En el orden psicoterapéutico, por ejemplo, la consigna que,
sobre todo en los libros de autoayuda, viene a dar expresión a lo que se
entiende como remedio universal es la que recomienda “sentirse a gusto con uno
mismo”, eludiendo el trato con todo aquello que la circunstancia haga asomar
como conflictivo o preocupante. En el ámbito pedagógico, frente a la
autoritaria educación propia de otras épocas, ha pasado a ser recomendable
dejar que el niño se comporte espontáneamente, permitir que aflore su
naturaleza sin coacciones y sin agobios, y con tal objeto se evitan todos
aquellos elementos ambientales que pueden resultar coercitivos o
traumatizantes; así, el amargo “suspenso” ha pasado a ser el mucho más
edulcorado “insuficiente”, el mal alumno se ha convertido en un niño con
problemas y las reglas disciplinarias han sido sustituidas por la participación.
El lenguaje en general recoge hoy los resultados de un denodado esfuerzo destinado
a transformar todo lo que pueda resultar intranquilizador o desagradable en
eufemístico, esterilizado, y neutro: y así, los viejos se han convertido en miembros
de la tercera edad, los ciegos en invidentes, los lisiados en minusválidos, los
tontos en disminuidos psíquicos, las chachas en empleadas de hogar, el aborto
en interrupción voluntaria del embarazo, los grupos de sindicalistas violentos
y coactivos en piquetes informativos… En suma, lo que la sociedad posmoderna ha
tratado de hacer ha sido, ya que no suprimir, al menos ignorar el mal.
¿Cómo ha podido hacerlo, si lo bueno y lo malo son
ingredientes insoslayables ambos de la vida, si en cualquier situación forman
un conjunto inextricablemente unido, de modo que donde uno se manifiesta, el
otro siempre asoma, aunque sea en el modo de latencia? Lo ha podido hacer
porque previamente ha disuelto la realidad en fragmentos; “fragmentación” es el
gran concepto (quizá sería mejor decir anti concepto) posmoderno. Eso que antes
se nos aparecía como un todo, situaciones o momentos, por ejemplo, en principio
benéficos que no podíamos separar de las maléficas amenazas que les
acompañaban, pueden ahora ser vistos como drásticamente diferenciados, de modo
que todo consiste ya en atender solamente las partes agradables de las cosas y
rechazar o ignorar las desagradables.
El resultado antropológico final ha sido la aparición del
hombre endeble, del hombre flojo, frágil, feble, pusilánime, blandengue,
timorato, inseguro. En suma, del hombre incapaz de adentrarse en las zonas de
sombra de la vida que también son la vida, inepto a la hora de enfrentarse
consecuentemente al mal, al dolor, a la desgracia, sólo diestro cuando de lo
que se trata es de huir de ellos.
Y en esas estamos: incapaces de aceptar que la crisis actual
se debe simplemente a que lo que hemos gastado es mucho más de lo que teníamos,
ese hombre endeble no es que se rebele contra la mala administración, sino que
lo hace contra los recortes; cualquier clase de recortes. La culpa la tiene,
pues, la Merkel, que trata de imponernos esa conducta tan poco posmoderna que
es la austeridad. Enfrentados, por otro lado, a problemas tan graves como los
que hoy amenazan nuestra integridad nacional y estatal, ese hombre endeble se
siente representado por un presidente del Gobierno como Rajoy, que, incapaz de
ver que estamos ante un problema que exige ser resolutivo, sigue proponiendo
como únicas medidas el diálogo, la flexibilidad y las ganas de agradar,
precisamente con aquellos que ya han dicho que odian a España y que no hay nada
que dialogar salvo la fórmula instrumental de la separación. Ese hombre endeble,
asimismo, buscó durante décadas en el País Vasco la manera de coexistir
adecuadamente con quienes implantaban el terror y la coacción, dejándoles
ocupar la calle y finalmente, con la ayuda de los febles gobiernos del PSOE y
del PP, también las instituciones. El prototípico hombre endeble de nuestro
tiempo es ese que acepta que nuestras endebles instituciones no quieran
investigar los enormes agujeros negros del atentado múltiple del 11 de marzo de
2004, de cuyo juicio sólo salió un ejecutor condenado, Jamal Zougam, cuando
fueron trece las bombas que o explotaron o se colocaron en diferentes trenes; un condenado
respecto del cual la fiscalía se ha negado a investigar las muy verosímiles
sospechas denunciadas por El Mundo de que las dos testigos que declararon verle
en uno de los trenes, y en cuyo único testimonio se basa la condena, fueron
literalmente compradas para que aportaran tal testimonio; y un fiscal general
del Estado, el insigne, y endeble, Eduardo Torres-Dulce, que ha declarado hace
unos días que para él “el 11-M es un caso cerrado”; ignominiosamente cerrado
habría que añadir. El hombre endeble sigue, en fin, creyendo que el estado
benefactor, con ayuda de la Providencia tal vez, resolverá los enormes
problemas políticos, económicos, sociales y judiciales que nos acosan, sin que él
tenga que hacer nada, salvo lo de siempre: inhibirse, escapar de sus
responsabilidades cívicas, votar a endebles gobernantes y abogar, eso sí, como
las misses, por el diálogo, la paz en el mundo y la desaparición del hambre.
En conclusión, podemos decir que, en esta última etapa de la
posmodernidad, la fragmentación ha dado un paso más, y está convirtiéndose en
descomposición.
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los políticos”
lamento mucho tener que estar de acuerdo.
ResponderEliminarBueno, nos consolaremos sabiendo que al menos somos dos... ¡o incluso más!
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