Para Aristóteles, el hombre era un ser natural, lo que
discurría entre la potencialidad que le constituía al nacer y el acto en el que
esa potencialidad quedaba realizada. El plan en que consistía ser hombre estaba
prefijado por su naturaleza. Se trataba por entonces de ser, de acabar de ser,
lo que ya potencialmente se era. Sin embargo, para Ortega, “la vida humana, la existencia
del hombre, aparece consistiendo formalmente, esencialmente, en un problema.
Para los demás entes del universo, existir no es problema —porque existencia
quiere decir efectividad, realización de una esencia—; por ejemplo, que «el ser
toro» se verifique, acontezca (…) En cambio (…) a diferencia (…) de todo lo
demás, el hombre, al existir, tiene que hacerse su existencia, tiene que
resolver el problema práctico de realizar el programa en que, por lo pronto,
consiste. De ahí que nuestra vida sea pura tarea e inexorable quehacer. La vida
de cada uno de nosotros es algo que no nos es dado hecho, regalado, sino algo
que hay que hacer. La vida da mucho quehacer; pero además no es sino ese
quehacer que da a cada cual”[1].
Los hombres, por tanto, salvo en los aspectos estrictamente biológicos, no
tenemos una naturaleza que simplemente haya que realizar, traducir a términos
de realidad. Tenemos que inventar nuestra vida, que, para empezar, se nos
presenta como problema. Tenemos que hacernos nuestra vida, al contrario que los
animales, a los que se la da hecha su naturaleza.
Ni siquiera nuestro raciocinio es algo natural, algo que nos
sea dado como nos son dados nuestros órganos o nuestros instintos. El
pensamiento no es un don natural, pertenece a la vertiente suprabiológica de nuestra
condición humana, la que surge a raíz de que nuestra vida nos aparezca como
problema. Si fuéramos naturaleza, mera realización de una esencia, si, como los
animales, lo que somos en potencia tuviera ya predeterminado lo que seremos en
acto, en suma, si nuestra vida no fuera problemática, el pensamiento no habría
aparecido. El pensamiento es una consecuencia de los problemas, surge para
resolverlos, no al revés, no que aparezcan problemas porque tengamos la
capacidad de razonar.
Ese problema que para el hombre es su vida no consiste en
saber cómo resolver sus necesidades biológicas, elementales. Esa es la parte suya que está
determinada por su naturaleza. Lo que el hombre es propiamente empieza cuando
acaba su servidumbre a su parte natural, cuando, una vez resueltos sus negocios
(nec-otium), puede ocuparse con las
específicas necesidades humanas, las que atienden su ocio (otium): las ciencias, las artes, la filosofía, la organización de
la sociedad, el trato social. Y para alcanzar ese ocio es por lo que existe la
técnica: ella nos permite liberarnos de la forzosidad que nos imponen nuestros
negocios, evadirnos de nuestro ser mundano, para poder dedicarnos a insertar en
el mundo la otra parte de nosotros, la ociosa y extra-mundana.
Esta otra parte no natural de lo que somos, la que reclama
la ayuda de la técnica para llevarse a cabo, es la que está incluida en nuestro
programa vital, eso que no está prescrito y que nos tenemos que inventar. Y la
vía por la que discurre ese programa de vida, si es que hemos logrado
liberarnos suficientemente de nuestras necesidades biológicas, naturales, es el deseo. No un
deseo determinado, pues, por esas necesidades biológicas, sino un deseo que
brota de nuestra fantasía, del proyecto de ser aquel que aspiramos a ser.
“Acaso la enfermedad básica de nuestro tiempo sea una crisis de los
deseos”[2],
dice Ortega, y eso a pesar de que hoy la técnica nos ha liberado en una enorme
proporción del tiempo que hemos de dedicar a los negocios, a resolver nuestras
necesidades básicas. Por eso, “la desazón es enorme, y es que el hombre
actual no sabe qué ser, le falta imaginación para inventar el argumento de su
propia vida”[3].
Para resolver las necesidades (necesidades superfluas, no
biológicas, no naturales) de ese ser supranatural que sustancialmente somos es
para lo que ha nacido la técnica. Resolver esas necesidades inventadas y no
otras es lo que nos daría la felicidad… nunca lograda del todo, aunque sí es
posible alcanzar la satisfacción de estar respondiendo al programa vital (a la
vocación) que nos hemos propuesto realizar. Pero ignorar y, por tanto,
desatender esas necesidades, las auténticamente humanas, las que proceden de
nuestra invención, revela que se ha recaído en lo que somos naturalmente,
biológicamente, que nos hemos reducido a vivir una vida sin problemas… o en la que
esos problemas están ahí, pero se desatienden y quedan acallados en la zona
oscura del alma, emitiendo entonces bocanadas de insatisfacción y desazón… para
contento de las empresas farmacéuticas fabricantes de ansiolíticos y antidepresivos.
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