Nuestra vocación más importante, la principal tarea que
habremos de realizar en este mundo, siguiendo un íntimo e ineludible mandato,
es llegar a ser héroes. Y las diferentes culturas no son, o no han sido, sino
moldes diversos que a los individuos se nos han propuesto sobre maneras
posibles de encajar nuestra actividad vital en tal aspiración. El filósofo y
psicólogo estadounidense William James (1842-1910) así venía a afirmarlo cuando
decía que “el mundo es esencialmente un escenario para el heroísmo”. Una
tarea esa a la altura de todo lo que tenemos que superar para llegar a
compensar nuestra nadería de partida. Porque empezamos por ser la expresión
máxima de la vulnerabilidad y la insignificancia: al nacer, en nada éramos
capaces de valernos por nosotros mismos, nuestro cuerpo nos abrumaba bañándonos
en vómitos y excrementos, el mundo que nos rodeaba nos resultaba vertiginoso y
caótico… Mero anticipo de lo que más adelante aún nos esperaba: tomar
conciencia de que tarde o temprano nos llegará la muerte. Embadurnados de
mierda, arrojados a un mundo incomprensible y enfrentados a un riesgo permanente
de desaparecer: mal empezamos, es evidente. Por eso hemos tenido que construir
trayectorias, mitologías, objetivos a través de los cuales contrarrestar nuestras
iniciales miserias, elevarnos, como Hölderlin preveía, desde nuestra inicial
condición de mendigos, cuando reflexionamos a ras de tierra, hasta la de ser
dioses, tal y como nuestros sueños nos proponen. Blaise Pascal observó cómo la
religión cristiana atendía a ese difícil equilibrio que nos hace ser miserables
para empezar, pero también virtualmente semejantes a Dios: “El cristianismo es extraño –decía–;
ordena al hombre reconocer que es vil e incluso abominable, y le ordena querer
ser semejante a Dios. Sin tal contrapeso esta elevación le volvería
horriblemente vano, o este rebajamiento le volvería horriblemente abyecto”.
Cuando el oráculo de Delfos y, evocándolo, el mismo Sócrates nos recomendaba: “conócete
a ti mismo”, y Aristóteles venía a plantearnos: “llega a ser el que
eres”, ambos ponían también ante nosotros esa tarea de elevarnos hasta nuestra
naturaleza divina, sobreponernos a la insustancial apariencia de partida, la
insignificante materia prima que inicialmente nos constituye. Y cuando Ulises
reconocía ante el cíclope Polifemo que su nombre era “Nadie”, no dejaba de latir en esa constatación su auténtica y más
profunda naturaleza, la que, entonces de modo aún tácito y por demostrar, le
elevaba a la condición de rey, rey de Ítaca, que su heroísmo acabaría por
desvelar.
Pero ¿cómo conciliar estos enunciados y reflexiones sobre
nuestra heroica naturaleza con la evidencia de la universal cobardía de que
habitualmente hacemos gala los humanos en las más diversas circunstancias? No hay
tal. Una cobardía no es, en realidad, más que una retirada táctica hacia
posiciones donde nuestra tarea heroica pueda plasmarse o resultar patente. La
psicosis extrae del delirio y la alucinación los recursos necesarios para que
uno mismo pueda convencerse, como Don Quijote, de que está haciendo lo
necesario para llevar adelante su heroica misión. Y en la neurosis, esa
retirada táctica solo precisa del añadido de los ensueños para dejar a salvo la
entereza de la propia imagen al contrastarla con aquel objetivo. En general,
escogemos vivir en, o atender a, solo aquella parcela del mundo en la que
podamos convencernos de que estamos llevando adelante la heroica tarea de
compensar nuestras miserias o insuficiencias de partida. Lo que del mundo
excede de esas estrictas parcelas en las que se desenvuelve nuestra misión
queda desactivado con nuestra desatención, al menos emocional. Y si no nos
sentimos capaces de llevar adelante nuestra tarea redentora en primera
instancia, aún nos queda el recurso de identificarnos con la que realice un
héroe auténtico que nos represente, que siendo capaz de vencer a la muerte, o
al menos eclipsarla, nos incluya también a nosotros, por adhesión o por
imitación, en su misión redentora.
Héroe, en última instancia, es el que tiene el valor de
desafiar a la muerte. “Valor” es una
palabra que procede de “vir”, lo
mismo que “virilidad” y que “virtud”. Héroe es el que practica la
virtud, y lo hace porque siente que la victoria es posible, y que la vida que,
por el contrario, solo mueve la inercia, la aceptación de lo que no exige
ningún esfuerzo, la vida viciosa en suma, es un destino inaceptable que nos
devuelve a nuestros miserables orígenes. Nuestra cultura occidental parece hoy
remansarse, en gran medida, en la hondonada que forman los antihéroes, la
aceptación de lo que hay, un arte que impone la vigencia de lo escatológico y
de la fealdad, la negación de que, más allá de la neblina que aparenta
clausurar lo presente, exista algo más que movilice nuestras ilusiones… en
suma, en la aceptación del fracaso y correspondiente hipérbole en el consumo de
psicofármacos. La civilización que más lejos ha llevado al hombre, que más
héroes ha producido a lo largo de la historia, atraviesa, en muchos sentidos,
por un período de fatiga en el que solo parece quedar sitio para esa mitad de
lo que somos que más nos empuja, o nos paraliza, hacia la inercia.
Complementariamente, en los aledaños y en los intersticios
de nuestra civilización se ha apostado otra civilización que hace dudar si no
sería mejor referirse a ella como modalidad de barbarie: el Islam. Son 1.500
millones los musulmanes que hay en el mundo; a muchos de ellos los ha traído a
Europa la inmigración paulatina o impetuosa que se originó a partir de la
Segunda Guerra Mundial. En España, la población musulmana alcanza el 4,06% de la
población; en Francia, el 8%, en Alemania, el 6%, en Bélgica, el 6% (el 25,5%
en Bruselas), en el Reino Unido, el 5%. Son contingentes de población que, en
su gran mayoría, no aceptan incorporarse a los modos de vida y a los tejidos
sociales de los países que los han acogido. Prefieren formar guetos suburbanos
en los que no solo mantienen vivas las enseñanzas coránicas, sino el
correspondiente rechazo de todo lo que Occidente significa. Es normal que el
resultado último de este choque cultural, considerado desde la perspectiva de
las sociedades en que estos musulmanes trabajan, estudian y, les guste o no,
realizan su vida –muchas veces ya desde que nacen–, sea la inadaptación. Especialmente
los jóvenes, no se identifican en absoluto con el país en el que viven o
incluso han nacido. En edades en las que tan necesario resulta tener una
identidad, solo mantienen realmente activa una fuente a través de la cual
lograrla: su condición de musulmanes. Y el cauce cultural a través del cual
lograr llevar a la práctica esa íntima exigencia que todos tenemos de alcanzar
la condición de héroes, queda, por tanto, muy restringido. Poner la propia vida
al servicio de una misión, sentir que uno se eleva sobre su miserable condición
de partida, hacer algo en la vida que merezca la pena, y que no va a estar
relacionado ni con sus estudios, ni con su trabajo, ni con las diferentes
tareas vitales que la cultura occidental en la que están inmersos propone… ¿cómo
hacerlo posible? ¿Qué queda en este sentido al alcance de la mano para un joven
musulmán desarraigado y en riesgo de caer en la depresión por no tener nada
importante ni interesante que hacer con su vida?
Gracias a internet, ese joven puede llegar a comprender que
aún le queda algo importante que hacer, alguna tarea heroica sobra la que apuntalar
su precaria autoestima. No se siente europeo, no tiene ilusión por realizar su
proyecto de vida trabajando en ninguna de estas naciones occidentales en las
que vive, desprecia la flacidez o morbosidad de las fórmulas de ocio con las
que se entretienen sus infieles coetáneos… pero, frente a todo eso, aún le
queda un sentimiento de identidad al que aferrarse: es musulmán. Y no un
musulmán tibio y contemporizador: eso no sería suficiente. Aún puede poner su
vida al servicio de una causa, hacer algo importante… ser un héroe. Las páginas
web del Estado Islámico vendrán a hacer el resto.
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