Ortega ve el mundo psíquico
estructurado en tres niveles: el más profundo, el núcleo primario de nuestra
personalidad, es la vitalidad, la energía vital o, como también la llama, el
“alma corporal”. Esa fuerza vital encuentra un primer aterrizaje en la siguiente
capa íntima de la personalidad: el alma propiamente dicha, que está hecha con
nuestras emociones, que transportan aquella energía vital. Por último, el
espíritu, la tercera capa, donde se sitúan los procesos racionales, guiados por
reglas objetivas y que a priori son comunes a todos los hombres. Sin embargo,
el alma, nuestra afectividad, filtra y selecciona aquello que llega hasta
nuestra capacidad de raciocinio: las emociones básicas van a sustentar aquello
que somos capaces de atender. La conducta humana está, pues, primariamente
determinada por los sentimientos; las ideas vienen a servir de refuerzo
racional a esos sentimientos, y aparecen en la medida en que el foco atencional
(de origen emocional) lo permite. “La atención –dice Ortega– no
es otra cosa que una preferencia anticipada, preexistente en nosotros, por
ciertos objetos”[1].
Es decir, que existe en nosotros una propensión a desear y preferir (el alma)
anterior al hecho de conocer lo deseado y prefrido. Como dice también Ortega: “No
somos, pues, en última instancia, conocimiento, puesto que este depende de un
sistema de preferencias que más profundo y anterior existe en nosotros”[2].
La clave está en saber cuáles son las emociones básicas que sirven de foco que
acota al tipo de razonamientos que somos capaces de admitir, y que, como he
expuesto en mi último vídeo y en anteriores publicaciones, serían
fundamentalmente el resentimiento y su contraria, la empatía. Y habría que
añadir el sentimiento de dependencia, que llevaría a la mayoría a adscribirse a
las sugestiones de unos u otros.
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