Este es el contexto que sirve para entender una de las más
cabales expresiones de este modo de pensar, de esta manera de desdeñar la
realidad: la llamada ideología de género. Es esta una ideología que pretende la
completa supresión de cualquier distinción entre lo masculino y lo femenino. No
existen, dicen sus seguidores, las realidades objetivas (que empiezan por ser
fisiológicas) “hombre” o “mujer”, sino que se trata de roles moldeados por una
concreta cultura y un específico entorno social. Y si esa realidad, al menos la
fisiológica, existe es, cuando menos, perfectamente prescindible o sustituible
por las decisiones personales de cada cual. Si podemos mover montañas, ¿cómo no
íbamos a poder decidir cuál es nuestro sexo? Y si la realidad viene y nos
contradice, no hay más que aplicar aquella regla general que, por ejemplo, dejó
enunciada Picasso cuando hizo de la realidad una sucursal de la imaginación.
La ideología de género considera que la relación entre
hombre y mujer hoy todavía vigente y con pretensiones de ser exclusiva frente a
otros modos de relación es una construcción social y cultural que está al
servicio del mantenimiento del dominio masculino, dominio sobre el que se ha
montado lo que desde tales parámetros se denomina “sociedad patriarcal” o, con otro
vocablo bastante ridículo, “heteropatriarcal”. Es preciso, plantean desde esta
ideología, suprimir el modelo familiar patriarcal y los roles consiguientes
asignados al “hombre” y a la “mujer”.
Para ello, y para empezar, hay que abolir la maternidad como función
femenina, que resulta ser un lastre que viene a impedir la realización de la
mujer (la “mujer”). Esa supresión de roles impuestos abarca también al niño y sus
juegos, sus modos de vestirle y otros gustos específicos que se le han adscrito
desde el modelo patriarcal. Lo que hay que hacer, se concluye desde la
ideología de género, es dejar al niño en libertad: que escoja ser niño o niña,
o las dos cosas o ninguna.
Esta ideología vino a hacer eclosión en la IV Conferencia
Mundial de la ONU sobre la mujer celebrada en Pekín en 1995. Bella Abzug,
representante de EEUU, hizo allí explícitas sus principales premisas cuando
declaró: “El sentido del término género ha evolucionado, diferenciándose de la
palabra sexo para expresar que la realidad de la situación y los roles de la
mujer y del hombre son construcciones sociales sujetas a cambios”. La
canadiense Rebecca J. Cook, redactora del informe oficial que se confeccionó instruyó
de esta manera a los delegados allí presentes: “Los sexos ya no son dos sino
cinco, y por tanto no se debería hablar de hombre y mujer, sino de mujeres
heterosexuales, mujeres homosexuales, hombres heterosexuales, hombres
homosexuales y bisexuales”. Otra de las feministas extrajo las
conclusiones: “No existe un hombre natural o una mujer natural, no hay conjunción de
características o de una conducta exclusiva de un sólo sexo, ni siquiera en la
vida psíquica”.
En la reciente historia de la medicina y de la psicología
existe un caso muy dramático, que ha tenido una amplia difusión, y para el que
no es posible encontrar acogida en los presupuestos de la ideología de género.
Es el protagonizado por David Reimer, un canadiense nacido en 1965, al que
entonces pusieron sus padres el nombre de Bruce, y que, junto a su hermano
gemelo, Brian, fue sometido, a los ocho meses de edad, a una operación de
fimosis que, para él, tuvo desastrosas consecuencias. El urólogo encargado de
realizar la operación utilizó un método de cauterización con corriente
eléctrica que acabó achicharrando el pene de Bruce. Desesperados, los padres
del infortunado bebé, después de ver un programa de televisión, se pusieron en
contacto con John Money, un psicólogo del hospital Johns Hopkins (Baltimore),
famoso por sus teorías sobre el género, que afirmaba que la condición sexual no es innata, sino
que es asignada mediante la educación en los primeros años de vida. Money
recomendó a los padres que sometieran a Bruce a una castración quirúrgica
quitándole los testículos y modelándole, de manera muy primaria, dado el escaso
desarrollo en aquel momento de la cirugía de reconstrucción, una vagina. Desde
entonces, educaran a Bruce como una niña, a la que llamaron Brenda. El 3 de
julio de 1967, cuando Bruce tenía 22 meses, se realizó la operación. Las
instrucciones para los padres, Janet y Ron, fueron claras: no contarle jamás lo
que había ocurrido. Money se encargó del supuesto apoyo psicológico a la que ya
era Brenda, y durante diez años estuvo viéndola una vez al año para evaluar el
resultado de la operación y la reasignación de sexo. Aquella habría de ser, por
otro lado, una oportunidad inigualable para Money de demostrar sus teorías
sobre la determinación ambiental de la orientación sexual, ya que tendría un
sujeto de control: Brian, con la misma carga genética que su hermano, pero que iba
a ser educado para ser niño.
Los niños fueron creciendo y la situación se fue
complicando. Ello a pesar de que cinco años después de la operación el doctor
Money publicó el primer libro sobre el caso que tituló “Hombre & Mujer, Chico & Chica” (para mantener en secreto
la identidad de los protagonistas, lo
llamaba caso John/Joan), en el que aseguraba que, tras haberle acostumbrado a
Brenda al uso de la ropa femenina, ya tenía una clara preferencia por los
vestidos. Que se sentía orgullosa de su pelo largo. Que por Navidades había
pedido a Papá Noel una casa de muñecas y un carrito de paseo. En suma, que la
orientación sexual femenina se había impuesto. Las notas tomadas por un
estudiante del laboratorio de Money durante las visitas anuales de control
revelan que los padres de David Reimer mentían al personal del laboratorio
acerca del éxito del experimento. Efectivamente, todo lo que afirmaba Money acabaría
siendo contradicho por los padres, el hermano y el propio David. Según
declararía Janet, la madre, ya en los años 90, a la revista “Rolling Stone”, la primera vez que
trató de ponerle un vestido a Brenda, ella intentó arrancárselo. “Recuerdo
que pensé –decía la madre–: ‘¡Dios mío, sabe que es un chico
y no quiere que le vista como a una chica!’”. Pero no solo sucedió
aquello, sino que los juegos que Brenda prefería eran también los habituales de
los chicos. Incluso, desde pequeña, insistía en orinar de pie. Su hermano
gemelo, Brian, identificaba a Brenda como a una hermana, “pero ella nunca actuó como tal”,
reconoció al periodista de “Rolling
Stone”, John Colapinto. “Jugaba con mis juguetes mientras que los
suyos, como una lavadora, solo los usaba para sentarse”. El propio David,
en un libro escrito junto con Colapinto, afirmaría que, al contrario de lo que había
escrito John Money, durante el periodo que vivió como Brenda nunca se
identificó con una chica. Ni los vestidos de volantes, ni las hormonas
femeninas le hicieron sentirse mujer.
A los 13 años la entonces Brenda empezó a sufrir
depresiones, y les dijo a sus padres que se suicidaría si la obligaban a ver de
nuevo al Dr. Money, cuyas supuestas “visitas terapéuticas” junto a su hermano
resultaban ser especialmente traumáticas. Al iniciar su adolescencia, Brenda
sufría, efectivamente, depresión y se había intentado suicidar al menos una
vez. Desde que le practicaron la orquidectomía, orinaba a través de un agujero
que le habían realizado en el abdomen. Estaba tomando estrógenos para acentuar
los caracteres sexuales secundarios femeninos, y el doctor Money le instó a que
se sometiera a otra cirugía para que le implantaran una vagina definitiva, pero
Brenda se negó rotundamente. Desde aquel momento, “ella” y la familia
decidieron abandonar las visitas de control. Fue entonces, a los quince años,
cuando su padre, torturado por el sufrimiento que veía en su hijo, le reveló la
historia que él y su madre habían estado manteniendo en secreto: había nacido
siendo niño. A partir de aquel momento, Brenda decidió volver a ser un chico.
Eligió de nombre “David”, se sometió a una faloplastia y se quitó los pechos
que le habían crecido gracias a las hormonas. Para cuando cumplió 23 años, se casó.
La historia de David Reimer saltó a la luz en 1997 gracias
al doctor Milton Diamond de la Universidad de Hawai, quien convenció a David de
que contar su caso ayudaría a que no le ocurriera a nadie más. La reflexión del
doctor Diamond fue: “Si todos estos esfuerzos médicos, quirúrgicos y sociales combinados no
tuvieron éxito en hacer que este niño aceptara una identidad de género femenina,
entonces, tal vez, tengamos que pensar que hay algo importante en la
constitución biológica del individuo”. Meses después salía publicado
también el artículo de la revista “Rolling
Stone”, que acabaría convirtiéndose en libro. La historia, sin embargo tuvo
un final desgraciado: en 2004, David, con 38 años, se suicidaba tras haberse
divorciado, años atrás, por iniciativa de su mujer y encontrarse en paro. Su
hermano gemelo, Brian, se había suicidado asimismo dos años antes, tomando una
sobredosis de antidepresivos, después de varios intentos. Esta historia se
puede seguir en múltiples páginas de internet y en, entre otros, el siguiente
vídeo:
El caso de David Reimer constituyó un evidente apoyo para
los científicos que pensaban que las hormonas prenatales e infantiles influyen
intensamente en la diferenciación del cerebro y la identidad de género, y que
esta es más profunda que la influencia ambiental que pueda sobrevenir a
posteriori. Conclusión a la que ya antes se había llegado desde la reflexión
filosófica. Para explicar esas eventuales diferencias que, a lo largo, sin
duda, de un continuo de mayor a menor variación, separan al hombre de la mujer,
Julián Marías echa mano de un concepto de raigambre unamuniana: el de
“intrahistoria”, recogido por la Real Academia, según la cual viene a “designar
la vida tradicional que sirve de fondo permanente a la historia cambiante y
visible”. Partiendo de aquí, infiere Marías que “la vida es primariamente vida
cotidiana, y sobre su fondo acontece todo lo demás, lo excepcional e insólito”.
Y piensa que es precisamente la mujer la depositaria de esa posición vital
desde la que, en lo fundamental, se administra la intrahistoria, la vida
primaria, es decir, cotidiana. “La mujer nos da la impresión –sigue
Marías ampliando su reflexión– de estar en contacto con las formas
permanentes de la vida, con su sustancia (…) El hombre suele perderse en los
accidentes (…), lo que ocurre o sucede”. Por sí solo, el hombre
tendería a disolverse en sucesos, ocurrencias, novedades, minucias, porque “tiene
una inquietante propensión a apasionarse por la inestabilidad de la superficie
de la vida". A la mujer, por el contrario, “le dejan relativamente
indiferente los ‘sucesos’, porque sabe que pasarán y quedará la vida
permanente. Sus quehaceres, cotidianos e imperiosos, se lo han enseñado: la
casa, las comidas, el sueño, el amor estable, los niños. Una vida variable,
pero con ritmo, es decir, que vuelve (…) La atención masculina está mucho más
orientada hacia lo que ‘pasa’; siente avidez por las noticias, que le interesan
incomparablemente más que a la mujer”. No es que la mujer se
desinterese de lo que pasa, pero lo hace “sin salir de su realidad”. Marías
achaca la “pavorosa inestabilidad personal de nuestra época” a la pérdida
de contacto consigo misma que, en buena medida, ha sufrido la mujer, lo cual ha
afectado también al hombre, porque, como dice María Zambrano, “si
es algo la mujer en la vida (…) quizá de todo hombre, es creadora de ‘orden’ ”.
Podríamos decir también que, con todas las posibles variaciones
que el continuo del que antes hablábamos consiente, el hombre es un eterno
buscador de algo más. Si algo busca la mujer es, por el contrario, cómo dejar
de tener que buscar. Aquel siempre tiene algo nuevo que intentar descubrir,
esta aspira a la instalación. Él es una fuerza centrífuga, un culo de mal
asiento, un inadaptado vocacional, siempre imaginando ser algo que no es; ella
es hogareña, espera pacientemente, como Penélope, el regreso, la realidad es su
terreno. Ortega decía: “La mujer normalmente imagina, fantasea
menos que el hombre, y a ello debe su más fácil adaptación al destino real que
le es impuesto”.
Cuando, andando el tiempo, el deseo aún sigue vivo y exigente en el hombre, en
la mujer va prevaleciendo la rutina, lo que ya existe, lo que ya se tiene y,
por consiguiente, no es preciso tanto desearlo como, un escalón más arriba,
conservarlo, a lo cual dedica sus energías. Esto causa importantes desajustes,
para empezar, en el terreno sexual, los que hacen que, en el extremo, las
ensoñaciones del hombre discurran hacia la infidelidad, mientras que las
actitudes de la mujer la llevan a reforzar el valor de la fidelidad. Mas no
solo: el sentido de la responsabilidad, la capacidad de atenerse a los hechos,
de saber lo que en cada momento toca hacer, la prudencia, tienden a ser más
valores femeninos, mientras que los complementarios valores masculinos son los
que significan una mayor capacidad para la toma de iniciativas, para la
ambición, para la disposición necesaria con la que enfrentarse a las
dificultades, con la que sobreponerse a las limitaciones. Todo lo cual, a la
hora de la convivencia entre unos y otras, si no se controla, es el fundamento
de un mayor o menor desencuentro, incomprensión mutua y propensión a la
conflictividad entre ambos sexos.
Hombre y mujer son, en fin, seres distintos, y a veces
contrapuestos. Al extremo de esa circunstancia, nosotros respecto de ellas, y
viceversa, somos una inevitable fuente de decepciones. Prevenir posibles
conflictos exige, por tanto, contrabalancear las mutuas decepciones y aprender
a, respectivamente, tolerarlas y sobreponerse a ellas.
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