La sociedad humana en su conjunto ha elevado en los últimos
tiempos su nivel histórico. En ellos ha acontecido un ascenso fabuloso en
cuanto a posibilidades y mejora de la calidad de vida del hombre medio. El
mundo ha crecido, y con él, la vida. Para empezar, porque el ámbito en que esta
se desenvuelve se ha globalizado, ha pasado a ser ya todo el planeta y el
horizonte de las vidas particulares se ha ampliado así enormemente. “Un
ejemplo trivial: en 1820 no habría en París diez cuartos de baño en casas
particulares (…) Pero más aún: las masas conocen y emplean hoy, con relativa
suficiencia, muchas de las técnicas que antes manejaban sólo individuos
especializados. Y no sólo las técnicas materiales, sino lo que es más
importante, las técnicas jurídicas y sociales. En el siglo XVIII, ciertas
minorías descubrieron que todo individuo humano, por el mero hecho de nacer, y
sin necesidad de cualificación especial alguna, poseía ciertos derechos
políticos fundamentales, los llamados derechos del hombre y del ciudadano”(1).
Se ha ensanchado enormemente, en fin, la conciencia de lo que nos es posible:
los objetos que podemos comprar superan ampliamente el número de los que
seríamos capaces de imaginar; la información que quisiéramos tener es
abrumadoramente sobrepasada por la que efectivamente está a nuestro alcance; el
cine, la televisión, internet y los medios de comunicación en general ponen
ante los ojos y el conocimiento del hombre medio los lugares y aspectos más
remotos de nuestro planeta; el elenco de los placeres y diversiones que están
disponibles sobrepasan en número al de aquellos que nos da tiempo a disfrutar;
el límite al que llegan los esfuerzos físicos y deportivos es cada vez más
amplio, mostrando cómo el organismo humano posee capacidades superiores a las
que nunca había tenido; la ciencia y la técnica han ampliado hasta lo
inverosímil su horizonte de conocimientos y realizaciones prácticas
Este acceso generalizado a bienes, derechos y posibilidades
no llegó a perturbar, en el nivel que se había adquirido a lo largo de todo el
siglo XIX, la aceptación por parte de las mayorías de su papel subordinado. La
equiparación en el acceso de esas mayorías a todas esas posibilidades que iban
aumentando no cambió por entonces la psicología del hombre medio en lo que se
refiere a la aceptación de sus insuficiencias. Pero esa psicología fue
cambiando, y poco después de comenzar el siglo XX ese cambio se ha traducido en
una extemporánea sensación de señorío y dignidad que lleva a negar toda
servidumbre o docilidad y a pretender imponer la propia voluntad de una forma
desmedida. Se ha perdido la referencia de la dificultad en el acceso a lo
deseado, hasta el punto de que se ha llegado a pensar que todas esas
facilidades que nos ofrece el mundo hoy están ahí como puestas por la naturaleza.
Y de forma correlativa es como se ha exacerbado, igual que ocurre con el niño
mimado, la sensación de que la voluntad lo puede todo, de que la realidad está
al servicio de nuestros deseos, es, aquí y ahora, lo que nosotros decidamos que
sea. Ha irrumpido en la historia, en fin, el hombre-masa.
Así pues, “todo el bien, todo el mal del presente y
del inmediato porvenir tienen en este ascenso general del nivel histórico su
causa y su raíz”(2).
Si la calidad de las cosas está relacionada con la dificultad mayor que supone
el acceso a las mejores, al desdeñar la dificultad, quedan todas ellas
equiparadas en su nivel más bajo. Y el mal que se ha incrustado en nuestras
sociedades consiste en la exacerbación de esa tendencia a convertir en igual
todo lo que es desigual. Incluidas las jerarquías entre los hombres. Y es que “la
sociedad humana es aristocrática siempre, quiera o no, por su esencia misma,
hasta el punto de que es sociedad en la medida en que sea aristocrática, y deja
de serlo en la medida en que se desaristocratice”(3).
Hay dos grandes clases de criaturas: “Las que se
exigen mucho y acumulan sobre si mismas dificultades y deberes y las que no se
exigen nada especial, sino que para ellas vivir es ser en cada instante lo que
ya son, sin esfuerzo de perfección sobre sí mismas”(4). Son estas
últimas las que hoy marcan la pauta en el contexto cultural establecido. Y lo
hacen retrotrayendo a su nivel, en aras de la igualdad, a aquellas que están
encargadas de ser la aristocracia moral de la sociedad. Es lo que Ortega llamó “la
rebelión de las masas”, según la cual, estas, con gesto de suficiencia propio
de niños mimados, creen que los derechos no tienen la contrapartida de las
correspondientes obligaciones, ni que los deseos tengan el tope infranqueable
que impone la realidad.
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