La realidad se nos presenta filtrada por la actitud con la
que nos dirigimos hacia ella. La expresión más primitiva de esta actitud estuvo determinada por la
naturaleza del organismo humano que, en su primera forma evolutiva solo
disponía del recurso del tacto, primer órgano sensorial y origen de todos los
demás sentidos. En la zona de transición desde que la relación con la realidad
se establecía a través del tacto hasta que empezó a hacerlo a través de la vista,
se instaló el vértigo, la agorafobia, el miedo a los espacios abiertos, en los
que uno no se puede aferrar al sólido terreno que le muestra el tacto, sino que
se confronta con el vacío que hay entre un objeto compacto y el siguiente. “Tan
pronto como el hombre –dice Ortega siguiendo al historiador y teórico
del arte alemán Wilhelm Worringer–, se hizo bípedo, tuvo que confiarse a sus
ojos y debió padecer una época de vacilación e inseguridad. El espacio visual
es más abstracto, más ideal, menos cualificado que el espacio táctil. Así el
neurasténico no se atreve a lanzarse en línea recta por medio de la plaza, sino
que se escurre junto a las paredes, y palpándolas afirma su orientación”[1].
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