miércoles, 26 de diciembre de 2012

Felicitaciones de un optimista a largo plazo

Si en algún lugar, en este año 2012, las profecías de los mayas tenían visos de verosimilitud, era en nuestro país. Los políticos que nos han gobernado y los que nos gobiernan venían preparando el apocalipsis desde hacía tiempo: administración catastrófica del dinero público, eclosión milenarista de las sectas nacionalistas a punto de ver irrumpir su fin del mundo particular, terroristas en las instituciones, jueces y fiscales serviles con unos políticos irresponsables, corrupciones, indultos para los corruptos… Y para colmo, el Barça le saca 16 puntos al Madrid. ¿No era todo ello anuncio suficiente de que el Día del Juicio estaba cerca?

Pero no nos miremos el ombligo demasiado. Ampliando la perspectiva, es posible observar cómo el mundo sigue avanzando y el bien le va ganando posiciones al mal: según el Instituto de Estudios para la Paz de Oslo, este año han muerto menos personas en guerras que en ningún otro año en el último siglo; lo que es lo mismo que decir que es el año con menos víctimas bélicas de la historia. Por otro lado, el objetivo que las Naciones Unidas se plantearon en 1990 de reducir el número de habitantes del planeta bajo el umbral de la pobreza a la mitad para el año 2015 se alcanzó ya en 2008; podemos decir, pues, que estamos en el momento de la historia de la humanidad con menores índices globales de pobreza. Además, nunca antes ha habido tanto progreso científico y tanta democracia en el mundo como en 2012. Y por si fuera poco: Messi es un año más viejo que en el 2011, y así, pasito a pasito…

De modo que, pletórico de ilusión y realizando los debidos ajustes y puenteos, puedo mandarte un mensaje bien informado aunque optimista: ¡Feliz año 2014 y ss!

lunes, 24 de diciembre de 2012

Transfondos psicológico y cultural de la matanza de Newtown

El 14 de diciembre, Adam Lanza, un joven norteamericano de 20 años, después de matar a su madre, cogió tres de las armas de fuego que había en su casa, fue a la escuela de primaria en la que aquella era maestra y de la que él mismo fue alumno tiempo atrás, y disparó sobre niños y profesores, asesinando a 26 personas, entre ellas 20 niños. Cuando, en medio de la matanza, oyó que llegaba la policía, se suicidó.

Fuentes cercanas a la familia han confirmado que Lanza padecía el síndrome de Asperger, una especie de autismo mitigado caracterizado por una ausencia grave de habilidades para la interacción social, incapacidad para mostrar empatía incluso hacia la gente más cercana, y consiguiente tendencia al aislamiento social. Las personas que sufren el síndrome pueden, sin embargo, entregarse sentimentalmente de una manera muy intensa a alguna persona, por ejemplo la madre (sería el caso de Lanza), de modo que suelen mostrarse muy celosos, obsesionados o posesivos con la persona en cuestión. Asimismo, manifiestan patrones de conducta repetitivos y estereotipados, y se centran en actividades e intereses muy acotados y a menudo extravagantes o atípicos, de manera que muestran una coherencia débil en lo que se refiere a la captación de globalidades, en beneficio de un procesamiento mucho más centrado en nimiedades o detalles. Por ejemplo, pueden recopilar grandes cantidades de información sobre datos meteorológicos o nombres de estrellas, o memorizar números de serie de modelos de cámaras fotográficas sin que a la vez exista un interés por la fotografía, o coleccionar sellos… Cuando estos intereses coinciden con una tarea útil en el ámbito material o social, el individuo con Asperger puede lograr una vida ampliamente productiva.

En congruencia con esta tendencia a la atomización de sus objetos de interés, muestran estas personas incapacidad para la abstracción y el uso de metáforas, lo cual les lleva a hacer interpretaciones literales de las palabras y los dichos. Tal falta de comprensión de los matices, ambigüedades y paradojas del lenguaje anula su sentido del humor y asimismo altera la prosodia en su forma de comunicarse, haciendo que la suya sea un habla afectada, excesivamente formal o pomposa, sin la adecuada entonación  ni el debido ritmo en la exposición. Al conversar demuestran asimismo no ser capaces de incorporar el punto de vista de su interlocutor, derivando hacia los monólogos, la contextualización deficiente en la exposición de un tema y los fallos a la hora de excluir los pensamientos internos ajenos al discurso central. Asimismo, las personas con síndrome de Asperger dependen psíquicamente de que su entorno y su vida diaria estén estrictamente ordenados, de modo que a toda costa intentan mantenerlos invariables. Los cambios repentinos pueden sobreexigirlos o hacer que se pongan muy nerviosos.

Pese a todo esto, no se observa en estas personas de manera específica un retraso en el desarrollo del lenguaje o en el cognitivo e intelectual. El síndrome Asperger puede incluso concurrir con la existencia de una alta capacidad intelectual o artística. Hans Asperger, el pediatra e investigador a cuyo apellido se debe el nombre del síndrome, escribió: “Al parecer, se requiere un chorrito de autismo para el éxito en la ciencia o en el arte”. Una de sus pacientes, por ejemplo, fue la escritora austriaca y Premio Nobel de Literatura de 2004 Elfriede Jelinek, premio que no se presentó a recoger, aludiendo “fobia social”, y que poco antes había declarado: “Cuando yo quiero decir algo, lo digo como quiero. Al menos quiero darme ese gusto, aunque no consiga nada más, aunque no logre ningún eco”; algo que parece estar en sintonía con esa inclinación, característica de los Asperger, hacia el monólogo que en la práctica prescinde del interlocutor o que no tiene en cuenta si éste está interesado o no en el tema de la conversación. El prestigioso literato sueco Knut Ahnlund, que presentó su dimisión a la Academia Sueca en protesta por la distinción a esta escritora, describió la obra de esta como “una masa de texto sin el menor rastro de estructura artística”. De todas formas, se especula con la posibilidad de que figuras históricas como Albert Einstein e Isaac Newton, u otras contemporáneas como Bill Gates hayan tenido el síndrome de Asperger.

Los conocidos de Adam Lanza lo han definido como un joven callado y tímido” y “muy antisocial” pero muy inteligente, especialmente en temas informáticos. “Era claramente un chico atormentado”, explicó a la cadena NBC Russell Hanoman, un amigo de la madre de Lanza, que añadió: “Sabíamos que tenía Asperger, Nancy (la madre) me lo mencionó en varias ocasiones. Era muy tranquilo, muy retraído, como suelen ser la mayoría de los chicos con Asperger”, ha afirmado.

Busquemos unos presupuestos psicológicos y existenciales en los que poder encajar este caso. “La vida –decía Ortega– es precisamente un inexorable ¡afuera!, un incesante salir de sí al Universo (…) Es (el hombre) un dentro que tiene que convertirse en un fuera”. Y en otro lugar: Vivir significa tener que ser fuera de mí”. Birger Sellin, un autista que, como tal, era considerado incurable, pero que gracias a una nueva técnica acabó mejorando sensiblemente, llegó incluso a escribir un libro que tituló de esta impactante manera: “Quiero dejar de ser un dentrodemí” (Galaxia Gutenberg, 1994). Vayamos extrayendo inferencias: todos empezamos siendo autistas, el mundo exterior es algo que, con suerte, va apareciendo y convirtiéndose en el “afuera” que ha de acogernos, en el escenario en el que hemos de desarrollar nuestra vida. Esa vida se desarrolla a lo largo de un continuo que, como Ortega dice, va de dentro a fuera. Si no hay suerte, nos quedaremos en el extremo inicial del continuo, en el que residen las enfermedades mentales más graves (además del autismo, la esquizofrenia, la depresión mayor y las psicosis en general). En estadios menos extremos del continuo se sitúan las neurosis e incluso la timidez digamos que patológica. Todos los trastornos psíquicos resultarían de un mayor o menor fracaso en esa tarea que consiste en salir al mundo.

Una manera abrupta o más o menos frustrada de salir al mundo es la que conduce a la inadaptación, dentro de la cual podríamos situar tanto a los rebeldes antisociales como a las personas creativas o positivamente innovadoras. Pero aquí y ahora nos interesa seguir la pista de ese tipo de personalidades que llevan su confrontación con el mundo hasta esos extremos en los que se es capaz de realizar actos tan terribles e indiscriminados como el que protagonizó Adam Lanza en Connecticut o los que llevaron a cabo no hace tanto James Holmes en un cine de Denver, Colorado, en julio de este año (del que hablé en la entrada de este blog del 22-VII, “El malestar de la civilización…”) o Anders Behring Breivik en Oslo un año antes (caso que abordé en mi entrada del 14 de agosto de 2011, que titulé “Oslo, Inglaterra, ¿casos aislados o síntomas?”). En todos esos personajes podemos observar esa introversión extrema de la que hablamos como factor predisponente de partida que o bien les lleva directamente a sentirse confrontados con el mundo exterior o bien a delirar un mundo alternativo que, para que acabe siendo realidad, precisa de la desaparición de este otro que a sus ojos bloquea e impide esa realización (caso de Breivik). En quienes falta ese delirio digamos que “ideológico” que tenía Breivik, para que lleguen a cometer sus asesinatos se necesita normalmente añadir a esa predisposición de base una progresiva acumulación de frustraciones que conduzcan al estallido final, estallido que se produce como un acto más o menos impulsivo e impremeditado. Sería el caso de Adam Lanza: la frustración acumulada día a día por su fallida conexión con el mundo exterior habría llegado a desbordarse al añadir un más o menos casual acontecimiento que serviría de desencadenante, en esta ocasión, al parecer, un desencuentro dramático con su madre, provocando así su reacción desorbitada y trágica (en estos casos, el hecho de disponer fácilmente de armas, como ocurre en Estados Unidos, es, evidentemente, un facilitador para estas reacciones asesinas).

Un caso particular de acción impulsiva, que tampoco precisa de ninguna justificación desde el punto de vista de la moral convencional, la cual se desprecia tanto como al mundo que la sustenta, fue el de Brenda Ann Spencer, una chica de dieciséis años, que el lunes 29 de enero de 1979 se dedicó a disparar desde la ventana de su casa de San Diego (California) a niños y adultos de un colegio que había enfrente de su casa, matando a tres adultos y dejando heridos a once niños y a un oficial de policía. El rifle con el que disparó se lo había regalado su padre hacía unos días, en Navidad. Tras ser capturada, le preguntaron cuál había sido el motivo de su acción. Ella simplemente se encogió de hombros y contestó: “No me gustan los lunes. Sólo lo hice para animarme el día”, añadiendo a continuación: “no tengo ninguna razón más, sólo fue por divertirme, vi a los niños como patos que andaban por una charca y un rebaño de vacas rodeándolos, blancos fáciles”.

En otros casos, como el del noruego Breivik, el delirio utópico permite tener diseñado un plan de largo recorrido, y las reacciones son premeditadas incluso con gran antelación (para estos casos, no es tan decisivo tener armas al alcance inmediato; en el plan se puede incluir el conseguirlas). Quienes de esta manera elaboran sus utopías alternativas a este mundo en el que no han logrado encajar, van construyendo una microética a la medida de sus delirios, dentro de la cual, aunque perversamente distorsionada, cabe una distinción entre el bien y el mal. Según marca esa microética, uno mismo es plenamente soberano en sus opciones morales y en sus decisiones de comportamiento. Los demás no entran ni en la configuración de sus esquemas morales ni como límite a sus necesidades o impulsos.

Con la prudencia debida, aún nos quedan por hacer necesarias extrapolaciones hacia los ámbitos culturales que de alguna forma parecerían estar previstos como adecuada hornacina en la que ubicar este tipo de comportamientos. Dice Gilles Lipovetsky, sociólogo y destacado analista de este tiempo nuestro: “Los individuos, absortos como lo están en su yo íntimo, son cada vez menos capaces de desempeñar roles sociales (…) Cuanto más los individuos se liberan de códigos y costumbres en busca de una verdad personal, más sus relaciones se hacen ‘fratricidas’ y asociales”. Poco antes, en el mismo libro, “La era del vacío”, había escrito: “Previamente atomizado y separado, cada uno se hace agente activo del desierto, lo extiende y lo surca, incapaz de ‘vivir’ el Otro (…) Cada uno exige estar solo, cada vez más solo y simultáneamente no se soporta a sí mismo, cara a cara”. Y aun antes: “La generalización de la depresión no hay que achacarla a las vicisitudes psicológicas de cada uno o a las ‘dificultades’ de la vida actual, sino a la deserción de las ‘res publica’, que limpió el terreno hasta el surgimiento del individuo puro, Narciso en busca de sí mismo y así, propenso a desfallecer o hundirse en cualquier momento, ante una adversidad que afronta a pecho descubierto, sin fuerza exterior”.

Estamos hablando de la inadaptación al mundo del hombre contemporáneo, que no es de ahora, sino que echa raíces en el momento mismo en el que la Edad Moderna amaneció, aunque afortunadamente, son la creatividad y la innovación constructiva los efectos más importantes que de tal inadaptación se han derivado. Para Erich Fromm, “el proceso por el cual el individuo se desprende de sus lazos originales, que podemos llamar proceso de individuación, parece haber alcanzado su mayor intensidad durante los siglos comprendidos entre la Reforma y nuestros tiempos”. Pero el momento álgido de esa inadaptación, que dejó ver con claridad su otra vertiente, la antisocial, llegó sobre todo con Rousseau cuando dijo: “La naturaleza ha hecho al hombre bueno y feliz; pero la sociedad lo ha convertido en depravado y miserable”. Allí empezaron a legitimarse las microéticas individuales, desde las cuales el individuo, tratando de regresar a su supuesta esencia presocial, llega a considerarse soberano exclusivo de sus deseos y acciones. Sería este el tipo de persona que Ortega denominó hombre-masa, del que dejó dicho: “(El hombre-masa) se habitúa a no apelar de sí mismo a ninguna instancia fuera de él”. El mismo Ortega avisa del profundo malentendido a que aboca esta nueva perspectiva sobre el mundo (o debiéramos decir más bien: a pesar del mundo o incluso contra él), porque, según ella, “concluye el hombre creyendo que posee una facultad casi divina, capaz de revelarle de una vez para siempre la esencia última de las cosas (…) En vez de buscar contacto con las cosas, se desentiende de ellas y procura la más exclusiva fidelidad a sus propias leyes internas”.

Una actitud esta que viene dejando su huella en todos los ámbitos a los que llega la cultura. Por ejemplo, desde el arte plástico, Kandinsky, el iniciador del arte abstracto, afirmaba: “El artista debe ser ciego a las formas “reconocidas” o “no reconocidas”, sordo a las enseñanzas y los deseos de su tiempo. Sus ojos abiertos deben mirar hacia su vida interior y su oído prestar siempre atención a la necesidad interior”. Y André Breton, el mayor adalid intelectual del surrealismo, extrapolaba esa propuesta artística hacia el terreno de la moral: “El hombre propone y dispone. Tan sólo de él depende poseerse por entero, es decir, mantener en estado de anarquía la cuadrilla de sus deseos, de día en día más temible”. Y es por eso que el “surrealismo: (…) es un dictado del pensamiento, sin la intervención reguladora de la razón, ajeno a toda preocupación estética o moral”. En conclusión, para Breton: “Todo acto lleva en sí su propia justificación”, no necesita para nada del respaldo de una moral supraindividual.

Este es, pues, el contexto cultural en el que de alguna manera o hasta cierto punto encuentran acogida aquellos comportamientos antisociales de los que hemos hablado antes. El mismo contexto y la misma introversión extrema en los que fue fermentando la actitud que Dostoievski previó para el protagonista de su novela “Crimen y castigo”, Rodia Raskolnikov, cuyo estado de ánimo inmediatamente anterior a la comisión de su crimen es descrito así por Dostoievski: “Una sensación nueva, casi invencible, se iba apoderando de él cada vez más, de minuto en minuto. Era una especie de repugnancia infinita, casi física hacia cuanto encontraba y le rodeaba, una repugnancia tenaz, rencorosa, empapada de odio. Todas las personas con quienes se encontraba le parecían repugnantes, su rostro, su manera de andar, sus movimientos. Si alguien le hubiera dirigido la palabra, con toda probabilidad, le habría escupido a la cara sin más ni más, le habría mordido”. Una gota de frustración más, y lo siguiente que habría de llegar sería el estallido.


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viernes, 14 de diciembre de 2012

Para qué sirve hacerse viejo, cumplir 61 años por ejemplo

La desertización avanza. La potencia que en otros tiempos nos mantenía vinculados a los ideales y a la conciencia de pertenecer a un ser colectivo ha ido perdiendo intensidad. La familia va dejando de tener asimismo la fuerza de atracción que tuvo: los índices de divorcio aumentan exponencialmente, los padres no quieren aceptar la parte de renuncia que significa tener hijos, los viejos se van deteriorando hasta un punto en que sólo tienen cabida en los asilos. Lo que antaño se llamaba hogar empieza a ser hoy casi objeto de interés arqueológico: en Estados Unidos, que es quien marca la pauta, desde la Segunda Guerra Mundial, un individuo de cada cinco, cada año, cambia de lugar de residencia, y en los centros urbanos, un niño –esa especie en extinción– de cada cuatro es educado por sólo uno de los padres… Las creencias que antes daban sustento a la necesidad de sentir que habrá de llegar algo mejor que lo que tenemos se han diluido. La vida urbana empuja hacia el desarraigo, la pérdida de relaciones y de capital social…

El futuro ya no entusiasma a casi nadie. Van quedando pocas metas hacia las que trascender, todo lo absorbe el día a día; las coordenadas de nuestros comportamientos marcan una línea de progreso plana; nuestras motivaciones son fugaces, con un corto radio de acción, e impresionan tan débilmente nuestra memoria que apenas va quedando margen como para que sobre ellas pueda superponerse alguna clase de compromiso. Abandonadas a sí mismas, las existencias individuales no logran traspasar los límites de la precariedad.
Son todas estas las referencias de un modo de ser desvitalizado, las áreas por las que se puede ver cómo el desierto avanza. ¿Es necesario decir que todas ellas no son sino una metáfora de aquello en lo que consiste envejecer? Lo ratifica el hecho de que la consecuencia de todo eso que le está ocurriéndo a nuestra posmoderna sociedad no es, sin embargo, para la mayoría, el aumento de la angustia vital, sino el de un cada vez más ubicuo sentimiento de indiferencia. La desertización ya no nos da miedo, sólo nos va preparando para el Alzheimer, que es la metástasis del sentimiento de indiferencia.
 
Las Peñas de Carazo son un par de mesetas situadas en las estribaciones del Sistema Ibérico, a algo menos de 1.500 metros de altitud y a unos 50 kms. de la ciudad de Burgos. En una de ellas, la peña de San Carlos, hubo un asentamiento celtíbero y después romano, y en el siglo X debió de haber allí una fortaleza mora, justamente enfrente del Castillo de Lara, donde nació Fernán González, el primer conde independiente de Castilla. Tampoco aquí el tiempo ha pasado en balde: apenas queda de aquel castillo más que una trémula columna de piedras marcando el perímetro de un paraje al que los buitres van a solazarse. Lo llaman el Picón de Lara. También aquí el desierto ha avanzado alrededor de esos hitos que han quedado como rastro de lo que alguna vez surcó la historia con la tersura propia de los tiempos inaugurales y que hoy sólo son visibles como etérea aureola que a su decrepitud añade la memoria.
 
Decía Platón que somos lo que recordamos ser, que la vida no es sino el trayecto que realizamos a través del paisaje de sombras cavernarias que conforma esta realidad ficticia que nos rodea, y que sólo sirve para evocar vagamente lo que auténticamente fuimos antes de que llegara esta decrepitud que atravesamos. Como en la Peña de San Carlos; como en el Picón de Lara.
La vida es también el paisaje de ruinas que va quedando con todo aquello que pretendíamos ser y que la realidad aparente nos fue impidiendo realizar. Seguro que la muerte es la confirmación de nuestro desistimiento, la inmersión en el olvido final, pero a esa evidencia abrupta le falta la belleza que le aporta la idea de que morimos para recuperar lo que auténticamente éramos y hacia lo que siempre señaló nuestra nostalgia, pero que la pesadumbre de la materia que aquí encontramos nos impidió realizar. Moriremos, pues, porque no encontraremos otra forma de llegar a Ser.
Memento mori en suma.



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viernes, 7 de diciembre de 2012

El endeble hombre posmoderno

Lo deseable se ha acabado convirtiendo en el único elemento a admitir como ingrediente de la vida. Todos los recursos de la sociedad posmoderna se han puesto de una u otra forma a su servicio, de manera que las aristas más ásperas de nuestra modo de vivir van desapareciendo o quedando difuminadas. Sólo sobrevive, al menos para la conciencia, lo que sea compatible con los valores hedonistas, lo que signifique un mínimo de coacción y un máximo de opciones personalizadas. Lo placentero, lúdico, divertido, fácil, relajado, flexible, espontáneo, seductor, informal, bien humorado, dialogante, el respeto a la singularidad de cada uno, lo que provoque emociones positivas, lo saludable, lo rejuvenecedor… son las cualidades no ya exclusivas sino con pretensiones de ser excluyentes que han pasado a ser ingredientes exigibles en una vida adecuadamente planteada según los parámetros de la posmodernidad. Se intenta a toda costa eliminar de ella todos esos otros componentes que conllevan o presagian incomodidad, esfuerzo, declive, sufrimiento o dolor.

En el orden psicoterapéutico, por ejemplo, la consigna que, sobre todo en los libros de autoayuda, viene a dar expresión a lo que se entiende como remedio universal es la que recomienda “sentirse a gusto con uno mismo”, eludiendo el trato con todo aquello que la circunstancia haga asomar como conflictivo o preocupante. En el ámbito pedagógico, frente a la autoritaria educación propia de otras épocas, ha pasado a ser recomendable dejar que el niño se comporte espontáneamente, permitir que aflore su naturaleza sin coacciones y sin agobios, y con tal objeto se evitan todos aquellos elementos ambientales que pueden resultar coercitivos o traumatizantes; así, el amargo “suspenso” ha pasado a ser el mucho más edulcorado “insuficiente”, el mal alumno se ha convertido en un niño con problemas y las reglas disciplinarias han sido sustituidas por la participación. El lenguaje en general recoge hoy los resultados de un denodado esfuerzo destinado a transformar todo lo que pueda resultar intranquilizador o desagradable en eufemístico, esterilizado, y neutro: y así, los viejos se han convertido en miembros de la tercera edad, los ciegos en invidentes, los lisiados en minusválidos, los tontos en disminuidos psíquicos, las chachas en empleadas de hogar, el aborto en interrupción voluntaria del embarazo, los grupos de sindicalistas violentos y coactivos en piquetes informativos… En suma, lo que la sociedad posmoderna ha tratado de hacer ha sido, ya que no suprimir, al menos ignorar el mal.

¿Cómo ha podido hacerlo, si lo bueno y lo malo son ingredientes insoslayables ambos de la vida, si en cualquier situación forman un conjunto inextricablemente unido, de modo que donde uno se manifiesta, el otro siempre asoma, aunque sea en el modo de latencia? Lo ha podido hacer porque previamente ha disuelto la realidad en fragmentos; “fragmentación” es el gran concepto (quizá sería mejor decir anti concepto) posmoderno. Eso que antes se nos aparecía como un todo, situaciones o momentos, por ejemplo, en principio benéficos que no podíamos separar de las maléficas amenazas que les acompañaban, pueden ahora ser vistos como drásticamente diferenciados, de modo que todo consiste ya en atender solamente las partes agradables de las cosas y rechazar o ignorar las desagradables.

El resultado antropológico final ha sido la aparición del hombre endeble, del hombre flojo, frágil, feble, pusilánime, blandengue, timorato, inseguro. En suma, del hombre incapaz de adentrarse en las zonas de sombra de la vida que también son la vida, inepto a la hora de enfrentarse consecuentemente al mal, al dolor, a la desgracia, sólo diestro cuando de lo que se trata es de huir de ellos.

Y en esas estamos: incapaces de aceptar que la crisis actual se debe simplemente a que lo que hemos gastado es mucho más de lo que teníamos, ese hombre endeble no es que se rebele contra la mala administración, sino que lo hace contra los recortes; cualquier clase de recortes. La culpa la tiene, pues, la Merkel, que trata de imponernos esa conducta tan poco posmoderna que es la austeridad. Enfrentados, por otro lado, a problemas tan graves como los que hoy amenazan nuestra integridad nacional y estatal, ese hombre endeble se siente representado por un presidente del Gobierno como Rajoy, que, incapaz de ver que estamos ante un problema que exige ser resolutivo, sigue proponiendo como únicas medidas el diálogo, la flexibilidad y las ganas de agradar, precisamente con aquellos que ya han dicho que odian a España y que no hay nada que dialogar salvo la fórmula instrumental de la separación. Ese hombre endeble, asimismo, buscó durante décadas en el País Vasco la manera de coexistir adecuadamente con quienes implantaban el terror y la coacción, dejándoles ocupar la calle y finalmente, con la ayuda de los febles gobiernos del PSOE y del PP, también las instituciones. El prototípico hombre endeble de nuestro tiempo es ese que acepta que nuestras endebles instituciones no quieran investigar los enormes agujeros negros del atentado múltiple del 11 de marzo de 2004, de cuyo juicio sólo salió un ejecutor condenado, Jamal Zougam, cuando fueron trece las bombas que o explotaron o se colocaron en diferentes trenes; un condenado respecto del cual la fiscalía se ha negado a investigar las muy verosímiles sospechas denunciadas por El Mundo de que las dos testigos que declararon verle en uno de los trenes, y en cuyo único testimonio se basa la condena, fueron literalmente compradas para que aportaran tal testimonio; y un fiscal general del Estado, el insigne, y endeble, Eduardo Torres-Dulce, que ha declarado hace unos días que para él “el 11-M es un caso cerrado”; ignominiosamente cerrado habría que añadir. El hombre endeble sigue, en fin, creyendo que el estado benefactor, con ayuda de la Providencia tal vez, resolverá los enormes problemas políticos, económicos, sociales y judiciales que nos acosan, sin que él tenga que hacer nada, salvo lo de siempre: inhibirse, escapar de sus responsabilidades cívicas, votar a endebles gobernantes y abogar, eso sí, como las misses, por el diálogo, la paz en el mundo y la desaparición del hambre.

En conclusión, podemos decir que, en esta última etapa de la posmodernidad, la fragmentación ha dado un paso más, y está convirtiéndose en descomposición.


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