Ilustración:
Samuel Martínez Ortiz
La tecnología prolonga y amplía las posibilidades de la acción
humana a través de las máquinas. No solo ha sido así en lo referente a la
directa acción del hombre sobre las cosas, sino que también se ha usado la
tecnología para romper las barreras espaciales en las relaciones entre los
hombres a través del transporte y de los medios de comunicación, incluido
internet. Y aún más: el cuerpo mismo, no solo las máquinas, ha sido objeto preferente
de las preocupaciones de la ciencia y la tecnología occidentales. Es así como se
hicieron posibles los grandes logros de la medicina occidental, la cual,
fundamentada en el método científico, ha conseguido no solo curar enfermedades,
sino también reparar y recomponer en gran medida las partes defectuosas del
organismo, disminuir la mortalidad infantil y, en general, ampliar el tiempo de
vida de los seres humanos. Hoy ya nos cuesta trabajo pensar en lo que sería la
vida sin la ayuda de la medicina en asuntos tan cotidianos como la corrección
de los defectos de la vista o de la dentadura, o lo que significa que el parto
no suponga un grave peligro de muerte para el niño o la madre, pero si eso es
posible es gracias a la medicina occidental. Efectivamente, el número de mujeres que fallecen debido al
embarazo o al parto sigue disminuyendo sin parar: la ONU recoge datos de los
últimos 25 años: en 1990 había 380 de esos fallecimientos por
cada 100.000 nacimientos; ahora hay 210. En los últimos tiempos, la esperanza
de vida en el mundo ha pasado de moverse entre los 25 y los 45 años a comienzos
del siglo XX (debido, sobre todo, a la mortalidad infantil, que bajaba
enormemente la media) a oscilar entre los 60 y los 80 años en la actualidad. La
variable que interviene en ello, evidentemente, es la del avance y extensión de
la medicina científica occidental.
Los efectos multiplicadores de la tecnología sobre la acción
humana se expresan en términos de energía. El hombre consume energía cuando
realiza sus acciones vitales. En este sentido, resulta significativo el dato
que resalta Julián Marías de que la energía consumida por el hombre occidental
en un solo año de nuestro tiempo equivale al consumo total de energía consumida
por el hombre durante toda la historia universal hasta 1800. Se trata, pues, de
traducir el significado de esas cifras a términos de vida efectiva, de
horizontes vitales cubiertos con ese consumo energético. Y eso se multiplicó en
un grado inconmensurable a raíz de nuestra revolución industrial, momento en el
que hizo eclosión práctica la previa revolución científica occidental.
Pero las aportaciones de Occidente a la historia de la
humanidad no se reducen a las que se derivan de su ciencia y su tecnología:
pensemos, por ejemplo en lo que significa esa gran contribución histórica y
política que es la democracia como forma de gobierno, es decir, la
participación de todos los hombres en su destino civil y político. Ese gran instrumento
legado al mundo por Occidente es la consecuencia de algo a lo que el hombre
está obligado en esta civilización: obligado a ser libre y responsable de sus
decisiones, incluidas las colectivas. También han sido singulares las
aportaciones culturales hechas por Occidente: la invención de la filosofía, de
la tragedia, de la comedia, de la novela, de la música sinfónica, de infinidad
de estilos artísticos. La civilización occidental ha añadido además a los modos
de conocimiento del hombre ese gran instrumento epistemológico que es la duda,
y, por tanto, la corrección y aumento de los conocimientos a través del ensayo
y la contrastación empírica, así como la constante superación que supone el
persistente cuestionamiento de lo ya conocido o adquirido. Occidente es la
única civilización que ha sido capaz de criticarse a sí misma, y de crecer a
través de la autocrítica. Todo lo cual se ha traducido en el hecho de que haya
sido esta civilización la que ha descubierto de modo cabal la historia, la
concepción del hombre no como algo concluido y eternamente reiterado, sino como
una permanente promesa de algo más, en perpetuo alumbramiento de formas nuevas
de ser.
En rigor, se puede decir que hoy el mundo en el que vivimos existe
gracias a Occidente. Que habiten en el planeta siete mil millones de habitantes
es posible físicamente gracias a las técnicas de producción, agrícolas,
mineras, industriales… implantadas por Occidente. Gracias a ellas, la mayoría
de esas personas, con más o menos holgura, tienen con qué alimentarse,
abrigarse, realizar sus proyectos, tener una esperanza de vida que no hubiera
sido posible sin las aportaciones de nuestra civilización. Incluso quienes,
como los extremistas islámicos, tratan de atentar contra Occidente, tienen que
hacerlo pidiéndole prestadas sus armas y sus descubrimientos. Occidente, en
fin, ha elevado enormemente el nivel de vida de la humanidad. Hasta que
apareció nuestra civilización, la humanidad estuvo instalada en gran medida en
modos de vida prehistóricos. Incluso considerando que otras civilizaciones han llegado
a realizar puntualmente obras asombrosas, como las pinturas de Altamira o las
pirámides en Egipto, tales obras no llegan, sin embargo, a significar que las
sociedades en las que se realizaron hayan superado en su conjunto modos de vida
prehistóricos.
Hasta la llegada de la revolución industrial occidental
hacia 1800, la pobreza había sido, y sigue siéndolo en las sociedades no
occidentalizadas, la condición del hombre. Ser hombre, hasta entonces, era lo
mismo que ser pobre. La riqueza era una excepción muy minoritaria, y
habitualmente injusta, aunque la eventual distribución equitativa de aquella
riqueza no habría llegado a suponer la desaparición de la pobreza. Esta
situación ha cambiado enormemente en los últimos doscientos años, especialmente
desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Hoy la pobreza ha pasado a ser una
posibilidad o un riesgo, pero no la condición general de la humanidad. En los
ámbitos abarcados por el tan a menudo vituperado modo de producción capitalista
y de libre mercado propio de la civilización occidental, la tasa de pobreza se ha movido a la
baja enormemente desde la revolución industrial. Y sigue haciéndolo: en el
informe hecho público por la ONU respecto de los últimos 25 años (http://www.libremercado.com/2015-08-05/el-capitalismo-salva-vidas-la-pobreza-mundial-baja-del-36-al-12-desde-1990-1276554227/#
), se muestra que en 1990 había en el mundo 1.926 millones de personas que
vivían por debajo de la línea de pobreza extrema, mientras que esta cifra ha
caído hasta los 836 millones que la ONU espera para 2015. Las cifras de la ONU reflejan
que incluso en el África
subsahariana la tasa de pobreza ha caído del 57% al 41% entre
1990 y 2015. Al norte del continente africano los datos son mucho mejores: un
5% en 1990 y un 3% en la actualidad. En el sur de Asia, el desplome de la pobreza ha sido más pronunciado: si en 1990 había una tasa de miseria del 52%,
en 2015 ha bajado al 17%. El sudeste asiático ha tenido un desarrollo
mejor incluso: sus niveles de pobreza eran del 46% hace un cuarto de siglo,
pero la ONU los reduce al 7% en sus últimas estimaciones. Y en China, la caída ha sido del 61% al 4%. Para América Latina y
la región del Caribe, también nos encontramos con resultados alentadores: la
tasa de pobreza cayó del 13% al 4% a lo largo de los veinticinco años
observados. A nivel global, la tasa de pobreza ha caído del 36% al 12% desde
1990 hasta 2015. Lo cual, lógicamente, correlaciona con el descenso del hambre
a nivel mundial: si a comienzos de los años 90 la desnutrición afectaba al 23,3% de la población mundial,
esta tasa asciende ahora, en 2015, al 12,9%.
Hay más datos reveladores: la humanidad ha sido durante la
mayor parte de su historia una humanidad primero cazadora y recolectora y
después, desde el neolítico (que comenzó hace 10.500 años), agricultora y
domesticadora de animales. Hasta 1800, la población agrícola y campesina ha
sido el 80 o el 90 por ciento de la humanidad. Hoy, por ejemplo, en Estados
Unidos, los trabajadores agrícolas son solamente el 2% de la población total;
en España, alrededor del 4%. Y las necesidades que cubre el trabajo agrícola se
resuelven, sin embargo, con mayor eficacia que nunca. Por otro lado, mientras
que hacia 1850 la jornada laboral, incluida la de muchos niños, era de 14 horas
diarias (y siendo laborables todos los días, es decir, que solo se pagaban los
días en que se trabajaba), actualmente, en Occidente, está en vigor la jornada
laboral de 40 horas, y, a menudo, de 35. Es decir, que en ese lapso de tiempo
se ha reducido a menos de la mitad. Lo cual, unido a lo que significa que las
máquinas hayan sustituido a los hombres en las labores más penosas, hay que
valorar a la hora de comprender lo que ha pasado a ser el horizonte vital de
las personas. Complementariamente, el acceso a los bienes culturales y a los
estudios superiores ha dejado en gran medida de estar acotado por las
posibilidades económicas y en esa misma proporción ha pasado a ser decidido por
el interés o las capacidades de quien aspire a ello.
Estos descomunales avances que ha traído consigo la
civilización occidental no están, evidentemente, exentos de peligros y
contradicciones. Pero su solución no puede venir de una vuelta atrás, igual que
los desequilibrios que produjo la revolución neolítica (por ejemplo, las
enfermedades que se contagiaban por la convivencia con los animales
domesticados) no demandaban una vuelta al paleolítico, ni las pérdidas en
términos de fortaleza física y desarrollo de los sentidos y de los instintos
que vino a suponer la aparición del homo sapiens eran una demostración de que lo
mejor hubiera sido regresar al homo antecessor. Sin embargo, los movimientos
reaccionarios han ido acompañando desde siempre al desarrollo de Occidente. Por
ejemplo, y sin salir de nuestro tiempo, hacia los años setenta del pasado siglo
los hippies, retomando pautas de instalación vital propias de los cínicos
griegos, constituyeron una explícita forma de oposición a los logros de
Occidente. Su actitud nació, sobre todo, como rechazo de la técnica occidental
y como intento de “vuelta a la naturaleza”. Las secuelas de este movimiento o
la aparición de otros movimientos equivalentes han ido conformando un poso de
rebeldía frente a Occidente que hoy sigue muy activo dentro de su seno. Más
graves fueron los cánceres que afectaron a la civilización occidental y que
surgieron en su seno el siglo pasado: el nacionalsocialismo, una doctrina
política que sustituía el principio de racionalidad (la aportación griega a
Occidente) y de sometimiento a la ley (la aportación romana) por la voluntad de
poder y el mando arbitrario y despótico, y la consideración del valor supremo
de la persona (la aportación cristiana), por su subordinación a una jerarquía
de razas. Y el comunismo significó una marcha atrás de la historia fundamentada
en aberraciones equivalentes, en donde la lucha de razas era sustituida por la
lucha de clases, y la libertad resultaba superflua, como le mostró Lenin a
Fernando de los Ríos, socialista español que llegó a ser ministro de la
República, al que, convenientemente preguntado por ella, le contestó el
dirigente comunista: “Libertad, ¿para qué?”.
La evolución, en fin, es un camino que el universo recorre
yendo hacia delante. El hombre es la punta de lanza de la evolución. Y
Occidente el punto álgido de la evolución del hombre. El aumento en la
complejidad que suponen los avances evolutivos significa, por otro lado, aparición
de nuevos peligros y de nuevas áreas de vulnerabilidad. Pero, aun así, no hay
otro camino mejor que el que señala hacia delante, hacia el logro de nuevas
cotas de complejidad y desarrollo.
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