jueves, 25 de julio de 2013

El Estado visto por un liberal (no muy ortodoxo)

El de las conclusiones es un capítulo peligroso del proceso reflexivo, por cuanto que parece obligar a realizar formulaciones que, queriendo ser fieles a aquel mandato de Descartes que exigía la percepción clara y distinta de la realidad que se pretende entender, pueden precisamente acabar alejándonos de esa realidad, que, una vez trascendidos los niveles más primarios y cercanos a la materia, no es ni clara ni distinta, sino que tiende a la paradoja. Lo cual obliga a repensar una y otra vez aquellas ideas que parecían desembocar en conclusiones unívocas. Cuando, por ejemplo, un liberal concluye que el Estado es un mal necesario, debería de sentir, como a mí me ha ocurrido, un aviso interior que le empuje a meter la marcha atrás y corregir tales conclusiones hasta conseguir acercarlas a su complemento paradójico.

Porque, efectivamente, y como decía Aristóteles, “el Estado es un hecho natural, el hombre es un ser naturalmente sociable, y el que vive fuera de la sociedad (…) es, ciertamente, o un ser degradado o un ser superior a la especie humana (…) es un bruto o un dios”. Algo es natural cuando ha alcanzado la autosuficiencia, cuando se basta a sí mismo y puede entenderse como un ente cabal. El individuo no se basta a sí mismo, mientras que el Estado, la comunidad organizada políticamente, podemos entender que sí; el Estado es un organismo del cual los individuos son sus miembros. Y en este sentido, dice también Aristóteles, “el todo es necesariamente superior a la parte, puesto que una vez destruido el todo, ya no hay partes (…) porque la mano separada del cuerpo no es ya una mano real (…) La naturaleza arrastra, pues, instintivamente a todos los hombres a la acción política”. Por tanto, es un error pensar que el individuo sólo está obligado a seguir su interés particular, y que el interés general queda articulado como la mera adición de los egoísmos individuales o, según decían los ilustrados, como resultado de un pacto social, porque ello significaría que el individuo es autosuficiente y la sociedad algo sobrevenido.
 
El interés general, mientras tanto, es el que atañe al Estado y, por consiguiente, tiene entidad por sí mismo. Puede llegar incluso a contraponerse a los intereses particulares, que residen en un nivel subordinado. Ninguno de estos, por ejemplo, permitiría comprender cabalmente la necesidad de preservar el medio ambiente a largo plazo, y desde ninguno de ellos, considerados aisladamente, se podría directamente llegar hasta la construcción de carreteras o la atención al desvalido; así que hay que elevarse por encima de lo particular para acceder a esa comprensión del interés general. Aunque tampoco resulta imprescindible entender que tal interés contradice inevitablemente el particular, porque en última instancia, como dice Hegel, “aunque sin conciencia de ello, el fin universal reside en los fines particulares y se cumple mediante estos”; no son lo mismo, pero aquel emana de estos, y sólo habría auténtica oposición entre el interés general y el particular cuando este último declina hacia el capricho. En suma –seguimos con Hegel–, “un Estado estará bien constituido y será fuerte en sí mismo cuando el interés privado de los ciudadanos esté unido a su fin general y el uno encuentre en el otro su satisfacción y realización”. O bien: “La naturaleza del Estado consiste en la unidad de la voluntad subjetiva y la voluntad universal; la voluntad subjetiva se ha elevado hasta renunciar a su particularismo”. En tal caso, el individuo percibe lo general como un complemento o ampliación de su propio interés personal.

Es en este contexto donde debemos encajar las genuinas posiciones del liberalismo, por ejemplo, esto que, defendiendo el individualismo, sostenía Friedrich A. Hayek: “El reconocimiento del individuo como juez supremo de sus fines, la creencia en que, en lo posible, sus propios fines deben gobernar sus acciones, es lo que constituye la esencia de la posición individualista”. Hay dos motivaciones, pues, que gozan de cierta autonomía, el interés particular y el general, y algo que vincula a ambos, aunque no de una manera mecánica o simple. “En la historia universal –sigue diciendo Hegel– y mediante las acciones de los hombres, surge algo más que lo que ellos se proponen y alcanzan, algo más que lo que ellos saben y quieren inmediatamente. Los hombres satisfacen su interés; pero, al hacerlo, producen algo más, algo que está en lo que hacen, pero que no estaba en su conciencia ni en su intención”.

Esa distinción entre el interés particular y el general ha servido de sustrato a las dos correlativas posiciones políticas que han resultado ser las fundamentales, y que, en su estado puro, se corresponderían, a un lado, con el estricto individualismo, y al otro, con el colectivismo. La dificultad que existe a la hora de entender la manera en que están conectados ambos tipos de interés ha convertido estas dos posiciones políticas en virtualmente irreconciliables. Desde el estricto individualismo (que me permito diferenciar de aquel matizado individualismo que defiende Hayek), el interés particular es soberano, y el interés general no es sino el conglomerado que resulta de la suma de las preferencias de cada individuo; en consecuencia, el Estado sólo debe intervenir como mero coordinador de intereses particulares. Mientras tanto, el colectivismo entiende que el interés general trasciende del que atañe a los individuos, y puesto que es evolutiva y moralmente superior a este, debe, en lo posible, desplazarle y desalojarle. El colectivista, por tanto, demanda del Estado que sustituya con sus funciones a lo que espontáneamente surgiría de los dictados de los intereses particulares, que emanan del egoísmo de cada individuo, y que finalmente deben quedar relegados en aras de aquello que exige el bien común.

Pero ocurre que cuando el colectivista ha tratado de fijar los parámetros de aquello en lo que consiste el bien común, lo ha hecho pasar siempre a través del filtro de una ideología, interfiriendo, retorciendo o interrumpiendo la dirección de las cosas que hubieran señalado los esfuerzos individuales. Y así, obligado como se siente el colectivista a planificar la economía, al tomar sus decisiones, dice Hayek, “tiene que establecer diferencias de mérito entre las necesidades de los diversos individuos. Cuando el Estado tiene que decidir respecto a cuántos cerdos cebar o cuántos autobuses poner en circulación, qué minas de carbón explotar o a qué precio vender el calzado, estas resoluciones no pueden deducirse de principios formales”, y, por tanto, seguros y previsibles, sino responder a criterios arbitrarios. Cuando por ejemplo, y como ha ocurrido recurrentemente en nuestro país, nuestros gobernantes deciden subvencionar la compra de coches, la arbitrariedad de su decisión queda de manifiesto al interferir en las preferencias espontáneas de la gente, que, sin esas trabas o impulsos artificiales, quizás hubiera preferido dirigirse hacia la compra de electrodomésticos o a pagar el importe de una matrícula para ampliar estudios. En el extremo, el colectivista, puesto que sospecha de las preferencias de los individuos, inevitablemente dictadas, según él, por el egoísmo, trata de sustituir la realidad que brota del libre juego de la competencia por aquello que surge del dictado de su ideología. En suma, impone un determinado tipo de preferencias (las que dicta su ideología) a los individuos. Y así nos encontramos, por ejemplo, con el caso que Aristóteles cita de Hipódamo de Mileto, “hombre que tenía la pretensión de no ignorar nada de cuanto existía en la naturaleza”, y que pertrechado con tal prepotencia, con ese falaz antídoto contra los imprevisibles designios que los infinitos intercambios entre individuos van generando, se sentía capaz de planificar hasta el extremo la vida de sus conciudadanos. De manera que imaginó una república ideal que, según informa Aristóteles, “se componía de diez mil ciudadanos, distribuidos en tres clases: artesanos, labradores y defensores de la ciudad, que eran los que hacían uso de las armas. Dividía el territorio en tres partes: una sagrada, otra pública y la tercera poseída individualmente (y asimismo) creía que las leyes no podían tampoco ser más que de tres especies, porque los actos justiciables, en su opinión, sólo pueden proceder de tres cosas: la injuria, el daño y la muerte”. Y así sigue exponiendo el filósofo de Estagira esa visión utópica de Hipódamo, al que podríamos considerar casi supersticiosamente fascinado por el número tres, y acaba advirtiendo: “Indudablemente, cada cual es dueño de crear hipótesis a su gusto, pero no deben tocarse los límites de lo imposible”. “Lo imposible”, lo utópico, acaba inevitablemente surgiendo cuando el planificador pretende sustituir la infinita variedad de posibilidades que genera el libre juego de la oferta y la demanda por su limitada, e inevitablemente prejuiciosa, capacidad de ordenación, que está abocada a toparse en algún momento con “lo posible”, lo que, sobrepasando sus falaces presupuestos, se empeña en entrar en escena en representación de lo real.

Mientras tanto, el individualista puro no reconoce el bien común como una entidad diferenciada de la suma de los intereses particulares, y no demanda del Estado otra función que la de servir de cauce a su buena marcha y mediar en los conflictos que puedan aparecer entre ellos. Pero, como se ha dejado dicho, esto sería así solamente si el individuo fuera un ser autosuficiente y la sociedad, como Rousseau suponía, un artificio. Pero la sociedad, la polis de los griegos, es el destino al que han de ir a parar los esfuerzos y tareas de los individuos. Metafísicamente, pues, la sociedad es anterior al individuo.

Así que la dificultad estribaría en deslindar el área del interés general y acertar en la manera de fijar cuál debe de ser el modo de administrarlo. Y aquí es donde conviene recuperar las conclusiones del liberalismo: es del libre juego de la oferta y la demanda de donde, mientras sea posible, deben emanar las fuerzas vectoriales encargadas de fijar la marcha de la sociedad, y habrá que complementar esas directrices, como el mismo Hayek admite, con la necesaria atención a aquellos aspectos de la vida social a los que no se pueda llegar a través de la libre competencia. ¿Dónde habría que concluir que se ha sobrepasado ese marco fundamentalmente delimitado por el libre intercambio entre los individuos y, consiguientemente, se habría adentrado una sociedad en los derroteros que empujan hacia el totalitarismo? Serviría para delimitar la frontera entre un tipo de sociedad y otro aquello que en 1950 dijo Ayn Rand (polémica minarquista, aunque finalmente admiradora de Aristóteles, ese que decía que la sociedad es anterior al individuo):  "Cuando adviertas que para producir necesitas obtener autorización de quienes no producen nada; cuando compruebes que el dinero fluye hacia quienes no trafican con bienes sino con favores; cuando percibas que muchos se hacen ricos por el soborno y por influencias más que por su trabajo, y que las leyes no te protegen contra ellos sino, por el contrario, son ellos los que están protegidos contra ti; cuando descubras que la corrupción es recompensada y la honradez se convierte en un auto-sacrificio, entonces podrás afirmar, sin temor a equivocarte, que tu sociedad está condenada". Palabras que, de paso, pueden ayudarnos a valorar qué tipo de Estado tenemos hoy los españoles.

miércoles, 10 de julio de 2013

La libertad del individuo, fundamento de nuestra civilización

No parece que se pueda dudar, Don John, de que las naciones necesitan, para prosperar, del entorno de seguridad que garantizan sus fuerzas armadas. Incluso es un hecho que muchos de los avances científicos y técnicos tienen su origen en investigaciones que primero se desarrollaron en el ámbito de la  industria bélica. Pero la raíz última de la revolución científica y tecnológica, y consiguientemente económica, que hoy sustenta nuestro modo de vida creo que hay que buscarla en otro lado; concretamente, en el trascendental cambio de perspectiva sobre las cosas que tuvo lugar en el Renacimiento. Algo, pues, que antecede en siglos al liberalismo de los siglos XVIII y XIX, pero con lo que este puede engarzar y tratar como sus precedentes.

Lo que fundamentalmente emergió con el Renacimiento fue el individuo, el individuo como ser libre. Los rasgos esenciales de aquel individualismo (palabra que hoy parece tener sólo acepciones negativas) son, según dice Friedrich A. Hayek, Premio Nobel de Economía en 1974, en “Camino de servidumbre” (que podemos considerar el texto canónico del liberalismo actual): “El respeto por el hombre individual qua hombre, es decir, el reconocimiento de sus propias opiniones y gustos como supremos en su propia esfera (…), y la creencia en que es deseable que los hombres puedan desarrollar sus propias dotes e inclinaciones individuales”. Dice asimismo Hayek que, partiendo de la Edad Media, “la transformación gradual de un sistema organizado rígidamente en jerarquías en otro donde los hombres pudieran, al menos, intentar la forja de su propia vida, donde el hombre ganó la oportunidad de conocer y elegir entre diferentes formas de vida, está asociada estrechamente con el desarrollo del comercio”.

Fue la irrupción de la libertad, es decir, la posibilidad de que el hombre en cuanto individuo empezara a tomar en sus manos su propio destino, lo que originalmente desencadenó todo el potencial de creatividad y de laboriosidad que hizo eclosión en el Renacimiento. A su vez, fue la vigorosa actividad comercial que en las ciudades italianas del siglo XV se desarrolló como consecuencia de esa productividad emergente, el siguiente paso que se dio hacia la conformación de lo que habría de ser la civilización occidental. Y en fin, totalmente vinculado con la liberación de ese potencial de creatividad que trajeron consigo los nuevos valores, empezó a tener lugar el grandioso desarrollo de la ciencia que, de entonces acá, ha cambiado totalmente la manera de estar en el mundo del hombre. “Sólo cuando la libertad industrial –dice también Hayek– abrió la vía al libre uso del nuevo conocimiento, sólo cuando todo pudo ser intentado –si se encontraba a alguien capaz de sostenerlo a su propio riesgo– y, debe añadirse, no a través de las autoridades oficialmente encargadas del cultivo del saber, la ciencia hizo los progresos que en los últimos ciento cincuenta años han cambiado la faz del mundo” (escribía esto al finalizar la Segunda Guerra Mundial). La libre competencia, la ley de la oferta y la demanda, fue el ámbito económico en el que pudo desenvolverse esa libertad, aunque la complejidad que fue adquiriendo la vida social y económica hizo que el estado asumiera las necesarias funciones destinadas a garantizar que esa libre competencia no fuera perturbada por actuaciones fraudulentas o abusivas, así como otras funciones que tienen por objeto la realización de servicios sociales a los que tampoco alcanza el juego de la libre competencia. El tosco principio del laissez-faire es desechado decididamente por el liberalismo actual, que es consciente de la complejidad de la sociedad.

Creo que se puede situar en Rousseau, cuando abogaba por el triunfo de la “voluntad general”, el nacimiento de un movimiento de reacción contra esta libertad individual que se abría paso a través de la modernidad. Movimiento que encontró su plena madurez en los totalitarismos de izquierda y de derecha que dejaron su trágica impronta a lo largo del siglo XX. Benito Mussolini que, procediendo del socialismo, fundó el fascismo, hizo precisamente esta aseveración: “Fuimos los primeros en afirmar que conforme la civilización asume formas más complejas, más tiene que restringirse la libertad del individuo”. Más allá de las aparentes discrepancias entre fascismo y comunismo, Hayek resalta que ambos compartían el objetivo de sustituir la libertad individual por la planificación centralizada de la vida de la sociedad, partiendo de la que más directamente afecta a la economía. Todo en aras de una abstracción, la clase obrera, la raza aria, la nación… que permitía superponer el producto de una ideología a lo que naturalmente emana de las relaciones e intercambios entre hombres libres. El mismo Hitler dijo en un discurso, en 1941, que “fundamentalmente nacionalsocialismo y marxismo son la misma cosa”.
 
Pero el fascismo, el nazismo o el comunismo no fueron regímenes políticos surgidos de la nada, ajenos al desvío de su trayectoria por el que estaba deslizándose nuestra civilización: “Hemos abandonado progresivamente aquella libertad en materia económica sin la cual jamás existió en el pasado libertad personal ni política –confirma Hayek–. Aunque algunos de los mayores pensadores políticos del siglo XIX, como De Tocqueville y lord Acton, nos advirtieron que el socialismo significa esclavitud, hemos marchado constantemente en la dirección del socialismo”. Los totalitarismos explícitos sólo han sido “el paso decisivo en la ruina de aquella civilización que el hombre moderno vino construyendo desde la época del Renacimiento, y que era, sobre todo, una civilización individualista”; pero no la expresión única de nuestro actual extravío colectivo. En general, lo que hemos ido haciendo es sustituir la libre competencia que servía de expresión a las potencialidades del individuo por la planificación de la economía y de la vida por parte del estado (Hayek lamenta que una palabra tan cargada de sentido común como “planificación” se la hayan apropiado quienes con ella lo que pretenden es suprimir la libre competencia, en la que oferta y demanda buscan el punto en el que han de encontrarse).

Las variaciones en los precios de las cosas o en las cantidades de las mercancías que circulan en una sociedad que artificialmente genera la intervención del estado en la economía, así como la política fiscal y de subvenciones que altera asimismo el camino trazado por la libre competencia, privan a esta de su facultad para realizar una efectiva coordinación de los esfuerzos individuales, porque precios y mercancías disponibles dejan de suministrar una guía eficaz para la acción del individuo. Esta es la raíz de las burbujas inmobiliaria y financiera que están en el origen inmediato de la crisis actual: los inmuebles y los créditos dejaron de estar sometidos a la ley de la oferta y la demanda debido a las intervenciones públicas. Y en fin, concluye Hayek, “lo que en realidad une a los socialistas de la izquierda y la derecha es esta común hostilidad a la competencia y su común deseo de reemplazarla por una economía dirigida”.

La planificación nunca podrá prever todos los flujos que genera la economía de una sociedad. Comenta Nassim Nicholas Taleb, el creador de la teoría de los Cisnes Negros, que “para Hayek, una auténtica previsión se hace por medio de un sistema no por decreto. Una única institución, por ejemplo, el planificador central, no puede agregar los conocimientos precisos: faltarán muchos fragmentos importantes de información. Pero la sociedad en su conjunto podrá integrar en su funcionamiento estas múltiples piezas de información”. Quien pretenda sustituir la ley de la oferta y la demanda por la planificación sobreestima su capacidad para entender los sutiles cambios que acontecen en el mundo, así como la importancia que hay que dar a cada uno de ellos; y, en suma, estará tergiversando, y consiguientemente destruyendo, la intrincada y delicada red de intercambios que conforma y sustenta la economía y la vida de una sociedad.

Así pues, amigo John, yo creo que es la competencia, el libre juego de la oferta y la demanda lo que debe regir la marcha de la economía y de las relaciones humanas (y ya que estamos en un país tan estrafalario como el nuestro, habrá que decir que incluso el idioma que debe de hablarse en una sociedad). La función del estado ha de limitarse a garantizar que esa competencia se desarrolle dentro de un marco legal y confiable, y a intervenir exclusivamente en aquellas parcelas de la sociedad a las que no alcance ese juego en el que uno desarrolla un esfuerzo y recibe a cambio un precio (que la competencia ha de fijar) por ello. Las ideologías colectivistas pretenden que al eliminar el mecanismo de la oferta y la demanda para sustituirlo por la planificación, están suprimiendo el egoísmo en la actividad económica y sustituyéndolo por el interés general, pero lo que hacen en realidad es destruir el motor que pone en marcha la productividad y deshaciendo la intrincada red económica y social que sólo es capaz de diseñar y mantener la libre competencia.

lunes, 1 de julio de 2013

Nuestra aversión a la incertidumbre (y alguna funesta consecuencia, por ejemplo, para UPyD)

Daniel Kahneman es un psicólogo con doble nacionalidad, norteamericana e israelí, al que curiosamente le concedieron el Premio Nobel de Economía, junto a Vernon Smith, “por haber integrado aspectos de la investigación psicológica en la ciencia económica, especialmente en lo que respecta al juicio humano y la toma de decisiones bajo incertidumbre”. La principal contribución de Kahneman a la ciencia económica consiste en el desarrollo, junto a Amos Tversky, también psicólogo e israelí, de la denominada teoría de las perspectivas, según la cual los individuos toman decisiones, en entornos de incertidumbre y que comportan riesgo, que se apartan de los principios básicos de la probabilidad, es decir, de la adecuada y proporcional valoración de los riesgos. A este tipo de decisiones lo denominaron “atajos heurísticos”, y en ellas tiene mayor influencia el miedo a la pérdida que el deseo de ganancia. Lo cual lleva a situaciones tan curiosas como la siguiente: si una persona, al salir de su trabajo y camino de su casa, se encuentra un billete de 50 euros y antes de llegar a casa, asimismo, lo pierde, el disgusto por esta pérdida resultará que es mayor que la alegría por aquel encuentro; por tanto, al llegar a casa, tras sumar alegrías y restar disgustos, el resultado no será neutro, como parecería lógico, sino que se irá a la cama disgustado. El problema, pues, se ha generado a la hora de escoger un punto de referencia a partir del cual dividir sus perspectivas, punto que resulta ser asimétrico: la alegría por encontrarse dinero se equipararía con el disgusto por perderlo sólo, por ejemplo, si uno se encuentra 50 euros y nada más pierde 35 (aunque algunos estudios sugieren que las pérdidas son el doble de poderosas, psicológicamente, que las ganancias a la hora de tomar una decisión). Todo lo cual indica que tenemos, de partida, como género humano, aversión por las pérdidas, eso que nuestro refranero registra con el dicho de que “más vale malo conocido que bueno por conocer”.

 
El caso es que este es un asunto que admite transitar hacia mayores profundidades, en las que van apareciendo interesantes variaciones que amplían los términos de la cuestión. Por ejemplo: parece que nuestra necesidad de contar con referencias en las que apoyar nuestra respuesta a situaciones de incertidumbre o riesgo nos puede llevar muy lejos de lo que la estricta racionalidad daría de paso. Kahneman y Tversky, en uno de sus experimentos, pedían a los sujetos que hicieran funcionar una rueda de la fortuna de esas que existen en los casinos. Después de que la rueda se parara en un número (que, evidentemente, resultaba aleatorio), se les pedía que calcularan a ojo de buen cubero el número de países africanos que había en las Naciones Unidas. Quienes habían sacado un número bajo en la rueda decían una cantidad pequeña, y los que sacaban un número alto hacían un cálculo superior. En suma, ante situaciones de incertidumbre, no esperamos a que la racionalidad o la experiencia nos ayuden a generar una respuesta, sino que echamos mano de cualquier referencia que el ambiente pueda perentoriamente darnos y nos apoyamos, a veces temerariamente, en ella. Buscamos, pues, en el entorno alguna señal a la que vincular nuestra necesidad de respuestas y, aunque esa asociación sea irracional o supersticiosa, nos apoyamos en ella antes que mantenernos en la incertidumbre. Así que tenemos aversión desproporcionada no sólo por las pérdidas sino, en general, por la incertidumbre o lo que conlleva riesgo.

Probablemente, creo yo, haya en esa necesidad de buscar referencias algunas diferencias según sea el grado de madurez que haya alcanzado el sujeto. Personas especialmente inmaduras en su desarrollo intelectual y afectivo manifiestan, por ejemplo, problemas de ecolalia, en los que su respuesta a las preguntas de un interlocutor se limita a repetir la pregunta o las últimas palabras de la pregunta; es lo único que se sienten capaces de responder. Es decir, no disponen de otra referencia de la que echar mano para responder que la pregunta misma, y a ella se aferran. El recurso al que recurrían los sujetos experimentales de Kahneman y Tversky para calcular el número de países africanos podríamos, en ese mismo sentido aunque evolutivamente un poco por encima de la ecolalia, asimilarlo a la superstición, que seguramente interviene en nuestras decisiones mucho más de lo que pensamos, pero que no agotaría ni resultaría definitivo a la hora de valorar nuestras posibles respuestas a las situaciones de incertidumbre, las cuales podrían ir siendo más o menos racionales también en función del grado de madurez alcanzado.

Hasta aquí pretendo que queden más o menos expuestos los términos de la solución. A partir de aquí, y así aprovechamos, intentaremos enunciar los propios del problema que pretendemos abordar.

Hoy vivimos en España una clara situación de incertidumbre: no sólo la crisis económica, también la institucional y la de nuestra estructuración territorial, así como la falta de credibilidad que transmiten los partidos políticos tradicionales, que han demostrado estar más interesados en mantener sus chiringuitos que en arreglar los problemas de la ciudadanía; añadamos la corrupción, incluyendo la falta de independencia del poder judicial, que impide afrontar la lucha contra ella con unas mínimas garantías, el despilfarro en el gasto público… En UPyD pensamos que todo ello debería favorecer decididamente la transición hacía otras formas de respuesta a los problemas económicos y de organización del estado, y consiguientemente hacia la emergencia clara de alternativas políticas, entre las cuales, la de UPyD sería, precisamente, una ellas. Incluso pensamos que, hoy por hoy, es la fuerza política más sensata del panorama político, por no decir la única. UPyD, efectivamente, está creciendo, pero ni mucho menos lo suficiente como para contrarrestar la inquietante sensación de que lo que en el horizonte aguarda puede ser aún peor que lo que hoy tenemos. Cuando nos estamos jugando, pues, el superar una situación catastrófica que, a pesar de algunos espejismos coyunturales, sigue empeorando y que está lastrando gravemente la vida de grandes sectores de la población, especialmente la de nuestros jóvenes, ¿por qué cuesta tanto que la racionalidad pueda abrirse paso?

La respuesta bien podría ser la que nos brindan los experimentos de Kahneman y Tversky: por un lado, la ganancia que promete UPyD no llega a contrarrestar el miedo a la pérdida que conlleva prescindir de las referencias mejor conocidas. Uno, cuando a la hora de valorar sus opciones deja intervenir a su parte racional, puede estar de acuerdo en que las propuestas de UPyD son más consistentes, si de afrontar nuestros problemas con garantía se trata, pero que un partido así pueda llegar a ser decisivo, ¿no sería como dar un salto en el vacío? El miedo a la pérdida puede, de un modo mayoritario todavía, más que la posibilidad de salir ganando.

Y por otro lado, UPyD es una fuerza suficientemente desconocida todavía como para que la opinión pública se sienta aún a falta de referencias sólidas en las que apoyarse a ese respecto. Y el mismo miedo al riesgo que supone apoyar algo nuevo, sustentado a veces en la mala fe de algunos, ha ido emitiendo unas referencias tan poco razonables como perversas que impiden que UPyD crezca lo que debería. Una de esas referencias que cuenta con predicamento es  que “UPyD es como los demás: cuando sus candidatos pisen moqueta, serán igual de corruptos”, desechando el dato de que proponemos medidas concretas que garantizarían la lucha contra la corrupción. Otro mantra que, como el de la rueda de la fortuna de aquellos sujetos experimentales que antes citábamos, tira irracionalmente de la opinión pública en contra de UPyD, es el de que “UPyD es un proyecto personalista de Rosa Díez, que es una persona egocéntrica sin otros intereses que el de saciar su vanidad y sus ansias de poder” (un mantra este muy avalado por Rajoy, a juzgar por cómo trata a nuestra líder en el Parlamento).

En resumen, fundamentados en ese tipo de recursos que anteceden a la aparición de la racionalidad y de la ponderada valoración de las expectativas, el miedo a la pérdida y la aversión por la incertidumbre pueden llegar a tener entidad suficiente como para que acabemos perdiendo aún mucho más y nos aboquemos a una situación de incertidumbre y riesgo aún mayor que la actual.