Júpiter y Tetis, por Jean Auguste Dominique Ingres (1811).
Gracias a las
palabras, y a los conceptos incluidos detrás de ellas, podemos poner orden en
la realidad, un orden nunca definitivo, porque el marco generado por el
concepto es siempre mucho más reducido que la realidad por él aludida. Sin
embargo, cuando zonas importantes de la realidad quedan fuera del amparo de
algún concepto, toda esa parte de la realidad permanecerá ignorada, reprimida,
silenciada. Y quizás allí, estancada, se esté convirtiendo en alguna
clase de veneno.
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“La lengua vasca (…) se olvidó de incluir en su vocabulario un signo para
designar a Dios y fue menester echar mano del que significaba «señor de lo
alto» —Jaungoikua. Como hace siglos desapareció la autoridad señorial,
Jaungoikua significa hoy directamente Dios, pero hemos de ponernos en la época
en que se vio obligada a pensar Dios como una autoridad política y mundanal, a
pensar Dios como gobernador civil o cosa por el estilo. Precisamente, este caso
nos revela que, faltos de nombre para Dios, costaba mucho trabajo a los vascos
pensarlo: por eso tardaron tanto en convertirse al cristianismo y el vocablo
indica que fue necesaria la intervención de la Policía para meter en sus
cabezas la idea pura de la divinidad. De modo que la lengua no sólo pone
dificultades a la expresión de ciertos pensamientos, sino que estorba la
recepción de otros, paraliza nuestra inteligencia en ciertas direcciones.” (Ortega y Gasset[1]).
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