(Recojo y prolongo el profundo y creo que muy interesante debate
que en los “Comentarios a la última entrada sobre ‘El poder de la mente sobre
el cuerpo’”, del 6 de junio, inició Roberto Enrique Tullet y en el que también
hemos participado Salvador Cañez Villa, Ronald Gantier Lemoine y yo mismo. Remito
a esos comentarios para situar adecuadamente los asuntos tratados)
“Blad Runner”, ¡qué gran película! Si en mi ámbito doméstico
coincidieran más con mis gustos, me la habría visto varias veces más de las
tres o cuatro que lo he hecho. Quizás, eso sí, esté más atento en películas
como esta o “Matrix” o incluso “El show de Truman”, no tanto a la diferencia entre el
hombre y la máquina, que también, como al sentimiento de inconsistencia que transmite
en ellas la realidad. En el caso de esta que protagoniza Jim Carrey, ya
directamente su personaje es un esquizofrénico.
Esa inconsistencia creo que tomó cuerpo (…o dejó de tomarlo)
sobre todo a partir de Descartes, desde el cual el mundo externo pasó a ser una
especulación del cogito, del mundo interno. Justo con el autor del “Discurso
del método”, esa especulación llevó a imaginar (“pienso…”) al hombre, y al
universo en general, como si fuera una máquina; más o menos, como el mecanismo
de un reloj. Fue muy productiva la idea, pero también muy invasiva: los médicos
y los psicólogos han (hemos) sido preparados para enfrentarse en su vida
profesional con máquinas que deben su funcionamiento exclusivamente a leyes
fisiológicas o a las que reducen la psique humana a una acumulación más o menos
compleja de comportamientos que responden al mecanismo del estímulo-respuesta.
Ya en los comentarios anteriores recordarás, Roberto Enrique, que yo cifraba en
buena medida las diferencias entre los cada vez más perfeccionados robots
humanoides y los humanos en el hecho de que estos no supeditan su
comportamiento a lo que impone la ley del estímulo-respuesta, como se propone
desde Descartes y sus epígonos, sino que su motivación última está en sus
finalidades, en sus metas, en su propensión a explorar lo que hay más allá de
cualquier estímulo antecedente. Mientras tanto, los robots no pueden más que
responder a estímulos previos: programaciones que desencadenen sus sin duda
complejísimas respuestas, elaboradas muchas veces a base de combinar numerosos
estímulos, pero siempre remitidas a ellos, a antecedentes que acotan y limitan
sus posibilidades de respuesta.
Así que Descartes tiene la culpa. Hemos hecho a las máquinas
a imagen y semejanza de nuestra parte mecánica, y absorbidos por esa
perspectiva, hemos acabado creyendo que solo somos eso que nos asemeja a las
máquinas (o viceversa, que las máquinas son una mera extensión de lo que
nosotros somos). Jung se rebelaría contra ese presupuesto. Su idea de la “sincronicidad”
de la que hablas (coincidencia de hechos no relacionados causalmente, sino simbólicamente),
precisamente aboga por el supuesto de que existe un alma colectiva que unifica
los caminos que, embutidos en nuestro cuerpo individual, creemos transitar cada
uno por nuestra cuenta. Si existe ese alma colectiva, el cuerpo, nuestra parte
mecánica, quedaría subsumido en esta otra realidad supramecánica, que sería la
que en estos casos tomaría las riendas.
El más allá, lo inexistente que reclama al hombre no es lo
que meramente desconocemos: es lo misterioso, lo numinoso, lo que no es posible
conocer. No llego a imaginar a ningún robot postrándose ante algo que motive el
correspondiente arrobo (a algo de esto apuntaba también en nuestro debate Salvador
Cañez Villa). Las preguntas que llegue a hacerse el robot solo le validarán
para asistir a clases de física o ciencias naturales, pero no de religión. Y la
nostalgia de ese robot solo llegará, si lo hace, hasta aquella que el
replicante Roy Batty expresó en una de las escenas más emotivas, estremecedoras
e irrepetibles de la historia del cine: "Yo he visto cosas que vosotros no
creeríais: atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto Rayos-C brillar
en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se
perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir"
(algún día, cuando tenga nietos, me encantaría hablarles así; suprimiré la
última frase para no dramatizar demasiado). Pero nosotros somos más peculiares
todavía que el pluscuamperfecto y nostálgico Roy Batty, porque, como dice
Ortega: “El hombre es el único ser que echa de menos lo que nunca ha tenido”(1).
Ahí no podría llegar el amigo Roy.
Tienes razón cuando dices que toda la filosofía del mundo,
así como las complejas interacciones entre sus diversas escuelas, pueden ser
volcadas en una máquina de Inteligencia Artificial, con lo cual, eventualmente,
esta superaría la capacidad de cualquier pensador y mandaría a todos ellos al
paro. Más o menos como preveo que ocurrirá, en buena medida, con los médicos
cuando empiecen a funcionar esos superordenadores que ya nos sobrevuelan por la
“nube” y que incorporarán todos los saberes médicos, todas las combinaciones de
factores posibles entre ellos y toda la información de casos procedentes de
todos los hospitales del mundo. El reino de la utilidad, que rigen las ciencias
naturales, y singularmente la física, está en trance de alcanzar sus máximas
cotas de resultados. Y es que, como también dice Ortega, “La física sirve para muchas
cosas, mientras que la filosofía no sirve para nada. Ya lo dijo, conste, un
filósofo, el patrón de los filósofos, Aristóteles. Precisamente por eso soy yo
filósofo; porque no sirve para nada serlo. La notoria «inutilidad» de la
filosofía es acaso el síntoma más favorable para que veamos en ella el
verdadero conocimiento. Una cosa que sirve es una cosa que sirve para otra, y
en esa medida es servil. La filosofía, que es la vida auténtica, la vida
poseyéndose a sí misma, no es útil para nada ajeno a ella misma. En ella, el
hombre es sólo siervo de sí mismo, lo cual quiere decir que sólo en ella el
hombre es señor de sí mismo”(2).
Espero que no suene a simple literatura lo de que la filosofía no sirve para
nada. En línea con el hilo argumental que mantengo, eso quiere decir que lo
esencial de la filosofía no estriba en los resultados alcanzados, los que
podrían volcarse en la mente maquinal de nuestro eventual superordenador, sino
que la vocación de la filosofía es abrirse en forma de pregunta (no como la
religión, en modo de arrobo) hacia lo que está más allá, hacia el misterio. La
filosofía enciclopédica que recogería el robot es el tipo de filosofía que a mí
tanto me aburrió en el bachillerato. Esa no enseña a ser filósofo. El
replicante en el que pensamos no sería filósofo, sería… una (utilísima)
máquina. Cosas ambas que casi hay que situar en los dos extremos contrapuestos
del continuo.
Aún me queda, de tu nutridísimo comentario, el incitante y
novelesco capítulo del holograma de una persona del que dicen que se escapó
andando del laboratorio. No creo que el susto que se llevara el titular de la
imagen al encontrarse con su doble, versión holograma, fuera menor que el que le
produciría al doctor Jekyll encontrarse con Mr. Hyde de noche en un callejón
oscuro. Ya que hemos metido a Jung en el debate, te diré, bajo su tutela, que
lo que sí estoy dispuesto a aceptar es que la mente pueda crear fantasmas…
¡incluso sólidos! Si no fuera a perder todo el crédito que hubiera ido
acumulando dando el pego como filósofo, hablaría de los tulpas, unos
enigmáticos seres (¡algo así como unos robots!) que, según los monjes tibetanos,
crea la mente, y es lo que cuenta que comprobó en la práctica un singular
personaje, Alexandra David-Néel (1868-1969), que no debía estar tan trastornada
cuando mereció ser galardonada con una medalla de oro por la Sociedad de
Geografía de París y nombrada Caballero de la Legión de Honor de Francia. Que
un hombre cree un robot o algo así, incluso con ectoplasma mental, estoy dispuesto a
creerlo, pero que un robot cree un hombre (o su doble)… ya me cuesta más. En
fin, que si siguiéramos por la vía que nos señalan estos enigmas, acabaríamos
haciendo de esto una página dedicado a los fenómenos paranormales, y yo ya he
cogido apego a lo que va siendo esta.
[1] Ortega y
Gasset: “Una interpretación de la historia universal”, O. C. Tº 9, p. 190
[2] Ortega y
Gasset: “Bronca en la física”, O. C. Tº 5, p. 278.
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