Resumen: el Universo, desde
que se puso a funcionar, lo hizo a partir de dos impulsos fundamentales: acción
y reacción, movimiento e inercia. De ahí nacieron a su vez la tormenta y la
calma, la pleamar y la bajamar, Sodoma y el Diluvio, el pecado y el
arrepentimiento… y, llegado el caso, el nomadismo y el sedentarismo. Dado que
resulta demasiado difícil mantener funcionando a la vez esos dos impulsos contradictorios, los hombres nos sesgamos
alternativamente hacia uno de los dos polos. Hoy nos estamos pasando cuatro
pueblos con nuestro impulso nómada. Y está claro que toca ya echar el freno y que empiece a asomar el sesgo contrario.
El ser humano está constituido sobre la base de dos impulsos
fundamentales y contrapuestos: el que lo empuja hacia el cambio y el que lo
hace hacia la permanencia, prolongando así los impulsos que también caracterizan
al universo en general, el movimiento y la inercia, la acción y la reacción.
Probablemente, el nomadismo y el sedentarismo no son sino capas concéntricas
que respectivamente se levantaron en los modos de vida a partir de esos impulsos
primigenios. El primitivo cazador-recolector, mientras iba de un lado para otro
persiguiendo a las movedizas manadas de animales, o al compás de las estaciones
en busca de los frutos que le ofrecía la naturaleza, estaba sesgando su forma
de ser hacia su vertiente nómada y dejando en la sombra las funciones vitales
que le reclamaba la parte suya que ansiaba permanecer. Y cuando los hombres
decidieron asentarse, vivir al lado de los campos sembrados y junto a sus
animales domesticados, lo que dejó en la orilla fue la vertiente de su ser que
más reconciliada estaba con su tendencia a ir de acá para allá.
Cuando el hombre se puso a pensar, las filosofías que fueron
apareciendo vinieron también a levantarse como racionalización de esos dos
impulsos primigenios: del miedo o rechazo a los cambios surgieron filosofías
como la de Parménides, que negaba que existieran, o la de Platón, que pensaba
que tras este mundo de apariencias que nos muestran los sentidos, estaba el
mundo verdadero, el de las ideas eternas, al que se accede a través de la mente
y el recuerdo. El “todo fluye” de Heráclito, mientras tanto, podría servir de
expresión para esa otra vertiente del pensamiento que viene a dar razón de
nuestra parte nómada. También la filosofía de Demócrito, para quien lo único
que permanece son los átomos, y a partir de ellos todo es cambio. O los cínicos
y los sofistas, para quienes no había más realidad que la individual y el
hombre, el individuo, era la medida de todas las cosas; por tanto, todas las
cosas variaban en función de cada hombre. Y cuando la escolástica medieval vino
a dar razón de nuestra paradoja constitutiva, se escindió entre el nominalismo,
que, representando al nomadismo intelectual, defendió la idea de que solo
existen los individuos, y el realismo, que, al modo platónico, sostenía que hay
realidades universales permanentes por encima de las individualidades.
Hoy vivimos en una época que, sin ahogar del todo (no sería
posible) nuestras pulsiones sedentarias, está sesgada hacia el nominalismo
(hacia nuestra parte nómada). Desde el Renacimiento para acá, junto a las ideas
que han ido dando consistencia al individualismo, ha ido ganando terreno la
tendencia a la movilidad. Pico Della Mirándola, un humanista y pensador
italiano de finales del siglo XV, en su “Discurso
sobre la dignidad del hombre”, considerado como el manifiesto del
Renacimiento, formulaba esa nueva manera de entender la vida a través de esta
imaginaria exhortación que Dios dirigía al hombre: “No te he dado un puesto fijo, ni
una imagen peculiar, ni un empleo determinado –le decía–.
Tendrás y poseerás por tu decisión y elección propia aquel puesto, aquella
imagen y aquellas tareas que tú quieras”. Gracias a esa nueva movilidad,
salieron de los puertos las carabelas de Colón y las naves de Magallanes y
Elcano, y, frente a un cielo que se creía inmóvil y eterno, empezaron a
descubrirse nuevos planetas y a comprobarse que el universo era algo cambiante. “El hombre moderno –dice
Ortega– vive asomado al mañana para ver llegar la novedad”. Ese hombre
reanudaba así su atracción hacia el sesgo de sus creencias que le llevaban a
confirmar que “todo fluye".
Desde el Renacimiento para acá, el punto de inflexión más
importante en la dirección que supone un reforzamiento de las funciones vitales
ligadas al nomadismo y consiguiente ensombrecimiento de aquellas otras que nos
hacen preferir lo que permanece, lo marcó el Romanticismo. A partir de
entonces, la realidad que se ponía al alcance de los hombres dejó de requerir
asentamientos, rutinas, permanencias y empezó a diluirse a medida que esos
hombres marchaban en busca de la novedad, de lo que desencadenaba el caudal de
sus emociones, de lo que animaba sus órganos sensoriales con experiencias
renovadas una y otra vez. “El romanticismo –dice Ortega– (…) Es un ‘¡sálvese quien
pueda!’. Cada individuo tiene que buscarse sus principios de vida –no puede apoyarse
en nada preestablecido”. Lo permanente aburría a los románticos, de
modo que pasó a ser prevalente todo lo que favoreciera la novedad; a veces con
resultados catastróficos para la personalidad de quien se ladeaba demasiado
hacia ella. Por ejemplo, Heinrich von Kleist, destacado escritor romántico, que
una vez impregnado de la creencia de que nada permanece, sufrió una crisis que
le llevó a considerar su vida carente de sentido. Así se expresaba en una carta
dirigida a su hermana: “La idea de que no sabemos nada de la
verdad, nada en absoluto, que aquello que aquí llamamos verdad, tras la muerte
se llamará de otra manera, y que por tanto el afán de conseguir algo propio que
nos siga también a la tumba es totalmente vano y estéril, esta idea me ha
estremecido en el santuario de mi alma (…) Mi único y máximo objetivo ha caído
y ya no tengo ninguno”. Acabó suicidándose. Dice el historiador Arnold Hauser que “el desasosiego y la indecisión
románticos se convierten en una epidemia, en la ‘enfermedad del siglo’; el
sentimiento de aislamiento, en un culto resentido de la soledad; la pérdida de
la fe en altos ideales, en individualismo anárquico; la fatiga cultural y el
tedio de la vida, en un coqueteo con la vida y la muerte".
Heredando aquellas
predisposiciones que cristalizaron con el Romanticismo, se han producido en la
actualidad efectos que abarcan todos los ámbitos de la cultura, tan variados
como la gran afición a los viajes y el turismo, la movilidad social, los
divorcios masivos, las modas, la teoría de la relatividad, la crisis de las
instituciones, la de los valores y los principios (es decir, el relativismo
moral), la fisión nuclear, el consumismo, que se mantiene a base de productos
constantemente renovados, la ausencia de requisitos formales en las artes… y el
invento de los psicofármacos, necesarios para contrarrestar el ahogo que, en
esta época neonómada, está sufriendo la otra parte de nosotros que necesita
refugios en los que encontrar aquello que merece la pena ser repetido.
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