La revolución rusa de 1917 tuvo su previo caldo de cultivo
en el estado, primero de desánimo, y pronto de indignación e irritación que en
la población se fue gestando en relación con la marcha de la guerra que por
entonces asolaba los campos europeos. En el frente, los sucesivos desastres
militares habían dejado al ejército ruso en un generalizado estado de motín. En
febrero de ese año, en medio del caos, el zar abdicó y tomó el poder un
Gobierno Provisional emanado del Parlamento. Aquel exasperado estado de ánimo
de la población condujo a un período caótico en el que tuvieron lugar motines
frecuentes, protestas y muchas huelgas. La desconexión entre la población y las
élites políticas y las instituciones era total. En ese contexto, una minoría
decidida y bien organizada, el Partido Bolchevique, dio un golpe de estado que
apenas encontró resistencia inicialmente (enseguida comenzó una espantosa
guerra civil), y tomó el poder. Casi nadie defendió en aquel momento al
Gobierno y a las instituciones. Así dio comienzo en Rusia y en los países
satélites la era comunista, a lo largo de la cual hubo millones de muertes a
causa de la represión, y a través de la cual se puso en marcha un proceso que
condujo a la ruina social y económica de todos los países de la órbita
soviética. Aquello terminó solamente en 1991, con la debacle y subsiguiente
disolución de la Unión Soviética.
Por otro lado, al finalizar la Primera Guerra Mundial,
Alemania había quedado derrotada y obligada a numerosas indemnizaciones de
guerra que quedaron fijadas en el para aquel país humillante Tratado de
Versalles. Las consecuencias de ese tratado junto a la crisis económica de 1929
fueron conduciendo cada vez más el estado de ánimo de las masas alemanas hacia
la exasperación y el espíritu de revancha. La violencia explícita llevada a
cabo por los nazis en múltiples acciones callejeras y reyertas, así como los
métodos violentos aplicados a la lucha política por los que abogó Hitler en su
libro “Mi lucha” sintonizaron con aquel estado de ánimo de la población, hasta
el punto de que el Partido Nazi llegó a ser el más importante del Reichstag, el
Parlamento alemán. En aquel contexto, y a
pesar de no tener mayoría absoluta, el presidente Paul von Hindenburg acabó
nombrando a Hitler canciller en enero de 1933. En cuanto llegó al poder, Hitler
destruyó las desacreditadas instituciones alemanas e impuso su visión
totalitaria del estado. Comenzó así la delirante época nazi que acabó en la
devastación no solo de Alemania sino de toda Europa y del mundo en general.
En Italia, se generalizó asimismo un agudo sentimiento de
frustración al acabar la Primera Guerra Mundial. A lo largo de la misma se había
mantenido dentro del bando de los vencedores, aunque finalmente su población se
sintió injustamente tratada en las resoluciones de los acuerdos posteriores a
la guerra. La propaganda nacionalista italiana tras el Tratado de Versalles
señaló que el triunfo en la Primera Guerra Mundial fue una “victoria mutilada”,
puesto que franceses y británicos habían engañado al pueblo italiano, al haberle
ofrecido beneficios territoriales y no cumplir luego su palabra por completo.
Entre las capas sociales más descontentas e influenciables por esta propaganda
emergieron las organizaciones de excombatientes, y en particular de ex arditi
(tropas selectas de asalto). En tal contexto, y apoyándose en estos sectores
sociales que se sentían más indignados, en 1919 Benito Mussolini sentó las
bases de lo que más tarde sería el Partido Nacional Fascista. Las premisas
básicas en las que según Mussolini había de fundamentarse el fascismo habrían
de ser la promoción de un nacionalismo extremo, el culto a la violencia, el
desprecio hacia la burguesía y la oposición frontal al marxismo, a pesar de que
él también se sentía socialista y de que el intervencionismo en la economía fue
muy elevado. Rápidamente las escuadras fascistas se difundieron por toda Italia
y empezaron a protagonizar reyertas y acciones violentas, convirtiéndose en una
fuerza paramilitar. Por su parte, los movimientos políticos socialistas también
se estaban planteando la toma de poder por la violencia revolucionaria, ante la
impotencia e incapacidad de los gobiernos conservadores de Giovanni Giolitti e
Ivanoe Bonomi. El 12 de noviembre de 1921 se creó el Partido Nacional Fascista
(PNF), transformando a los fascios de combate en un partido político. Mussolini
decidió forzar una toma del poder, y ordenó a mediados de octubre de 1922 que
todos los militantes del Partido Nacional Fascista ejercieran toda la violencia
posible en el país, lo cual llevaron a cabo ante la pasividad del ejército y la
policía. Luego, numerosos fascistas se lanzaron a carreteras y trenes para
dirigirse a Roma y tomar el poder para su líder. El día 25 de octubre, una gran
masa de miles de camisas negras había llegado a las afueras de Roma. El rey
Víctor Manuel III, para evitar "una batalla entre italianos" a gran
escala, decidió llamar al poder a Mussolini, el cual exigió la jefatura del
gobierno. El rey Víctor Manuel accedió a ello: el 29 de octubre Mussolini
recibió el cargo de primer ministro, y al día siguiente formó gobierno en Roma
y abocó a Italia al totalitarismo.
En marzo de 1952, Fulgencio Batista dio un golpe de estado en
Cuba e instauró una dictadura. En abierta resistencia contra el dictador, Fidel
Castro participó en 1953 en el fallido asalto al cuartel de Moncada, en el que
murieron más de cien civiles y militares. Fue encarcelado, pero su paso por la
cárcel siempre fue recordado por Castro como una experiencia tranquila y
reconfortante, de la que salió más convencido de que debía proseguir su lucha
contra Batista. Castro, que había sido condenado a quince años de cárcel, fue
amnistiado y exiliado en 1955 (cumplió un año y diez meses de condena), pero volvió
a Cuba en 1956 junto a un puñado de revolucionarios dispuestos a derrocar a
Batista. Al desembarcar en la isla, su grupo fue casi totalmente aniquilado:
solo sobrevivieron doce guerrilleros, que se adentraron en las montañas de Sierra
Maestra, y desde allí se reforzaron y llevaron a cabo una guerra de guerrillas.
La revolución triunfó el 1 de enero de 1959.
¿Cómo un pequeño grupo de guerrilleros consiguió hacerse con
el poder? En primer lugar, porque prácticamente nadie se sintió obligado a
defender las desacreditadas instituciones cubanas. Y en segundo lugar, porque los recelos de la población fueron frenados
con las promesas que hizo Castro a los cubanos, que consignó en una declaración
en la que se comprometió a: 1.- Restaurar la Constitución de 1940, derogada por
Batista para poder gobernar de manera dictatorial. 2.- Llevar a cabo elecciones
libres y democráticas, con la participación de todos los partidos, después de
un año de gobierno provisional. 3.- Liberar a todos los presos políticos y 4.-
Permitir la plena libertad de prensa. Fidel Castro declaró en una entrevista que
tuvo lugar en la Sierra Maestra: “Nuestra filosofía política es la de la
democracia representativa”. En otra entrevista, en el Club de Prensa de Nueva
York afirmó: “Yo sé qué les preocupa a ustedes: que nosotros seamos comunistas.
Que quede bien claro que nosotros no somos comunistas. Que quede bien claro”.
En la realidad, sin embargo, en cuanto llegó al poder, se erigió en tirano de
por vida, prohibió todas las libertades civiles, tomó el control absoluto de
los medios de comunicación, prohibió las reuniones, las manifestaciones, la traslación
de un lugar a otro, creó un ministerio para controlar todas las actividades
religiosas, prohibió la creación de partidos, de sindicatos, de asociaciones y
todo aquello que pudiera poner en peligro su poder. Instauró la pena de muerte
e inmediatamente la aplicó sobre miles de cubanos (no es posible saber la cifra
exacta), incluyendo a muchos de los revolucionarios que le habían acompañado en
su ascenso al poder y habían creído en sus promesas. Otros muchos cubanos
fueron encarcelados, en prisiones que no dejaron tan buen sabor de boca como el
que a él mismo le quedó tras su paso por las cárceles de Batista; por el
contrario, muchos perdieron en ellas la vida o la razón, o salieron de ellas
mutilados por las torturas, o simplemente con sus vidas destrozadas tras
décadas de encierro.
He aquí un rápido balance de lo que han significado los
hasta ahora sesenta años de revolución cubana:
Dos millones de personas, el veinte por ciento de la
población, se ha exiliado de Cuba. Decenas de miles que quisieron escapar de la
isla y llegar a Florida perecieron en el intento, bien debido a la fragilidad
de sus embarcaciones y el consiguiente naufragio o bien a manos de las acciones
de las lanchas y los aviones militares castristas. Hasta 1959, sin embargo,
Cuba había sido un lugar de atracción para inmigrantes.
Se calcula que alrededor de un millón de personas ha sufrido
cárcel en algún momento.
En 1962 Castro estuvo a punto de provocar la Tercera Guerra
Mundial con la crisis de los misiles soviéticos que permitió ubicar en la isla
apuntando a Estados Unidos. No habría quedado lugar para una Cuarta Guerra: lo
que hubiera quedado del mundo, habría regresado probablemente a algo así como
la Edad de Piedra.
Casi medio millón de cubanos (la población no pasaba por
entonces de ocho o nueve millones) fueron enviados a diversas guerras,
especialmente en África (Angola, El Congo, Argelia, Somalia, Eritrea, Mozambique…
a exportar la revolución). Con ello, Cuba quedó consagrada como, proporcionalmente,
el país más imperialista del globo terráqueo. Trece mil cubanos perdieron la
vida en estas guerras; descontemos el enorme sacrificio presupuestario que estas
supusieron.
La economía cubana ha quedado devastada tras estos años de
revolución: en 1959, Cuba era uno de los tres o cuatro países más ricos del
continente americano, desde luego, bastante más rico que España. Hoy es uno de los
países más pobres del mundo, después de haber estado enchufada durante décadas al
subsidio soviético y al petróleo venezolano.
También Hugo Chávez pasó por la cárcel venezolana, como
Fidel Castro lo hizo por la cubana, después de su fallido y sangriento golpe de
Estado en 1992 contra el gobierno presidido entonces por Carlos Andrés Pérez. Asimismo
fue amnistiado a los dos años. Fundó entonces el partido político Movimiento
Quinta República y fue elegido presidente de Venezuela en las elecciones de
1998, en medio del descrédito generalizado y de la corrupción de las
instituciones. Durante la campaña electoral, de manera semejante a como lo
había hecho Castro en Cuba antes de subir al poder, se había presentado a la
opinión pública como inocuo socialdemócrata. En cuanto llegó al poder se quitó
la máscara y fue apareciendo el dictador comunista que era en realidad. En
febrero de 1999, juró sobre una Constitución que desde ese mismo día se propuso
erradicar. Y así, a pesar de haber proclamado durante la campaña electoral que
acataría la limitación de mandato a cinco años, como marcaba la Constitución,
fue retrasando esa fecha hasta fijarla en algún momento en 2031. Durante los
primeros años de la “revolución bolivariana”, con Venezuela recibiendo grandes
beneficios por la venta de petróleo, las cosas fueron más o menos bien para el
nuevo régimen, principalmente entre 2003 y 2007. Después, la pobreza, la
inflación y la escasez de productos han sido la consecuencia inevitable del
control de precios y salarios, del gasto insostenible y de la corrupción
generalizada, además, claro está, de la caída del precio del petróleo.
Asimismo, durante la presidencia de Chávez y hasta ahora, el país ha experimentado
un aumento muy significativo de la criminalidad, especialmente de la tasa de
homicidios.
Es posible, después de exponer estos ejemplos históricos,
detectar diferentes variables que tienden a repetirse a lo largo de los
procesos revolucionarios: el primero, un estado de ánimo en la población
expresivo de una profunda indignación y del descrédito de las instituciones. A
ello se suma la aparición de grupos mesiánicos bien organizados y decididos que
se aprovechan de la debilidad de los desacreditados gobiernos vigentes para
lanzarse a la toma del poder. No reparan estos grupos en alternar el uso de la
violencia con el engaño y el camuflaje de sus auténticas intenciones, que
sistemáticamente acaban desembocando en el totalitarismo y en la represión
despiadada de todo lo que se les opone. Los nuevos regímenes conducen
sistemáticamente a la debacle total de los países en los que se instauran. Sin
embargo, su capacidad de influir en la opinión pública perdura a través de la
racionalización de sus fracasos y de la alianza, sobre todo en el pasado, de
sectores de intelectuales que les ayudan en la tarea de volcar sobre algún
supuesto enemigo exterior la culpa de esos fracasos.
Hoy vivimos en el mundo un generalizado movimiento de
indignación de la población y de confrontación con sus respectivas
instituciones. Afecta a poblaciones muy diferentes y sirve de caldo de cultivo
para la aparición de grupos políticos extremistas con ideologías incluso
contrapuestas. Desde la desastrosa “Primavera árabe” a la toma del poder por la
extrema izquierda en Grecia, la amenaza de tomarlo por la extrema derecha en
Francia, la eclosión de diferentes partidos antisistema en toda Europa
(incluida España, como es evidente), son expresión de ese inquietante estado de
ánimo al que aludimos. El enfado y la indignación de la población, aun contando
con poderosos motivos para que existan, especialmente la corrupción e
ineficiencia de las instituciones, desencadenan movimientos que demasiado a
menudo, en vez de conducir a remediar esas declaradas insuficiencias sociales y
políticas, abocan a un desastre aún mayor. Los populismos son la contrapartida o el
complemento de esos atribulados estados de ánimo de la población. Los hervores
sociales que hoy asoman aquí y allá habrían de servir de inquietante aviso de
que las cosas pueden ir a peor.
Un artigo muy bien escrito. Felicidades!
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