Resumen: Debemos
estar agradecidos a nuestra vulnerabilidad, a lo insignificante de nuestra
condición de partida cuando aterrizamos en este mundo. Ello hizo de nosotros,
como dijo Ortega, seres “esencialmente inadaptados e inadaptables”. Por ello,
lo primero que inventamos los homines sapiens fue ese refugio frente a la realidad
que es la fantasía. De ella nació nuestra inteligencia y nuestro peculiar
lenguaje. Y debido a ellos podemos decir que el “homo sapiens” es el único
animal capaz de delirar.
El hombre lo es porque, a diferencia del resto de los
animales, se hizo capaz de fabricar utensilios. Para ello tuvo que renunciar a
andar a cuatro patas y liberar sus extremidades delanteras, que pasó a utilizar
en esa fabricación. Pero alcanzar la verticalidad no fue una tarea fácil para
nosotros, los humanos. Especialmente para las mujeres, puesto que una andadura
erecta requería caderas más estrechas, lo que redujo el canal del parto, y ello
coincidiendo, además, con el momento en el que el cerebro humano estaba
aumentando y, por tanto, la cabeza de los bebés haciéndose cada vez más grande.
La evolución empujó entonces en la dirección de favorecer los nacimientos más
tempranos, para que fuera más fácil realizar el parto. En consecuencia, y ya
desde entonces, los seres humanos nacemos prematuramente. Mientras que un potro
puede trotar poco después de nacer y un gatito con pocas semanas de vida es
capaz de irse a buscar comida por su cuenta, los bebés humanos no podrían
sobrevivir si, durante mucho tiempo después de nacer, no hubiera alguien que
les procurara sustento, protección y afecto. Por lo demás, su vulnerabilidad
hizo que los hombres desarrollaran una sociabilidad y apoyo mutuo mucho mayor
que cualquier otro animal.
Así que empezamos por ser, o al menos sentirnos,
insignificantes, más que ningún otro ser vivo, y rápidamente nos dimos cuenta
de ello: cuando a un niño lo dejan solo, enseguida sufre la sensación de
abandono y le entra el pánico. La insignificancia, la sensación de
extrañamiento, el miedo… son las primeras marcas que se incrustan en nuestra
personalidad en cuanto reparamos en que hemos llegado a este mundo.
Es curioso, de todas formas: porque resulta que nuestro
triunfo como especie se debe precisamente a nuestra vulnerabilidad, a nuestra
insignificancia de partida. Y es que, para compensarlas, desarrollamos ese
órgano exclusivo que nos hizo tan diferentes: la inteligencia, el pensamiento
abstracto, que, aparentemente al menos, fueron las inmediatas secuelas de
nuestro plus de sociabilidad y consiguiente necesidad de comunicarnos, es
decir, de la aparición del lenguaje. Esto sería así, pues, si la inteligencia
hubiera evolucionado como consecuencia de nuestra capacidad de poner nombre a
las cosas. Yuval Noah Harari llama la atención, sin embargo, en su mundialmente
exitoso libro “De animales a dioses”,
sobre el hecho de que el tipo de lenguaje que hizo triunfar al homo sapiens
sobre el resto de los animales y, más significativamente, sobre los
neandertales y las otras especies del género humano, fue un lenguaje que no
se reducía a describir las cosas concretas del mundo que le rodeaba, sino que
se basaba, y se sigue basando, en ficciones; por tanto en algo que, sin muchos
reparos, podríamos considerar delirios, fantasías que la mente de los
individuos superpone a la estricta realidad. Eran esas ficciones, los mitos
compartidos, las que constituyeron el núcleo de la revolución cognitiva que
tuvo lugar hace 70.000 años, y con la que el homo sapiens dejó atrás a todas
las demás especies. Mientras que la información compartida a partir de un
lenguaje dedicado a describir las cosas reales –la comunicación característica
de los neandertales–, solo conseguía sustentar un mundo común del que apenas
participaban comunidades, todo lo más, de 150 individuos, compartir mundos
ficticios, que era lo que hacía posible el lenguaje a los sapiens, hacía
que las comunidades formadas por estos alcanzasen números mucho mayores. Ideas
como espíritus, nación, ley, dinero, derechos humanos, Dios… no hacen
referencia a ninguna cosa objetivamente constatable, son abstracciones que
viven en la mente de los individuos, y, cuando esas abstracciones o ficciones
son creídas y compartidas por una comunidad, se alcanza entre sus individuos un
grado de cohesión interna que hace que no sea un requisito previo que tales
individuos se conozcan para que se sientan parte de una misma comunidad. De esa
manera se hizo posible la formación de comunidades de cientos, miles y, a la
larga, millones de individuos. Ahí radica la esencial superioridad del homo
sapiens.
Por tanto, parece ser que
el lenguaje de esta concreta especie humana no surge primariamente de la necesidad de
compartir información referida al mundo exterior, sino que se originó en las
entrañas de aquellos individuos, en una fantasía que hay que entender que vino
a servir de refugio frente a una realidad que se vivía como hostil. “La
imaginación es el poder liberador que el hombre tiene”, decía Ortega;
y, evidentemente, de lo que esa imaginación libera es de las apreturas y
tribulaciones que produce la realidad. Nuestra esencial inadaptación a esa
realidad que sirve de correlato a nuestra intrínseca vulnerabilidad, a nuestra
constitutiva insignificancia, habría servido de hornacina para que en ella
buscase acomodo nuestro evasivo, introvertido fantaseo. Dios, por ejemplo,
sería una alternativa a la realidad; lo mismo que el espíritu, los derechos
humanos, la fe en lo que no vemos y todo ese conjunto de ficciones que, una vez
compartidas, dan sustento a una cultura y a una sociedad. Y aquel lenguaje del homo
sapiens, el mismo que en lo esencial hoy mantenemos, vendría a dar expresión a
esas fantasías, a esas ficciones que, en su origen serían elaboraciones de la
angustia, del sentimiento de insuficiencia frente a la realidad. Un mito sería
así una manera compartida de evadirse de la realidad para tratar de compensar
las insuficiencias que sufrimos frente a ella, las incógnitas que nos produce,
los miedos que en nosotros desencadena, las esperanzas que, por encima de ella,
nos mueven. El mito solo recoge elementos de la realidad como modo coyuntural
de dar vestidura a predisposiciones íntimas. Casi, casi podríamos decir, en
conclusión, que aquel lenguaje que más nos ha caracterizado desde la revolución
cognitiva de hace 70.000 años de la que habla Harari es un a modo de expresión
de angustias y derivados suyos compartidos. Eso que, al contrastarlo con la realidad,
le hemos puesto, entre otros nombres, el de delirios.
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