Vivimos para llevar a cabo una tarea: construir realidad. De
esta solo se nos dieron, para empezar, sus elementos más primarios: fragmentos,
instantes, átomos de experiencia… La vida era entonces, como David Hume decía,
nada más que una sucesión de impresiones. Discurriendo por aquel río en el que
Heráclito nunca había logrado bañarse dos veces, todo resultaba ser rápido,
inconsistente, precario y fugaz. Thomas Hobbes sabía que por entonces no había “cómputo
del tiempo; ni artes; ni letras; ni sociedad; sino, lo que es peor que todo,
miedo continuo, y peligro de muerte violenta; y para el hombre una vida
solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta”[1].
No fue posible reconciliarse con nada que prometiera ser definitivo. De ningún
delito cometido por entonces se pudo llegar a decir que quedara rastro alguno,
ni pudo la culpa, por tanto, trazar sobre ello algún plan reparador. Si no
sobrevivía ningún “por qué”, ¿cómo adivinar que pudiera existir un “hacia
dónde”? Si no daba tiempo a echar nada en falta, ¿qué sentido hubiera tenido la
esperanza?
Pero un día, entre tanta indiferencia, alguien sintió
nostalgia y recordó. Así apareció el espíritu, la sutil evocación de lo que ya
no estaba. Y el espíritu, añadido a todo lo que la evidencia mostraba cómo
desaparecía, empezó su labor reparadora, se puso a construir la realidad.
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