Resumen: según la teoría aquí expuesta, síntesis de la que
fue defendida por el economista de la Escuela austriaca y promotor de la
corriente anarcocapitalista, Murray Rothbard, no son, como Keynes supusiera,
los comportamientos caóticos del libre mercado los responsables de las
periódicas crisis que acontecen en la economía, sino las políticas
intervencionistas de los gobiernos las que, alterando el sistema crediticio de
los bancos (abaratando excesivamente el dinero), ponen en marcha crecimientos
ficticios de la economía que, tras un primer período inflacionario, concluyen
en la deflación, el aumento del paro y la destrucción del tejido empresarial.
La depresión económica más famosa de la historia fue la que
se produjo en 1929, y que se prolongó hasta la llegada de la II Guerra Mundial.
Desde entonces ha habido varias “recesiones”, que es el eufemismo que acabó
siendo aceptado para evitar nombrarlas de aquella otra manera, que resultaba
demasiado impactante. Desde 1957 se ha ido rebajando aún más la carga
conceptual de estos fenómenos, que han pasado a denominarse “descensos” o
“desaceleraciones”.
La teoría económica que más crédito ha obtenido al tratar de
explicar estos fenómenos ha sido la de John Mainard Keynes, que vio la luz en
1936. La simplista explicación de este autor parte de la idea de que el mercado,
dejado a su propia inercia, fluctúa inevitablemente entre fases inflacionistas
y fases deflacionistas o depresivas. Si hay inflación, ello se debe, según
Keynes, a que el público está dedicándose a consumir de manera excesiva,
empujando hacia la subida de los precios (y hacia el consiguiente ascenso en la
oferta de trabajo), y la solución ha de ser que el gobierno corrija estos
excesos consumistas e inflacionistas detrayendo dinero circulante del mercado a
base de aumentar los impuestos, obligando así a la gente a consumir menos. Por
el contrario, si hay una depresión o, según se dice después de la “actualización
semántica”, una desaceleración, la causa estribará en que la gente consume menos
de lo debido (con el consiguiente aumento del paro laboral), de modo que en estas
fases depresivas el gobierno debe estimular el gasto, inyectando dinero
circulante, preferentemente a base de incrementar el déficit del estado. Esa
idea de que aumentar el gasto público (combatir el “austericidio”) en épocas de
crisis es bueno y, por el contrario, hacer recortes en los presupuestos es
malo, ha triunfado entre los economistas y en la mayoría de los ámbitos
políticos, no ya solo en el socialista, que es el foco inicial del que
surgieron los partidarios de estas teorías. En suma, lo que se propone desde ellas
es aceptar que el libre mercado es un sujeto económico intrínsecamente enfermo,
que, por defecto o por exceso, tiende siempre hacia el error o desviación
morbosa, y el estado debe de estar vigilando siempre y aplicando medidas
correctoras que contrarresten esa fluctuante tendencia hacia la inflación y
hacia la depresión.
La explicación liberal de la marcha de la economía parte,
por el contrario, de la idea de que el mercado tiende intrínsecamente a
encontrar un punto de equilibrio entre la oferta que promueven los empresarios
con los productos que fabrican y la demanda que emite el público con sus
preferencias de consumo. Pero entonces, ¿cómo explicar esas incuestionables
fluctuaciones entre fases expansivas y depresivas? ¿Cómo es posible que los
empresarios no se adecuen a las reales necesidades del mercado y,
correlativamente, los consumidores gasten por encima de sus posibilidades en
las épocas expansivas y, en sentido contrario, tampoco ofertantes y demandantes
se comporten de forma adecuada, por defecto, en las fases recesivas?
Ya David Hume (1711-1776) y David Ricardo (1772-1823) dieron
en su tiempo con las claves de esos
comportamientos extraños del mercado que se habían observado desde mediados del
siglo XVIII y que periódicamente conducían hacia la inflación y la deflación.
Complementariamente, estos teóricos habían observado que, a la vez que estas
fases en la dinámica económica, y coincidiendo con el inicio de la revolución
industrial, se había desarrollado otra institución característica en aquellos
tiempos, a mediados del siglo XVIII: esa institución era la banca, con su
capacidad de expandir el crédito y la oferta de dinero, primero en la forma de
papel moneda o billetes de banco y luego en forma de depósitos a la vista o
cuentas corrientes que, en principio, eran intercambiables por dinero en
efectivo en cualquier momento. Eran las operaciones realizadas por estas
instituciones bancarias las que creían estos economistas arriba citados que
tenían la clave de aquellos misteriosos ciclos recurrentes de auge y declive en
la economía. Este era, en concreto, el análisis de David Ricardo: el dinero
material que se mueve en el mercado está respaldado por su valor equivalente en
oro o plata que, como garantía, mantenían los bancos en sus depósitos. Si el
dinero que efectivamente se mueve en el mercado se limitara a corresponderse
con su equivalente en el oro o la plata conservados en los bancos, la oferta de
crédito y, consiguientemente, de bienes se equilibraría sin dificultad con la
demanda, es decir, con el gasto, de modo que no aparecerían aquellos ciclos de
auge y declive, de exceso o defecto de oferta y demanda: en el mercado se
produciría un equilibrio entre los que los productores ofrecieran y lo que los
consumidores, de acuerdo con su respectiva capacidad adquisitiva y de ahorro,
demandaran. Pero la inyección de crédito bancario en el mercado añade otro
elemento crucial y perturbador, en la medida en que los bancos expanden el
crédito y, por tanto, el dinero circulante en forma de billetes o depósitos,
que teóricamente (y solo teóricamente) son inmediatamente convertibles en su
valor equivalente en oro (es decir, que se adecuaría a la real capacidad de
ahorro de los depositantes), pero en la práctica resultaba que no era así. Y es
que si, por ejemplo, un banco tiene mil onzas de oro en sus arcas, pero emite
dinero o depósitos bancarios por valor de dos mil, está claro que ha emitido
mil onzas más de aquellas de las que efectivamente puede responder y redimir a
la vista en valor efectivo. Mientras los depositantes de su dinero en el banco
no reclamen su dinero en efectivo, los créditos otorgados por el banco
funcionan como si realmente estuviesen respaldados por su valor en onzas de
oro. Pero en tal caso, el dinero que ha entrado en el mercado es mayor del que
efectivamente se corresponde con su valor real: concretamente, el mercado
estará jugando con valores correspondientes a dos mil onzas de oro, en vez de
con las mil realmente existentes. De esta forma, mientras puedan mantener esta
ficción, los bancos expanden alegremente los créditos, independientemente del
valor efectivo con el que puedan respaldarlos, porque cuantos más créditos
otorguen, mayores serán sus beneficios. Esto genera la expansión de la oferta
monetaria (del dinero circulante) dentro de un país. Al haber más dinero
disponible, se aumenta la demanda de bienes de consumo, y esto empuja al alza a
los precios. También aumentan los puestos de trabajo, puesto que se necesita
mayor producción para satisfacer la demanda.
Aparentemente se estará produciendo un auge de la economía
del país en el que esto ocurra, pero, en realidad, este auge es ficticio y
encierra dentro de él la semilla de su propio declive: además de poner en
circulación más dinero de aquel que realmente se corresponde con el valor que
lo respalda, ese aumento de dinero circulante, y consiguientemente de la
demanda, hace que el país en cuestión tienda a comprar más bienes en el
exterior, puesto que, al aumentar sus precios, los bienes producidos en este
país pierden competitividad en relación con los de los otros países. Se
compran, pues, más bienes en el exterior y menos en el interior, mientras que
el resto de los países hacen lo contrario: compran más en su propio país o en
los vecinos que no sufran esta inflación y menos en el país cuyos precios han
aumentado. El resultado es un déficit en la balanza de pagos del país que
estaba aparentemente creciendo: menos exportaciones y más importaciones.
En algún momento, los bancos, que han entrado en un círculo
vicioso en el que cada vez están más obligados a emitir créditos sin capacidad
real de responder a ellos con valores efectivos, entrarán en pánico y empezarán
a contraer los créditos para no alejarse demasiado de su capacidad de respuesta
real. A menudo, esta reacción a la baja de los bancos se acompaña con una
retirada de fondos masiva por parte de los clientes de los bancos, que tarde o
temprano se asustarán al ver su condición cada vez más inestable. De esta
forma, la curva del comportamiento económico de la sociedad acaba finalmente
invirtiéndose, sobreviniendo la fase contraria, la de deflación: disminuyen los
créditos y el dinero circulante, y, consiguientemente, la demanda, el consumo.
Los precios entonces bajan, la producción disminuye, el paro aumenta. Sin
embargo, esa bajada de precios impulsará una mayor demanda de bienes por parte
de los países vecinos, de modo que la balanza comercial va de nuevo invirtiendo
su sentido y pasa a ser positiva para el país que sufre deflación. Al disminuir
los créditos y el flujo de dinero por parte de los bancos, la condición de
estos se vuelve a hacer cada vez más sólida. Con lo cual, se completa el ciclo
económico… y vuelta a empezar. Así pues, la fase de contracción es una lógica
consecuencia de la culminación de la fase de expansión; no son fases
aleatorias generadas por un mercado
caótico e imprevisible. La depresión es una consecuencia, desagradable pero
lógica, de los excesos producidos en la fase de expansión. Y a partir de ahí,
comienza el siguiente ciclo, porque cuando los bancos refuerzan su posición,
vuelven a confiarse y a empezar a emitir crédito por encima de sus
posibilidades.
Se podría decir que, puesto que la banca es una institución
privada y forma parte del mercado, sigue siendo este el responsable último del
hecho de que se produzcan las crisis. Pero el caso es que los bancos no serían
capaces de expandir el crédito de forma concertada si no fuera porque es el
gobierno el que, por encima de ellos, estimula ese comportamiento. Si un solo
banco tomara la decisión de aumentar unilateralmente sus créditos sin el
consiguiente respaldo de sus valores efectivos, acabaría endeudado él solo y el
resto de los bancos tarde o temprano serían acreedores de esa deuda y
terminarían por reclamársela, cortando de raíz el proceso inflacionista. Los
bancos solo pueden expandir el crédito cómodamente al unísono cuando existe un
Banco Central, que esencialmente es un banco público, y que es el agente de
influencia del gobierno sobre todo el sistema bancario. Este conocido ciclo de
expansión y contracción solo se puso en marcha en el mundo moderno cuando
apareció esa banca pública central. El Banco Central adquiere su control sobre
el sistema bancario a través de medidas gubernamentales como la de hacer que
sus pasivos sean dinero de curso legal, aunque no estén respaldados por valores
efectivos equivalentes a ese dinero circulante. El gobierno concede al Banco
Central el monopolio en la emisión de billetes, de modo que obliga a los bancos
privados a recibir el dinero con el que después realizarán sus créditos
proviniendo del Banco Central. Es este el que decide hacer dinero,
eventualmente por encima de su correspondencia con el valor efectivo del oro o la
plata que mantenga en sus depósitos. De modo que podemos ver que el ciclo de
expansión y contracción no se produce debido a ningún misterioso comportamiento
del libre mercado sino, al contrario, por la intervención del gobierno en la
marcha de la economía a través de sus políticas monetarias. No es al libre
mercado a quien es preciso vigilar para que esos ciclos no se produzcan, sino
al intervencionismo gubernamental.
La teoría ricardiana de los ciclos económicos encontró su
complemento en la obra de Ludwig Von Misses y de Frederic Hayeck. Misses
observó que, además de la inyección artificial de dinero en el mercado, otra
consecuencia del intervencionismo estatal era que con él se rebajaban los tipos
de interés del dinero: cuanto más dinero haya circulando, menos interés se
recibirá a cambio de prestarlo; a mayor oferta, precios (intereses) más bajos.
Esta intervención perturbadora de los mecanismos naturales que regulan la
oferta y la demanda hace que los empresarios, respondiendo a esa señal emitida
(artificialmente) por el mercado de holgada disponibilidad de dinero, inviertan
más en la adquisición de equipamientos, bienes de capital y producción, materias
primas industriales y asimismo en construcción de inmuebles; los mismos bienes
que, antes de la bajada de interés, no resulta rentable invertir en ellos,
ahora pasa a ser atractivo invertir en ellos. Todo ello repercutirá en la
subida de los alquileres y de los costes laborales, que, en principio, las
empresas piensan que pueden pagarlos, porque disponen (artificialmente) de más
dinero. Pero en realidad, esas empresas han sido engañadas por la intervención
del gobierno, que es quien abarató los tipos de interés. Y así, el incremento
en el consumo producido no por el ahorro previo sino por esa subida artificial
de los salarios acaba llegando a un punto de colapso: las empresas acaban
comprobando que habían invertido mal al comprar sus bienes de capital con un
dinero que no existía en la realidad. El mercado acaba liquidando las
inversiones insensatas y antieconómicas que la intervención gubernamental
promovió, y se acaban restableciendo las proporciones reales entre consumo e
inversión que la ley de la oferta y la demanda hubiera dictado si no hubiera habido
intervención. Y lo hará a través de la inevitable fase depresiva.
¿Cuál debe de ser el papel del gobierno una vez que se estén
produciendo estos ciclos? En primer lugar, y al contrario de lo que proponía
Keynes, el gobierno debe dejar de inflar o deprimir artificialmente el
comportamiento del mercado. Cuanto más trate de retrasar la corrección a la
baja (inyectando artificialmente dinero y gasto) que, llegado un punto, busca
el mercado, peores acabarán siendo los inevitables reajustes. Rescatar empresas
en crisis o mantener artificialmente y por decreto el nivel de los salarios
tiene como único resultado el prolongar la agonía, convertir una fase de
recesión aguda y rápida en una enfermedad persistente y crónica, en la que el
paro no solo no se corregirá sino que aumentará. El gobierno, en estas fases
recesivas, no debe de hacer nada por estimular el consumo y no debe de aumentar
sus propios gastos, porque fueron estos comportamientos los que primero
provocaron la inflación, pero a la larga llevaron a la recesión. Lo que la
economía necesita no es más gasto en consumo, sino más ahorro, para validar
alguno de los excesos inversores de la fase de auge. El gobierno debería, pues,
hacer… nada. Todo lo que haga retrasará y obstaculizará el proceso de ajuste del
mercado. La crisis de 1929 se hizo inevitable debido a la enorme expansión del
crédito por parte de los gobiernos occidentales y principalmente por la Reserva
Federal de los Estados Unidos, haciendo imposible la vuelta al patrón oro. La
intervención del gobierno lo que hizo fue convertir una crisis que hubiera
tenido una resolución aguda y rápida en una enfermedad persistente y casi
fatal, solo curada por el holocausto de la Segunda Guerra Mundial.
Sostener los precios y los salarios por encima de lo que
consiente el libre mercado, inflar el crédito y prestar dinero a negocios con
problemas, en suma, realizar todo aquello que propone la teoría keynesiana y
socialista, fue lo que hizo que la depresión de 1929 se prolongara en el tiempo
y que el desempleo fuera masivo. Misses fue uno de los pocos economistas que
predijeron la Gran Depresión. Y algo semejante a aquello ocurrió en la
depresión que tuvo su origen en 2007: fue la artificial rebaja del interés
bancario promovida por la Reserva Federal americana a las órdenes de Alan
Greenspan la que desencadenó todo el proceso que acabó moviéndose sobre las
mismas pautas que aquí se han descrito. En 2001, y con la intención de evitar
la desaceleración económica que se estaba produciendo, Greenspan rebajó los
tipos de interés del 3,5% que estaban entonces vigentes hasta el 1% que pasaron
a estar en 2003. Lo distintivo en esta ocasión fue que el crédito se concentró
en la adquisición de viviendas, inflando artificialmente el mercado
inmobiliario con la entrada en él de personas poco solventes atraídas por la
facilidad de obtener créditos. Aumento de la demanda, subida de precios… y ya
ha quedado explicado lo que en tales ocasiones se pone en marcha.
¿Qué es lo que impide reconocer la virtualidad de una teoría
tan clara y contrastada como la liberal y, por el contrario, mantener viva aún
la teoría keynesiana en casi todos los cenáculos políticos y económicos? Sin duda,
lo que Erich Fromm denominaba “miedo a la libertad”, que desencadena la
desconfianza en los mecanismos autorreguladores de la sociedad y genera ese
movimiento contrapuesto de intervencionismo, mayor cuanto más tendente al
totalitarismo resulta el gobierno.
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