“El animal (…) no tiene intimidad, esto es, mundo interior, porque no
tiene imaginación. Lo que llamamos nuestra intimidad no es sino nuestro
imaginario mundo” (Ortega y Gasset[1]).
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“No hay duda que en todo ser animado, el más importante de sus
mecanismos es la atención. Estamos allí donde atendemos. Por eso he repetido
tantas veces: dime a lo que atiendes y te diré quién eres. Pues bien, delante
de estos simios del Retiro consideraba yo cómo ni un solo instante dejan de
atender a su contorno físico, al paisaje. Están alertas hacia él, como obsesos
por cualquiera variación que en su alrededor cósmico acontezca (…) La situación
del hombre le permite desatender más o menos lo que pasa fuera, en el paisaje,
en las cosas y, a ratos cuando menos, invertir la puntería de su atención
dirigiéndola hacia sí. Esta capacidad, que parece tan sencilla, es la que hace
posible al hombre como tal. Merced a ella puede volverse de espaldas al fuera,
que es el paisaje, salir de él y meterse dentro. El animal está siempre fuera
(…) Por eso, cuando el contorno le deja en paz y sin alteración, el animal no
es nada, deja de ser y se duerme, esto es, borra su propio ser en cuanto animado.
Cuando existe, existe en permanente alteración y perpetuo sobresalto y
atropello (…) Al hombre, en cambio, le es dado no estar siempre fuera de sí, en
el mundo; le es dado «retirarse del mundo» y ensimismarse” (Ortega y Gasset[2]).
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