En 1891, al ganar la cátedra de Lengua y Literatura griega
en la Universidad de Salamanca, Miguel de Unamuno (1864-1936), con 27 años,
dejó atrás sus habituales lugares de referencia en el País Vasco y trasladó el
escenario de su vida a los contrapuestos paisajes castellanos. Una
contraposición más la llevó a cabo frente a otro paisaje que también vio
cambiar, el humano: el nuevo le resultó en buena medida hostil. Todo lo cual
colaboró en el hecho de que por entonces atravesara una profunda fase de
introversión. Unamuno se sintió en aquella época solo y aislado en el mundo,
sentimiento —nos dice él mismo— que "puede llegar a producir terribles
estragos en el alma y aún a ponerla al borde de la locura"[1].
Aquella situación de soledad y aislamiento, a la que él, con
su carácter antipático, colaboró decisivamente, acabó derivando hacia una
profunda crisis espiritual, esa que nace a partir de la incertidumbre sobre
quién se es, incertidumbre que se inserta en nuestra trayectoria vital de una
manera que Ortega dejó perfilada de esta manera: “El hombre es afán de ser –afán
en absoluto de ser, de subsistir– y afán de ser tal, de realizar nuestro
individualísimo yo (…) Pero sólo puede sentir afán de ser quien no está seguro
de ser, quien siente constantemente problemático si será o no en el momento que
viene, y si será tal o cual, de este o del otro modo. De suerte que nuestra
vida es afán de ser precisamente porque es, al mismo tiempo, en su raíz,
radical inseguridad”[2].
Aquella inseguridad sobre sí mismo, sometida a especial presión por las
concretas circunstancias aludidas, hizo eclosión en Unamuno una noche de
insomnio de 1897 (tenía, pues, treinta y tres años), en la que, de pronto, le
sobrevino una irreprimible crisis de llanto. Encontró consuelo en el abrazo de
su mujer, que yacía a su lado, y que acariciándolo le decía: “¿Qué
tienes, hijo mío?”. Estimulado por ese trato maternal, como él mismo
cuenta, “entonces me refugié en la niñez de mi alma (…) Me
refugié en prácticas que evocaran los días de mi infancia”[3].
Con ello quería decir que pretendió volver a la fe de su infancia, según
confesó en una “Carta a Clarín” de 1900. De manera típica, cuando tiene lugar
una crisis personal, se suele producir en la psique un movimiento de regresión:
se busca entonces consuelo en una imposible vuelta atrás, a épocas en las que
la protección del entorno paterno, el marco de creencias con el que por
entonces se sentía que el mundo encajaba y la confianza así generada procuraban
un sosiego suficiente, y en donde tener resuelta la necesidad de pertenencia remediaba
esa clase de inquietud que más tarde habrá de irrumpir irremisiblemente como
necesidad de buscarse una identidad.
Unamuno, después de aquella noche crítica, intentó en
primera instancia recuperar las prácticas religiosas que en su niñez se
asociaban a aquel consuelo ahora perdido; abandonó sus clases y sus demás
obligaciones, y fue a recluirse en el convento de frailes dominicos de
Salamanca, donde estuvo tres días. Pero enseguida se percató de que aquel
intento iba a fracasar, de que “aquello era falso”, así que su
crisis le empujó hacia nuevos derroteros. Dice José Luis Abellán: “No
sabemos lo que Unamuno pensó en los tres días que estuvo encerrado en el
convento, pero es seguro, porque él nos lo ha dicho, que la lucha se desarrolló
entre el hambre de notoriedad y la fe sencilla de la infancia. Por eso, se
entregó a las prácticas religiosas más rutinarias; pero, al poco tiempo, ese
"yo enconado" por la vanidad y el estímulo de la fama literaria se
impuso, como más fuerte, por encima de todo lo demás”[4].
Esos nuevos derroteros por los que la atormentada alma de
Unamuno, necesitada de adquirir significado y de contrarrestar el desdén de los
demás, discurrió, quedan explícitos en el resto de la carta a Clarín en la que,
hablando de sí en tercera persona, dice en concreto: “Se percató de que aquello era
falso, y volvió a encontrarse desorientado, preso otra vez de la sed de
gloria, del ansia de sobrevivir en la historia”. Desechado el sentimiento de identidad que le sirvió de niño,
lo que afloró fue su “espíritu inquieto, sediento de atención,
ávido de que se le oiga”. Dice asimismo en la carta: “quisiera
que no se hubiese mezclado en ella (la carta) mi condenada vanidad, pero es
imposible”. Él mismo da con la secuencia argumental que explica su
posición vital entonces: “¡Ah, qué triste es después de una niñez y
juventud de fe sencilla haberla perdido en vida ultraterrena, y buscar en
nombre, fama y vanagloria un miserable remedo de ella!”[5].
Hay pues dos tendencias radicales en aquel Unamuno en busca
de su identidad que a duras penas conviven en un mismo recinto, el de su alma:
la que supone su ansia de inmortalidad conducida a través de sus sentimientos
religiosos y –dadas las insuficiencias a que sus insoslayables dudas le
conducían por esta primera vía– la que alternativa y compensatoriamente le
empuja al ansia de fama y de gloria mundanas, a la necesidad de sobresalir y al
consiguiente exhibicionismo. A partir de su crisis religiosa, esta última faceta
de su personalidad, la egotista y vanidosa, aun dejando a salvo su genialidad
como pensador, novelista y poeta, o mejor dicho, a través de ella, pareció
adquirir preeminencia, al menos en lo que respecta a su trato con los demás. Así
lo afirma José Luis Abellán: “Tras la crisis del 97, Unamuno se entregó a
satisfacer su ansia de popularidad, abandonando la vía mística a la que se
sintió llamado. Durante los meses inmediatos a la crisis una terrible lucha
debió operarse en su ánimo: el yo y Dios, el ansia de ser famoso y el deseo de
entregarse a una vida religiosa, debieron luchar en su alma. Y, por fin, el
primero venció al segundo”[6].
El anhelo de inmortalidad que hasta entonces había
discurrido por los cauces que la religión le procurara, pasó a disponer para
satisfacerse, ya que no solo, sí en gran medida, de los (precarios) medios que
aporta la vida mundana. De modo parecido a como Nietzsche, una vez muerto Dios,
desembocó en esa inflación sucedánea a la que denominó superhombre, Unamuno lo
hizo en un yo sobredimensionado. Para poder llegar a esta conclusión, contamos
con el testimonio de muchos de los que le conocieron: “Unamuno es esencialmente
insociable (…) —nos dice, por ejemplo, Salvador de Madariaga—. En
sociedad tiende al monólogo y maneja a veces un martillo algo pesado”[7].
Y también: “Unamuno trata ante todo, quizá siempre, de su propia
persona. Ello se debe primero a que Unamuno está obseso de sí mismo”[8].
Pío Baroja dice de igual manera en sus Memorias:
“Creo
que Unamuno tenía mucho de patológico en la cabeza, sobre todo un egotismo tan
enorme que le aislaba del mundo, a pesar de que él creía lo contrario”[9].
Asimismo, incluyéndolo entre otros caracteres de intelectuales, decía Baroja
también: “Yo no he visto reír nunca
a Valle-Inclán, a Unamuno, a Maeztu. Y si alguno de ellos reía, era contra
algo, pero nunca por algo”[10]. Y aún más: “Esto de hablar de lo que no
entendía era muy privativo de Unamuno (…) suponía, con una ciencia escasa y a
veces nula, que él sabía de todo”[11].
Cita también Baroja a
José María Salaverría, que entro otros “retratos” de intelectuales españoles,
dice de nuestro autor: “Unamuno no quería a nadie, como de costumbre, pues bastante tenía con
atender a su gigantesca estimación de sí mismo”[12]. Ortega insiste con énfasis en
la misma opinión: “No he conocido un yo más compacto y sólido que el de Unamuno. Cuando
entraba en su sitio, instalaba desde luego en el centro su yo, como un señor
feudal hincaba en el medio del campo su pendón. Tomaba la palabra
definitivamente. No cabía el diálogo con él (…) No había, pues, otro remedio
que dedicarse a la pasividad y ponerse en corro en torno a don Miguel, que
había soltado en medio de la habitación su yo, como si fuese un ornitorrinco”[13].
El mismo Unamuno reconoce a menudo su pecado de vanidad, pero
encuentra para él justificación en sus propios descubrimientos como pensador.
Así que razona, por ejemplo, de esta manera: “Cuando las dudas nos invaden y
nublan la fe en la inmortalidad del alma, cobra brío y doloroso empuje el ansia
de perpetuar el nombre y la fama, de alcanzar una sombra de inmortalidad
siquiera. Y de aquí esa tremenda lucha por singularizarse, por sobrevivir de
algún modo en la memoria de los otros y los venideros, esa lucha mil veces más
terrible que la lucha por la vida, y que da tono, calor y carácter a nuestra
sociedad, en que la fe medieval en el alma inmortal se desvanece”[14].
O también: “Y vuelven a molestarnos los oídos con el estribillo aquel de
¡orgullo!, ¡hediondo orgullo! ¿Orgullo querer dejar nombre imborrable?
¿Orgullo?... Ni eso es orgullo, sino terror a la nada. Tendemos a serlo todo,
por ver en ello el único remedio para no reducirnos a nada”[15].
Todo en Unamuno conduce, en fin, hacia la conclusión de que necesita
contrarrestar su enorme sensación de insuficiencia, de escasa significación, de
falta de identidad que acompaña al desdén que siente por parte de los demás (y
a lo que él mismo contribuye); sentimiento que no pudo contrarrestar con una fe
firme e indubitable en Dios. Todo lo cual lo expresa él mismo en su famosa
“Oración del ateo”, soneto que acaba con estas palabras:
“Sufro yo a tu costa,
Dios no existente, pues si tú existieras
existiría
yo también de veras”
Y puesto que esa existencia de Dios le resulta tan dudosa,
para conquistar su identidad, para intentar “existir también de veras”, solo
encuentra el pensador vasco el nietzscheano cauce de intentar ser un
superhombre, de dejar su huella, cuanto más grande mejor, en este mundo; de que
el eco de su acotada existencia sea lo suficientemente poderoso como para conseguir
perdurar cuando él ya no esté.
¿Y no hay más alternativas, entonces, que la de conseguir
esa ansiada identidad, ese ser significativo ante el mundo a lo que no es
posible renunciar, a través de un yo que trascienda de esta existencia mundana
hacia una vida ultraterrena o embutiéndose, si no, en un yo hiperbolizado y
patéticamente investido por la vanidad y el intento de sobresalir a toda costa?
Tal vez quede una vía que sirva de alternativa a esas otras dos posibilidades que no acaban de aportar una completa
resolución: se trataría entonces de buscar la trascendencia, como quiere
nuestro yo religioso y que perentoriamente busca ser significativo, pero sin
salirse de este mundo, que es la condición que pone nuestro otro yo, el que
busca adaptarse a la realidad tal como se nos presenta. La crisis de Unamuno
vendría a ser una crisis de juventud (de la que seguramente nunca llegó a salir
del todo), según los términos en los que Ortega la deja expresada: “El
hombre joven –dice precisamente– vive para sí. No crea cosas, no se preocupa
de lo colectivo. Juega a crear cosas (…) juega a preocuparse de lo colectivo
(…) Mas, en verdad, todo ello es pretexto para ocuparse de sí mismo y para que
se ocupen de él. Le falta aún la necesidad sustancial de entregarse
verdaderamente a la obra, de dedicarse, de poner su vida en serio y hasta la
raíz de algo trascendente de él, aunque sea sólo a la humilde obra de sostener
con la de uno la vida de una familia”[16].
Una visión que perfectamente podríamos acoplar a la manera de estar en el mundo
de Unamuno, como demostrarían palabras suyas del siguiente cariz: “Yo
tengo mi lucha, y cada uno de nosotros tiene la suya. Y mi lucha no puedo
asegurar que sea por el mejoramiento de la Humanidad. ¿La Humanidad?, y si
luego resulta que de aquí a diez, a cien, a mil o a un millón de siglos, la
Humanidad ha desaparecido sin dejar rastro alguno de sus ciencias, sus artes,
sus industrias, ¿qué me importa eso?”[17].
Así que el filósofo de Bilbao y rector de la Universidad de
Salamanca tenía cegada la vía de acceso hacia la auténtica trascendencia en
este mundo. De cuya posibilidad de nuevo Ortega nos da la clave, a la vez que
nos instruye sobre el modo en el que esa clave quedó incorporada al bagaje de
nuestra civilización: “He aquí lo fundamental de la experiencia
cristiana del hombre: (…) Descubrir, caer en la cuenta de que la vida en su
última sustancia consiste en tener que ser dedicada a algo, no en ocuparse de
esto o de lo otro dentro de la vida, que eso sería lo contrario, meter en la
vida algo que se considera valioso, sino tomar en vilo nuestra existencia
entera y entregarla a algo, de-dicarla…, esa es la averiguación fundamental del
cristianismo, lo que indeleblemente ha puesto en la historia, es decir, en el
hombre”[18]. Enseñanza que Antonio Machado dejó
traducida a lenguaje poético cuando versificó diciendo:
“Moneda que está en la mano
quizá se deba guardar;
la monedita del alma
se pierde si no se da”
[1]
Cit. en José Luis Abellán: “Miguel de Unamuno a la luz de la psicología”,
Madrid, Tecnos, 1964, p. 75.
[2]
José Ortega y Gasset: “En torno a Galileo”. Obras Completas, Tomo 5, Alianza,
Madrid, 1983, p. 32.
[3]
José Luis Abellán: “Miguel de Unamuno a la luz de la psicología”, Madrid,
Tecnos, 1964, p. 38.
[4]
José Luis Abellán: “Miguel de Unamuno a la luz de la psicología”, Madrid,
Tecnos, 1964, pp. 147-148.
[5]
José Luis Abellán: “Miguel de Unamuno a la luz de la psicología”, Madrid,
Tecnos, 1964, pp. 39-40.
[6]
José Luis Abellán: “Miguel de Unamuno a la luz de la psicología”, Madrid,
Tecnos, 1964, p. 146.
[7]
Salvador de Madariaga: “España. Ensayo de historia contemporánea”, Marid,
Espasa-Calpe, 1989, p. 92.
[8]
Cit. en José Luis Abellán: “Miguel de Unamuno a la luz de la psicología”,
Madrid, Tecnos, 1964, p. 91.
[9]
Pío Baroja: “Desde la última vuelta del camino”-Tº III, Cuarta parte, cap. IX.
[10]
Pío Baroja: “Desde la última vuelta del camino”-Tº 1º, Tercera parte, cap. VIII.,
Caro Raggio Ed.
[11]
Pío Baroja: “Desde la última vuelta del camino”-Tº 1º, Tercera parte, cap. IX.
Caro Raggio Ed.
[12]
Pío Baroja: “Desde la última vuelta del camino”-Tº 1º, Tercera parte, cap. V. Caro
Raggio Ed.
[13]
Ortega y Gasset: “En la muerte de Unamuno”, O. C. Tº 5, p. 265.
[14]
José Luis Abellán: “Miguel de Unamuno a la luz de la psicología”, Madrid,
Tecnos, 1964, p. 112.
[15]
José Luis Abellán: “Miguel de Unamuno a la luz de la psicología”, Madrid,
Tecnos, 1964, p. 100.
[16]
Ortega y Gasset: “En torno a Galileo”, O. C. Tº 5, p. 47.
[17]
Cit. en José Luis Abellán: “Miguel de Unamuno a la luz de la psicología”,
Madrid, Tecnos, 1964, p. 94.
[18]
Ortega y Gasset: “En torno a Galileo”, O. C. Tº 5, p. 154.
No hay comentarios:
Publicar un comentario