Lo primero es lo que afirmaba San Agustín. Concretamente
decía: “No busques fuera de ti lo que está dentro de ti: la verdad habita en
lo interior del hombre”(1).
En un imaginario diálogo que el santo africano mantiene con la Razón, afirma: “Deseo
conocer a Dios y al alma”. “¿Y nada más?”, le pregunta su alter
ego, la Razón. “Absolutamente nada más”, responde categórico(2).
El alma es la intimidad, y Dios es quien la habita. El mundo no entra en la
ecuación. Y decía también respecto de la verdad: “El razonamiento no crea (las)
verdades; las descubre. Luego antes del razonamiento, ellas existían ya en sí
mismas”(3).
San Agustín consideraba pecaminoso orientar la vida hacia el mundo, por
ejemplo, a través de la curiosidad. La verdad no solo no está en el mundo, sino
que hemos de retirarnos de él si queremos llevar una vida piadosa y orientada
hacia esa verdad. Como resumen de su pensamiento, San Agustín dejó dicho: “Despreciando
las cosas terrenas y humanas, debemos desear y amar (las) divinas”(4).
En suma, que nuestro reino no es de este mundo y que aquí no hay ninguna verdad
que rastrear, al contrario, todo lo que encierra el mundo es mentira.
Es preciso seguir la evolución de esta manera de mirar (o
dejar de mirar), porque ha sido decisiva en la conformación de nuestra
civilización, María Zambrano reconocía, efectivamente, la importancia del
pensamiento de San Agustín; afirmaba: “ ‘Vuelve en ti mismo. En el interior del
hombre habita la verdad’. El hombre europeo ha nacido con estas palabras”(5).
René Descartes, el paradigma de la Modernidad, seguía esa estela cuando afirmó:
“Pienso,
luego existo”, es decir, la realidad está en mi pensamiento, en mi
intimidad; la existencia es una derivada suya. Hegel vino a decir lo mismo
cuando afirmó que “todo lo real es racional”. Es decir, la razón, la potencia
íntima en la que se almacena el pensamiento, es la fuente de la realidad, la
fuente del ser, de la verdad.
Y, por ir quemando etapas, Michel Foucault, el máximo adalid
de la postmodernidad, también discurre, con un bagaje ya un poco destartalado,
por este mismo carril, pues él mismo se sintió heredero de Descartes, al que
siempre consideró la frontera a partir de la cual fue tomando forma la manera
de pensar de la que se sentía partícipe, y cuya aportación más decisiva fue la
de que es posible el pensamiento sin representación de cosa alguna, la
subjetividad con independencia de cualquier referente objetivo. Para Foucault, las cosas no existen. Recogió
de Nietzsche la idea de que “no hay hechos, hay interpretaciones”. ¿Qué
dice Foucault que sea el “ser”, la realidad? No es nada, nada concreto. Por tanto, y de forma semejante a como para
San Agustín el mundo era algo a desdeñar por pecaminoso, lo que procede, según
Foucault, es orillarlo, y dejar que eclosione la subjetividad. Ahí, en lo
íntimo, sigue estando, pues, la verdad. Incluso la locura, en cuanto que
poderoso medio de cuestionamiento de la razón prevaleciente, la que rige en el
inconsistente mundo externo, es un modo plausible de liberarse del poder de las
“sociedades disciplinarias”, vale decir, de ese mundo objetivo. El mundo
objetivo es, en fin, un orden impuesto que anula la subjetividad, lo que cada
cual decida ser, que es lo auténticamente real.
¿Qué queda entonces,
para Foucault, de todo aquello a lo que el hombre ha solido entregar su vida,
de los ideales, de las misiones y tareas que han empujado a los hombres hacia
metas que les trascienden, que están más allá de los dominios de su estricta
subjetividad? Nada, no queda nada. En un debate televisado en 1971 de Foucault
con Noam Chomsky, el primero argumentó contra la posibilidad de cualquier
identidad, cualquier naturaleza humana fija, en contra de lo postulado por el
concepto de Chomsky de las facultades humanas innatas. Este argumentó que, por
ejemplo, la idea de justicia estaba arraigada en la mente humana, mientras que
Foucault rechazaba que hubiese ningún concepto de justicia por encima de lo que
subjetiva y coyunturalmente le pareciese a cada cual. Tras el debate, Chomsky se vio afectado
por el rechazo total de Foucault a la posibilidad de una moralidad universal,
afirmando: "Me parecía completamente amoral, nunca había
conocido a alguien que fuera tan amoral (...) Quiero decir, me agradó
personalmente, es sólo que no podía entenderlo. Es como si fuera de una especie
diferente, o algo así ". Como alguien sin identidad, podríamos
decir, sin nada fijo ni objetivable a lo que poder referir su personalidad.
Norbert Elias, uno
de los pensadores más importantes (aunque muy insuficientemente conocido) del
siglo XX, ya advirtió cómo, sobre todo a partir de la Edad Moderna, esa de la
que Descartes –que había reducido el ser a solo pensamiento–, fue su máximo
exponente, los hombres se encerraron decididamente en sí mismos. Fue
asentándose el que Norbert Elias denominó “homo clausus”, “el
ser humano como ser aislado y encerrado en su propio ‘interior’ frente a todo
aquello que está ‘fuera’”. Desde el Renacimiento en adelante, “en el centro del universo humano, se
encuentra cada persona sola, concebida como un individuo que, en último
término, es absolutamente independiente de los demás (…) Las sociedades
europeas modernas sostienen una imagen del hombre en la que su propio ‘yo’, su auténtico
‘yo’, es algo encerrado en el ‘interior’, separado de todos los demás hombres y
cosas”(6).
El prototipo de
hombre encerrado en sí mismo es el esquizoide y, en su grado exacerbado, el
esquizofrénico. Eugène Minkowski,
destacado psiquiatra existencial, había resaltado como definitorio de la
esquizofrenia el hecho de percibir cualquier salida al mundo, cualquier
objetivación de su ser íntimo por parte del esquizofrénico como algo alienante,
una traición a su sí mismo, de modo que, cuando esta persona realiza alguna
tarea mundana, se siente a sí misma como falseada, como un vacío, como una
máscara de sí. Louis A. Sass,
psicólogo clínico, filósofo y profesor universitario, considera como característica principal de la
esquizofrenia lo que llama “hiperreflexividad”, una tendencia exagerada a
encerrarse en sí mismo y construirse un mundo a la medida de las propias ideas,
fantasías o pulsiones íntimas antes de que lleguen a tropezar con la realidad
exterior(7).
Toda esta
trayectoria, que comenzó en aquel desdén del mundo que digamos que inició San
Agustín y que, en su fase tardía ha llegado hasta los estrafalarios
presupuestos del posmodernismo que tanto sintonizan con el “homo clausus” de
Elias y, en el extremo, con la personalidad esquizoide, es la propia de una
cultura que, dice Ortega, ha entrado definitivamente en crisis. El “interior”
donde San Agustín dijo que estaba depositada la verdad, cuando se hace
excluyente, es un ámbito, como se deduce, lleno de peligros y tenebrosidades. Y
Ortega, a la vanguardia de la nueva filosofía, viene a proponer la nueva forma de
mirar que apunta a la superación de esta crisis. Tratemos de acercarnos, pues,
al modo en que podríamos formular esta nueva idea.
Todo lo que conocemos del mundo, lo hemos construido los
sujetos, aunque el material de construcción no lo hemos fabricado nosotros. Y
así, por ejemplo, gracias a nuestra íntima predisposición (previa a la
experiencia) a unificar los fenómenos como causas y como efectos, descubrimos
esa parte del mundo en sí que, efectivamente, encaja y se comporta de acuerdo
con nuestra categoría mental de causalidad. Es en la mente en donde reside la
categoría de la causalidad y la que me permite descubrir que los objetos se
comportan según ella dice… pero son las cosas las depositarias de esa relación
causal, no es un mero invento mío. Yo soy el descubridor, pero lo descubierto
está afuera. En suma: la verdad depende de nosotros, pero pertenece a las
cosas.
Efectivamente, para empezar, algo de las cosas, del mundo
externo, está hecho con aportaciones del sujeto; el mundo real, para serlo,
debe a nuestra contribución (subjetiva) buena parte de lo que es. “Una
parte, una forma de lo real es lo imaginario”, dice también Ortega(8).
Pero aquello en lo que consiste nuestra aportación subjetiva (nuestra
interpretación, nuestra ordenación, la inclusión de lo que vemos dentro de
nuestras categorías mentales… lo imaginado) forma asimismo parte del objeto, de
lo que no somos nosotros. Es decir: es preciso un sujeto para que el objeto sea
descubierto, pero este también es real, en el sentido de que existe fuera de
nosotros. Así que, como decía María Zambrano, “las cosas se fundamentan en algo
que yo poseo”(9),
pero consisten en algo más que lo que yo les aporto. Incluso, añadiría Ortega, “para
responder a ¿qué son las cosas?, tengo que preguntarme ¿qué soy yo?”(10),
porque “tal vez es imposible descubrir fuera una verdad que no esté
preformada, como delirio magnífico, en nuestro fondo íntimo”(11)…
pero esa verdad está ahí afuera, pertenece a las cosas, no es un producto de
nuestro pensamiento… que sería lo mismo que decir de nuestro delirio.
“Todo concepto o significación concibe o significa algo objetivo –dice
Ortega explicando a Kant… y a sí mismo de paso– (toda idea lo es de algo que no
es ella misma), y, no obstante, es innegable que todo concepto o significación
existe como pensado por un sujeto, como elemento de la vida de un hombre.
Resulta, pues, a la vez subjetivo y objetivo”(12).
Y también: “Las cosas no tienen ellas por sí un ser, y precisamente porque no lo
tienen el hombre se siente perdido en ellas, náufrago en ellas, y no tiene más
remedio que hacerles él un ser, que inventárselo”(13).
Para que las cosas tengan un ser, pues, es preciso añadirles lo que les
daría sentido. “No me basta con tener la materialidad de una cosa –afirma
también Ortega–, necesito además conocer el ‘sentido’ que tiene, es decir, la sombra
mística que sobre ella vierte el resto del universo”(14).
Ese sentido lo descubro yo, pero está en el mundo, en las cosas.
Vamos aclarando (espero) que la verdad es algo que está en
las cosas, pero no en lo que en primera instancia ellas nos muestran, sino en
un ámbito más profundo que, para ser descubierto y, más aún, para simplemente ser,
necesita de nuestra colaboración. La verdad está fuera de nosotros, pero precisa
de nosotros para ser des-velada. “Necesitamos, es cierto –confirma el
mismo Ortega–, para que este mundo superior exista ante nosotros, abrir algo más que
los ojos, ejercitar actos de mayor esfuerzo; pero la medida de este esfuerzo no
quita ni pone realidad a aquel. El mundo profundo es tan claro como el
superficial, solo que exige más de nosotros”(15).
La realidad debe su ser, pues, a dos clases de aportaciones:
una, la pone el objeto, la cosa en sí; la otra la pone el sujeto con su
interpretación y su valoración. Pero que toda realidad necesite ser
interpretada, no quiere decir que todo en ella sea interpretación, que todo sea
“según el color del cristal con que se mira”. Existe, está ahí afuera, y
nuestra interpretación, si respeta su ser en sí (si no es un mero producto del
delirio o de la alucinación), lo que hace es descubrir algo que ella guardaba
como potencia, y que solo llega a aparecer si nosotros queremos que aparezca
(si, como el Príncipe con la Bella Durmiente, nos decidimos a darle el beso
amoroso que la despierte). Es lo que también decía Ortega: “Tal vez la visión amorosa es más
aguda que la del tibio. Tal vez hay en todo objeto calidades y valores que solo
se revelan a una mirada entusiasta (...) Según esto, el amor sería zahorí,
sutil descubridor de tesoros recatados”(16).
Y en fin, dejemos que Ortega ponga el colofón a esta serie
de argumentos: “Hay un primer plano de realidades el cual se impone a mí de una
manera violenta, son los colores, los sonidos, el placer y el dolor sensibles.
Ante él mi situación es pasiva. Pero (…), erigidos los unos sobre los otros,
nuevos planos de realidad, cada vez más profundos, más sugestivos, esperan que
ascendamos a ellos, que penetremos hasta ellos. Pero estas realidades
superiores (…) para hacerse patentes nos ponen una condición: que queramos su
existencia y nos esforcemos hacia ellas (…) La ciencia, el arte, la justicia,
la cortesía, la religión son órbitas de realidad que no invaden bárbaramente
nuestra persona como hace el hambre o el frío; solo existen para quien tiene
voluntad de ellas (…) Si no hubiera más que un ver pasivo quedaría el mundo
reducido a un caos de puntos luminosos. Pero hay sobre el pasivo ver un ver
activo, que interpreta viendo y ve interpretando: un ver que es mirar. Platón
supo hallar para estas visiones que son miradas una palabra divina: las llamó
ideas. Pues bien, la tercera dimensión de la naranja no es más que una idea, y
Dios es la última dimensión de la campiña”(17).
[1] San
Agustín: “De vera religione”, cap. XXXIV, en “Ideario”, Espasa Calpe, Madrid,
1957, p. 14.
[2] San
Agustín: “Soliloquios”, en “Ideario”, Espasa Calpe, Madrid, 1957, p.158.
[3] San
Agustín: “De la verdadera religión”, en “Ideario”, Madrid, Espasa Calpe, 1957,
p. 157.
[4] San
Agustín: “Del libre albedrío”, libro II: “Creer para entender”, Biblioteca de
Autores Cristianos, Madrid, 1982
[5] Zambrano:
“La agonía de Europa”. Trotta Editorial, p. 57.
[6] Norbert
Elias: “El proceso de la civilización”, Madrid, Fondo de Cultura Económica,
1987, pp. 35-36.
[7] Louis A.
Sass: “Locura y modernismo”, Ed. Dikynson, Madrid, 2014.
[8] José
Ortega y Gasset: “El Espectador”, Vol. I, Obras
Completas, Tº 2, Madrid, Alianza, 1983, p. 20.
[9] María
Zambrano: “Filosofía y Poesía”, en “Obras reunidas”, Madrid, Aguilar, 1971, p.
177
[10] José
Ortega y Gasset: “Unas lecciones de Metafísica”, Obras Completas, Tº 12,
Madrid, Alianza, 1983, pág. 95
[11] José
Ortega y Gasset: “El Espectador”, Vol. VI, Obras Completas, Tº 2, Madrid,
Alianza, 1983, pág. 526.
[12] José
Ortega y Gasset: “Filosofía pura”, O. C. Tº 4º, Madrid, Alianza, 1983, p. 57
[13] José
Ortega y Gasset: “En torno a Galileo”. Obras Completas, Tomo 5, Alianza,
Madrid, 1983, pp. 84-85.
[14] José
Ortega y Gasset: “Meditaciones del Quijote”, O. C. Tº 1, Madrid, Alianza, 1983,
pág. 351
[15] Ortega
y Gasset: “Meditaciones del Quijote”, O. C. Tº 1, Madrid, Alianza, 1983, pág.
335
[16] Ortega
y Gasset: “Las Atlántidas”, O. C. Tº 3, pág. 292
[17] José
Ortega y Gasset: “Meditaciones del Quijote”, Obras Completas, Tº 1, Madrid,
Alianza, 1983, pág. 336
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