Todo el proceso de avance
tecnológico que se viene produciendo desde los tiempos de la Revolución
Científica, y los extraordinarios que están produciéndose ahora mismo y se
producirán en el próximo tiempo futuro, se han sustentado sobre el paradigma
científico y filosófico que, surgido sobre todo del mecanicismo de Descartes,
ha llevado a entender que el universo, incluidos nosotros los hombres, se
comporta como si fuera una gran máquina. En lo que se refiere a los humanos,
esa forma de mirar supone que nos entendemos como meros seres reactivos, es
decir, que no somos nada más que un conjunto de respuestas emitidas ante
estímulos que nos vienen dados desde fuera, nada más que las consecuencias
acumuladas a partir de unas causas que nos son ajenas. Otro destacado pensador,
este de los tiempos de la Ilustración, Julien Offray de La Mettrie hizo famoso
su libro más significativo y polémico, “El
hombre máquina”, publicado en 1748, en donde sostiene que son los procesos
orgánicos los que producen los fenómenos psíquicos, que nuestra inteligencia
depende solo, por tanto, de la constitución física del cerebro y que el hombre
es lo que come. Su método de conocimiento no le permitía reconocer otra
realidad más que aquella que sucesiva y no siempre firmemente le iban revelando
los sentidos. Aunque
en última instancia hay que considerar que el hombre, dice también La Mettrie,
no ha sido hecho para conocer sino para ser dichoso. Estamos determinados a ser,
según esto, lo que circunstancias que nos son exteriores deciden que seamos;
nada de nosotros se debería a nosotros mismos. El caso es que los humanos
habremos quedado disminuidos con esa restrictiva manera de entendernos, pero no
cabe duda de que la ciencia ha podido recorrer un muy fructífero camino partiendo
de esa consideración del universo como un gran engranaje mecánico.
John Stuart Mill (1806-1873), que
pertenecía a esa especie en peligro de extinción que son (somos) los liberales,
aludió a los nefastos efectos que tiene esta fatalista visión del hombre como
máquina (como conjunto de respuestas mecánicas emitidas ante estímulos que nos
vienen dados) sobre nuestro estado de ánimo. Partía Stuart Mill en su
argumentación de la constatación contraria a esa: “Sabemos que no estamos
impelidos, como por un oráculo, a obedecer ningún motivo particular”,
decía. Y también: “Las causas de las que depende una acción no son nunca incontrolables”.
Desde ahí observaba lo que le ocurre a quien, en sentido contrario, se percibe
a sí mismo como una máquina: “El fatalista cree, o medio cree (ya que
nadie es un fatalista consistente), no solo que cualquier cosa que sea lo que
ocurra será el resultado infalible de las causas que lo producen (…), sino más
aún, cree que no vale la pena enfrentarse a ello; que ocurrirá a pesar de todo
lo que podamos hacer para prevenirlo”; de una concreta causa se seguirá
necesariamente, según esto, una prevista consecuencia. Y concluye que tales
ideas o maneras de estar en el mundo conducen inevitablemente al estado de
ánimo depresivo (él mismo sufrió una depresión, así que sabía de lo que
hablaba). Y es que, para empezar, solo quien se siente capaz de cambiar sus
actuales circunstancias realizará el esfuerzo necesario para conseguirlo; es lo
que no ocurre con el fatalista, que considera que estamos determinados a
reaccionar ante solo dos clases de motivaciones: buscar el placer y huir del
dolor. Decía La Mettrie, precisamente, que el objetivo de la vida se encuentra
en procurarse los placeres que otorgan los sentidos, y que la virtud puede
reducirse a lo que es el amor propio. Tanto apreciaba, por ejemplo, los
placeres de la mesa, que un día se excedió al parecer con un paté de águila
preparado con trufas al modo de faisán, se indigestó gravemente y murió; era el
11 de noviembre de 1875. Cuando
la muerte llega, la “farsa se acaba”, así que tomemos el placer mientras podamos,
había dejado dicho.
Pero ser moralmente libre no puede derivar
meramente de la búsqueda del placer; ha de significar que uno, si bien
condicionado por las circunstancias, decide sus propósitos y no los subordina al
hecho de que en el camino hacia ellos encuentre placer o dolor. Así lo afirma
Stuart Mill: “Se dice que tenemos un carácter bien establecido sólo cuando nuestros
propósitos se han independizado de los sentimientos de dolor o placer desde los
que surgieron originalmente”.
El hombre-máquina, según lo dicho, va
construyendo su vida como mera acumulación de experiencias reducibles al juego
de acción-reacción frente a estímulos que provocan la aceptación de los que son
placenteros y la evitación de los dolorosos. Pues bien, estamos ya acercándonos
a un punto paroxístico, de exacerbación de las consecuencias de considerar que
el hombre es asimilable en su funcionamiento al de una máquina. En un futuro
cada vez más cercano, parece que el hombre, definitivamente, ya no necesitará
tener propósitos, valdrá con que se limite a manifestar esas dos predisposiciones
básicas, las que lo llevan a buscar el placer y a evitar del dolor; el sistema
se encargará de todo lo demás.
Así, por ejemplo, la poderosa nanomedicina,
en línea con la interpretación dada por la medicina vigente hasta ahora,
también basada en la concepción mecanicista del cuerpo y de la mente, seguirá
entendiendo la enfermedad como algo que sufre un “paciente”: este, asimismo, se
mantendrá sin tener nada que ver ni que hacer con su enfermedad. Solo tendrá
que dejarse llevar. Y efectivamente, lo que el sistema le prescriba, de manera
semejante a como ocurría con el soma en “El
mundo feliz” de Aldous Huxley, le curará. Con el soma, se dice en este
libro que habla de un mundo distópico muy parecido a este que va a venir, “uno
puede tomarse unas vacaciones de la realidad siempre que se le antoje, y volver
de las mismas sin siquiera un dolor de cabeza o una mitología (…) Un solo
centímetro cúbico (de soma) cura diez sentimientos melancólicos”. También
los robots nos sustituirán en breve a la hora de hacer las cosas que
actualmente suponen un esfuerzo mecánico. Hasta los coches se conducirán por sí
solos y Amazon tendrá previsto lo que, según los gustos que allí saben que
tenemos, deberemos comprar. Solo tendremos que contraponer nuestra
fisiológicamente condicionada búsqueda de placer y evitación del dolor, y de
todo lo demás se encargará el sistema, que es el que mejor sabe lo que nos
conviene.
Todo lo cual no debe llevarnos a abogar,
desde luego, contra los muy benéficos avances que nos procurarán las nuevas
tecnologías, sino contra esta peligrosa derivada suya que se abre al considerar que no
somos más que lo que nos dicta lo que es externo a nosotros. Porque cuando un
hombre no tiene nada propio que hacer con su vida, cuando acepta ser lo que el
mecanicismo (tan fructífero produciendo tecnología) había previsto que fuera,
lo más inmediato que le ocurre es que, como sabía Stuart Mill, le sobreviene la
depresión o alguno de sus equivalentes. La Organización Mundial de la Salud
(OMS), la máxima institución sanitaria internacional, en un comunicado
recientemente difundido, ya ha destacado que la depresión en el mundo creció
más del 18 por ciento a nivel mundial entre 2005 y 2015. Y el fenómeno se
extenderá aún más. Lo siguiente que acontecerá será que ese hombre-máquina
buscará aturdirse de una u otra forma para sobrellevar una vida que, de puro
desocupada, cuando menos, será aburrida (perfectamente compatible con el hecho
de resultar placentera). En consecuencia, es previsible que en ese futuro que ya
está llegando aumenten exponencialmente el alcoholismo, el uso de drogas y la
búsqueda compulsiva de diversión y de consumos banales.
Cuando uno no tiene propósitos,
metas, proyecto de vida, y se convierte en un mecanismo que meramente
reacciona, de forma respectivamente positiva o negativa, ante los estímulos
placenteros o dolorosos, porque todo lo demás ya estará resuelto, no quiere
ello decir que se ha llegado ya a un auténtico “mundo feliz”, sino que la vida,
en tal tesitura, se convierte en un fértil manadero de angustias y desasosiegos.
Y el caso es que vamos directos hacia un, en este sentido, infernal paraíso de
tiempo libre en el que, efectivamente, (casi) todo estará resuelto. Helmholtz
Watson, un inadaptado al “mundo feliz” de Huxley, un rebelde incluso,
reflexionaba en la novela ante su amigo Bernard Marx: “¿No has tenido nunca la
sensación de que dentro de ti había algo que solo esperaba que le dieras una
oportunidad para salir al exterior? ¿Una especie de energía adicional que no
empleas, como el agua que se desploma por una cascada en lugar de caer a través
de las turbinas? (…) Me refiero a un sentimiento extraño que experimento de vez
en cuando, el sentimiento de que tengo algo importante que decir y de que estoy
capacitado para decirlo”. Ese es, precisamente, el sentimiento que
corre el peligro de ser ahogado en el mundo feliz hacia el que vamos
aceleradamente; Huxley, que publicó “Un mundo feliz" en 1932, previó que su distopía
llegaría en un siglo. En el prólogo de su libro, Aldous Huxley mismo, desde
dentro de la trama que construyó con su novela, veía la alternativa a todas las
declinantes posibilidades que empujan hacia el "mundo feliz” en la cordura que
representaría una comunidad de desterrados o refugiados del mismo que tendrían
una filosofía de la vida en la que “prevalecería una especie de Alto
Utilitarismo, en el cual el principio de Máxima Felicidad sería supeditado al
principio del Fin Último”.
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