viernes, 11 de abril de 2014

Un libro que habla de monstruos (y que acabo de publicar)


"LOS MONSTRUOS QUE NOS HABITAN"
(Editorial Gran Vía, 2014, 227 páginas)
 
 
CONTRAPORTADA: 

     Bajo el arquetipo de la sombra, Carl G. Jung ubicaba aquella parte de la personalidad que rechaza incluirse en cualquiera de los moldes que le propone la conciencia e incorporarse productivamente a los formatos con los que se presenta el mundo externo. Esa sombra, efectivamente, crece cuando no encontramos para nuestra intimidad la adecuada vía de acceso al mundo exterior, cegando así el cauce por el que la vida discurre, puesto que, como dice Ortega y Gasset, “la vida es precisamente un inexorable ¡afuera!, un incesante salir de sí al Universo (…) Es (el hombre) un dentro que tiene que convertirse en un fuera”. Y cuando no lo consigue, cuando el hombre no logra trascender de sí mismo a través de una tarea que llevar a cabo en el mundo, esa fuerza íntima que era depositaria de verdad se vuelve venenosa (“toda verdad silenciada se vuelve venenosa”, decía Nietzsche), y sus efectos son devastadores. Lo son en dos direcciones: contra el mundo y contra uno mismo. A reflexionar sobre ello se dedica la primera mitad de estas páginas.

     Decía Jung asimismo que “la sombra no sólo consiste en tendencias moralmente desechables, sino que muestra también una serie de cualidades buenas, a saber, instintos normales, reacciones adecuadas, percepciones fieles a la realidad, impulsos creadores, etc.”. Algo que queda complementado con aquello otro que también Nietzsche proclamaba: “Lo peor es necesario para lo mejor del superhombre”. Esa parte sombría de nuestra personalidad que, atrapada en lo interior, alimenta tanto nuestros comportamientos antisociales como los autoagresivos, si encuentra el cauce adecuado por el que discurrir hacia el mundo, puede, por el contrario, llegar a galvanizar lo mejor de nosotros mismos. A profundizar en esa posibilidad se dedica, sobre todo, la segunda mitad de este ensayo. La conclusión final no ha de quedar muy lejos de aquella que nos permita entender que la vida tiene sentido en la medida en que la hagamos consistir en aquel “incesante salir de sí al universo” que decía Ortega, es decir, en la inserción de ese complejo de insatisfacciones que es el yo en el campo de limitaciones e insuficiencias que es la circunstancia.

miércoles, 9 de abril de 2014

España como algo que permanece a través de lo que cambia

     Es difícil romper nuestros hábitos mentales, en este caso nuestra tendencia a identificar lo que somos con algo fijo, estático, definitivo. Desde luego, amigo Vicente, algo de eso hay, nuestra sustancia no es tan volátil que pueda ser referida a un ser siempre en “estado” de cambio. Algo permanece a través de los cambios, sin duda. Y de la misma forma que cuando pasamos de niños a jóvenes y de estos a adultos, en que está claro que, por encima de esos estados transitorios, mantenemos una identidad, el ser de España no resulta ser una mera quimera o simple resultado del azar. Es más: el sentimiento de identidad, tanto en lo individual como en lo social, es irrenunciable ¿Qué es España, la sociedad en la que vivimos?, es una pregunta a la que dar respuesta resulta tan imprescindible como, en lo individual, dar alguna respuesta a la pregunta ¿quién soy yo? Que no haya nada definitivo no equivale a que no haya nada, que es lo que ocurriría si no disponemos de alguna identidad.

     En ese permanente tránsito hacia algo más de lo que éramos, habría un sustrato digamos que prenatal en las tribus prerromanas, en las que el sentimiento de identidad se sustentaba en las relaciones de sangre. Y a partir de los romanos, se forjó una nueva identidad, en la que lo decisivo era la unión política, la polis, Roma. Desde entonces, ser autrigón, vacceo o vascón daba ya igual a efectos del sentimiento de identidad fundamental, que era ser romano. La Edad Media, entre nosotros, sufrió los efectos del cataclismo que supuso la invasión islámica, que, visto desde el conjunto de nuestra historia, fue un gran accidente histórico. Pero la historia siguió su camino, y ocho siglos más tarde recuperamos la trayectoria que habían marcado Roma y los visigodos. En el horizonte asomaba el estado moderno que fue plasmándose entre el Renacimiento y nuestros días. Si el accidente histórico islámico hubiera triunfado definitivamente y desplazado al de la civilización de origen romano, habríamos pasado a ser parte de la trayectoria que desde la Meca y Medina en adelante absorbió todo el norte de África. Una ventaja habríamos tenido entonces: no existiría el problema del asalto de inmigrantes ilegales a las vallas fronterizas de Ceuta y Melilla, porque toda España (mejor dicho, todo al-Ándalus) sería una prolongación de Marruecos.

 
     En el camino que va de Roma al estado moderno, resulta evidente que nos hemos ido dejando girones. Esos girones son los que intentan recuperar los nacionalistas para convertirlos en una referencia esencial. Los reinos cristianos medievales, resultado del accidente histórico aquel de la invasión islámica, supusieron la creación de ramales centrífugos en esa trayectoria Roma-estado moderno. Portugal, por ejemplo, se salió de esa trayectoria y acabó convertido en estado soberano. Los nacionalistas catalanes querrían algo así como que Cataluña se hubiera disgregado del reino de Aragón (en realidad, parecen creer que los catalanes representaban prácticamente en exclusiva al reino de Aragón) y formar también un ramal asimismo disgregado de aquella trayectoria principal. Incluso al-Andalus islámico ha servido y sirve de referencia a los nacionalistas andaluces (la bandera regional andaluza viene a ser la de los almohades), que prefieren desdeñar la trayectoria que comienza en la Bética romana, en la que incluso enraíza el idioma que no tienen más remedio que considerar propio. Lo de los nacionalistas vascos es capítulo aparte, y directamente entra en el ámbito de la mitología, por no decir en el de la psiquiatría: reivindican una supuesta trayectoria que enlaza con las tribus prerromanas, suponiendo que ha habido una endogamia suficiente como para que la tribu vascona transmitiera soterradamente su influjo y su propia trayectoria, incompatible con lo que ha llegado a ser la civilización occidental (ciertamente, a posteriori, tratan de hacer malabarismos para no sentirse tampoco ajenos a la trayectoria de esa civilización occidental, pero no se puede ser a la vez miembro de una tribu y de la civilización occidental). Para ellos, el mundo debería recuperar el momento prehistórico anterior a la formación de las comunidades políticas que sucedieron a las identidades tribales, y habría que entender que en la Organización de Naciones Unidas se sentirían a gusto si sus compañeros de asiento fueran, por ejemplo, los masais (no, desde luego los artificiales sujetos políticos generados por la alienante civilización). 

     En fin, Vicente, que nuestra identidad como españoles tampoco es tan etérea y azarosa. Aunque, efectivamente, está sujeta al cambio permanente. Un cambio en el que se conserva de alguna manera lo que fuimos, pero que nos hace ser cosas diferentes a medida que avanza la historia. Y, desde luego, ser español no es, en términos de identidad, equivalente a ser vasco o catalán: la identidad española es el resultado de una trayectoria que podemos decir que va, en lo fundamental, desde Roma al estado moderno. La identidad vasca o catalana, tal como la pretenden sus nacionalistas es el resultado de una instalación (reaccionaria) en la prehistoria o en alguno de los ramales abiertos por los accidentes históricos acontecidos a lo largo de aquella trayectoria principal.

sábado, 5 de abril de 2014

La idea más importante de la historia no es una idea (pero podemos aplicarla a la comprensión de los nacionalismos)

     A Aristóteles le había tocado vivir en la cuesta descendente por la que se deslizaba un mundo, que, llegando de aquellos tiempos de plenitud que Pericles representó, discurría imparable hacia esos otros que, cuando él ejercía su magisterio, iban decayendo hacia un punto en que ya nada prevalecía sobre lo particular e inmediato, y en donde predominaba una perspectiva sobre las cosas en la que estas se hallaban desnudas de todos los añadidos que sobre ellas depositan los ideales, eso que Aristóteles hubiera llamado “verdad”, y que los sofistas habían sustituido por el interés egoísta, vale decir, por la “realidad”. Aristóteles invierte radicalmente la forma de mirar de estos, desde la cual lo privado prevalece sobre lo público. Al considerar que la naturaleza o sustancia de las cosas no es aquello que fueron en el origen, sino que incluye un recorrido que va desde el punto de partida hasta el objetivo último, desde lo inicial hasta lo final, desde la potencia hasta el acto, concluye, entre otras cosas, que no es el individuo lo sustantivo, sino la sociedad, la ciudad. Dice concretamente en su “Política”: “La misma naturaleza es el fin”. Y poco más adelante añade: “Debe considerarse a la ciudad como anterior a la familia y aun a cada uno de nosotros, pues el todo necesario es primero que cada una de sus partes, ya que si todo nuestro cuerpo se destruye, no quedará pie ni mano”.

     De esta forma, se da un giro de 180 grados respecto de la visión de la naturaleza que se tenía desde Tales y los filósofos milesios hasta Platón: lo que uno es por naturaleza no está ya detrás, en lo que una vez se fue (esto pasa a ser el depósito de la potencia), sino en lo que se ha de llegar a ser (cuando la potencia se actualice). Así pues, las cosas, tal y como ahora las vemos, son un estado de transición de la parte del universo en ellas incluida, que va en busca de su modo definitivo de ser (su entelequia), para reposar en él definitivamente. Si algo es A y pasa a ser B, no necesariamente se destruye su identidad, como hubiera pensado Parménides, sino que podría ocurrir que B fuera una potencia de A, y que, mientras pasa de ser una cosa a otra, lo que realmente haya sea un ser en marcha. Con lo cual el cambio, el progreso, ya no supondría necesariamente una amenaza para el ser, sino que pasaría a convertirse en un medio para llegar a realizarse plenamente; el cambio sería la potencia actualizándose, la materia camino de su forma.

 
     Pero es el caso que estas formulaciones de Aristóteles mantenían aún cierto regusto procedente de las etapas filosóficas anteriores: materia y forma podrían entenderse entonces como dos respectivos estados; el ser sería primero materia y luego forma, y el movimiento, el cambio que lleva de la una hasta la otra, una fase transitoria, provisional, algo subsidiario, subordinado al ser material y al ser formal. Es al llegar a investigar el ser del hombre, la sustancia de lo humano, donde aparece una nueva y trascendental intuición en el pensamiento de Aristóteles que le llevará a dar un gran salto en su filosofía. Efectivamente, la nueva realidad con la que se topó fue la del hombre pensando. En esta actividad, el hombre no discurre propiamente desde un ser potencial hasta un ser actual, no hay un término en el que podamos decir que el ser del hombre se haya realizado ya, que haya llegado a su meta. Pensar es un comportamiento que no consiste en partir de una potencia que no sea pensar y llegue hasta un acto en que el pensar ya esté realizado. Esto sí sería válido si estuviéramos hablando de pensar algo, pero no si se trata del hecho mismo de pensar. En este último caso, la potencia sigue siendo potencia mientras se está actualizando. Es decir, que pensar es a la vez potencia y acto, se sigue conservando como potencia, sin merma alguna, mientras se va actualizando. En el pensar no hay un momento equivalente a la actualización de la potencia que hace que la piedra llegue a ser estatua, sino que se trata de un cambio que se realiza, se actualiza, se hace forma como tal cambio. El término aquí es inmanente al cambio, no lleva a otro resultado que el propio cambio (el mismo hecho de seguir pensando). No hay un momento final en el que aguarde el reposo en el ser.
     Aristóteles se da cuenta de que ha encontrado otro modo del cambio que no es reducible a aquel que llamó “cambio en sentido estricto”, el que va desde un ser en potencia hasta ese mismo ser en acto. A este otro cambio que es término o fin de sí mismo, que no se produce, pues, para llegar hasta otra cosa, lo llamó enérgeia, un ser que lo es en cuanto que “va siendo”, que se actualiza como potencia, que renace como potencia en el mismo momento en que se hace acto. En suma, que progresa hacia… lo que ya es, progresa hacia sí mismo; lo que era (el pasado) se conserva y se integra en lo que es. Este ser que se engendra permanentemente es posible entenderlo como algo que propiamente no es, sino que “va siendo”. A la concepción estática del ser de los griegos que le precedieron, Aristóteles añade la idea de un ser activo, ejercitándose como ser, y no reposando en el ser. Ser va a significar desde entonces, como dice Ortega, “el esforzado sostenerse de algo en la existencia”.
     Esta intuición de Aristóteles que le hace comprender el ser como esencial dinamismo es, probablemente, la cima conceptual más alta a la que ha llegado la filosofía (aunque no sería propiamente una idea al modo platónico, algo estático y concluso, sino que está tan en tránsito como aquello que trata de definir). Afirma Ortega que, cohibido por las implicaciones de su propio descubrimiento, el fundador del Liceo vaciló en alguna medida a la hora de soltar amarras definitivamente respecto de la idea del ser como algo estático y permanente: “La intuición del ser enérgico –dice, efectivamente, el filósofo español a propósito de este hallazgo– aparece y desaparece con curioso ritmo ante los ojos de Aristóteles. No puede instalarse en ella y menos partir de ella para engendrar todo su sistema”. Si hubiera seguido adelante, no habría sido necesario esperar a los descubrimientos de Kant y de las filosofías que, ya en nuestro tiempo, toman la vida como realidad radical. Pues no se trata solo del acto de pensar a la hora de referir este tipo de actividad que se actualiza permanentemente como potencia, sino de la vida humana en su conjunto: no hay en ella, efectivamente, una meta definitiva de la que podamos decir que sería ya la actualización de las potencias de partida. No hay vida humana actualizada, realizada definitivamente: se realiza mientras va realizándose, se actualiza mientras sigue siendo inagotable potencia. Es mientras va siendo. Como dice María Zambrano, “vivir, al menos humanamente, es transitar, estarse yendo hacia… siempre más allá”. La vida es algo que persistentemente se mueve hacia delante, que nunca está hecho del todo, y que es el fundamento al que hay que referir todos los aparentes estados del ser y todos los movimientos sensu stricto que dentro del marco acotado por ella acontecen. Solo en cierto sentido metafórico podemos decir que a lo largo de su vida el hombre va accediendo a metas parciales que de alguna manera anticipan su meta final. Ubicado en el polo opuesto a aquel desde el que Parménides había considerado excluyentes el ser y el movimiento, Aristóteles venía a concluir (si bien, según Ortega, temblaba su mano al escribirlo) que el ser y el movimiento eran uno y lo mismo.
     Admitamos que, como le ocurrió al estagirita, no haya más remedio que vacilar ante este descubrimiento del ser como energía, porque es muy difícil no tener algún tipo de visión estática del ser –ese ser que, una vez realizado plenamente, Aristóteles denomina “entelequia”–, aunque sea como concepto en el que apoyarse, como meta más o menos visualizable a la que aspirar. La misma Zambrano advierte que “la infinitud de la vida se insinúa y concreta en una forma, que es un sistema”. Y también: “Toda forma está envuelta en límites. Si se rompe por completo el límite, la forma desaparece, no se es nadie, no se es alguien”. En suma: nos protegemos contra el vértigo de saber que no somos nada, que solo vamos siendo.
     El caso es que, después de Aristóteles, la identidad, el sentido de lo que somos, dejó para siempre de estar referido a lo que fuimos en el origen, más aún a lo que supuestamente fuimos en el origen, como pretenden hacer los nacionalistas. Estos pretenden que la identidad colectiva les venga dada por aquello que fueron sus antepasados; para ellos, como para los griegos anteriores a Aristóteles, y aún más, para los creadores de mitos que precedieron a los filósofos, el ser es lo que se es en el origen, lo que tiene decidido ya nuestro pasado… lo que era en un principio, por los siglos de los siglos. Según esta visión que recuperan los nacionalistas, lo que se es, se es para siempre.
     Y no: desde Aristóteles sabemos ya que los seres no somos, sino que vamos siendo. Ocurre con todo en el universo, pero más con el hombre, del que Ortega decía que no tiene naturaleza, sino que tiene historia. Así que, amigo Vicente, ni siquiera lo que seamos los españoles puede ser referido a un concreto momento de la historia: España no empezó a “ser” con los romanos ni con los visigodos ni con los Reyes Católicos ni con la Constitución de 1812 ni la de 1931 (ni siquiera con la de 1978, como, para mi estupefacción, he oído sostener en ámbitos públicos que me son muy cercanos). España digamos que va siendo, es una realidad histórica que va evolucionando con el tiempo, como nosotros mismos en cuanto que individuos, que no podemos identificarnos con lo que fuimos de niños, de jóvenes o de adultos: sencillamente, vamos siendo.
     Todo eso queda más claro cuando aplicamos esta “idea” (este dinamismo mental) a los nacionalistas: los vascos no son los herederos de la tribu vascona del norte de Navarra ni siquiera aunque quedara algo de aquello a lo que pudieran aferrar su identidad. Acogiéndonos nada más que a un segmento del tiempo, podemos decir que son parte de una realidad histórica que fue integrada a partir de cierto momento en el reino de Castilla, y que desde este pasaron a formar parte de la España medieval. Y de ahí en adelante, la historia siguió avanzando. Algo semejante ocurre con los catalanes, integrados sus condados, a partir de cierto momento, en el reino de Aragón y etc., etc.
     En suma: los nacionalismos empezaron a estar pasados de moda desde los tiempos de Aristóteles. Lástima que su ignorancia filosófica esté convirtiendo nuestra convivencia en un drama.