Al fondo de todo lo que somos está esa fuerza oscura,
invisible e intangible que llamamos vitalidad. Lejos de consistir esta en algo
abstracto, viene a confundirse con algo tan concreto como las ganas de vivir. O
también podríamos identificarla con aquella clase de esfuerzo del cual decía
Spinoza: “El esfuerzo con que cada cosa trata de perseverar en su ser no es sino
la esencia actual de la cosa misma”. Definición que Unamuno traduce a
términos más íntimos o subjetivos: “(La esencia de cada hombre) no es sino el
conato, el esfuerzo que pone en seguir siendo hombre, en no morir”. El molde en el que esa vitalidad, ese esfuerzo
que dedicamos a seguir viviendo, se integra para acceder al mundo es el de las
emociones. Las emociones son el conjunto de fuerzas vectoriales en las que se
ramifica –a veces en forma de frustración o desistimiento– el deseo de vivir.
El hecho de que el hombre sea al nacer el ser más vulnerable
de la tierra determina que este deseo de vivir, de seguir viviendo, que lo
constituye quede entonces mediatizado por ese correlato de su debilidad que es
la omnipresente sensación de peligro, de amenaza para su ser que le llega
emitida desde todos los rincones de su entorno. El miedo, la sensación de alarma,
la desorientación que le producen los múltiples y caóticos estímulos que le
llegan de ese entorno van configurando una, para empezar, preponderante
disposición defensiva y de retraimiento frente al mundo. “El miedo, en efecto –decía Nietzsche–, ése
es el sentimiento básico y hereditario del hombre; por el miedo se explican
todas las cosas, el pecado original y la virtud original”. Así es como
el bebé y el niño pequeño se caracterizan de modo muy principal por su actitud
amedrentada ante el entorno, por su sensación de vulnerabilidad, su sentimiento
de invalidez: esas son emociones que dominan e impregnan su primera manera de
estar en la vida, el limitado cauce por el que de modo muy decisivo discurre por entonces su deseo
de vivir. Y es el cuerpo el exclusivo receptor de esas emociones.
Desde que, superponiéndose al primigenio ser corporal,
aparecen el yo y el aparato psíquico a él asignado, el sentimiento de amenaza a
nuestro ser adquiere nuevos matices: ya no es solo nuestro cuerpo el encargado
de percibir esas sensaciones de amenaza, y esta no solo contiene componentes de
amenaza física, sino que pasa a incluirse en ella también todo lo que promueve
o aviva nuestro sentimiento de insignificancia, de
insuficiencia, de incapacidad para sostener sobre sí todo lo que la vida exige.
Y las respuestas defensivas que emitimos frente a esas emergentes maneras de
presentarse la amenaza ya no son, o no solo son, las que realiza nuestro
cuerpo, sino las que nuestro aparato psíquico programa para conseguir superar aquel
sentimiento de insignificancia e inferioridad, y que en última instancia se
corresponden con la puesta en marcha de un programa vital destinado a conseguir
ser alguien significativo. Respecto de esos dinamismos metacorporales a través
de los cuales se mueve entonces la personalidad, dice Alfred Adler, el
psicólogo que más estudió el sentimiento de inferioridad: “Todos estamos anhelando alcanzar un objetivo
en el futuro mediante cuyo logros nos sentiremos fuertes, superiores y
completos. (Hay quien) se ha referido a esta tendencia muy adecuadamente como
el anhelo de seguridad. Otros la denominan el anhelo de autopreservación. Como
quiera que se la llame, siempre encontraremos en los seres humanos esta gran
línea de actividad: la lucha por ascender de una posición inferior a una
posición superior, de la derrota a la victoria, del abajo al arriba. Comienza en nuestra primera niñez; continúa hasta el final de nuestra
vida”. Idea que encuentra prolongación en esta otra que enuncia Nietzsche:
“El
hombre necesita para sus mejores cosas de lo peor que hay en él”; es
decir, que nuestra vulnerabilidad e insignificancia son la plataforma de que
disponemos para alcanzar la fortaleza y la vida con significado. Y ambas ideas
se pueden complementar con esto que dice Ortega: “Nuestra persona toda, lo más
noble y altanero, lo más heroico de ella, asciende de ese fondo oscuro y
magnífico, el cual, a su vez, se confunde con el cuerpo”.
El cuerpo seguirá siendo, efectivamente, la última
referencia de nuestra vitalidad, de nuestra lucha por “perseverar en el ser”,
que decía Spinoza, del “esfuerzo que ponemos en seguir siendo hombres”, que
prefería decir Unamuno. De modo que cuando nuestro mundo psíquico entre en
crisis, el miedo a la insignificancia, en vez de discurrir por las vías de la
mente consciente y de movilizar los recursos propios de esta, puede
desencadenar regresivamente las respuestas de estrés que nuestro organismo
tiene previstas ante las amenazas físicas. Un yo inmaduro o insuficiente o en
crisis responderá entonces a la sensación de amenaza no con un comportamiento
destinado a sobreponerse a esa insuficiencia psíquica, sino con las extemporáneas
respuestas orgánicas propias de aquella etapa en que solo éramos cuerpo: por
ejemplo, entre otras, en el caso de la respuesta de estrés que Hans Selye
asignó a lo que llamó Síndrome General de Adaptación, la sensación de amenaza
promoverá que la adrenalina que producen las glándulas suprarrenales se vierta
en la sangre haciendo que, por un lado, se contraigan los vasos sanguíneos, de
modo que la sangre pueda circular más deprisa y afluir rápidamente hacia las
partes del organismo que más la necesitan en tales momentos: las zonas
musculares y el cerebro; aumentará, por tanto, la frecuencia cardíaca y la
tensión arterial. Por otro lado, la adrenalina hará también que se dilaten los
conductos de aire para de esa manera acoger una ración extra de oxígeno con la
que producir el suplemento de energía que se va a necesitar. Las mismas
glándulas suprarrenales, en esas situaciones de inminente peligro (real o
valorado como tal), segregarán corticoides, hormonas que tienen la función de
atenuar las respuestas del organismo a los efectos de la inflamación que puedan
ocasionar las heridas, así como la de mantener, a pesar del desgaste por la
lucha, la concentración de azúcar en la sangre, la presión arterial y la fuerza
muscular. Asimismo, el páncreas producirá glucagón, una hormona que libera en
los vasos sanguíneos el azúcar que estaba almacenado en el hígado y en los
músculos, provocando de esa forma un aumento casi inmediato de la glucemia, con
el objeto de elevar el tono del organismo. Además, y puesto que el estómago
necesita liberar urgentemente todos sus contenidos para que la actividad del
organismo se centre exclusivamente en la tarea de responder a la amenaza que ha
sobrevenido, se producirá una gran secreción de jugos gástricos con el objeto
de acelerar y poner término cuanto antes a través de una diarrea al proceso
digestivo. Por otro lado, la musculatura se pondrá en tensión, para afrontar mejor
la situación de peligro… Respuestas todas ellas destinadas a preparar nuestro
cuerpo para la reacción defensiva. Pero cuando esas respuestas orgánicas son
las que han tomado el relevo para defenderse no ya de la amenaza física, sino
del sentimiento de insignificancia, no solo son inútiles, sino que, sostenidas
en el tiempo, se acabarán volviendo crónicas y originando las correspondientes enfermedades:
hipertensión, diabetes, úlceras, colon irritable, contracciones musculares
crónicas…
Cuando las enfermedades tienen este origen emocional, los
remedios sintomáticos característicos de la medicina actual no pueden ser ni
únicos ni definitivos, porque en última instancia aquellas enfermedades están
delatando una insuficiencia del yo o una personalidad que ha entrado en crisis
frente a la tarea de conseguir sobreponerse, no a un peligro que haya de
registrar nuestro cuerpo, sino al sentimiento de inferioridad o
insignificancia.
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