sábado, 19 de septiembre de 2015

Cómo resolver el problema del nacionalismo en España

     La materia prima de la que estamos hechos los hombres es la insatisfacción. Ortega y Gasset hablaba de ese nuestro divino descontento, especie de amor sin amado y un como dolor que sentimos en miembros que no tenemos. Ese descontento, esa insatisfacción es finalmente irresoluble, y, de modo semejante a como Casandra estaba condenada a saber la verdad pero, a la vez, a que nadie la creyera, los hombres estamos asimismo condenados a necesitar ser felices tanto como a no poder alcanzar nunca esa felicidad que perseguimos, porque, hagamos lo que hagamos, siempre nos quedará ese poso de insatisfacción sin resolver. Decía también Ortega que esa capacidad de insatisfacción es “lo que vale más en el hombre”, puesto que gracias a ella convertimos la vida en un intento de aproximar nuestra circunstancia a aquello que deseamos, hasta el punto de que podemos decir que todo lo que el hombre ha sido capaz de construir en el mundo se debe al empuje de aquel deseo de alcanzar lo que nos falta… y que, de un modo  u otro, cambiando un objetivo por el que le sigue, siempre acabará faltándonos. Pero como las realidades humanas son esencialmente paradójicas, además de ser esa insatisfacción, ese desasosiego, lo que más vale de los hombres, es también la causa de nuestras acciones más detestables. Porque no solo invertimos ese componente de nuestra personalidad en tareas reparadoras, sino que, echando balones fuera, también alimentamos con él nuestra necesidad de buscar culpables sobre los que perversamente proyectar las causas de esas insuficiencias y esos desasosiegos. De modo que desde nuestras simples desconfianzas, cuando son claramente inmotivadas, hasta nuestras paranoias más patológicas vienen a ser espuma en superficie de ese desasosiego (angustia existencial lo han llamado también) que nos bulle en las profundidades.

Ilustración: Samuel Martínez Ortiz

     Jesús Laínz, el historiador español que, probablemente, mejor conoce nuestros nacionalismos, daba en el clavo al hablar hace unos días en un artículo (http://www.libertaddigital.com/cultura/historia/2015-09-11/jesus-lainz-la-diada-ignorancia-y-odio-76643/ ) de los dos ingredientes básicos de los que se alimentan esos nacionalismos que tanta energía humana controlada por ellos desperdician y que no poca, asimismo, nos hacen perder también a quienes nos oponemos a ellos: esos ingredientes son el odio y la ignorancia. Cuando al odio le faltan motivos objetivos por los que desencadenarse, suele entonces brotar, precisamente, de aquella especie de magma volcánico que decíamos que se formaba en los suburbios del alma a expensas de nuestro irreductible desasosiego y de la insaciable necesidad de culpables a cuya búsqueda nos empuja cuando no somos capaces de convertirlo en tareas constructivas y reparadoras. Que el odio del que nos ocupamos sea irracional, sin un mínimo sustento en argumentos digeribles por una mente sensata, es un hecho que va al encuentro del otro ingrediente básico de los movimientos nacionalistas: la ignorancia. Gracias a esa ignorancia, ha colado en Cataluña (y se enseña en sus escuelas) que aquella Guerra de Sucesión que dividió a los españoles (y a buena parte de los europeos) entre 1701 y 1714 entre los partidarios de dos dinastías enfrentadas (los Austrias y los Borbones), pero ambas con la pretensión de gobernar en toda España, haya sido rebautizada como Guerra de Secesión, y su resolución convertida en el momento clave de la pérdida de una supuesta independencia de ese ente nacional que nunca había existido como tal: Cataluña. Y ha colado también algo tan esperpéntico como considerar que nuestra Guerra Civil de 1936-39 fue en realidad una guerra de España contra Cataluña, rivalizando en capacidad para el delirio con los nacionalistas vascos e incluso con los gallegos, que también consideran que fue aquella una guerra contra sus respectivas “naciones”. Puestos a competir a ver quién la echa más gorda y sostiene argumentos más delirantes, los nacionalistas vascos, por su parte, consideran, por ejemplo, que un, por otro lado inexistente, fenómeno de endogamia (que hubiera significado una catástrofe genética), es argumento suficiente para reivindicar su “nación”, sustentada en esa invariabilidad de la herencia biológica y en los tropecientos apellidos vascos. De esa forma, los hombres del paleolítico habrían tenido más amplia legitimidad incluso para reivindicar a los del neolítico la vuelta a la Edad de Piedra, la caza y el nomadismo, apoyados en una tradición mucho más milenaria que estos otros pringaos que al principio llevaban cuatro ratos de nada pastoreando ganado y sembrando mieses, y con apellidos recién inventados.
     En el viaje de ida de esa mezcla de ignorancia y odio que caracteriza a nuestros nacionalistas, pueden cometerse, y se han cometido de hecho, las más terribles barbaridades: por ejemplo, el terrorismo, eso que tantos políticos hoy están dispuestos a sentar a su mesa. De lo que ocurre después, en el viaje de vuelta, dio razón no hace mucho tiempo el ex-etarra Iñaki Rekarte, que, como jefe del Comando Santander, mató en 1992 en esa ciudad a tres personas (un matrimonio de panaderos y un estudiante de Químicas) y dejó heridas a 21 personas más. Después de pasar 23 de sus 43 años en la cárcel, y una vez arrepentido, declaraba hace unos meses en el programa “Salvados” de televisión a la pregunta del periodista Jordi Évole “¿Por qué entras en ETA?”: Pues no sé. Tenía una falta de madurez muy grande. Me dejé arrastrar”. Y añadiendo matices a las patológicas motivaciones que pueden empujar a algo así, dejaba claro que también intervenía en ellas la necesidad de compensar por la vía rápida el sentimiento de inferioridad, puesto que en el irracional contexto nacionalista y en aquel momento, decía que “ser de ETA era ser un héroe”. Declaraba también: “Dentro (en la organización) no se habla de política. Sólo decíamos 'hay que hacer algo'. Sin ton ni son. 'Algo' era un atentado, claro”. Así pues, para conducir el odio irracional hacia algún resultado político no es necesario dejar de ser un ignorante en política. Los primeros años en la cárcel, decía Rekarte asimismo, transcurrieron en medio del odio: “Buscas gasolina en el odio y por dentro estás podrido. Vives una vida irreal. Si no, te rondan las preguntas. Odias al que no es como tú. Al que puedes odiar. Para justificar el victimismo que te creas tú mismo”. Más tarde, en la cárcel, empecé a leer la historia de nuestro pueblo y pensaba: 'Matáis en nombre de un pueblo, y no sabéis ni su historia'. Con el tiempo te das cuenta de que eras una oveja haciendo bee”.
     Así de febles resultan ser los motivos a través de los cuales se puede llegar a encauzar de modo tan truculento el odio que promueven los nacionalismos. La ignorancia, pues, como detonante para que el odio acabe de estallar. ¿Cómo se debería de combatir esta irracionalidad? Desde luego, no dejando las escuelas en manos, precisamente, de quienes propagan las falacias que servirán de cauce ideológico (es un decir) para ese potencial de odio irracional contenido en tanta personalidad inmadura. Pero si ese torrente de odio ya está discurriendo y produciendo sus desastrosos efectos, sería preciso que quienes detentan el poder tuvieran claro que no se puede contemporizar con esos movimientos tan desestabilizadores, y, apoyándose en la ley, dar la batalla a su irracionalidad. Poner en práctica las medidas necesarias para combatir aquella mezcla de odio y de ignorancia no ha de ser demasiado difícil, estaría al alcance de cualquier clase política incluso mediocre que tuviera una mínima noción de en qué consiste el trabajo por el cual le pagan.
     Pero aquí, en España, nuestra clase política no supera siquiera ese vil listón. ¿Qué calificación podríamos dar a una clase política de la que han surgido jefes de gobierno capaces de afirmar, refiriéndose a la nación que gobiernan y que les paga, que “el concepto de nación es algo discutido y discutible”? ¿O que prometieron (y, a los efectos, cumplieron) dar su aprobación a cualquier estatuto de autonomía que aprobara un parlamento regional dominado por los separatistas? Una clase política que ha legalizado y entregado ingentes cuotas de poder político (y económico) a los representantes del terrorismo. O de la que, por ejemplo, ha emanado un patético ministro de Defensa capaz de afirmar que, antes que matar, prefería ser él quien muriera. O también un neopolítico, reciente aspirante a Jefe de Gobierno, que acaba de afirmar que “siempre contará con mi respeto quien practique la desobediencia civil”; por ejemplo, dejar de pagar impuestos. Una clase política que, como caso único en el mundo, consiente en que no se pueda estudiar en el territorio de su nación en el idioma propio de sus habitantes, el que todos ellos hablan, contradiciendo incluso lo que dicen sus tribunales. O que, en general, es incapaz de hacer cumplir las leyes y las sentencias de los tribunales incluso por parte de quienes representan al estado…
     ¿Cómo resolver, pues, el problema del nacionalismo en España? No hay otra que empezar por el principio: cambiar de clase política. También hay, sin embargo, otra salida a la situación: darnos por vencidos y dejar que, ya que no la imaginación, el odio y la ignorancia suban decididamente al poder. ¿Podemos llegar a ver plasmada esta última alternativa?... Podemos, ¡claro que podemos!

domingo, 6 de septiembre de 2015

Las grandes conquistas de Occidente y sus tendencias autodestructivas

     Occidente es una anomalía, una excepción benéfica que supone un salto evolutivo cualitativo para el hombre en relación con el resto de la historia de la humanidad. Occidente es ante todo una civilización basada en la técnica. La tecnología usada por las sociedades pre-occidentales ha sido habitualmente muy rudimentaria; resaltemos, por ejemplo, cómo las sociedades prehispánicas americanas no conocían ni el uso de la rueda y, por tanto, estaban estancadas en estadios de desarrollo muy elementales. Y cuando ha habido descubrimientos importantes en las sociedades orientales, como los de la pólvora o el arte de imprimir, no han pasado a ser útiles técnicamente hasta que Occidente los incorporó.

Ilustración: Samuel Martínez Ortiz
     La tecnología prolonga y amplía las posibilidades de la acción humana a través de las máquinas. No solo ha sido así en lo referente a la directa acción del hombre sobre las cosas, sino que también se ha usado la tecnología para romper las barreras espaciales en las relaciones entre los hombres a través del transporte y de los medios de comunicación, incluido internet. Y aún más: el cuerpo mismo, no solo las máquinas, ha sido objeto preferente de las preocupaciones de la ciencia y la tecnología occidentales. Es así como se hicieron posibles los grandes logros de la medicina occidental, la cual, fundamentada en el método científico, ha conseguido no solo curar enfermedades, sino también reparar y recomponer en gran medida las partes defectuosas del organismo, disminuir la mortalidad infantil y, en general, ampliar el tiempo de vida de los seres humanos. Hoy ya nos cuesta trabajo pensar en lo que sería la vida sin la ayuda de la medicina en asuntos tan cotidianos como la corrección de los defectos de la vista o de la dentadura, o lo que significa que el parto no suponga un grave peligro de muerte para el niño o la madre, pero si eso es posible es gracias a la medicina occidental. Efectivamente, el número de mujeres que fallecen debido al embarazo o al parto sigue disminuyendo sin parar: la ONU recoge datos de los últimos 25 años: en 1990 había 380 de esos fallecimientos por cada 100.000 nacimientos; ahora hay 210. En los últimos tiempos, la esperanza de vida en el mundo ha pasado de moverse entre los 25 y los 45 años a comienzos del siglo XX (debido, sobre todo, a la mortalidad infantil, que bajaba enormemente la media) a oscilar entre los 60 y los 80 años en la actualidad. La variable que interviene en ello, evidentemente, es la del avance y extensión de la medicina científica occidental.

     Los efectos multiplicadores de la tecnología sobre la acción humana se expresan en términos de energía. El hombre consume energía cuando realiza sus acciones vitales. En este sentido, resulta significativo el dato que resalta Julián Marías de que la energía consumida por el hombre occidental en un solo año de nuestro tiempo equivale al consumo total de energía consumida por el hombre durante toda la historia universal hasta 1800. Se trata, pues, de traducir el significado de esas cifras a términos de vida efectiva, de horizontes vitales cubiertos con ese consumo energético. Y eso se multiplicó en un grado inconmensurable a raíz de nuestra revolución industrial, momento en el que hizo eclosión práctica la previa revolución científica occidental.

     Pero las aportaciones de Occidente a la historia de la humanidad no se reducen a las que se derivan de su ciencia y su tecnología: pensemos, por ejemplo en lo que significa esa gran contribución histórica y política que es la democracia como forma de gobierno, es decir, la participación de todos los hombres en su destino civil y político. Ese gran instrumento legado al mundo por Occidente es la consecuencia de algo a lo que el hombre está obligado en esta civilización: obligado a ser libre y responsable de sus decisiones, incluidas las colectivas. También han sido singulares las aportaciones culturales hechas por Occidente: la invención de la filosofía, de la tragedia, de la comedia, de la novela, de la música sinfónica, de infinidad de estilos artísticos. La civilización occidental ha añadido además a los modos de conocimiento del hombre ese gran instrumento epistemológico que es la duda, y, por tanto, la corrección y aumento de los conocimientos a través del ensayo y la contrastación empírica, así como la constante superación que supone el persistente cuestionamiento de lo ya conocido o adquirido. Occidente es la única civilización que ha sido capaz de criticarse a sí misma, y de crecer a través de la autocrítica. Todo lo cual se ha traducido en el hecho de que haya sido esta civilización la que ha descubierto de modo cabal la historia, la concepción del hombre no como algo concluido y eternamente reiterado, sino como una permanente promesa de algo más, en perpetuo alumbramiento de formas nuevas de ser.

     En rigor, se puede decir que hoy el mundo en el que vivimos existe gracias a Occidente. Que habiten en el planeta siete mil millones de habitantes es posible físicamente gracias a las técnicas de producción, agrícolas, mineras, industriales… implantadas por Occidente. Gracias a ellas, la mayoría de esas personas, con más o menos holgura, tienen con qué alimentarse, abrigarse, realizar sus proyectos, tener una esperanza de vida que no hubiera sido posible sin las aportaciones de nuestra civilización. Incluso quienes, como los extremistas islámicos, tratan de atentar contra Occidente, tienen que hacerlo pidiéndole prestadas sus armas y sus descubrimientos. Occidente, en fin, ha elevado enormemente el nivel de vida de la humanidad. Hasta que apareció nuestra civilización, la humanidad estuvo instalada en gran medida en modos de vida prehistóricos. Incluso considerando que otras civilizaciones han llegado a realizar puntualmente obras asombrosas, como las pinturas de Altamira o las pirámides en Egipto, tales obras no llegan, sin embargo, a significar que las sociedades en las que se realizaron hayan superado en su conjunto modos de vida prehistóricos.

     Hasta la llegada de la revolución industrial occidental hacia 1800, la pobreza había sido, y sigue siéndolo en las sociedades no occidentalizadas, la condición del hombre. Ser hombre, hasta entonces, era lo mismo que ser pobre. La riqueza era una excepción muy minoritaria, y habitualmente injusta, aunque la eventual distribución equitativa de aquella riqueza no habría llegado a suponer la desaparición de la pobreza. Esta situación ha cambiado enormemente en los últimos doscientos años, especialmente desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Hoy la pobreza ha pasado a ser una posibilidad o un riesgo, pero no la condición general de la humanidad. En los ámbitos abarcados por el tan a menudo vituperado modo de producción capitalista y de libre mercado propio de la civilización occidental, la tasa de pobreza se ha movido a la baja enormemente desde la revolución industrial. Y sigue haciéndolo: en el informe hecho público por la ONU respecto de los últimos 25 años (http://www.libremercado.com/2015-08-05/el-capitalismo-salva-vidas-la-pobreza-mundial-baja-del-36-al-12-desde-1990-1276554227/# ), se muestra que en 1990 había en el mundo 1.926 millones de personas que vivían por debajo de la línea de pobreza extrema, mientras que esta cifra ha caído hasta los 836 millones que la ONU espera para 2015. Las cifras de la ONU reflejan que incluso en el África subsahariana la tasa de pobreza ha caído del 57% al 41% entre 1990 y 2015. Al norte del continente africano los datos son mucho mejores: un 5% en 1990 y un 3% en la actualidad. En el sur de Asia, el desplome de la pobreza ha sido más pronunciado: si en 1990 había una tasa de miseria del 52%, en 2015 ha bajado al 17%. El sudeste asiático ha tenido un desarrollo mejor incluso: sus niveles de pobreza eran del 46% hace un cuarto de siglo, pero la ONU los reduce al 7% en sus últimas estimaciones. Y en China, la caída ha sido del 61% al 4%. Para América Latina y la región del Caribe, también nos encontramos con resultados alentadores: la tasa de pobreza cayó del 13% al 4% a lo largo de los veinticinco años observados. A nivel global, la tasa de pobreza ha caído del 36% al 12% desde 1990 hasta 2015. Lo cual, lógicamente, correlaciona con el descenso del hambre a nivel mundial: si a comienzos de los años 90 la desnutrición afectaba al 23,3% de la población mundial, esta tasa asciende ahora, en 2015, al 12,9%.

     Hay más datos reveladores: la humanidad ha sido durante la mayor parte de su historia una humanidad primero cazadora y recolectora y después, desde el neolítico (que comenzó hace 10.500 años), agricultora y domesticadora de animales. Hasta 1800, la población agrícola y campesina ha sido el 80 o el 90 por ciento de la humanidad. Hoy, por ejemplo, en Estados Unidos, los trabajadores agrícolas son solamente el 2% de la población total; en España, alrededor del 4%. Y las necesidades que cubre el trabajo agrícola se resuelven, sin embargo, con mayor eficacia que nunca. Por otro lado, mientras que hacia 1850 la jornada laboral, incluida la de muchos niños, era de 14 horas diarias (y siendo laborables todos los días, es decir, que solo se pagaban los días en que se trabajaba), actualmente, en Occidente, está en vigor la jornada laboral de 40 horas, y, a menudo, de 35. Es decir, que en ese lapso de tiempo se ha reducido a menos de la mitad. Lo cual, unido a lo que significa que las máquinas hayan sustituido a los hombres en las labores más penosas, hay que valorar a la hora de comprender lo que ha pasado a ser el horizonte vital de las personas. Complementariamente, el acceso a los bienes culturales y a los estudios superiores ha dejado en gran medida de estar acotado por las posibilidades económicas y en esa misma proporción ha pasado a ser decidido por el interés o las capacidades de quien aspire a ello.

     Estos descomunales avances que ha traído consigo la civilización occidental no están, evidentemente, exentos de peligros y contradicciones. Pero su solución no puede venir de una vuelta atrás, igual que los desequilibrios que produjo la revolución neolítica (por ejemplo, las enfermedades que se contagiaban por la convivencia con los animales domesticados) no demandaban una vuelta al paleolítico, ni las pérdidas en términos de fortaleza física y desarrollo de los sentidos y de los instintos que vino a suponer la aparición del homo sapiens eran una demostración de que lo mejor hubiera sido regresar al homo antecessor. Sin embargo, los movimientos reaccionarios han ido acompañando desde siempre al desarrollo de Occidente. Por ejemplo, y sin salir de nuestro tiempo, hacia los años setenta del pasado siglo los hippies, retomando pautas de instalación vital propias de los cínicos griegos, constituyeron una explícita forma de oposición a los logros de Occidente. Su actitud nació, sobre todo, como rechazo de la técnica occidental y como intento de “vuelta a la naturaleza”. Las secuelas de este movimiento o la aparición de otros movimientos equivalentes han ido conformando un poso de rebeldía frente a Occidente que hoy sigue muy activo dentro de su seno. Más graves fueron los cánceres que afectaron a la civilización occidental y que surgieron en su seno el siglo pasado: el nacionalsocialismo, una doctrina política que sustituía el principio de racionalidad (la aportación griega a Occidente) y de sometimiento a la ley (la aportación romana) por la voluntad de poder y el mando arbitrario y despótico, y la consideración del valor supremo de la persona (la aportación cristiana), por su subordinación a una jerarquía de razas. Y el comunismo significó una marcha atrás de la historia fundamentada en aberraciones equivalentes, en donde la lucha de razas era sustituida por la lucha de clases, y la libertad resultaba superflua, como le mostró Lenin a Fernando de los Ríos, socialista español que llegó a ser ministro de la República, al que, convenientemente preguntado por ella, le contestó el dirigente comunista: “Libertad, ¿para qué?”.

     La evolución, en fin, es un camino que el universo recorre yendo hacia delante. El hombre es la punta de lanza de la evolución. Y Occidente el punto álgido de la evolución del hombre. El aumento en la complejidad que suponen los avances evolutivos significa, por otro lado, aparición de nuevos peligros y de nuevas áreas de vulnerabilidad. Pero, aun así, no hay otro camino mejor que el que señala hacia delante, hacia el logro de nuevas cotas de complejidad y desarrollo.