertada si no fuera porque es el gobierno el que, por encima de ellos, estimula ese comportamiento. Si un solo banco tomara la decisión de aumentar unilateralmente sus créditos sin el consiguiente respaldo de sus valores efectivos, acabaría endeudado él solo y el resto de los bancos tarde o temprano serían acreedores de esa deuda y terminarían por reclamársela, cortando de raíz el proceso inflacionista. Los bancos solo pueden expandir el crédito cómodamente al unísono cuando existe un Banco Central, que esencialmente es un banco público, y que es el agente de influencia del gobierno sobre todo el sistema bancario. Este conocido ciclo de expansión y contracción solo se puso en marcha en el mundo moderno cuando apareció esa banca pública central. El Banco Central adquiere su control sobre el sistema bancario a través de medidas gubernamentales como la de hacer que sus pasivos sean dinero de curso legal, aunque no estén respaldados por valores efectivos equivalentes a ese dinero circulante. El gobierno concede al Banco Central el monopolio en la emisión de billetes, de modo que obliga a los bancos privados a recibir el dinero con el que después realizarán sus créditos proviniendo del Banco Central. Es este el que decide hacer dinero, eventualmente por encima de su correspondencia con el valor efectivo del oro o la plata que mantenga en sus depósitos. De modo que podemos ver que el ciclo de expansión y contracción no se produce debido a ningún misterioso comportamiento del libre mercado sino, al contrario, por la intervención del gobierno en la marcha de la economía a través de sus políticas monetarias. No es al libre mercado a quien es preciso vigilar para que esos ciclos no se produzcan, sino al intervencionismo gubernamental.
     La teoría ricardiana de los ciclos económicos encontró su complemento en la obra de Ludwig Von Misses y de Frederic Hayeck. Misses observó que, además de la inyección artificial de dinero en el mercado, otra consecuencia del intervencionismo estatal era que con él se rebajaban los tipos de interés del dinero: cuanto más dinero haya circulando, menos interés se recibirá a cambio de prestarlo; a mayor oferta, precios (intereses) más bajos. Esta intervención perturbadora de los mecanismos naturales que regulan la oferta y la demanda hace que los empresarios, respondiendo a esa señal emitida (artificialmente) por el mercado de holgada disponibilidad de dinero, inviertan más en la adquisición de equipamientos, bienes de capital y producción, materias primas industriales y asimismo en construcción de inmuebles; los mismos bienes que, antes de la bajada de interés, no resulta rentable invertir en ellos, ahora pasa a ser atractivo invertir en ellos. Todo ello repercutirá en la subida de los alquileres y de los costes laborales, que, en principio, las empresas piensan que pueden pagarlos, porque disponen (artificialmente) de más dinero. Pero en realidad, esas empresas han sido engañadas por la intervención del gobierno, que es quien abarató los tipos de interés. Y así, el incremento en el consumo producido no por el ahorro previo sino por esa subida artificial de los salarios acaba llegando a un punto de colapso: las empresas acaban comprobando que habían invertido mal al comprar sus bienes de capital con un dinero que no existía en la realidad. El mercado acaba liquidando las inversiones insensatas y antieconómicas que la intervención gubernamental promovió, y se acaban restableciendo las proporciones reales entre consumo e inversión que la ley de la oferta y la demanda hubiera dictado si no hubiera habido intervención. Y lo hará a través de la inevitable fase depresiva.
     ¿Cuál debe de ser el papel del gobierno una vez que se estén produciendo estos ciclos? En primer lugar, y al contrario de lo que proponía Keynes, el gobierno debe dejar de inflar o deprimir artificialmente el comportamiento del mercado. Cuanto más trate de retrasar la corrección a la baja (inyectando artificialmente dinero y gasto) que, llegado un punto, busca el mercado, peores acabarán siendo los inevitables reajustes. Rescatar empresas en crisis o mantener artificialmente y por decreto el nivel de los salarios tiene como único resultado el prolongar la agonía, convertir una fase de recesión aguda y rápida en una enfermedad persistente y crónica, en la que el paro no solo no se corregirá sino que aumentará. El gobierno, en estas fases recesivas, no debe de hacer nada por estimular el consumo y no debe de aumentar sus propios gastos, porque fueron estos comportamientos los que primero provocaron la inflación, pero a la larga llevaron a la recesión. Lo que la economía necesita no es más gasto en consumo, sino más ahorro, para validar alguno de los excesos inversores de la fase de auge. El gobierno debería, pues, hacer… nada. Todo lo que haga retrasará y obstaculizará el proceso de ajuste del mercado. La crisis de 1929 se hizo inevitable debido a la enorme expansión del crédito por parte de los gobiernos occidentales y principalmente por la Reserva Federal de los Estados Unidos, haciendo imposible la vuelta al patrón oro. La intervención del gobierno lo que hizo fue convertir una crisis que hubiera tenido una resolución aguda y rápida en una enfermedad persistente y casi fatal, solo curada por el holocausto de la Segunda Guerra Mundial.
     Sostener los precios y los salarios por encima de lo que consiente el libre mercado, inflar el crédito y prestar dinero a negocios con problemas, en suma, realizar todo aquello que propone la teoría keynesiana y socialista, fue lo que hizo que la depresión de 1929 se prolongara en el tiempo y que el desempleo fuera masivo. Misses fue uno de los pocos economistas que predijeron la Gran Depresión. Y algo semejante a aquello ocurrió en la depresión que tuvo su origen en 2007: fue la artificial rebaja del interés bancario promovida por la Reserva Federal americana a las órdenes de Alan Greenspan la que desencadenó todo el proceso que acabó moviéndose sobre las mismas pautas que aquí se han descrito. En 2001, y con la intención de evitar la desaceleración económica que se estaba produciendo, Greenspan rebajó los tipos de interés del 3,5% que estaban entonces vigentes hasta el 1% que pasaron a estar en 2003. Lo distintivo en esta ocasión fue que el crédito se concentró en la adquisición de viviendas, inflando artificialmente el mercado inmobiliario con la entrada en él de personas poco solventes atraídas por la facilidad de obtener créditos. Aumento de la demanda, subida de precios… y ya ha quedado explicado lo que en tales ocasiones se pone en marcha.
     ¿Qué es lo que impide reconocer la virtualidad de una teoría tan clara y contrastada como la liberal y, por el contrario, mantener viva aún la teoría keynesiana en casi todos los cenáculos políticos y económicos? Sin duda, lo que Erich Fromm denominaba “miedo a la libertad”, que desencadena la desconfianza en los mecanismos autorreguladores de la sociedad y genera ese movimiento contrapuesto de intervencionismo, mayor cuanto más tendente al totalitarismo resulta el gobierno.

viernes, 30 de enero de 2015

De nuevo el miedo a la libertad

     Una corriente de pánico recorrió el mundo cuando en octubre de 1929 la Bolsa de Estados Unidos sufrió la más devastadora caída de su mercado de valores. Todo había comenzado a raíz de la manipulación de la oferta monetaria por parte de la Reserva Federal, que, apartándose del patrón oro, hizo circular más dinero del que se correspondía con la riqueza realmente existente. Al principio, esa mayor oferta de dinero se tradujo en una espectacular subida de las bolsas que llevó a pensar que se había alcanzado una progresión estable en el aumento de la riqueza. Ese ingenuo razonamiento concluyó finalmente con la explosión de la burbuja que se había creado, esto es, con el colapso de la Bolsa. Fue el comienzo de la Gran Depresión. Cien mil trabajadores estadounidenses perdieron su empleo en tres días. Sobrevino asimismo una ola de suicidios: el jueves 24 de octubre anterior al lunes negro ya se habían quitado la vida once especuladores bursátiles de reconocida fama tras comprobar que se habían arruinado. El índice Dow Jones, que refleja el promedio del valor de las acciones de las compañías más importantes y representativas de Estados Unidos, y que el 8 de julio de 1932 estuvo en su nivel más bajo desde 1800, no retornó a niveles previos a 1929 sino hasta 1954.  Las predominantes teorías keynesianas, achacando la crisis a fatales procesos cíclicos que sufre el capitalismo y que necesitan de la intervención correctora de los poderes públicos sobre la economía, oscurecieron el hecho simple de que es precisamente el intervencionismo externo sobre la economía el que, si llega a alterar gravemente las leyes del mercado que armonizan la oferta con la demanda, acaba abocando a las crisis.

     La de entonces se extendió rápidamente a Europa, donde la recuperación económica después de la devastadora Guerra Mundial de 1914-18 se había fiado en gran parte a las enormes y desproporcionadas indemnizaciones de guerra que el Tratado de Versalles había hecho recaer sobre las espaldas de Alemania. Cuando los banqueros americanos se arruinaron y dejaron de respaldar a este país, que soportaba a su costa la incipiente recuperación europea tras el desastre bélico, esta se vino abajo.



     El pánico nunca ha sido buen consejero. De hecho, tiende a favorecer no los comportamientos más productivos y resolutivos, sino los más regresivos: la gente, sintiéndose impotente para encontrar salidas a las situaciones críticas, presa del miedo a la libertad, busca en tales ocasiones la intercesión de poderes trascendentes, naturales o preternaturales, en los que, como perentorio recurso frente a su impotencia, deposita una confianza ciega, lo que casi inevitablemente acaba conduciendo a resultados aún más catastróficos. Efectivamente, la manera en que se encadenaron aquellos sucesos de la posguerra europea fue el caldo de cultivo del que por entonces surgió esa clase de poder omnímodo que son los totalitarismos, en la marcha hacia los cuales colaboraron otros factores que han de añadirse a los antedichos: para empezar, la decepción y el descrédito de unas instituciones que, además de su inoperancia ante la crisis, no habían conseguido evitar, unos años antes, la tan devastadora como absurda guerra europea, que provocó once millones de muertos y ninguna sensación de que al final hubiera llegado alguna clase de bien superior reparador de tanta desgracia. Concretamente en Rusia, el descrédito de las instituciones zaristas y la irracionalidad de aquella guerra que castigó cruelmente a este país con un millón setecientas mil muertes, a la vez que empujaba a la deserción a un gran número de soldados, hizo que finalmente apareciera en el panorama político la figura de Lenin, que en sus famosas tesis de abril de 1917 se presentó ante sus seguidores reclamando “pan y paz”. Aquella fue, precisamente, la engañosa carta de presentación del incipiente totalitarismo comunista. Por su parte, Alemania e Italia, países entonces de reciente configuración (ambos habían nacido a finales del siglo XIX), y cuyas instituciones no contaban con una trayectoria lo suficientemente larga como para haber alcanzado la necesaria estabilidad, se mostraron especialmente vulnerables a la influencia de los totalitarismos, en la medida en que la ausencia de confianza en las instituciones democráticas generaba allí también un mayor miedo a la libertad y una correlativa necesidad de suplir aquella desconfianza con la adhesión a eventuales poderes absolutos.
     Otro de los factores que coadyuvaron a la emergencia de los totalitarismos fue el odio, el sentimiento de revancha: la necesidad psicológica de encontrar culpables cuando acontecen situaciones críticas, se vinculó en la ideología comunista con las clases explotadoras y lo que a ellas quedaba asimilado; en realidad, como en todos los totalitarismos, quien no es partidario de los cambios sociales que ellos proponen es un enemigo, así que, igual que ocurrió en la Alemania nazi o la Italia fascista, el revanchismo acabó afectando a todo el que no mostrara adhesión entusiasta o se mostrara tibio con la revolución.

     Mientras tanto, en Alemania ese afán revanchista encontró su correlato más asequible en la evidencia de haber sido tratada injustamente en el Tratado de Versalles que puso fin a la Guerra de 1914-18, puesto que estos acuerdos supusieron que Alemania perdiera territorios como los de Alsacia y Lorena y también que quedara obligada a pagar enormes indemnizaciones de guerra a los aliados de la Entente. Los socialdemócratas que habían tomado el poder en  Alemania al finalizar la guerra fueron también culpados del desastre de las negociaciones que culminaron en el Tratado de Versalles, con lo que se añadió un motivo más al descrédito de las instituciones democráticas alemanas que aquellos regían y representaban, así como al de estos mismos partidos. Enseguida, los judíos se añadieron también como complementario chivo expiatorio sobre el que proyectar la necesidad de revancha. El nazismo vino a ser expresión de todos aquellos sentimientos que en última instancia servían de canalización a la frustración y al odio que hervía en el alma de los alemanes.

     Italia, por su parte, a pesar de haber participado en el bando finalmente vencedor de la guerra, también se había sentido injustamente maltratada: si Italia aceptó entrar en la guerra fue bajo la promesa de poder incorporar a su territorio las regiones de Fiume, Trieste y Dalmacia, en la otra orilla del Adriático, pertenecientes hasta entonces al Imperio austro-húngaro, que desapareció tras la guerra. Sin embargo, aquellas regiones fueron al fin incorporadas a la naciente Yugoslavia, traicionando así las expectativas de los italianos y las promesas que se les habían hecho. Sus 650.000 muertos en la guerra así como la devastación de Venecia y otras regiones provocada por aquella habían sido, pues, inútiles. El frustrado pueblo italiano achacó al gobierno liberal de entonces su debilidad en las negociaciones frente a Francia e Inglaterra, culpándolo además de la generalizada crisis económica del país que afectaba principalmente a obreros y campesinos. Las rebeliones rurales y urbanas se extendieron, produciéndose saqueos de comercios y ocupación de fábricas alentados por los partidos de izquierda, el socialista y el comunista. Al final, el fascismo, de manera semejante a como ocurrió en Rusia y en Alemania, emergió de aquel generalizado descrédito de las instituciones italianas, así como del sentimiento de revancha, en su caso, por la traición de sus aliados.

     Las soluciones que venían a proponer los totalitarismos que fueron apareciendo coincidían en sus planteamientos básicos, anulando así, en lo esencial, las supuestas diferencias existentes entre la extrema derecha y la extrema izquierda: el estado debía, según ellos, no solamente intervenir en la economía con mayor o menor afán corrector, sino que su función había de ser la de ocupar todos los ámbitos de la vida social, e incluso la privada, para subordinarlos a las delirantes misiones que cada totalitarismo asumía como particular exigencia programática: la supresión de las diferencias sociales en el caso del totalitarismo comunista, la consecución de una sociedad racialmente pura y sin tarados en el caso de los nazis, y, en el caso del fascismo, la instauración de un corporativismo estatal según el cual la economía fuera planificada desde el estado y la promoción de un modo de vida en el que la razón quedara subordinada a la voluntad y a la acción. Por lo demás, como necesariamente había de ocurrir cuando de lo que se trata es de hacer encajar la vida de una sociedad en los presupuestos utópicos generados por mentes que se sienten investidas por la verdad absoluta, la violencia, la imposición por la fuerza de aquellas ideas preconcebidas pasó a ser algo inherente a la implementación de los totalitarismos. El belicismo expansionista fue asimismo una secreción consustancial a aquellos regímenes. La Segunda Guerra Mundial resultó ser una fatalidad inscrita en el conjunto de todas estas variables que por entonces afloraron. El Pacto Ribbentrop-Mólotov por el que la Alemania nazi y la Unión Soviética, las potencias totalitarias de la época, acordaban la no agresión mutua y el reparto de sus respectivas zonas de expansión fue firmado en Moscú el 23 de agosto de 1939, nueve días antes de iniciarse la Segunda Guerra Mundial. El 1 de septiembre, efectivamente, Alemania invadía Polonia, dando comienzo a la guerra. Diecinueve días después lo hacía la URSS por el otro lado, hasta que ambos alcanzaran las respectivas zonas de influencia pactadas. Someter a todo el mundo parece ser una pulsión irreprimible de todos los totalitarismos, y resultó ser la última consecuencia que en aquella primera mitad del siglo XX tuvo una crisis que había quedado soterrada, pero no superada, desde el final de la Primera Guerra Mundial e hizo eclosión en aquel hundimiento de la Bolsa de Nueva York un lunes negro de octubre de 1929. 

     Setenta y ocho años después de aquella crisis del 29, en 2007, y también en el mes de octubre, llegó asimismo el colapso de las hipotecas subprime que culminó en la crisis financiera de 2008, provocada por el estallido de la burbuja inmobiliaria a que había conducido, de nuevo, el arbitrario intervencionismo político en la marcha de la economía: según una Comisión de Investigación sobre la Crisis Financiera del Congreso norteamericano, Alan Greenspan, presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos (y, de modo subsidiario, también el siguiente presidente de la Reserva Federal, Ben Bernanke), fue responsable principal en la gestación de la crisis al promover créditos a muy bajo interés que condujeron a un auge artificial de las inversiones inmobiliarias. La burbuja generada en ese sector inmobiliario finalmente acabó explotando y conduciendo a la crisis financiera y a la de la economía en general. De nuevo, actuar como si se tuviera más riqueza de la que realmente se tiene, alterando así la ley de la oferta y la demanda, acaba llevando a resultados catastróficos.

     No sería justo equiparar globalmente aquella situación que comenzó con la crisis bursátil de 1929 con esta de 2007/2008. Hoy, al menos en los países desarrollados, no se producen las grandes colas que entonces se formaban para comprar pan, ni la inflación alcanza las desorbitadas cotas de la Europa posterior a la Gran Guerra. Tampoco los grupos políticos que podríamos considerar herederos de las pulsiones totalitarias de aquel entonces parecen tan proclives a la violencia y a la imposición por la fuerza de sus ideas utópicas como mostraron sus predecesores. Pero no nos engañemos y acabemos desdeñando las evidentes similitudes entre aquella situación y esta: de nuevo el miedo a la libertad viene a hacer de las suyas, y han surgido con gran fuerza y respaldo popular aquellas propuestas extremadamente estatalizadoras que, igual que cuando los totalitarismos alcanzaron sus momentos de mayor auge, surgen tanto en la extrema derecha (sería el caso hoy, entre otros, del Frente Nacional de Marine Le Pen en Francia), como en la extrema izquierda (Syriza en Grecia, Movimiento 5 Stelle en Italia o Podemos en España). Estos partidos políticos que, incluso explícitamente en el caso de la extrema izquierda, se consideran herederos de las fuerzas totalitarias de aquel entonces, pretenden llevar a sus respectivas sociedades hacia un endeudamiento que quizás ya hoy esté en algunos casos fuera de control, así como a una gran subida de impuestos y a la previsible inflación que seguirá a sus políticas de expansión monetaria, con todo lo cual se acabaría asfixiando al libre mercado y a la iniciativa privada. Grecia ya tiene una deuda pública equivalente al 175% de su Producto Interior Bruto, lo que no impide que la Syriza que acaba de llegar al gobierno quiera aumentar mucho más el gasto público, por lo cual los griegos van a servir en breve plazo de demostración de la ruina que estas políticas suponen para la economía. Que el tercer partido más votado en aquel país sea un partido nazi, refuerza aún más la evocación que, con cierta sordina, estamos haciendo de los terribles tiempos que precedieron a la Segunda Guerra Mundial.

     Asimismo, aquella necesidad de encontrar culpables de lo que pasa de la que también hablábamos antes ha emergido con fuerza en los países más afectados por la crisis, y llevado a buscar chivos expiatorios sobre los que volcar las pulsiones revanchistas: estas se concentran hoy, por un lado, y de forma evidentemente justificada, en unas clases políticas corrompidas que, de forma semejante a las que no supieron evitar ni la Primera Guerra Mundial ni la crisis del 29, no han sabido evitar la crisis actual; pero es que además esas desacreditadas clases políticas se han enriquecido en gran número de manera delictuosa mientras llevaban a la ruina a las instituciones económicas y al grave deterioro a las instituciones políticas. Sin embargo, de forma declaradamente irracional esta vez, ese afán de revancha se ha volcado también sobre las instituciones económicas que, contradiciendo a quienes las critican, están incluso respaldando el sobreendeudamiento de los estados: para una mayoría de catalanes, por ejemplo, la culpa de su déficit la tiene el Estado español que, por el contrario, sigue respaldando los despilfarros de la Generalidad. Y asimismo, para un gran número de españoles o de griegos, la culpa de nuestros apuros económicos la tiene la Troika  –el Banco Central Europeo (BCE), el Fondo Monetario Internacional (FMI) y la Comisión Europea (CE)–, que no nos presta el dinero suficiente para seguir sosteniendo nuestro nivel de gastos. Esas culpas están especialmente encarnadas en Angela Merkel, que solo es la representante del país que más préstamos realiza, no el único, y a todos ellos se les exige que sigan respaldando el endeudamiento cada vez más desorbitado de nuestros estados. Y sin embargo, si los hombres rigiéramos nuestros comportamientos teniendo en cuenta la experiencia, a estas alturas debería resultarnos evidente que estos procesos en los que las sociedades se mueven disponiendo de más riqueza de la que realmente tienen, van generando burbujas económicas que acaban conduciendo tarde o temprano al colapso. Y de ahí en adelante, quién sabe hacia dónde.