lunes, 24 de diciembre de 2012

Transfondos psicológico y cultural de la matanza de Newtown

El 14 de diciembre, Adam Lanza, un joven norteamericano de 20 años, después de matar a su madre, cogió tres de las armas de fuego que había en su casa, fue a la escuela de primaria en la que aquella era maestra y de la que él mismo fue alumno tiempo atrás, y disparó sobre niños y profesores, asesinando a 26 personas, entre ellas 20 niños. Cuando, en medio de la matanza, oyó que llegaba la policía, se suicidó.

Fuentes cercanas a la familia han confirmado que Lanza padecía el síndrome de Asperger, una especie de autismo mitigado caracterizado por una ausencia grave de habilidades para la interacción social, incapacidad para mostrar empatía incluso hacia la gente más cercana, y consiguiente tendencia al aislamiento social. Las personas que sufren el síndrome pueden, sin embargo, entregarse sentimentalmente de una manera muy intensa a alguna persona, por ejemplo la madre (sería el caso de Lanza), de modo que suelen mostrarse muy celosos, obsesionados o posesivos con la persona en cuestión. Asimismo, manifiestan patrones de conducta repetitivos y estereotipados, y se centran en actividades e intereses muy acotados y a menudo extravagantes o atípicos, de manera que muestran una coherencia débil en lo que se refiere a la captación de globalidades, en beneficio de un procesamiento mucho más centrado en nimiedades o detalles. Por ejemplo, pueden recopilar grandes cantidades de información sobre datos meteorológicos o nombres de estrellas, o memorizar números de serie de modelos de cámaras fotográficas sin que a la vez exista un interés por la fotografía, o coleccionar sellos… Cuando estos intereses coinciden con una tarea útil en el ámbito material o social, el individuo con Asperger puede lograr una vida ampliamente productiva.

En congruencia con esta tendencia a la atomización de sus objetos de interés, muestran estas personas incapacidad para la abstracción y el uso de metáforas, lo cual les lleva a hacer interpretaciones literales de las palabras y los dichos. Tal falta de comprensión de los matices, ambigüedades y paradojas del lenguaje anula su sentido del humor y asimismo altera la prosodia en su forma de comunicarse, haciendo que la suya sea un habla afectada, excesivamente formal o pomposa, sin la adecuada entonación  ni el debido ritmo en la exposición. Al conversar demuestran asimismo no ser capaces de incorporar el punto de vista de su interlocutor, derivando hacia los monólogos, la contextualización deficiente en la exposición de un tema y los fallos a la hora de excluir los pensamientos internos ajenos al discurso central. Asimismo, las personas con síndrome de Asperger dependen psíquicamente de que su entorno y su vida diaria estén estrictamente ordenados, de modo que a toda costa intentan mantenerlos invariables. Los cambios repentinos pueden sobreexigirlos o hacer que se pongan muy nerviosos.

Pese a todo esto, no se observa en estas personas de manera específica un retraso en el desarrollo del lenguaje o en el cognitivo e intelectual. El síndrome Asperger puede incluso concurrir con la existencia de una alta capacidad intelectual o artística. Hans Asperger, el pediatra e investigador a cuyo apellido se debe el nombre del síndrome, escribió: “Al parecer, se requiere un chorrito de autismo para el éxito en la ciencia o en el arte”. Una de sus pacientes, por ejemplo, fue la escritora austriaca y Premio Nobel de Literatura de 2004 Elfriede Jelinek, premio que no se presentó a recoger, aludiendo “fobia social”, y que poco antes había declarado: “Cuando yo quiero decir algo, lo digo como quiero. Al menos quiero darme ese gusto, aunque no consiga nada más, aunque no logre ningún eco”; algo que parece estar en sintonía con esa inclinación, característica de los Asperger, hacia el monólogo que en la práctica prescinde del interlocutor o que no tiene en cuenta si éste está interesado o no en el tema de la conversación. El prestigioso literato sueco Knut Ahnlund, que presentó su dimisión a la Academia Sueca en protesta por la distinción a esta escritora, describió la obra de esta como “una masa de texto sin el menor rastro de estructura artística”. De todas formas, se especula con la posibilidad de que figuras históricas como Albert Einstein e Isaac Newton, u otras contemporáneas como Bill Gates hayan tenido el síndrome de Asperger.

Los conocidos de Adam Lanza lo han definido como un joven callado y tímido” y “muy antisocial” pero muy inteligente, especialmente en temas informáticos. “Era claramente un chico atormentado”, explicó a la cadena NBC Russell Hanoman, un amigo de la madre de Lanza, que añadió: “Sabíamos que tenía Asperger, Nancy (la madre) me lo mencionó en varias ocasiones. Era muy tranquilo, muy retraído, como suelen ser la mayoría de los chicos con Asperger”, ha afirmado.

Busquemos unos presupuestos psicológicos y existenciales en los que poder encajar este caso. “La vida –decía Ortega– es precisamente un inexorable ¡afuera!, un incesante salir de sí al Universo (…) Es (el hombre) un dentro que tiene que convertirse en un fuera”. Y en otro lugar: Vivir significa tener que ser fuera de mí”. Birger Sellin, un autista que, como tal, era considerado incurable, pero que gracias a una nueva técnica acabó mejorando sensiblemente, llegó incluso a escribir un libro que tituló de esta impactante manera: “Quiero dejar de ser un dentrodemí” (Galaxia Gutenberg, 1994). Vayamos extrayendo inferencias: todos empezamos siendo autistas, el mundo exterior es algo que, con suerte, va apareciendo y convirtiéndose en el “afuera” que ha de acogernos, en el escenario en el que hemos de desarrollar nuestra vida. Esa vida se desarrolla a lo largo de un continuo que, como Ortega dice, va de dentro a fuera. Si no hay suerte, nos quedaremos en el extremo inicial del continuo, en el que residen las enfermedades mentales más graves (además del autismo, la esquizofrenia, la depresión mayor y las psicosis en general). En estadios menos extremos del continuo se sitúan las neurosis e incluso la timidez digamos que patológica. Todos los trastornos psíquicos resultarían de un mayor o menor fracaso en esa tarea que consiste en salir al mundo.

Una manera abrupta o más o menos frustrada de salir al mundo es la que conduce a la inadaptación, dentro de la cual podríamos situar tanto a los rebeldes antisociales como a las personas creativas o positivamente innovadoras. Pero aquí y ahora nos interesa seguir la pista de ese tipo de personalidades que llevan su confrontación con el mundo hasta esos extremos en los que se es capaz de realizar actos tan terribles e indiscriminados como el que protagonizó Adam Lanza en Connecticut o los que llevaron a cabo no hace tanto James Holmes en un cine de Denver, Colorado, en julio de este año (del que hablé en la entrada de este blog del 22-VII, “El malestar de la civilización…”) o Anders Behring Breivik en Oslo un año antes (caso que abordé en mi entrada del 14 de agosto de 2011, que titulé “Oslo, Inglaterra, ¿casos aislados o síntomas?”). En todos esos personajes podemos observar esa introversión extrema de la que hablamos como factor predisponente de partida que o bien les lleva directamente a sentirse confrontados con el mundo exterior o bien a delirar un mundo alternativo que, para que acabe siendo realidad, precisa de la desaparición de este otro que a sus ojos bloquea e impide esa realización (caso de Breivik). En quienes falta ese delirio digamos que “ideológico” que tenía Breivik, para que lleguen a cometer sus asesinatos se necesita normalmente añadir a esa predisposición de base una progresiva acumulación de frustraciones que conduzcan al estallido final, estallido que se produce como un acto más o menos impulsivo e impremeditado. Sería el caso de Adam Lanza: la frustración acumulada día a día por su fallida conexión con el mundo exterior habría llegado a desbordarse al añadir un más o menos casual acontecimiento que serviría de desencadenante, en esta ocasión, al parecer, un desencuentro dramático con su madre, provocando así su reacción desorbitada y trágica (en estos casos, el hecho de disponer fácilmente de armas, como ocurre en Estados Unidos, es, evidentemente, un facilitador para estas reacciones asesinas).

Un caso particular de acción impulsiva, que tampoco precisa de ninguna justificación desde el punto de vista de la moral convencional, la cual se desprecia tanto como al mundo que la sustenta, fue el de Brenda Ann Spencer, una chica de dieciséis años, que el lunes 29 de enero de 1979 se dedicó a disparar desde la ventana de su casa de San Diego (California) a niños y adultos de un colegio que había enfrente de su casa, matando a tres adultos y dejando heridos a once niños y a un oficial de policía. El rifle con el que disparó se lo había regalado su padre hacía unos días, en Navidad. Tras ser capturada, le preguntaron cuál había sido el motivo de su acción. Ella simplemente se encogió de hombros y contestó: “No me gustan los lunes. Sólo lo hice para animarme el día”, añadiendo a continuación: “no tengo ninguna razón más, sólo fue por divertirme, vi a los niños como patos que andaban por una charca y un rebaño de vacas rodeándolos, blancos fáciles”.

En otros casos, como el del noruego Breivik, el delirio utópico permite tener diseñado un plan de largo recorrido, y las reacciones son premeditadas incluso con gran antelación (para estos casos, no es tan decisivo tener armas al alcance inmediato; en el plan se puede incluir el conseguirlas). Quienes de esta manera elaboran sus utopías alternativas a este mundo en el que no han logrado encajar, van construyendo una microética a la medida de sus delirios, dentro de la cual, aunque perversamente distorsionada, cabe una distinción entre el bien y el mal. Según marca esa microética, uno mismo es plenamente soberano en sus opciones morales y en sus decisiones de comportamiento. Los demás no entran ni en la configuración de sus esquemas morales ni como límite a sus necesidades o impulsos.

Con la prudencia debida, aún nos quedan por hacer necesarias extrapolaciones hacia los ámbitos culturales que de alguna forma parecerían estar previstos como adecuada hornacina en la que ubicar este tipo de comportamientos. Dice Gilles Lipovetsky, sociólogo y destacado analista de este tiempo nuestro: “Los individuos, absortos como lo están en su yo íntimo, son cada vez menos capaces de desempeñar roles sociales (…) Cuanto más los individuos se liberan de códigos y costumbres en busca de una verdad personal, más sus relaciones se hacen ‘fratricidas’ y asociales”. Poco antes, en el mismo libro, “La era del vacío”, había escrito: “Previamente atomizado y separado, cada uno se hace agente activo del desierto, lo extiende y lo surca, incapaz de ‘vivir’ el Otro (…) Cada uno exige estar solo, cada vez más solo y simultáneamente no se soporta a sí mismo, cara a cara”. Y aun antes: “La generalización de la depresión no hay que achacarla a las vicisitudes psicológicas de cada uno o a las ‘dificultades’ de la vida actual, sino a la deserción de las ‘res publica’, que limpió el terreno hasta el surgimiento del individuo puro, Narciso en busca de sí mismo y así, propenso a desfallecer o hundirse en cualquier momento, ante una adversidad que afronta a pecho descubierto, sin fuerza exterior”.

Estamos hablando de la inadaptación al mundo del hombre contemporáneo, que no es de ahora, sino que echa raíces en el momento mismo en el que la Edad Moderna amaneció, aunque afortunadamente, son la creatividad y la innovación constructiva los efectos más importantes que de tal inadaptación se han derivado. Para Erich Fromm, “el proceso por el cual el individuo se desprende de sus lazos originales, que podemos llamar proceso de individuación, parece haber alcanzado su mayor intensidad durante los siglos comprendidos entre la Reforma y nuestros tiempos”. Pero el momento álgido de esa inadaptación, que dejó ver con claridad su otra vertiente, la antisocial, llegó sobre todo con Rousseau cuando dijo: “La naturaleza ha hecho al hombre bueno y feliz; pero la sociedad lo ha convertido en depravado y miserable”. Allí empezaron a legitimarse las microéticas individuales, desde las cuales el individuo, tratando de regresar a su supuesta esencia presocial, llega a considerarse soberano exclusivo de sus deseos y acciones. Sería este el tipo de persona que Ortega denominó hombre-masa, del que dejó dicho: “(El hombre-masa) se habitúa a no apelar de sí mismo a ninguna instancia fuera de él”. El mismo Ortega avisa del profundo malentendido a que aboca esta nueva perspectiva sobre el mundo (o debiéramos decir más bien: a pesar del mundo o incluso contra él), porque, según ella, “concluye el hombre creyendo que posee una facultad casi divina, capaz de revelarle de una vez para siempre la esencia última de las cosas (…) En vez de buscar contacto con las cosas, se desentiende de ellas y procura la más exclusiva fidelidad a sus propias leyes internas”.

Una actitud esta que viene dejando su huella en todos los ámbitos a los que llega la cultura. Por ejemplo, desde el arte plástico, Kandinsky, el iniciador del arte abstracto, afirmaba: “El artista debe ser ciego a las formas “reconocidas” o “no reconocidas”, sordo a las enseñanzas y los deseos de su tiempo. Sus ojos abiertos deben mirar hacia su vida interior y su oído prestar siempre atención a la necesidad interior”. Y André Breton, el mayor adalid intelectual del surrealismo, extrapolaba esa propuesta artística hacia el terreno de la moral: “El hombre propone y dispone. Tan sólo de él depende poseerse por entero, es decir, mantener en estado de anarquía la cuadrilla de sus deseos, de día en día más temible”. Y es por eso que el “surrealismo: (…) es un dictado del pensamiento, sin la intervención reguladora de la razón, ajeno a toda preocupación estética o moral”. En conclusión, para Breton: “Todo acto lleva en sí su propia justificación”, no necesita para nada del respaldo de una moral supraindividual.

Este es, pues, el contexto cultural en el que de alguna manera o hasta cierto punto encuentran acogida aquellos comportamientos antisociales de los que hemos hablado antes. El mismo contexto y la misma introversión extrema en los que fue fermentando la actitud que Dostoievski previó para el protagonista de su novela “Crimen y castigo”, Rodia Raskolnikov, cuyo estado de ánimo inmediatamente anterior a la comisión de su crimen es descrito así por Dostoievski: “Una sensación nueva, casi invencible, se iba apoderando de él cada vez más, de minuto en minuto. Era una especie de repugnancia infinita, casi física hacia cuanto encontraba y le rodeaba, una repugnancia tenaz, rencorosa, empapada de odio. Todas las personas con quienes se encontraba le parecían repugnantes, su rostro, su manera de andar, sus movimientos. Si alguien le hubiera dirigido la palabra, con toda probabilidad, le habría escupido a la cara sin más ni más, le habría mordido”. Una gota de frustración más, y lo siguiente que habría de llegar sería el estallido.


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