Al hombre no le gusta la realidad. Por eso se pasa la vida
intentando cambiarla. Pero, aún más al fondo, el hombre no se gusta a sí mismo,
y hace de la vida un persistente intento de escapar de sí. Dicho de otra forma:
la vida es una función del deseo, es decir, de la aspiración a algo que no se
tiene o que no se es. Vivimos porque deseamos, es decir, porque no existe un
objeto definitivo para nuestro deseo que podamos alcanzar y que dé fin así a
ese deseo. Si lo alcanzáramos seríamos felices, pero no podríamos entonces
vivir para contarlo. El hombre, salvo lo que nos permitan disfrutar momentos
coyunturales, es un ser constitutivamente infeliz.
Coadyuvando a que nuestra desesperada búsqueda de la
felicidad resulte infructuosa se alza, para empezar, la circunstancia física
que nos rodea, que nos es en gran parte hostil. Otro inconveniente que asimismo
se levanta frente a aquella pretensión lo constituyen las flaquezas de nuestra
propia contextura, que nos llevan frecuentemente a la enfermedad y a sufrir fatiga
o accidentes, y finalmente a la muerte. A menudo, por otra parte, nuestros
congéneres se nos presentan como adversarios, incluso como focos de hostilidad;
y hasta cuando son amistosos, frecuentemente nos decepcionan. En conjunto,
nuestras inagotables e insaciables apetencias y necesidades aportan a nuestro
perfil trazos que empujan en la dirección del desánimo y de que nos percibamos
como reducidos a una lamentable condición de desvalimiento y menesterosidad… La
vida humana no es, en lo fundamental, sino una lucha permanente contra las
limitaciones y contra situaciones percibidas como contrapuestas a nuestras
intenciones y deseos, con circunstanciales y precarios espacios de
reconciliación entre quien se pretende ser y quien efectivamente se es.
Que seamos constitutivamente infelices ha llevado al hombre muchas
veces a entender la vida, en lo fundamental, como una sucesión de desgracias y
frustraciones. Y para enfrentar ese infortunio que significa vivir ha llevado
a la práctica, entre otras posibilidades, formas diversas de ascetismo, es
decir, de rechazo del deseo y, en consecuencia, de la vida misma. Miles de
millones de personas, por ejemplo, han seguido desde hace más de dos milenios y
medio las enseñanzas de Buda Gautama, que partiendo, efectivamente, de la
constatación de que la vida es dolor y de que el dolor se fundamenta en el
deseo insaciable que nos constituye, propuso, consecuentemente, que la solución
estribaba en la eliminación de todo deseo. El ideal budista, alcanzar el
nirvana, consiste en llegar a no existir de forma alguna, en aspirar a la
aniquilación total, en lograr, al final de las reencarnaciones, el suicidio
pleno y definitivo. Confucio, contemporáneo de Buda, partía también de la idea
de que la naturaleza del hombre es mala. Su discípulo Hsün Tzu lo dejó
explícitamente afirmado: “La naturaleza del hombre es mala, su bondad
es adquirida”. Alcanzar el bien, por tanto, presupone negarse a sí
mismo: “El hombre prudente –dijo también– es el que obra en contra de su
naturaleza e instinto”. De Oriente proceden asimismo las enseñanzas de
Lao Tsé, que, también hace más de dos mil quinientos años, recomendaba en el Tao te King “no hacer nada”, y afirmaba
que “en
el no ser está la utilidad” y que “la causa de nuestra miseria es nuestra
persona”.
Por lo que al ámbito occidental se refiere, quedó sancionada
la vida como un mal ya desde el comienzo de la Biblia, cuando allí se relata
cómo Dios lanzó al recién creado Adán la siguiente admonición: “Por
ti será maldita la tierra, con trabajo te alimentarás de ella todo el tiempo de
tu vida, te dará espinas y abrojos, y comerás hierbas del campo. Con el sudor
de tu rostro ganarás el pan hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella has
sido formado; polvo eres y en polvo te convertirás”. Y más adelante se
nos refiere el paradigmático sufrimiento de Job, el que le llevó a exclamar: “¿Por
qué no quedé muerto desde el seno? ¿Por qué no expiré recién nacido? (...)
Ahora dormiría tranquilo, y descansaría en paz”. La definición del
hombre como naturaleza caída y propensa al mal atraviesa toda la enseñanza
cristiana. No menos que la propia del estoicismo, que frente a esa naturaleza
del hombre que le hace estar siempre deseando lo inalcanzable y,
consiguientemente, convertir su vida en sufrimiento, propone la ataraxia, es
decir, no tener ni desear nada. El autodominio, es decir, la anulación del
deseo, es una propuesta estoica que impregnó también al cristianismo. El
jesuita español del siglo XVII, Baltasar Gracián, lo ejemplificaba cuando
decía: “Bástase a sí mismo el sabio”, o bien: “Él
era todas sus cosas y llevándose a sí lo llevaba todo”. Ampliando sus
posibilidades, el ascetismo ha logrado también sobreponerse al infortunio de
vivir proyectando al hombre tras la esperanza de una vida feliz en el más allá,
a lo cual nuestros místicos dieron cabal expresión poética: “Vivo
sin vivir en mí / y tan alta vida espero / que muero porque no muero”.
Todas estas derivaciones del ascetismo no son, a fin de
cuentas, sino modos de prolongar o dar viabilidad a la constatación de que el
hombre aspira a negarse a sí mismo, y resulta llamativo comprobar que está
abocado a ello, porque en eso consiste la vida. Han surgido, sin embargo,
alternativas al ascetismo, las hedonistas, que han pretendido hacer que, por el
contrario, la vida consista en la búsqueda del placer y en la huida ante el
dolor. Para ello, los hedonistas han tenido que amputar la dimensión del deseo
hasta restringirlo a los límites que lo permitan satisfacer sin salirse de lo
inmediato. Pero la naturaleza humana no puede encontrar acomodo en ese reducido
continente, así que el hombre que solo busca el placer, el que, por tanto,
renuncia al deseo de lo inalcanzable, ha de dejar primero de ser hombre. Y eso
trata de conseguirlo también a través de otras formas podríamos decir que
perversas de negación de sí mismo: el olvido que procuran las drogas o los
diferentes modos de matar el tiempo (que es la sustancia de la que está hecha
la vida).
Y es que, a fin de cuentas, no hay manera de eludir la
condena que significa vivir, es decir, y en última instancia, huir de uno
mismo, ir detrás de lo que no somos o no tenemos: deseamos, en efecto, ser más
estimados y amados, queremos ascender en la jerarquía social, ambicionamos más
poder, más riqueza, más tiempo libre, más conocimientos… Esa condena iba
implícita en la tentación que dejó grabada en nuestra alma la serpiente bíblica
cuando, enroscada al árbol del fruto prohibido, nos anunció: “Seréis
como dioses”. Desde entonces, aspirando a ver realizada tal promesa (que,
para empezar, provocó nuestra expulsión del paraíso), vivimos disconformes con
nuestra naturaleza humana. Dicho más escuetamente: simplemente vivimos. Solo
vivimos mientras nos negamos a nosotros mismos. Vivir es desvivirse.
Así que lo que procede es buscar modos menos auto y
heterodestructivos de negarse a sí mismos, de alterarse, que los que procuran
el inútil ascetismo que echa a perder la vida en los desiertos o el simple
hedonismo que la disuelve en meros instantes. Desde la perspectiva que aún nos
queda por explorar, la vida pasa a ser entendida como una entrega. Salimos,
pues, de nosotros mismos, pero no para simplemente autoanularnos o para
evadirnos, sino para encontrar nuestra razón de ser en algo externo sobre lo
que lleguemos a proyectarnos. Quien tiene hijos entiende fácilmente lo que aquí
se trata de decir. Pero vale también la entrega a una tarea que permita
trascender de sí, o diversas formas de altruismo que de una u otra manera
permitan dejarse a sí mismo atrás y pasar a reconocerse en algo que esté fuera
de uno: la patria, la humanidad, los más necesitados…
Aunque fueran palabras más proclives, probablemente, al ascetismo, a la
estricta negación de uno mismo, valdría tomar aquí en consideración aquellas que
pronunció Jesucristo y que son citadas en el Evangelio de San Marcos: “Quien
quiera salvar su vida, la perderá”. Porque solo es posible vivir
desviviéndose.
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