sábado, 25 de junio de 2011

¿Y SI NUESTRAS TENDENCIAS PROFUNDAS SALIERAN A LA LUZ (A LA PUERTA) DEL SOL?

(PUBLICADO EN "EL CORREO DE BURGOS" EL 4 DE AGOSTO DE 2011)
Vivir es ir abriéndose paso hacia lo decepcionante. Me gustan, como siempre, las melancólicas, pero humorísticas, maneras de decirlo de Cioran, como ésta, que parece el registro de una pura contingencia, de un estado de ánimo cazado al vuelo: “Hace un rato, queriendo profundizar un tema serio y no lográndolo, me acosté. Con frecuencia mis proyectos me han conducido a la cama, término predestinado de mis ambiciones”. Cuando descubrimos que la realidad nunca va a estar a la altura de nuestros deseos, hemos madurado. Mejor dicho, hemos dado el primer paso hacia la madurez; el definitivo consiste en atreverse a seguir adelante una vez que hemos comprobado que no vamos a ningún sitio (a ningún sitio predeterminado). Vicente, esta cita de Nietzsche parece especialmente escrita para ti: “Debemos experimentar en nosotros el nihilismo para llegar a comprender cuál era el verdadero valor (…) Éste (el nihilismo) es solamente un estado de transición”. Decía también que “El hombre nunca se eleva a mayor altura que cuando ignora hacia dónde puede llevarle todavía su destino”, es decir, su resolución de seguir adelante. No es fácil (no hay que engañarse) entender esto; o aceptarlo; o saber que no se está abogando aquí por vivir una vida sin rumbo, sin motivaciones y entregada al azar, en la medida en que no parece haber para ella, según lo dicho, una finalidad objetiva, válida en sí misma, que venga obligatoriamente a servir de reparación a las insuficiencias que alimentan y ponen en marcha esa vida. Sólo se está diciendo que madurar es decidirse a vivir sabiendo que no existe la utopía, que hay que dejar atrás la infancia, el pensamiento mágico, la suposición de que, como se dice en ese superventas del género literario infantil, que lleva ya tropecientas ediciones, “El secreto”, de Rhonda Byrne, basta con desear algo con mucha fuerza para que el deseo se haga realidad. Madurar es, por el contrario, aceptar que (sigamos con Nietzsche) “en última instancia lo que amamos es nuestro deseo, no lo deseado”; y también que “amamos la vida no porque estemos acostumbrados a vivir, sino porque estamos acostumbrados a amar”. Pero eso exige despedirse de nuestras expectativas infantiles y atreverse a pasar a la otra orilla, la de la madurez. “Yo amo –aún sigue diciendo Nietzsche por boca de Zaratustra– a quienes no saben vivir de otro modo que hundiéndose en su ocaso, pues ellos son los que pasan al otro lado”.


Capítulo dos. En principio, no tengo casi nada que objetar: los hombres somos seres racionales. Pero si nos ponemos estrictos habremos de matizar esa afirmación y concluir que la razón auténtica, la que se pone al servicio de la verdad, es una conquista de nuestras decepciones, que son las que nos ponen en contacto con la realidad (lo que hay, no lo que quisiéramos que hubiera). Volvamos a Cioran: “De todo lo que nos hace sufrir, nada tanto como la decepción nos produce la sensación de que alcanzamos por fin lo Verdadero”. Antes de la decepción (después, cuando decidimos seguir adelante, también, pero de otra manera, conscientemente), todo lo que parece que razonamos está contenido en un molde hecho de mitología. Carl Gustav Jung diría que de arquetipos, y la razón sería, por tanto, una mera superestructura (“racionalización”) del inconsciente; Ortega y Gasset diría que de creencias, lo cual nos disculparía de la necesidad de emplear la razón en tener ideas. No necesariamente esas dos cosas, razones y mitos, ideas y creencias, nos empujan a sus depositarios en direcciones contrapuestas: creo que uno puede cultivar pensamientos muy elaborados y perfectamente razonados, y hacerlos vitalmente compatibles con nuestro ser profundo o primario, que es otra cosa que razón (mito, arquetipo, creencia). Alcanzada la madurez, esos arquetipos o creencias funcionan como principios morales o imperativos categóricos, y la razón puede situarse perfectamente en su prolongación o estela. Pero si ese ser profundo no ha salido de la etapa infantil, de la etapa del pensamiento mágico, los razonamientos puede que sólo sean una coartada, una manera de vestir esas otras tendencias más profundas, y acaban no valiendo sino para dar una pátina de civilidad a bulliciosos instintos cuya evolución quedó interrumpida en aquella fase infantil, y que, así enmascarados, se cuelan mejor por los resquicios de nuestro comportamiento (lo siento, pero no es éste sitio para explicarse más a fondo).


Capítulo tres. Trataré de ejemplificar lo que quiero decir, copiando el trozo final de un texto redactado por los indignados de la Puerta del Sol:

“Debemos extender, por tanto, el principio de liberación colectiva que nos ha permitido apropiarnos de Sol a todo Madrid, a todos sus espacios y lugares desaprovechados que la economía malogra y los políticos olvidan. Las plazas se han de convertir en espacios para hacer política sin políticos. Tenemos todo el derecho de reunión y de manifestación en las plazas públicas, ya que éstas son propiedad del pueblo, por ello, al igual que se ha producido en Sol de forma instintiva, las plazas han de ser espacios sin dinero, sin dirigentes y sin mercaderes, son el germen de un nuevo mundo y el único poder que reconocen es el de la asamblea de su barrio o pueblo. Pero que ese deseo de liberación no se quede ahí (…) Hacia la proclamación de la Comuna de Madrid. Todo el poder a las asambleas. ¡Lo queremos todo y lo queremos ahora!”.

La aludida Comuna de Madrid hace evidente referencia a su pretendida homóloga, la Comuna de París de 1871, un movimiento insurreccional que reivindican como propio tanto los comunistas marxistas como los anarquistas y en el que gente desesperada se rebeló contra el Estado francés. La insurrección (violenta) duró dos meses, durante los cuales, el poder político pasó a manos de la Comuna, que no era sino expresión de las asambleas locales (repudiaban, también aquellos revolucionarios, el parlamentarismo), y acabó con un saldo de 30.000 muertos en los combates con el Gobierno, cuando éste decidió poner fin a la situación de rebeldía. La Comuna de París reverberó en el nuevamente parisino Mayo del 68 y ha pasado a convertirse en una efeméride a celebrar por todos aquellos que aspiran a ver realizada la utopía social comunista o anarquista, es decir, por aquellos que han trasladado al ámbito político los principios que Rhonda Byrne ha dejado enunciados en su citado superventas infanto-juvenil.


Capítulo cuatro: conclusiones. Madurar en política es aceptar el principio de realidad, aceptar que esa realidad es y seguirá siendo decepcionante, y que no se la puede impunemente arrollar manifestando que “¡lo queremos todo y lo queremos ahora!”, consigna que decididamente harían propia todas las multitudes analizadas en el artículo anterior. Lo cual no quiere decir, ni mucho menos, que debamos conformarnos con lo que hay, especialmente cuando, como ocurre en España y ya tiene dicho Rosa Díez, “estamos tocando fondo”. Pero ya es hora de ir enterándose: el movimiento 15-M ha derivado hacia el extraparlamentarismo y hacia métodos que desprecian el estado de derecho y que, soterrado en buena parte todavía, contienen un alto potencial de violencia. Si quienes pretendemos regenerar la vida política de este país (que, insistamos en ello, ha tocado fondo) por métodos democráticos y parlamentarios hemos de encontrarnos con algunos sectores del movimiento 15-M, será con aquellos que demuestren haber superado la fase infanto-juvenil de encandilamiento con el pensamiento utópico. A los demás, a los nostálgicos de la Comuna de París, les acabaremos teniendo, les estamos teniendo ya, en la (ojalá que no demasiado virulenta) barricada de enfrente.

sábado, 18 de junio de 2011

PSICOSOCIOLOGÍA DEL INDIGNADO FETÉN

Cuando caímos en este mundo, todos traíamos con nosotros, en su forma incipiente, la sensación de que hubiéramos merecido algo mejor. O dicho en negativo: sentimos que algún pecado debimos cometer antes para acabar cayendo aquí, en este lacrimoso valle. Desde entonces (desde siempre) nuestra relación con el mundo, con la realidad, ha sido dificultosa. La civilización ha sido el instrumento a través del cual hemos ido atemperando nuestros conflictos con ella; a esto es a lo que Freud llamaba, precisamente, “principio de realidad”, que cuando nuestra inadaptabilidad se sesga hacia el delirio persecutorio (en vez de hacia el delirio de culpabilidad, conceptos de los que hablamos hace un par de artículos), nos exige añadir a las capas profundas (infantiles) de nuestra personalidad otra más, que en su fase menos elaborada es simple tolerancia a la frustración, y en las más elaboradas, hace que se vayan rellenando los espacios entre el deseo y la satisfacción con todos esos productos que denominamos “cultura”, de una forma semejante a como un árbol rellena el camino hacia su objetivo, el fruto, con toda la frondosidad de que, dilatado en el tiempo, le hace capaz su impulso hacia él.

Dejaremos a un lado la línea evolutiva que nace en el delirio de culpabilidad. Dentro del proceso que nace en el delirio persecutorio, la personalidad infantil se caracteriza por la impulsividad, la excitabilidad, la versatilidad, la irresponsabilidad… Si tratamos de unificar todos esos caracteres, valdría decir que el niño es incapaz de aceptar el aplazamiento, la distancia que la realidad impone entre el deseo y la satisfacción; considera algo así como una “injusticia” que el mundo no se comporte de acuerdo con sus deseos, y, en términos politicoides, podríamos decir que él, por su parte, se conduce como si la utopía fuese posible ya mismo. Al proceso adaptativo que lleva a aceptar que entre el deseo y su satisfacción medie la acción dilatoria que ejerce la realidad, Carl Gustav Jung lo llama “proceso de individuación”. Gustave le Bon y Sigmund Freud, titulan de la misma forma, “Psicología de las masas”, los respectivos textos en los que estudian el modo en que la personalidad infantil se refugia y vuelve a asomar en el comportamiento propio de las multitudes (si no los que más, estos dos libros están entre los que más notoriedad han adquirido de todos los que han tratado temas de psicología social).

Una multitud es un organismo viviente dotado de un alma común a todos los individuos que la componen, que –dice Le Bon– les hace a éstos “sentir, pensar y obrar de una manera por completo distinta a como sentiría, pensaría y obraría cada uno de ellos aisladamente”. En la multitud, por tanto, se tienden a borrar las adquisiciones individuales (las que se deducen del “proceso de individuación”), despareciendo así la personalidad de cada uno de los que la integran, e irrumpiendo alternativamente la uniforme base inconsciente (infantil) común a todos. Continúa Le Bon: “La desaparición de la personalidad consciente, el predominio de la personalidad inconsciente, la orientación de los sentimientos y de las ideas en igual sentido, por sugestión y contagio, y la tendencia a transformar inmediatamente en actos las ideas sugeridas, son los principales caracteres del individuo integrado en una multitud. Perdidos todos sus rasgos personales, pasa a convertirse en un autómata sin voluntad”. Y viene a concluir: “Por el solo hecho de formar parte de una multitud desciende, pues, el hombre varios escalones en la escala de la civilización. Aislado, era quizá un individuo culto; en multitud, un bárbaro. Tiene la espontaneidad, la violencia, la ferocidad y también los entusiasmos y los heroísmos de los seres primitivos”.

“La multitud es impulsiva, versátil e irritable –dice Freud por su parte, glosando las ideas de Le Bon– y se deja guiar casi exclusivamente por lo inconsciente”, es decir, por aquellos impulsos infantiles que arriba veíamos que se originan en el delirio persecutorio y que empujan hacia la imposible realización inmediata del deseo. “Abriga un sentimiento de omnipotencia –prosigue Freud–. La noción de lo imposible no existe para el individuo que forma parte de una multitud”. Ésta, por tanto, carece del sentido crítico necesario para diferenciar entre lo deseable y lo posible, se comporta como un niño malcriado que no tolera que le contradigan. No admite matizaciones y tiende a la exaltación y a la crispación cuando frente a ella se interpone algún obstáculo. “Las multitudes no han conocido jamás la sed de la verdad. Piden ilusiones a las cuales no pueden renunciar (…) Tienen una visible tendencia a no hacer distinción entre (lo real y lo irreal) (…) como sucede en el sueño y en la hipnosis, la prueba por la realidad sucumbe, en la actividad anímica de la masa, a la energía de los deseos cargados de afectividad”.

“Las multitudes llegan rápidamente a lo extremo –seguimos con Freud–. La sospecha enunciada se transforma ipso facto en indiscutible evidencia. Un principio de antipatía pasa a constituir en segundos un odio feroz”. Puesto que, como en los niños, las emociones se superponen al raciocinio, es inútil, frente a ellas, argumentar lógicamente. Por el contrario, tienden a traducir esas emociones en consignas simples y repetitivas, sustentadas en una mínima (y a menudo contradictoria) dosis de argumentos racionales.

Una adquisición fundamental del proceso de individuación son los frenos al impulso que impone la moralidad; algo que tiende a desaparecer en el infantilizado comportamiento de las multitudes. Así lo entiende Freud: “(…) (Respecto de la moralidad de las multitudes) en la reunión de los individuos integrados en una masa desaparecen todas las inhibiciones individuales, mientras que todos los instintos crueles, brutales y destructores, residuos de épocas primitivas, latentes en el individuo, despiertan y buscan su libre satisfacción”.

Los dos principios dinámicos en los que se fundamentaría la psicología de las multitudes serían la inhibición de la función intelectual y la intensificación de la afectividad. Cuanto más groseras y elementales sean las emociones, más probabilidades presentan de propagarse por contagio entre la masa, cuyo número da al individuo la impresión de un poder ilimitado. Por ello, resulta peligroso ser, frente a ella, individuo aislado que, si se rinde a su influencia, se comportará, dice Freud, de esta manera: “para garantizar la propia seguridad deberá cada uno seguir el ejemplo que observa en derredor suyo, e incluso, si es preciso, llegar a ‘aullar con los lobos’ ”. Así quedaría explicada, en buena medida, la característica sugestibilidad o capacidad de contagio propia de la masa. Ésta “se comporta, pues, como un niño mal educado o como un salvaje apasionado y no vigilado en una situación que no le es familiar. En los casos más graves se conduce más bien como un rebaño de animales salvajes que como una reunión de seres humanos”.

Bien, pues partiendo de todos estos presupuestos teóricos, no creo que nos resulte muy difícil encontrar la vía por la que podamos llegar a vincularlos al análisis de nuestra inquietante actualidad. Éste sería un posible argumento mediador: a partir de algún momento, la constitución de grupos de personas en las que eventualmente predomina la sensatez, la reflexión y la contención, puede llegar a derivar en la formación de una masa humana con las peculiaridades en su comportamiento propias de ese organismo colectivo al que Le Bon y Freud aplican toda su sabiduría psicológica. ¿Cuál podríamos escoger como momento en el que la sensatez transita hacia el infantilismo? Pues aquel en el que las demandas de la multitud se impregnan de utopismo, en desprecio del principio de realidad, que, en una sociedad democrática, podríamos hacer equivalente al principio de legalidad.

Desde hace tiempo tenemos en España un ejemplo muy destacado de comportamiento multitudinario infantil: el de los bagaudas batasunos, entre los cuales lo emocional ha desplazado a lo racional, no admiten un no a sus exigencias, la individualidad ha quedado desplazada por la sensación de pertenencia al cuerpo místico, tienen localizado al enemigo que les impide el acceso a su paraíso utópico y dirigen contra él toda la violencia de que les hace capaces su (infantil) frustración, no hay freno moral que se contraponga a sus pretensiones, dividen al mundo en dos bandos perfectamente definidos: amigos y enemigos, y desprecian totalmente el principio de realidad (legalidad).

¿Hay más ejemplos en la España actual de este tipo de comportamiento multitudinario?

Mañana, 19 de junio, se va a llevar a cabo en Madrid una manifestación convocada por el movimiento 15-M, algunos de cuyos miembros todavía piensan que es un movimiento intrínsecamente pacifista. Uno de los seis convocantes de la manifestación es Ángeles Maestro, que en 2005 concurrió en las elecciones europeas como número 5 de Iniciativa Internacionalista-La Solidaridad entre los Pueblos, marca que fue avalada por Batasuna-ETA. Maestro siempre ha destacado por su cercanía y simpatía con el entorno proetarra, ya fuera pidiendo el voto para el Partido Comunista de las Tierras Vascas o participando en actos batasunos. Otro de los convocantes es Aitor Otaduy, también cercano al ambiente proetarra, miembro del partido Izquierda Castellana y de la Coordinadora Antifascista, formada por distintos grupos de extrema izquierda y que, como los castellanos sabemos, ha destacado por los altercados que ha protagonizado. También fue en las listas para las elecciones europeas, al igual que Maestro.

¡Vaya por Dios!, me ha vuelto a pasar otra vez: ya no me queda espacio para vincular las premisas de este silogismo y extraer las conclusiones. Así que las dejo al buen criterio de quien haya tenido la paciencia de leerme hasta aquí.

sábado, 11 de junio de 2011

CATORCE DÍAS DE FELICIDAD

Abderramán III debería haber sido feliz. Tuvo todo el poder en la España musulmana del siglo X, a lo largo de 50 de los 70 años que vivió; 32 de ellos, como califa. Residía en Córdoba, la ciudad más deslumbrante de su tiempo, con un millón de habitantes (pocos de ellos analfabetos), 70 bibliotecas creadas por él mismo, y el foco desde el que se irradiaba la más alta civilización del mundo de aquel entonces. Para su solaz, además de para dirigir desde allí los destinos de al-Ándalus, construyó la ciudad palatina de Medina Azahara, un auténtico paraíso terrenal. No se privó de ningún placer. El éxito le acompañó tanto en sus empresas militares como en las personales, aunque entre aquéllas no lograra incluir la definitiva derrota de los reinos cristianos del Norte. Pese a todo, al final de sus días escribió: “He reinado más de cincuenta años, en victoria o paz. Amado por mis súbditos, temido por mis enemigos y respetado por mis aliados. Riquezas y honores, poder y placeres, aguardaron mi llamada para acudir de inmediato. No existe terrena bendición que me haya sido esquiva. En esta situación, he anotado diligentemente los días de pura y auténtica felicidad que he disfrutado: suman catorce. Ni uno más, ni uno menos”.

“La felicidad –decía Ortega– es la coincidencia de nuestro yo con las circunstancias”. ¿Qué otras circunstancias pueden serle más favorables al yo que aquéllas que el primer califa de al-Ándalus disfrutó? Si aun así la felicidad no llega, ¿qué es lo que lo impide? ¿Es realmente posible alcanzar la felicidad? El mismo Ortega lo niega: “Es el hombre el único ser infeliz, constitutivamente infeliz. Mas, por lo mismo, está lleno todo él de ansia de felicidad. Todo lo que el hombre hace lo hace para ser feliz. Y como la Naturaleza no se lo permite, en vez de adaptarse a ella como los demás animales, se esfuerza milenio tras milenio en adaptar a él la Naturaleza, en crear con los materiales de ésta un mundo nuevo que coincida con él, que realice sus deseos”. Los hombres, pues, no estaríamos destinados a ser felices, sino sólo a pretenderlo. Nunca llegarán a coincidir del todo el yo y las circunstancias; como también dijo Sören Kierkegaard, “el individuo es algo inconmensurable con la realidad”. Heinrich von Kleist, escritor romántico, vino a decir lo mismo en una de las cartas que escribió a su hermana: “Soy un hombre inexpresable”, un hombre, pues, incapaz de encontrar en la realidad elementos con los que vestir su mundo interior. Algo que finalmente tuvo para Kleist efectos dramáticos: a los treinta y cuatro años se suicidó. Ya había explicado a su hermana en otra carta que “ser poca cosa sólo duele en el mundo, fuera de él no duele”.

Algo buscamos en la vida que no acabamos de encontrar en el mundo. “El hombre es un sistema de deseos imposibles en este mundo”, vuelve a decir Ortega. Después de tantas andanzas y tantos esfuerzos, Don Quijote, a punto de aceptar las limitaciones que el mundo impone, al final de su periplo aventurero, confesaba a su escudero: “Yo hasta agora no sé lo que conquisto a fuerza de mis trabajos”. Nietzsche se permitía generalizar esa misma descorazonada conclusión del hidalgo manchego: “No alcanzamos la esfera en que hemos situado nuestros valores, con lo cual (…) estamos cansados, porque hemos perdido el impulso principal. ‘¡Todo ha sido inútil hasta ahora!’ ”. El autor del Libro de Job deja constancia en la Biblia de esa búsqueda infructuosa que llevamos a cabo: “¿Dónde se encuentra la sabiduría? ¿Cuál es la sede de la inteligencia? El hombre ignora su precio, no la puede encontrar en este mundo. El abismo dice: ‘No está en mí’, y el mar: ‘No está conmigo’ ”. Y puesto que a eso que buscamos lo llamaba Dios, dice también:

“Mas voy a oriente y no está allí,
a occidente, y no doy con Él.
Lo busco en el norte y no lo encuentro,
en el sur, y no alcanzo a verlo”

Don Quijote, al poco de abismarse en este tipo de reflexiones, regresó a la cordura, aceptó que aquello a lo que aspiramos es una quimera inalcanzable, se adaptó al mundo que efectivamente hay… a costa de empezar a deslizarse por el plano inclinado que sucesivamente le llevaría a la depresión y a la muerte. Ya advierte María Zambrano que “vivir es no poder reposar hasta la muerte”. Anticipar aquel reposo equivale a adelantar esta muerte. “Vivir, al menos humanamente, es transitar, estarse yendo hacia… siempre más allá”, concreta aún más Zambrano. No fue gratis que Don Quijote recobrara finalmente el juicio y la lucidez; como dice Cioran: “Toda lucidez es consecuencia de una pérdida”. O también: “La conciencia indica siempre una ausencia”. La misma María Zambrano, muy apreciada por Cioran, viene a rematar este encadenamiento de reflexiones: “Al hombre no le basta con vivir y cuando solamente vive, ni vive tan siquiera”.

Parecería que con lo dicho sería suficiente para dar por concluidos los silogismos que hemos intentado construir. Podríamos terminar diciendo que la vida es ese flujo de aconteceres que vamos dejando atrás mientras perseguimos la inalcanzable felicidad; que, como pensaba Sartre, “el hombre es una pasión inútil”, y fin del razonamiento; nos vemos en el siguiente artículo... Pero Nietzsche, sin necesariamente negar todo lo dicho, o sólo haciéndolo en apariencia, viene a prolongar nuestros cogitabundos desvelos al irrumpir afirmando: “Hace ya mucho tiempo que yo no aspiro a la felicidad, aspiro a mi obra”. Porque si resulta que no pretendíamos ser felices, hay que volver a empezar. Hegel, quién lo diría, viene a ayudarnos a entender a Nietzsche, aunque eleva la perspectiva hasta implicar en su forma de mirar a los hombres como conjunto: “La historia no es el terreno para la felicidad. Las épocas de felicidad son en ella hojas vacías. En la historia universal hay, sin duda, también satisfacción; pero esta no es lo que se llama felicidad, pues es la satisfacción de aquellos fines que están sobre los intereses particulares. Los fines que tienen importancia, en la historia universal, tienen que ser fijados con energía, mediante la voluntad abstracta. Los individuos de importancia en la historia universal que han perseguido tales fines se han satisfecho, sin duda, pero no han querido ser felices”. La vida, pues, sería una tarea que hay que intentar llevar a cabo, no un mero instrumento a través del cual perseguir la felicidad. Cumplir con tal tarea no garantiza alcanzar esa felicidad, sólo consiente que nos sintamos satisfechos; incluso pudiera ser que la búsqueda de esa satisfacción nos conduzca por caminos contrapuestos a los de la felicidad. Nietzsche es en esto taxativo: “¡Qué importa mi felicidad! –exclama– Es pobreza y suciedad y un lamentable bienestar”. Y Kierkegaard (éste sí que se sentiría extraño aquí, en compañía de Hegel) abunda: “No hay más que una vida desperdiciada, la del hombre que vivió toda su vida engañado por las alegrías o los cuidados de la vida”. Y, cómo no, también Ortega: “Nada hay en el interior de nuestra vida que parezca plenamente satisfactorio y por sí mismo se justifique. Nuestra existencia es en sí misma un vacío de sentido, una extraña realidad que consiste en ser algo que, en definitiva, es nada, es la nada siendo, es la pretensión de algo positivo que se queda en pura pretensión fallida”.

En suma, que estamos obligados a aceptar que “toda vida se vive en inquietud” (María Zambrano), y si es así, la felicidad, que es un estado de serenidad y contemplación, podría incluso llegar a distraernos. Hay que saber a lo que estamos; atendamos a cómo lo dice Ortega: “Lo que vale más en el hombre es su capacidad de insatisfacción. Si algo de divino posee es, precisamente, su divino descontento, especie de amor sin ser amado y un como dolor que sentimos en miembros que no tenemos”. No es la felicidad, pues, lo que hemos de buscar, aunque tampoco se trata de rechazar los rastros que de ella nos lleguen. Crudamente, como siempre, es lo que quiere decirnos Nietzsche aquí: “Goce e inocencia son, en efecto, las cosas más púdicas que existen: ninguna de las dos quiere ser buscada. Se debe tenerlas, ¡y se debe buscar más bien culpa y dolores!”.

Atrevámonos a corregir a Nietzsche: no somos lo que buscamos ser ni lo que resultamos ser; somos un estado de búsqueda, somos bajo la forma de pretensión de ser. Dejemos que el mismo Nietzsche se corrija: “En última instancia lo que amamos es nuestro deseo, no lo deseado”. No desmerece, todo lo contrario, la manera en que también lo dice Ortega: “(El) yo auténtico (…) queda a la espalda de nuestra vida efectiva como su misteriosa raíz, como queda el puño a la espalda del dardo lanzado, y que no se puede concebir bajo ninguna de las categorías externas y cósmicas”. Y qué decir de esta otra manera de expresar lo mismo, la de León Felipe:

“Sabemos que no hay tierra
ni estrellas prometidas.
Lo sabemos, Señor, lo sabemos
y seguimos, contigo, trabajando”
Entonces –deberíamos preguntarnos– ¿no hay nada al otro lado de nuestra pretensión? ¿El ser es nada más, como decía el catecismo, lo que era en un principio? ¿Somos sólo nuestros principios y nada de nosotros se ha de quedar a esperar los resultados? El caso es que, para responder a estas preguntas, habría que empezar de nuevo por tercera vez. Y este artículo se ha pasado en extensión cuatro pueblos y dos áreas de descanso. Quizás otro día…


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