¿Cómo han nacido los pueblos?, se pregunta Schelling, uno de los máximos exponentes, junto a Hegel, de la filosofía idealista. “Nada separa tan íntimamente a los pueblos –empieza por contestar– como el idioma y sólo los pueblos que hablan idiomas diferentes están realmente separados: no es posible, pues, desligar el origen de los idiomas del origen de los pueblos”. Lo cual es congruente con lo que decía Cioran: “No se habita un país, se habita una lengua. Una patria es eso y nada más”. Y permite asimismo entender que lo esencial del programa de ingeniería social de los nacionalistas consista en ese proceso de aculturación que denominan inmersión lingüística.
Puesto que el lenguaje es el producto más inmediato de la conciencia y del ideario, sigue argumentando Schelling, un lenguaje común significa que, en algún sentido, hay una comunidad espiritual que se fundamenta en él. En dirección contraria a ésta, mientras construían la Torre de Babel, se abrió entre los hombres una profunda hendidura que rompió su comunidad básica de ideas y, consiguientemente, de lenguas; la humanidad, entonces, se disgregó. Así nacieron los pueblos, afirma el filósofo alemán.
Aceptando el idioma como piedra angular sobre la que se levantan los pueblos, viene Ortega a aumentar el diámetro de esta idea añadiendo: “Un pueblo es su mitología y mito es todo lo que pensamos cuando no pensamos como especialistas, como médicos, como abogados, como pintores, como economistas. Mitología es el aire de ideas que respiramos a toda hora, son los pensamientos espontáneos que van por las calles de las urbes como canes sin dueño”. Y concluye: “Una mitología es un pueblo”, desde la misma plataforma ideal desde la que Cioran afirmaba que lo era el idioma.
Hacia 1890 sitúa Ortega –no sólo él– la irrupción de una profunda crisis en el alma nacional española. Lo cual, según lo dicho, viene a significar algo así como una recaída en aquella confusión de lenguas que hubo en Babel. Dejaron así de ser válidos los atisbos de comunidad espiritual que habían ido construyendo los españoles (sin exagerar: nuestro siglo XIX fue tortuoso y atormentado, y había ido preparando esta definitiva crisis), se quebró el común sistema de creencias, se empezó a dudar de los valores hasta entonces vigentes, de la historia que se había compartido… incluso se dudó de España misma como nación. Efectivamente, es alrededor de esa fecha cuando hacen su aparición los nacionalismos. Pero no sólo: irrumpe en todos sus modos, y no sólo en España sino en el conjunto de Occidente, un generalizado espíritu disgregador que, sin duda, había ido previamente fermentando: las ideologías a las que se acogen los diversos grupos y clases sociales pasan a ser decididas armas de combate contra los demás, el arte deja de aspirar a ser comunicable, el individualismo egoísta, incluso solipsista (Max Stirner, por ejemplo, había hablado del Único y su propiedad), ocupa un extremo del espectro social y político, y deja que el otro extremo pase a ser señoreado por el totalitarismo… ¿Qué había pasado en España, qué había pasado en el mundo para que aquel episodio del desistimiento que afectó a los constructores de la Torre de Babel volviera a repetirse?
Era el precio a pagar por el descubrimiento de la subjetividad en la que los tiempos andaban empeñados desde, especialmente, el Renacimiento. Durante el siglo XVIII, esa trayectoria abrió vías de progreso y enormemente vitalizadoras, como la que hizo enunciar a Kant su “sapere aude”, atrévete a pensar y, en última instancia, toma en tus manos la responsabilidad de tu vida. Pero también desde el mismo punto de partida llegaron a abrirse otras vías que a la larga resultarían calamitosas. Cuando Rousseau afirmó que “la naturaleza ha hecho al hombre bueno y feliz; pero la sociedad lo ha convertido en depravado y miserable”, abrió la espita de un vector social, o mejor diríamos antisocial, que encontró un punto de eclosión en esta crisis de la que hablamos, que alboreó, después de una mala noche, hacia finales del siglo XIX y que hizo del XX, además del siglo de los mayores avances de la humanidad (a ello se llegaba desde la primera de las vías abiertas por la irrupción de la subjetividad), el más devastador de los campos de batalla (y por ahí se llegaba desde la otra vía que hacía del mundo el enemigo del individuo).
Ortega hace un análisis genial, no podía ser de otra forma, del humus cultural del que surgió aquella época crítica a través de algo tan peculiar como el análisis literario de la obra de su coetáneo y amigo Pío Baroja. Dice de este autor: “Se diría, en efecto, que a Baroja no le parece una idea digna de ser pensada si no contiene una impertinencia; esto es, si no es una idea contra algo o alguien. Sus ideas suelen ser contestaciones a ataques imaginarios que le mueven las cosas en torno; son reacciones automáticas con un fin defensivo. ¡He aquí un hombre que piensa por instinto de conservación, que piensa contra su derredor para no ser absorbido por él! Baroja eriza las páginas de su libro en torno a sí mismo como un erizo sus púas”.
De una u otra forma ve Ortega en el conjunto de la Generación del 98 a unos autores que, capitaneados por Baroja, transpiraban esa misma sensibilidad inconformista: la España constituida era para todos ellos, cada uno a su manera, algo a repudiar. Lo cual, en principio, puede actuar a favor de eso que se critica y que se trataría de mejorar, pero también habría que entenderlo –en estos autores, de una matizada manera– como expresión de la profunda hendidura que en un sentido ontológico se había abierto entre el individuo y su mundo.
Para aquella generación (con g minúscula ya), prosigue Ortega, “se imponía una peripecia cultural, una catástrofe psicológica: un nuevo Dios, un nuevo lenguaje, una barbarie redentora”. Antes había dejado nuestro filósofo asentadas las relaciones etimológicas entre Babel, barbarie y balbuceo. “Los hombres de la generación de Baroja que han valido algo tienen, en diferentes grados, el rasgo común de parecer gentes a quienes un incendio acaba de arrojar de su casa y andan despavoridos buscando otro albergue, sin que el azoramiento alojado en ellos les permita descubrirlo ni aun topar con los caminos reales que a poblado conducen”.
Baroja ve la realidad como una farsa. Es un cínico en el más filosófico sentido de la palabra. Como Diógenes el Perro, se rebela contra todas las convenciones. Sólo lo que sale sinceramente de uno mismo, de su más estricta intimidad es válido, porque es lo único sincero. Es el que vive Baroja un buen momento para el cinismo, como lo fue aquel otro del que originalmente emergió tal filosofía, durante la gran crisis social que asoló el mundo helénico, y que ésta de ahora viene a emular y a superar. “La sinceridad es la nueva tabla –continúa Ortega–. ¿Qué queda? Una isla desierta en torno de un Robinsón. El individuo señero. Yo (…) Éstos son los primeros principios de Baroja el can. Retorno a la naturaleza, vuelta al balbuceo, agresión a la decadente sociedad en torno”. La psicología de Baroja es “la de un hombre temeroso de que le arrebaten su ‘yo’”. Y su método de defensa: “Primero que se haga el desierto y luego se levanta el ‘yo’ en medio como una torre”. Como para los anarquistas, con los que Baroja simpatiza, “los individuos son fuente y surtidor de toda energía”.
Baroja viene, pues, a ser expresión, no especialmente virulenta, de la crisis de aquel tiempo: la que derivaba del enfrentamiento entre el individuo y el mundo. El arte, que siempre es síntoma cualificado de lo que ampara el espíritu de cada época, también reflejó de manera muy significada lo que estaba pasando. Así refiere André Malraux, escritor y ministro de Cultura francés, lo que le dijo Picasso mientras reflexionaba sobre la influencia de las máscaras y estatuillas africanas en su pintura, singularmente en “Las señoritas de Aviñón”: “Las máscaras (…) eran objetos mágicos (…) Las piezas elaboradas por pueblos negros eran intercesseurs, mediadores (…) Estaban en contra de todo: contra los espíritus desconocidos y amenazantes (…) Entonces lo entendí todo: yo también estoy en contra de todo. ¡Yo también creo que todo es desconocido, que todo es un enemigo! (…) Todos los fetiches se usaban para lo mismo. Eran armas que la gente usaba para evitar caer de nuevo bajo la influencia de los espíritus, para recobrar la independencia. Son herramientas. Si somos capaces de darle forma a los espíritus, nos haremos independientes”.
André Breton, en su “Segundo Manifiesto del Surrealismo” era perfectamente categórico a este respecto; dejó escrito: “El acto surrealista más puro consiste en bajar a la calle, revólver en mano, y disparar al azar, mientras a uno le dejen, contra la multitud”. Ni que el noruego Anders Breivick, otro solipsista vocacional extraído aun hoy de los suburbios más extremos de ese ámbito cultural, le hubiera leído y hubiera decidido ser consecuente.
Éste era, pues, el espíritu de la época. El que en España vio surgir a los nacionalismos. Jesús Laínz, quizás el mejor analista de los nacionalismos con que contamos en España, en su obra recién publicada, “Desde Santurce a Bizancio” (Ediciones Encuentro), habla de cómo las cosas iban progresando en la dirección que, en el sentido apuntado al principio, significaba, a la vez que fortalecer el sentimiento de patria común que íbamos formando los españoles, ir integrándonos en el marco de un idioma común: “Hasta el siglo XIX –escribe– España se había distinguido por una estabilidad lingüística poco habitual en una Europa agitada por decenas de conflictos lingüístico-culturales. La tendencia hacia el uso general de la lengua de mayor implantación, sobre todo para usos oficiales, se había desarrollado en España, desde los lejanos siglos medievales, de un modo notablemente pacífico y sin necesidad de grandes esfuerzos gubernativos. Ello demostró tanto la coexistencia de las lenguas regionales con la de ámbito nacional como la debilidad de la acción gubernamental para intensificar el uso de esta última en las regiones con otra lengua, sobre todo si se compara con las mucho más imperiosas que tenían lugar en países vecinos”.
De cómo lo peor del espíritu de la época se filtró entre nosotros a través de los nacionalismos que emergieron alrededor de 1890, y que apuntarían hacia el extremo totalitario que venía a compensar el también extremo individualismo, deja constancia Laínz en sendas citas de los fundadores de los nacionalismos vasco y catalán. Dejó dicho Sabino Arana: “Si esta nación latina la viésemos despedazada por una conflagración intestina o una guerra internacional, nosotros lo celebraríamos con fruición y verdadero júbilo, así como pesaría sobre nosotros como la mayor de las desdichas (…) el que España progresara y se engrandeciera”. Y su homólogo catalán, Prat de la Riba: “Había que acabar de una vez con esa monstruosa bifurcación de nuestra alma, había que saber que éramos catalanes y que no éramos más que catalanes (…) Esta obra, esta segunda fase del proceso de nacionalización catalana, no la hizo el amor, como la primera, sino el odio (…) Tanto como exageramos la apología de lo nuestro, rebajamos y menospreciamos todo lo castellano, a tuertas y a derechas, sin medida”. El mundo, pues, se disponía a atravesar una época de barbarie de la que aún no hemos logrado salir.
Entrada muy grande y densa... Los nacionalismos es una especie de trampa para someter a los pueblos al dictado de las minorías.
ResponderEliminarHay naciones de muchos tipos, pero ninguna se forjo de manera pacifica, todas emergieron después de una guerra. Sabino Arana era un gilipollas integral, de Prat de la Riba se menos, pero visto lo visto, parece de la misma ganadería. Esa ganadería que busca corderos que sean fáciles de someter por lo caciques, ya sean civiles o eclesiásticos...
Un saludo, menudas entradas te cascas...
Tienes razón, Temujin: sé que rompo cualquier principio de prudencia como bloguero colgando ladrillos como éste, y que me arriesgo a que me acabe mandando a paseo la poca gente que, como tú mismo, pasa por aquí. Porque a internet se entra con la prisa metida en el cuerpo, con ganas de ponerse al día de lo que uno quiere leer de entre las miles de cosas que se ofertan… y que, al final, nunca se consigue ni siquiera leer todos los correos pendientes. Yo mismo, cuando cuelgo el artículo tengo desazón, porque soy consciente de ello. Pero no sé si esto tiene remedio. En este artículo, la intención de desplazar el punto de atención desde los nacionalismos hacia el marco cultural e histórico del que creo que surgen, me parece una idea interesante, pero muy complicada de ir hilvanando. Pese a todo, tengo que brincar de un argumento a otro, dejando sólo sugeridos, u olvidándome de ellos, un montón de pasos intermedios. Sé que me paso cuatro pueblos, pero lo que quería contar tampoco era fácil.
ResponderEliminarUn saludazo y disfruta de tus excursiones rurales, que seguro que te estás poniendo las botas (para caminar).
Javi, es tu blog y cada uno en su blog publica lo que quiere. Pero tambien hay que tener en cuenta lo que dijo Aristoteles, "Piensa como piensan los sabios, más habla como habla la gente sencilla". Mucha gente no disponemos de una cultura tan amplia. Yo he publicado una entrada y la he borrado, la he vuelto a publicar esta mañana y esta tarde saldrá otra. Cuando las preparo, me salen muy mal. Pero repito es tu blog y el tema es interesante. De Sabino Arana y sus gilipolleces, como copiar la bandera vasca de la Union Jack de los británicos o pedir protección al Reino Unido contra la opresión española (el Reino Unido siempre se caracterizo por no oprimir a nadie), se pueden escribir libros enteros en homenaje al nazi imbécil y meapilas de Sabino.
ResponderEliminarSi te lees un poco su biografía, es para reírse bastante, vaya personaje...
Te dejo una carta que me mandaron unos payasos junto con mi opinión al respecto. Si pinchas en la carta la puedes leer. Aqui esta
ResponderEliminarVaya palo, Temujin. Aunque, la verdad, si no fuera por lo de mentar a tus hijas, habría que tomárselo a risa. Pero con esa mención (aunque, sinceramente, yo creo que no es para preocuparse demasiado), la cosa cambia, y hay que ir a por él. Yo creo que debes denunciarle si no lo has hecho, y tampoco ha de ser demasiado difícil dar con el pirado en cuestión si se ponen a ello. Evidentemente, te conoce, y conoce tu pueblo. Y muy joven no ha de ser, porque hace tiempo que nadie usa esas máquinas de escribir. E incluso la LOGSE es capaz de preparar mejor de lo que ese ser demuestra estarlo.
ResponderEliminarUn abrazo
Sera porque digo que Sabino Arana era un hitler frustado...No tengo miedo, la carta habla por si sola...
ResponderEliminarHola, Javier, y, hola, Temujin: esta semana me he incorporado tarde a la lectura del asunto ofrecido y resulta que aparece la calamidad esa de la carta (calamidad en sí; calamidad quien la escribe; calamidad las amenazas, calamadidad el que haya especímenes como "eso", etc.). Y, ahora, ¿qué queda del desarrollo propuesto por Javier? Pues la raíz de la barbarie mencionada.
ResponderEliminarResulta que si a estas alturas del siglo XXI se mantienen ideas como las de la carta, pues resulta que no hemos avanzado. Seguimos en los tiempos de las tribus bárbaras. Tales como las que luchaban contra los romanos en el proceso de romanización de la península. Y es que no sólo existían los vascones por aquellos lares, sino que allí estaban várdulos, autrigones verones y un largo etcétera de pueblos celtíberos. Ello me lleva a relativizar lo de las purezas. El uso del idioma vasco (hubo varios dialetos)se extendía más hacia el este de lo que hoy abarca (parte occidental de Huesca), y menos hacia el Oeste (zona de las Encartaciones en Vizcaya).
La unión por el idioma que nos indica Schelling sería el máximo componente y catalizador de las uniones de los pueblos en naciones. Pero sabemos que hay salvedades, y que existen países naciones sin la singularidad de una única lengua común, como p. ej. lo es Suiza. Ahora bien, sí que es cierto que la lengua hace la unión. Ya los antiguos helenos formaron su comunidad -Koiné- en base a los pueblos que hablaban la lengua común, pues se trataba de tierras distantes y muy mal comunicadas, salvo por mar. Esa Koiné es la que han intentado trasladar cualquiera de los posteriores imperios que en el mundo han sido. El Imperio Británico, p. ej. llevó sus sacrosantas tradiciones e impuso una lengua común a todas sus colonias, como antes lo habían hecho portugueses y españoles. Aún hoy perdura su uso en cualquiera de ellas. Conforme abanzo en el escrito, más me doy cuenta de que la lengua une. Los australianos, no hace mucho, se pronunciaron en referédum sobre la idoneidad de seguir unidos a la corona británica o refundarse como república. Escogieron lo primero. Pero también me doy cuenta de todo lo que desune el idioma. Ahí está el caso de Bélgica con el enfrentamiento entre valones (lengua francesa) y flamencos (variante neerlandesa). Son un país y se ignoran mutuamente. En Canadá sucede lo mismo con la parte francófona del país, Quebec.
Lo que sucedió en España, estimado Javier, más bien lo veo como una crisis por la pérdida de las últimas colonias (Cuba, Puerto Rico y Filipinas) y el ocaso subsiguiente como ex potencia colonial. De acuerdo que crisis como país, pero sobre todo, trauma frente a la pérdida del otrora poderío colonial. Dices que en esa época de finales del IXX fue cuando se conmovieron los incipientes nacionalismos a nivel general, pero recuerdo que la formación de Alemania e Italia sucedió exactamente en 1870 y 1871, así que hubo estados naciones que se unieron, tras siglos de saberse en potencia de hacerlo, por las mismas fechas. Los actuales landers alemanes no es que estén tan "amorosamente" unidos, pues la solución federal busca el maximo mantenimiento de lo propio cediendo el mínimo poder posible a la unión. Si miramos el caso de Italia, y haciendo abstracción de la Liga Norte y su ansia de separación, obserbo nítidamente cómo un país unido es más fuerte y capaz que sus predecesores los condados, repúblicas, principados y estados pontificios. Lo mismo que en España sucedería si la desmembráramos en nombre de idénticos o aproximados entes ¿preexistentes?
Para finalizar, sobre la personalidad del mencionado Sabino Arana, se ha ocultado (no por vosotros, sino por la historiografía) las últimas tendencias españolistas del personaje (intento de disolución del P.N.V. y fundación de la "Liga Españolista"). Con esta paradoja y esta perplejidad acabo mis letras tal y como se me ha quedado el espíritu después de leer lo arriba mencionado de la carta. Creo que la recomendación de Javier es buena. Un saludo y ánimo.
Como me he descentrado un poco debido al motivo indeseable, he de precisar algún apunte al escrito de Javier. Si bien he adjudicado el dolor de España a finales del S.IXX a la pérdida colonial, bien es cierto que el convulso siglo diecinueve hispano fue determinante.
ResponderEliminarLa asunción del liberalismo por parte de los estados modernos concedió la soberanía al pueblo, de ahí que aparecieran, y siguen apareciendo, innumerables pueblos para autogobernarse. La pérdida paulatina del absolutismo hizo de catalizador para que, tanto en Cataluña, Prat de la Riva, como en el País Vasco, Sabino Arana y Goiri, dispararan toda la artillería pesada de los "pesados" nacionalismos. Cuando la España de Cánovas tumba la constitución federalista de 1873, la propia metrópli, España, sufre -internamente-las tendencias independentistas de sus colonias hispanoamericanas. Así que el propio liberalismo provoca el estallido de lo individual y propio frente al estado centralista, nuevamente instaurado (Restauración) en España con el borbón Alfonso XII.
Ello no obsta para que a nivel internacional se consumen tanto las formaciones nacionales de Alemania e Italia, tal y como comenté arriba, como la desintegración de antiguos imperios. Tal fue el caso del Austrohúngaro y el proceso de balcanización sufrido en los antiguos territorios (también se desintegraría el imperio Otomano). El desastre de la I Guerra Mundial, junto con los progroms provocados en la antigua Yugoslavia (los eslavos del sur: una de las versiones de los puros)a finales del pasado siglo, confirman esa tendencia hacia la desintegración por la vía de los nacionalismos. Hoy comprobamos, aún, la arrogancia vestida de victimismo en los generales detenidos y juzgados en el tribunal Internacional de La Haya. También podemos fijarnos en algunos gestos desde las cristaleras (peceras) en los juzgados de la Audiencia Nacional, aquí, en la Plaza de castilla.
Más que aclarar, seguramente habré liado el asunto, así pues, perdón por contribuir, quizás, al "ladrillismo".
Buenos días Vicente. Desde luego, en España es proverbial situar el origen de nuestra crisis nacional en 1898, a raíz de la pérdida de Cuba y Filipinas. Y, sin duda, esos hechos afectaron a nuestra autoestima como nación, hasta el punto de que se originó un ¡sálvese quien pueda! que empezó a dejar desmantelada nuestra nación como aglutinante de voluntades. Pero a mí me interesa recalcar que en el trasfondo había un espíritu disgregador más global, que afectaba a Occidente en general por la vía de una cultura que hunde sus raíces en el individualismo, el mismo individualismo, sin embargo, al que debemos lo mejor de lo que hemos llegado a ser. Paradoja a la que iré dedicando más reflexiones próximamente. La formación de las naciones alemana e italiana en el último tercio del siglo XIX se situaría dentro de otra corriente contrapuesta, aglutinadora, que coexistía con la disgregadora.
ResponderEliminarLa supuesta conversión final de Sabino Arana al españolismo la desvelan autores solventes como mera estrategia legada a sus sucesores. Propuso, pues, al parecer, a la vista de las dificultades de enfrentarse directamente al estado, introducirse en el tejido político español para ir dinamitando desde dentro la nación española, animando a que en cada rincón de España se fueran formando núcleos regionalistas que acabaran debilitando la consistencia de la idea de nación común, lo que, de rebote, facilitaría sus últimos propósitos. La cosa no les ha salido nada mal.
La independencia de las provincias de ultramar empezó a gestarse a raíz del vacío de poder originado por la guerra contra Napoleón. Como toda disgregación de lo anteriormente unido, creo que hay que interpretarla como un fracaso histórico, aunque, desde luego, la evolución de la unión debería haber abierto nuevos trayectos, diferentes de los del absolutismo. Yo no creo que el independentismo de las últimas posesiones de ultramar haya que vincularlo al liberalismo de Cánovas; las inercias venían de otras fuentes. Y los independentismos dentro de la Península, evidentemente, sí que recogieron el legado del carlismo absolutista y del foralismo del Antiguo Régimen.
Hola, Javier: tu respuesta me hace pensar en tus queridas paradojas. Resulta que el general san Martín, nacido en el Virreinato del Río de la Plata, a los siete años estaba en España y no tardó en participar en su ejército, luchando contra Napoleón y en el norte de África. Después se embarcó para Argentina y luchó contra el ejército español en pro de la independencia de sus otros territorios. De acuerdo que, como tú comentas, la vía del absolutismo no era la forma más edificante para conseguir mantener los territorios de La Nueva España en nuestro seno. Se intentó por parte de los más aperturistas dar unas autonomías más amplias. Los recalcitrantes absolutistas no aceptaron. El desnlace es conocido. Hoy día el general san Martín es un héroe nacional en Argentina.
ResponderEliminarPor otra parte, hay que ver cómo nos tratan hoy a los "gallegos" en Sud América. Empezando por Hugo Chavez, y su " hermano" Fidel Castro, continuando con Salvador Correa, siguiendo con Evo Morales... El caso es que tienen ahora un encono indescriptible hacia España. Espero que parte de las poblaciones de esos países, y de todos los demás de América del Sur, del Norte y Central no participen de dicho resentimiento. El caso de Fidel Castro también lo incluyo dentro de las paradojas, pues es descendiente de emigrantes gallegos. Tengo un vecino brasileño que, literalmente, odia todo lo que ha aportado ser colonia portuguesa o española. Piensa quelos antiguos súbditos de la corona Británica están todos en un aura de agradecimiento muy superior al sentimiento ofrecido por los hispanos. No sé si habrá tenido en cuenta a las tribus preexistentes en los territorios de América del Norte, a los que en las reservas indias quedaron, pues a los aniquilados, difícilmente.
Otra paradoja es que habiendo seguido gobernando en España la dinastía borbónica, lejos de conseguir una acertada unión del país como sucede en su cuna, Francia, hayamos desembocado en el país de la Europa Occidental en donde más tendencia hacia la disgregación y autogobiernos internos hay. Nuestro otro gran vecino, Portugal (que me perdone Andorra, pero ella forma parte de otro contexto) también goza de una inexpugnable unión, ya que la división administrativa (amén de la unión mental y sentimental) no asemeja nuestro cuasi federalismo ni por asomo.
La gran paradoja es que, efectivamente, la debacle del 98 en vez de unir al país, nos sumió en ese "sálvese quien pueda" que tú comentas, llenándonos de dudas sobre nuestro ser, nuestra existencia, nuestra sustancia común... La más viva actualidad nos lleva, tras el cantón de Cartagena y demás desvaríos, a desunir lo que, por ejemplo, fue puerto de Castilla -Cantabria-. La constitución actual ideó que Madrid pasase a formar una Comunidad Autónoma propia en calidad de detentadora de la capitalidad del Reino de España, dejando de ser manchega (o sea, de Castilla la vieja). Nuestro sistema autonomista benefactor (pues hay que cubrir todas y cada una de las plenitudes en potencia), otorgó poderes de autogobierno a la región de Murcia y a la de La Rioja (?). Cada una de las anteriormente nombradas están, obviamente (dentro de la obviedad que alguna de las lógicas otorga), encantadas, pero ¿y la consistencia de lo común?
Resulta, para finalizar, que lo que los antiguos romanos ya denominaron Hispania (primeramente dividida en Citerior y Ulterior; luego vendría el título para la Lusitana, la Bética, la Tarraconense...), haya derivado en este mínimo común denominador, sino en un máximo disgregador de lo que "nunca existió". Seguiremos persistiendo en que ella también lo haga. Un saludo.