Dice
María Zambrano que “Un filósofo es el hombre en quien la intimidad se eleva a categoría
racional; sus conflictos sentimentales, su encuentro con el mundo, se resuelve,
se transforma en teoría. Es el hombre que logra cristalizar su angustia en el
diamante puro, geométrico, transparente, el que resuelve sus pasiones ‘more
geométrico’. La biografía de un filósofo es su sistema”[1].
Friedrich Nietzsche (1844-1900) es un perfecto ejemplar de eso que dice
Zambrano, de hombre que, partiendo de un agudo sentimiento de extrañamiento,
soledad y sufrimiento físico, logró construir un sistema filosófico que, hasta
que no pudo más, redimió y dio sentido a su biografía. La filósofa y psicóloga
Alice Miller dice oportunamente que la obra de Nietzsche es el “lenguaje
cifrado de un niño mudo”[2]
y defiende la tesis “según
la cual las obras de Nietzsche reflejan los sentimientos, necesidades y
tragedias no vividas de la infancia del autor”[3].
Su
posteriormente idealizado padre murió cuando él tenía cuatro años, y es como si
toda su filosofía se hubiera construido en forma de ondas emitidas en el
estanque de su vida a partir de la pedrada que fue aquella temprana experiencia
de involuntario abandono. Aunque la idealización de su padre parece que se
correspondía solo con una parte de la realidad, no fácilmente compatible con su
otra parte temible, en la que ese mismo padre resultaba ser capaz de castigarle
a veces con la máxima severidad y encerrarle en habitaciones sin luz, con el
objeto de domeñar la tozudez y los berrinches que a veces exhibía Nietzsche en
su más tierna infancia. Asimismo, ese amado padre había perdido la razón once
meses antes de morir, probablemente debido a un tumor cerebral. A su sensación
de extrañamiento y temprano abandono, Nietzsche tuvo que añadir el hecho de que
su madre, su abuela y sus dos tías, que junto a su hermana compusieron desde
entonces su matriarcal ambiente familiar, se empeñaron en hacer de él una
persona “como Dios manda”, lo que implicaba la necesidad de soterrar las
manifestaciones espontáneas de su incipiente personalidad, que quedaron ocultas
y relegadas. ¿Qué otra cosa puede hacer un niño que depende de quienes le
rodean cuando está constreñido por estos para
hacer de él, como efectivamente se consiguió, un auténtico niño modelo?
Dando
expresión a la asfixia que estaba sufriendo su personalidad, Nietzsche sufrió
más de cien enfermedades anuales durante el bachillerato, con constantes
jaquecas y trastornos reumáticos que parece evidente que tenían un claro
componente psicosomático. En una ocasión le escribió a un médico: “En
conjunto soy ahora más feliz que nunca antes en mi vida: ¡y sin embargo!,
dolores constantes, mareos diarios que duran varias horas, una semi-parálisis
que me dificulta el habla y, para variar, violentos ataques (el último me tuvo
vomitando durante tres días con sus noches, ansiaba la muerte)”[4].
Llegó a consultar a más de treinta médicos y fisiólogos. Ya con catorce años
reflexionaba de esta manera: “En mi joven vida he visto ya mucho dolor y
aflicción, y por eso no fui tan alegre y despreocupado como lo son normalmente
los niños. Mis compañeros de colegio solían hacer burla de mí debido a mi
seriedad (…) Desde mi infancia he buscado la soledad y me he encontrado muy
dichoso allí donde pudiera estar a solas conmigo mismo sin que nadie me
molestara”[5]
. Ya adulto, en una carta a un amigo, daba una versión menos grata de
ese sentimiento de soledad que fue un constante en su vida: “¡Si
solo pudiera darte una idea de mi sensación de soledad! No más entre los vivos
que entre los muertos he tenido a nadie al que me sintiera unido”[6].
Su alejamiento de la verdad
preestablecida le condujo fatalmente a consolidar esa soledad sin límites que
ya se había fraguado en su infancia. Cuanto mejor comprendía su entorno, más
divorciado se sentía de él. En “Ecce homo”,
un escrito de madurez, confesaba: “No tengo ni un solo recuerdo agradable de
mi infancia ni de mi juventud”[7].
Todo el control sobre sus sentimientos que propició la educación coercitiva y
escasa de cariño que recibió en el hogar que regían su madre, su abuela y sus
dos tías, equivalía a un volcán en estado de latencia que acabaría haciendo
erupción en forma sublimada como filosofía. La educación que recibió pretendía
reprimir todo pensamiento propio, la capacidad para la crítica, la necesidad de
libertad y espontaneidad, que habían de ser sustituidas por la obediencia y la
sumisión. Una educación en la que todo, por parte de sus educadores, se hacía
“por su bien”. Cuando aquella necesidad de libertad y espontaneidad que, pese a
todo, latían con fuerza bajo la capa de la represión encontró expresión en su
filosofía, Nietzsche, recordando a sus educadores, pudo decir por boca de
Zaratustra: “Sean cuales sean los daños que los malvados ocasionen: ¡el daño de los
buenos es el daño más dañino de todos!”[8].
En “Ecce homo” explica: “En
el concepto de hombre bueno (se incluye) la defensa de todo lo débil, enfermo,
mal constituido, sufriente a causa de sí mismo, de todo aquello que debe
perecer (…) ¡Y todo esto fue creído como moral!”[9].
Lo
que hizo las veces de caída del caballo para Nietzsche y que desencadenó lo que
él mismo acabaría llamando “transvaloración de todos los valores”
(es decir, su rebelión contra tanto corsé vital como había sufrido) fue la
lectura de la obra mayor de Schopenhauer, “El
mundo como voluntad y representación”. Nietzsche estaba entonces, según su
propia descripción, como suspendido en el aire, sin principios, ni esperanzas,
ni gratos recuerdos. Un buen día, cayó en sus manos el libro de Schopenhauer,
que encontró en una librería de ocasión. Entonces, y de manera semejante a como
San Agustín escuchó de boca de un niño aquel “tolle lege” (“toma y lee”) que cambió su vida, Nietzsche tuvo
también su experiencia transformadora, que describe así: “No sé qué daimon me susurró:
‘Llévate este libro a casa’… Me eché en un extremo del sofá con el tesoro
recién adquirido y me dispuse a recibir los efectos de aquel vigoroso genio del
pesimismo. Todas sus líneas pregonaban la renuncia, la negación, la
resignación, allí vi un espejo en el que contemplé el mundo, la vida y mi propia
naturaleza terriblemente agrandados. Allí vi la clarificadora mirada del arte,
completamente indiferente, allí vi la enfermedad y la salud, el exilio y el
refugio, el cielo y el infierno”[10].
Aquel
volcán que era el alma de Nietzsche había empezado a hervir en el subterráneo
de su infancia, la infancia de un niño perfectamente educado, que había
aprendido a sojuzgar sus sentimientos, a enmudecer hacia fuera cuando su
interior era un puro grito. Ese grito atascado en la
garganta y en la cabeza de Nietzsche ya desde su infancia, hace que no sea
extraño que ya entonces, y sobre todo en su etapa escolar, sufriera
continuamente intensas jaquecas, laringitis y trastornos reumáticos, a lo cual
ya se ha aludido. Todo lo que no podía encontrar una salida hacia el exterior
tomó su cuerpo como simbólico campo de amarre, obrando sus efectos en forma de
constante tensión y enfermedad. Dice Alice Miller que “la obra de Nietzsche fue un
intento —desesperado, pero nunca abandonado, hasta el colapso espiritual— de
liberarse de la prisión de su infancia, del odio hacia las personas que lo
educaron y atormentaron”[11]. Intento del que nunca desistió… pero nunca tampoco
llevado a término, porque durante toda su vida no llegó a soltar las amarras
que lo vinculaban a su familia, que, desde el punto de vista psicológico, era
el último destinatario de su ira, del fuego volcánico que derramó, desplazándolo,
sobre la cultura de su tiempo.
En este contexto podemos
entender por qué Nietzsche hizo gala de una injustificable misoginia, la que le
llevó a escribir aforismos como aquel en el que decía: “¿Vas con mujeres? ¡No olvides el
látigo!”[12].
Una misoginia solo explicable como desplazamiento, asimismo, de su
animadversión hacia las auténticas destinatarias de tal sentimiento, su madre y
su hermana. Pero precisamente era a estas a las únicas que salvaba de su
repulsión, evidenciando así que seguía siendo incapaz de rebelarse contra
aquella familia de la que seguía sintiéndose afectivamente dependiente, de modo
que su rebeldía contra todo solo llegaba a proporcionarle objetivos desviados y
finalmente descabalados que no llegaban a servir para desahogar suficientemente
su alma. Como dice de él Alice Miller: “Lo único que puede permitirse atacar son
ideas o abstracciones humanas como ‘las mujeres’”[13].
Y hacia los veintiséis años aún se expresaba de esta condescendiente forma en
una carta a un amigo: “Todas las discusiones sobre filosofía y
religión constituyen una de las necesidades más tristes de la vida: si a uno le
llevan a ellas, debe armarse de prudencia y dulzura (…) Más aún, en tales
asuntos es un arte noble mantenerse callado en el momento justo. La palabra es algo
temible y rara vez lo adecuado en tales ocasiones. ¡Cuánto debe uno callarse!”[14]. De
modo que su cuerpo, atormentado por la tensión del silencio impuesto, no dejó
nunca de producir dolor. Podría interpretarse como expresión de ese silencio
que su atribulada alma le demandaba este “clamor” de su Zaratustra: “¡Silencio! ¡Silencio! ¿No se ha
vuelto perfecto el mundo en este instante? (…) Así ríe un Dios. ¡Silencio!”[15]. Al fin y al cabo, venía a
afirmar que la realidad, si es que existiera, estaba más allá de las palabras: “No
hay hechos, solo interpretaciones”[16].
Las palabras, pues, no son sino el sostén de un espejismo; y él aspiraba a la
desnuda sinceridad.
Y sin embargo, el mismo Nietzsche llegó a
decir que “todas las verdades silenciadas se vuelven venenosas”[17].
Resulta significativo el hecho de que, cuando ya estaba poseído por la locura
(que comenzó en 1889 y le duró hasta su muerte en 1900) y “retornado” a la
total dependencia materna y de su hermana, la madre refiriera que Nietzsche
emitía terribles alaridos. Parece que el grito contenido durante toda su vida (excepto
a través de esa derivada simbólica suya que fue su obra), y especialmente
durante su infancia, había encontrado en la locura un cauce, una coartada para
llegar a articularse. No fue capaz de enfrentarse a la primera raíz de sus
males. Así que reconciliarse con ese patológico refugio que suponía su familia
solo fue posible a través de la demencia. En 1969 se descubrió un pasaje
escrito para ser incluido en “Ecce homo”,
pero que finalmente no se publicó entonces. En él lanza fuertes invectivas,
rebosantes de odio, contra su madre y su hermana: dice de ellas que son
“reptiles venenosos” que han dirigido su “máquina infernal” contra él, y que la
forma en que le tratan le llena de horror. Sin embargo, se retractó, y una vez
sumido en la locura, se le dejó al cuidado, precisamente, de su madre y de su
hermana; y él se mostraba feliz de seguirlas a todas partes. Era aquello, sin
duda, expresión de su rendición: de nuevo la sumisión, como cuando niño, pero
solo a costa de abandonar su vía de escape hacia la filosofía y adentrarse en
la locura.
[1]
María Zambrano: “Hacia un saber sobre el alma”, Madrid, Alianza, pp. 159-160
[2]
Alice Miller: “La llave perdida”, Barcelona, Tusquets, 2002, p. 9.
[3]
Alice Miller: “La llave perdida”, Barcelona, Tusquets, 2002, p. 10.
[4]
Ben-Ami Scharfstein: “Los filósofos y sus vidas”, Madrid, Cátedra, 1984, p.
307.
[5]
Ben-Ami Scharfstein: “Los filósofos y sus vidas”, Madrid, Cátedra, 1984, p.
303.
[6]
Ben-Ami Scharfstein: “Los filósofos y sus vidas”, Madrid, Cátedra, 1984, p.
307.
[7]
Friedrich Nietzsche: “Ecce homo”, Capítulo “Por qué soy yo tan inteligente”,
apartado 2, Madrid, Alianza.
[8]
Friedrich Nietzsche: “Así habló Zaratustra” Capítulo “De tablas viejas y
nuevas”, apartado 26, Madrid, Alianza,
[9]
Friedrich Nietzsche: “Ecce Homo”, Capítulo “por qué soy yo un destino”,
Apartado 8.
[10]
Ben-Ami Scharfstein: “Los filósofos y sus vidas”, Madrid, Cátedra, 1984, p. 20.
[11]
Alice Miller: “La llave perdida”, Barcelona, Tusquets, 2002, p. 18.
[12]
Friedrich Nietzsche: “Así habló Zaratustra”, Capítulo “De viejecillas y de
jovencillas” Madrid, Alianza,
[13]
Alice Miller: “La llave perdida”, Barcelona, Tusquets, 2002, p. 43.
[14]
Ben-Ami Scharfstein: “Los filósofos y sus vidas”, Madrid, Cátedra, 1984, p.
305.
[15]
Friedrich Nietzsche: “Así habló Zaratustra”, Madrid, alianza, pp. 369-370
[16]
Friedrich Nietzsche: “Fragmentos póstumos”, Tº IV, Madrid, Tecnos, 2010, p.
222.
[17]
Friedrich Nietzsche: “Así habló Zaratustra”, Capítulo “De la superación de sí
mismo”, Madrid, Alianza.
Nietzsche: La soberbia presentada como exaltación supra humanista, supra romántica y super iconoclasta; o la soberbia disfrazada de filosofía de la locura, o pura locura; pero, al fin, solo soberbia.
ResponderEliminarRecelo de unas cuantas cosas de las que dice Nietzsche, aunque no era ese el tema que quise abordar en el artículo. Puede que no esté mal utilizada la palabra "soberbia", pero aquí, en este artículo, lo que resalta es su terrible peripecia personal. Casi que, a la vista de todo eso por lo que pasó, le sale a uno el pronto de ser benévolo con él.
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