Occidente es el resultado o la síntesis de tres aportaciones
sucesivas, y a veces paradójicas, que vinieron a conformar, aglutinadas, su
sustrato esencial y original: la de Grecia, la de Roma y la del cristianismo.
Grecia aportó el pensamiento racional, la capacidad de abstracción que generó
su filosofía. Gracias a ello, los griegos, en principio, aprendieron a elevarse
por encima de las efímeras y cambiantes circunstancias concretas hasta
descubrir en las cosas un núcleo esencial, una permanencia, un ser sobre el que
era posible sostener los conceptos y, con ellos, sosiego y claridad sobre las
cosas. “Una de las funciones de los
conceptos –decía María
Zambrano– es tranquilizar al hombre
que logra poseerlos. En la incertidumbre que es la vida, los conceptos son
límites en que encerramos las cosas, zonas de seguridad en la sorpresa continua
de los acontecimientos”. El pensamiento griego, por tanto, responde a
la necesidad que tiene el hombre, y de la cual los filósofos griegos fueron
pioneros en su toma de conciencia, de encontrar lo que permanece en las cosas
(aquello en lo que consisten). Como también dice Zambrano, dando expresión a
esa necesidad, “hay que buscar la
realidad perenne, donde (las) apariencias brillantes no perezcan”, y
puesto que las cosas y los individuos concretos demostraban ser tan variables e
inconsistentes, había que elevarse por encima de su realidad, encontrar, más
allá de ella, su ser esencial e invariable. Es de eso de lo que se encargó la
entonces emergente filosofía, como asimismo señala Zambrano: “La Filosofía ha pretendido siempre la
máxima objetividad, el mayor desprendimiento de lo individual: Dios, la
naturaleza, el conocimiento, la universalidad”. Gracias a esta manera
de confrontarse con las cosas o, más bien, de abstraerse por encima de ellas,
los griegos dejaron sentadas las bases de las matemáticas y la geometría con
las que andando el tiempo sería posible construir la ciencia y la técnica, a
las que ellos solo realizaron una aproximación preliminar.
Ilustración:
Samuel Martínez Ortiz
Lo que, por su
parte, Roma aportó a Occidente fue el Derecho. El poder, el mando, en vez de
adaptarse a cada variable situación concreta o al arbitrio particular de quien
lo detentaba, pasó entonces a subordinarse al imperio de la ley. La
peculiaridad de esta es, pues, que establece una norma general que se eleva por
encima de las particularidades de cada caso, algo no muy diferente de aquellas
otras leyes del pensamiento que los griegos descubrieron, y que permitían encontrar
un marco general en el que incluir lo esencial de las variables cosas
concretas.
Pero en la ley, en
lo general que, en uno u otro ámbito, aportaron Grecia y Roma a nuestra
historia, quedaban disueltas las cosas y los individuos concretos, quedaba relegada
la realidad en favor de la abstracción y la idealidad. La razón griega y la ley
romana solo dejaban a salvo lo general, que, evidentemente, permitía remansar
la caótica variabilidad de las cosas y de los acontecimientos con sus fórmulas estabilizadoras
(los conceptos en Grecia, la ley en Roma), y así poner orden en,
respectivamente, el cosmos y la sociedad; pero en esas fórmulas no tenían
cabida suficiente las cosas y los casos particulares, los individuos y sus
experiencias concretas, en suma, la realidad, que quedaba restrictivamente
acotada, incluso encorsetada. La razón produciendo ideas o la ley
atendiendo casos generales resultaban ser así insuficientes: “La
vida no puede ser vivida sin una idea –matiza Zambrano–. Mas
esta idea no puede tampoco ser una idea abstracta. Ha de ser una idea
informadora, de la que se derive una inspiración continua en cada acto, en cada
instante; la idea ha de ser una inspiración”, es decir, ha de acercarse
a las experiencias, a los casos concretos, porque, por sí sola, “la
razón no es sino renuncia, o tal vez la impotencia de la vida”, del
conjunto de experiencias concretas y variables que nos van aconteciendo a las
personas.
Pero para ello, para acercarse a las experiencias, es
preciso despegarse de lo general, relegar la ley a un segundo plano. Es lo que
vino a enseñar el primer cristianismo, el tercer gran pilar de Occidente: “Nos hemos emancipado de la ley –dijo,
en efecto, San Pablo–, somos como muertos respecto a la ley que
nos tenía prisioneros, y podemos ya servir a Dios según la nueva vida del
Espíritu y no según la vieja letra de la ley”. El estoico Marco Aurelio,
siguiendo las pautas contrarias establecidas por el pensamiento griego y
romano, había mostrado su acatamiento a la ley natural cuando afirmó: “Solo
al ser racional le ha sido dado seguir voluntariamente los acontecimientos,
pues seguirlos sin más es obligatorio para todos”. Así pues, asumiendo
estos principios, supeditándose a los dictados del mundo objetivo, al individuo
no le quedaba nada que decir, que añadir o que esperar; su vida estaba ya
regida y determinada por esos principios preestablecidos por la ley natural. “Pero
ha habido algo –señala, sin embargo, Zambrano–, experiencias precisamente, que
no se dejaron reducir a universalidades, que se resistió a ascender al cielo de
la objetividad”. Y es que “bajo la objetividad (…) alguna esperanza ha
quedado aprisionada”, mientras que “ser cristiano es no resignarse, agarrarse a
la esperanza en lo imposible”. Y por ello, en ese contexto generalizador
promovido por griegos y romanos, el de la ley natural que regía la marcha del
mundo, es donde irrumpió San Pablo recomendando: “No os acomodéis a los criterios
de este mundo; al contrario, transformaos, renovad vuestro interior para que
podáis descubrir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le
agrada, lo perfecto”. Mientras tanto, el de Tarso ya había señalado que
la voluntad de Dios no era previsible, no se subordinaba a los criterios de la
razón, sino que era su libre arbitrio el que la servía de pauta; en suma, que
los acontecimientos no se sujetan a las previsiones de lo razonable, sino a la
libre voluntad divina.
Llevando al extremo esta cosmovisión que rechazaba la
adaptación al orden que griegos y romanos habían añadido al mundo, Jesucristo
afirmó: “Mi reino no es de este mundo”, y San Pablo le glosó: “El
hombre mundano no capta las cosas del Espíritu de Dios. Carecen de sentido para
él y no puede entenderlas, porque solo a la luz del Espíritu pueden ser
discernidas”. Y así, mientras que Séneca el
estoico (es decir, seguidor de las enseñanzas clásicas) afirmaba: “Es
la naturaleza quien tiene que guiarnos; la razón la observa y la consulta”,
desde el otro extremo, San Pablo explícitamente sostenía: “¿De qué, pues, podemos presumir
si toda jactancia ha sido excluida? (…) ¿Acaso por las obras realizadas? No,
sino en razón de la fe. Pues estoy convencido de que el hombre alcanza la
salvación por la fe y no por el cumplimiento de la ley”. De esta
manera, ha de ser la fe en nuestro destino personal, no la expectativa de lo
que generalmente ocurre y resulta razonable pensar, lo que ha de guiar nuestros
pasos. Tertuliano, uno de los Padres de la Iglesia, frente al dominio de la
razón establecido por los griegos, señalaba que los parámetros que sustentaban su
fe no eran los mismos que los de la razón: “Creo porque es absurdo”, decía. Y
mientras otro estoico, el emperador Marco Aurelio, recomendaba “no
referir la acción a ninguna otra cosa excepto al fin común”, es decir,
a lo general, San Justino, que precisamente fue perseguido y finalmente
decapitado cuando Marco Aurelio gobernaba en Roma, señalaba: “Evidentemente,
ellos (los estoicos) intentan convencernos de que Dios se ocupa del universo en
su conjunto, de los géneros y de las especies. Pero si no se ocupara de mí o de
ti, de cada cual en concreto, nosotros no le rezaríamos noche y día”.
Griegos y romanos por un lado y cristianos por el otro,
vinieron a conformar, pues, la paradoja con la cual quedó constituido
Occidente. Ortega y Gasset la dejó graciosamente explicada de esta manera: “El
griego es ciego para el transmundo, para lo sobrenatural; el cristiano, por su
parte es ciego para el intramundo, para la naturaleza. Y el cristiano tiene que
hacerse explicar lo que él ve, pero no puede decir, por el griego que está
ciego para lo que ve el cristiano. Casi, casi es el famoso diálogo en que el
ciego pregunta al tullido: ¿Cómo anda usted buen hombre? Y el tullido responde:
¡Como usted ve, amigo!”. María Zambrano, por su parte, explicaba así esa
paradoja constitutiva que confronta lo ideal y lo real, el ser y la existencia,
la razón y la fe, y de la cual surgió Occidente: “La realidad llama a la
existencia, al salir de sí; (mientras que) el ser, al embobamiento, al
apagamiento tal vez. La situación verdadera del hombre es encontrarse entre ser
y realidad”.
Grecia y Roma crearon, pues, un marco para incluir dentro de
él lo razonable, lo previsible, lo regular. El cristianismo llegó para que se
prestara atención a lo personal, a lo irregular, inexplicable, misterioso (lo
que más tarde, a la “muerte de Dios” que Nietzsche proclamó, pasará a
denominarse definitivamente “absurdo”); en suma, a esa clase de arbitrariedad
que le hacía decir a San Pablo: “Dios mismo dijo a Moisés: Tendré
misericordia de quien quiera y me apiadaré de quien me plazca (…) Así pues,
Dios muestra su misericordia a quien quiere y deja endurecerse a quien le
place”; la misma arbitrariedad que le hacía exclamar a San Agustín: “¡Dios
mío, ayúdame, no entiendo nada!”.
La confrontación de la aportación clásica (lo razonable) con
la del cristianismo (lo imprevisto o misterioso) sirvió para introducir un
nuevo ingrediente en el que sustentar la cosmovisión occidental: la duda.
Puesto que la razón no lo abarca todo, el cristianismo añadió a los
instrumentos con los que conducirse en la vida algo que desde el punto de vista
de la confrontación con el más allá sería la fe (la creencia en que más allá
del misterio o del absurdo aguarda el sentido; “creo para entender”, decía
San Agustín), y desde el punto de vista de nuestra confrontación con el mundo
será la duda (la expectativa que obliga a abrir nuevas posibilidades en lo ya
sujeto a norma). Descartes, situado en el punto de inflexión más crucial de la
modernidad, es decir, de la etapa de madurez de Occidente, sancionó esa duda
cuando dijo: “¿Qué es entonces lo cierto? Quizá solamente que no hay nada seguro”.
Porque “de todas aquellas cosas que juzgaba antaño verdaderas no existe
ninguna sobre la que no se pueda dudar”. Si esa duda sobre lo
razonable, lo entendible, lo sujeto a ley, la recoge un hombre religioso, la
proyecta, pues, en forma de fe. Y si quien la recoge es un hombre de ciencia,
acabará buscando asiento para ella en el método experimental, que no se fía de los
principios y leyes preestablecidos, sino que, una vez sentados estos, hace
necesaria su confirmación o validación empírica a través de la comprobación
experimental. El método científico emanó de esa clase de duda que la modernidad
occidental, en cuanto que secuela del cristianismo, añadió a los principios
generales que la razón de los filósofos griegos había diseñado. Según dictamina
este método, toda teoría científica ha de incluir esa duda, es decir, la
posibilidad de falsación de sus presupuestos; debe estar atenta, pues, a la
eventualidad de que llegue a aparecer un solo hecho que contradiga esa teoría, porque
entonces esta quedará desechada. Pues bien: gracias al método experimental (a
la duda sistemática) se hicieron posibles las aportaciones más decisivas de
Occidente a la historia de la humanidad, las que resultan de la ciencia y de la
tecnología, que llegaban mal pertrechadas con las solas contribuciones de los
griegos, las cuales solo tenían en cuenta la ley general, los principios
preestablecidos, lo previsible y de lo que no cabía dudar.
Esa duda que el hombre moderno añadió a la visión del mundo
que se había conseguido desde principios racionalistas acabó incrustada en el
espíritu del tiempo y se fue manifestando también en diversas formas de sospecha
sobre la realidad aparente que había construido la razón. Además del
desprestigio de esa razón que tan poderosamente impulsaron los románticos, Paul
Ricoeur señaló a Marx, Nietzsche y Freud como principales “maestros de la
sospecha”, al destacar cómo cada uno de los tres había apuntado hacia diferentes
insuficiencias de la conciencia sostenida sobre principios racionales: Marx mantenía
que por debajo de la visión dominante de la realidad (lo generalmente admitido)
actuaban fuerzas económicas de las cuales tal visión sería solo un instrumento
puesto a su servicio. Nietzsche afirmaba que la forma en la que la realidad se
nos presentaba era solo una ficción que los débiles y los resentidos habían
conseguido imponer. Y Freud desveló cómo poderosas fuerzas inconscientes
pujaban debajo de las que aparentaban conducir nuestra vida consciente.
La herencia griega, en suma (y subsiguientemente la romana),
la que nos había legado el poderoso instrumento que significa la razón a la
hora de poner orden en el cosmos y en la vida, está en crisis después de los
últimos embates de la modernidad (especialmente desde el Romanticismo) y la
posmodernidad. Aquella duda que quedó configurada como uno de los dos pilares
básicos de Occidente se ha alzado de manera descompensada sobre su
imprescindible complemento, la razón, la ley, el sentido, de modo que nuestra
civilización se halla hoy sesgada en gran medida hacia el descrédito de esa
realidad previsible, ordenada, acotada por las instituciones. Además de los
terremotos que en sus respectivos ámbitos de influencia generaron las
filosofías marxistas, nietzscheanas y freudianas, en otras muchas parcelas de
nuestra cultura se ha recibido también el impacto de aquella duda sobre lo que desde
la realidad construida por la razón se nos proponía. El arte, por ejemplo, se
ha inclinado exageradamente hacia el lado del absurdo, de lo estrictamente
inédito o innovador, desechando aquello que resulte comprensible, razonable,
generalizable. Las relaciones sociales se han impregnado de inestabilidad, de
improvisación, de ausencia de compromiso. Las instituciones y las tradiciones van
cayendo en el descrédito. La moral se disuelve en espontaneidad y contingencia,
y las decisiones que se toman tienden a subordinarse tan solo a los dictados de
cada momento y cada lugar. La literatura y el cine juegan con la disolución de
las fronteras entre la realidad y el delirio. A falta de un mundo aceptable por
la generalidad, queda privilegiada la relativización máxima: cada individuo pasa
a ser la medida de todas las cosas… El hombre occidental, en suma, está
mostrándose incapaz de conjugar la paradoja que le constituye, de hacer la
síntesis a que su herencia histórica le compromete entre razón y vida, esencia
y existencia, lo general y lo particular. El próximo giro histórico habrá de
ser, inevitablemente, hacia la recuperación de las parcelas de orden, sentido,
razón, ley, que se necesitan para que nuestra paradoja constitutiva quede
equilibrada.
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